Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

CΛPÍTULO 16

Andreas paseó su mirada cansada y enrojecida por el modesto comedor detallando con pereza cada una de las piezas que conformaban el escaso mobiliario. La luz del alba se filtraba tímidamente por las angostas y altas ventanas, trayendo consigo los primeros cantos armoniosos de las aves que anidaban en las ramas altas de los árboles del jardín. Sus trinos, suaves y serenos, flotaban hasta sus oídos mezclándose con los suspiros de deleite que la joven sentada a su lado profería mientras saboreaba su desayuno...

—... ¿y saben tus nuevos amos que tienen a una deslenguada durmiendo bajo su techo?...

—... ellos están al tanto del error que cometí y no le dan la menor importancia...

—... lo que hiciste no puede ser catalogado de error... Por tu culpa, mi esposa y yo fuimos el hazmerreír de todos los banquetes durante semanas, Phoebe...

... y pagué por ello...

Los ojos claros de Andreas se detuvieron momentáneamente en los dos asientos vacíos que se erguían frente a ellos, donde hasta hacía unos instantes habían reposado su padre y hermano menor, quienes, cuando apenas se había acomodado en la mesa, decidieron abandonar la sala dejando tras de sí el calor de sus cuerpos sobre las almohadas.
Padre e hijo murmuraron alguna justificación para su partida, pero sus palabras se desvanecieron en el aire sin que Andreas les prestara atención.
Y es que desde que había regresado de la casa de Demetrios, su mente se había sumido en un torbellino de caos y confusión, arrastrando su conciencia a vagar por el intrincado laberinto de los recuerdos.

Recuerdos que él deseaba más que nada arrancar de su memoria, y que se aferraban a ella con una fuerza implacable...

... el castigo que se te impuso fue demasiado leve para lo que en verdad merecías...

—... para mí fue un tormento. Yo apreciaba a su esposa y lo que ocurrió...

Con el pecho oprimido por un suspiro que no podía exhalar con libertad, alzó la vista hacia los exquisitos manjares que adornaban la mesa: tortas de pan recién salidas del horno, doradas y crujientes, aceitunas jugosas, vino rojo y aromático, frutas dulces y coloridas...
Cualquier mortal habría sucumbido a la tentación de probar aunque fuera un bocado de aquellas delicias sin vacilar, pero él, lejos de sentir apetito, tenía un nudo en el estómago que le impedía ingerir siquiera una gota de agua...

—... deberías haber pensado en ello antes de divulgar secretos a desconocidos...

—... ¡estaba ebria!...

—... eso no es excusa...

Un nuevo gemido de placer por parte de su acompañante captó su atención. Con el semblante ensombrecido observó el delicado perfil de su esposa, quien, ajena a sus pensamientos, saboreaba un trozo de pan empapado en vino con fruición y alborozo. Su rostro resplandecía con una sonrisa inocente y sus ojos brillaban con una luz que él no podía compartir.

Su larga cabellera cobriza se alzaba en un recogido sencillo que dejaba al descubierto su delgado cuello. Su piel, de una blancura nacarada que él jamás había visto, contrastaba armoniosamente con el quitón de seda azul que ceñía su redondeada figura y sus ojos, del color de la tierra húmeda y fértil, escondían una mirada llena de ternura y pasión.
No cabía duda alguna de que Charmion era una mujer hermosa y que muchos eran los hombres que se habrían sentido dichosos y extasiados por el simple hecho de estar en su presencia, envidiado y ansiando ocupar su lugar. Pero él, en ese momento, todo cuanto podía sentir al verla era dolor.
Un dolor agudo y angustioso que le atravesaba el pecho y robaba su aliento.
Pues cada vez que sus labios se curvaban en una sonrisa de placer o emitía un gemido al saborear las dulces frutas con su rosada lengua, una daga se clavaba con saña en su corazón...

—... lo sé. Al igual que sé que no fui la única culpable...

—... ¿qué estás insinuando?...

—... confieso que fue por mi lengua que el secreto se reveló. Pero si los hechos de aquella noche no hubieran acontecido, nada habría podido ser descubierto...

—¿Andreas...? —susurró una voz femenina en el silencio de la estancia, sacándolo de su ensimismamiento—. ¿Esposo...?
El joven parpadeó aclarando su vista, encontrándose con el rostro preocupado de Charmion. Sus ojos le miraban con ternura, pero él solo veía en ellos el reflejo de su propia culpa.
—Andreas... —repitió ella con suavidad, inclinándose en su asiento hacia él, posando su mano sobre su mejilla—. ¿Qué sucede? Pareces ido...

Él se sobresaltó al sentir su cálido roce y se apartó de su toque con brusquedad, como si un látigo de hierro candente le hubiera asestado un latigazo en su piel.

—No es nada —respondió él con sequedad, mirando hacia otro lado.

Charmion se mordió el labio con dolor al sentir el frío rechazo de su esposo.

—No necesitas engañarme —dijo ella con voz quebrada, buscando su mirada—. Algo te aflige, lo sé. Desde hace días te encierras en tu habitación, sin apenas comunicarte con nadie o alimentarte. Como ahora, que has dejado intacto este desayuno...

Andreas mantuvo la vista fija en la jarra de vino que había sobre la mesa, evitando su rostro.

—No tengo apetito —musitó él.

—No es solo eso —insistió ella, sin darse por vencida. Se acercó más a él y le acarició el brazo, notando cómo sus músculos se endurecían por la tensión bajo sus dedos—. Te he visto vagar por los jardines como un espectro, con la mirada ausente y el gesto sombrío. Pareces cargar con gran peso sobre tus hombros, uno que no quieres compartir con nadie. Ni siquiera conmigo.

Andreas se crispó, irritado por su persistencia.

—No es nada.

Charmion sintió un dolor punzante en su corazón ante su negativa, pero no se acobardó. Sabía que había algo más que ocultaba su semblante, algo que lo atormentaba, y estaba dispuesta a averiguarlo.

—Sí, sí que lo es —replicó ella con firmeza—. Soy tu esposa, Andreas. Aunque nuestra unión no fuera por amor, sino por conveniencia, he aprendido a estimarte y a amarte tal y como eres y es por eso que sé perfectamente que algo te aqueja. —Tras una breve pausa añadió—: y como tu esposa y la futura madre de tu hijo, no puedo dejar de inquietarme por tu bienestar.

Andreas se quedó petrificado al escuchar sus palabras, sin saber cómo reaccionar o qué responder.

Charmion tomó su rostro nuevamente entre sus manos y lo volvió hacia ella, obligándolo a enfrentarla.

—Déjame ayudarte —le rogó ella—. Por favor, Andreas, confía en mí.

Andreas sintió un nudo en el pecho al ver su expresión sincera y compasiva. Quiso apartarla de sí, decirle que le dejara solo con sus pensamientos asfixiantes y tormentosos, que cesara en su empeño de indagar en su dolor. Pero no pudo. Su mirada, desbordante de preocupación y anhelo, se lo impedía. Era como si ella pudiera ver a través de su alma, como si supiera que guardaba un terrible secreto que le consumía por dentro. Pero ¿podría revelarlo a sabiendas de que podría perjudicar su estado?

La respuesta era más que evidente.

Así que, intentando solventar la situación, Andreas recurrió a la única opción posible que existía para él en ese momento.

Mentir.

—Es solo que... últimamente me asedian unos fuertes dolores de cabeza que no me dan tregua —le dijo al fin él.

Los ojos de Charmion se abrieron con preocupación.

—Oh, Andreas... —murmuró ella con dolor—. ¿Por qué has ocultado tu padecimiento tanto tiempo? Podría ser algo grave. O un mal menor que podría empeorar si no se sana pronto, como le ocurrió a tu padre con sus insoportables jaquecas.

Andreas negó con la cabeza, tratando de tranquilizarla.

—Lo dudo —afirmó él—. Ya me ha ocurrido otras veces y siempre se me ha pasado sin necesidad de tomar ningún brebaje. No tienes que alarmarte por mí.

—Aun así deberías ver a Amyntas y dejar que él decida si lo es o no —insistió ella.

Andreas sintió una punzada de impaciencia. No necesitaba ir a ver a ningún médico, ni que nadie lo examinara y le dijera lo que tenía que hacer. Simplemente quería estar solo, en paz, sin que nadie lo molestara.

—Eso es imposible —replicó él con un suspiro—. Amyntas ha salido de la ciudad para atender a un pariente enfermo.

—Entonces podríamos recurrir a Berenice —propuso Charmion con esperanza—. Ella sabe mucho sobre plantas medicinales. Seguro que...

Andreas no pudo soportar más. Su impaciencia se convirtió en ira. Comprendía sus motivaciones, pero ¿por qué seguía insistiendo en algo que él no deseaba hacer? ¿Por qué no desistía ante sus negativas?

—¡HE DICHO QUE NO! —estalló él con impaciencia, cortándola. Al instante, se arrepintió de su reacción. Vio el rostro de Charmion que, paralizada en su asiento, lo miraba con dolor y sorpresa—. Perdóname, no quería gritarte —se disculpó él al fin, con voz temblorosa y suplicante—. Es solo que tanta palabrería me está haciendo enloquecer.

La expresión de Charmion se suavizó.

—Lo comprendo, mi señor. Debería haber sabido que te haría empeorar... Perdóname por mi imprudencia.

Un tenso silencio se instaló entre ambos, solo roto por la pesada respiración del hombre.

Los iris azules de Andreas se deslizaron hacia la silueta femenina y delicada que descansaba a cierta distancia detrás de ellos, de pie junto a la pared. Con el semblante impasible y las manos aferrando un velo del mismo color que el vestido de Charmion, Ligeia, su esclava, mantenía los ojos clavados en sus pies morenos y descalzos. Al sentirse observada, las largas y tupidas pestañas de la joven de piel dorada por el sol se alzaron hacia él, cruzando sus miradas. Un rubor repentino tiñó las mejillas de Ligeia, que apartó la vista con visible turbación.

—¿Saldrás hoy? —le preguntó a su esposa con una voz pausada, tratando de aliviar la tensión que se había creado entre ellos.

Charmion asintió.

—Tu madre me comunicó ayer su deseo de visitar a una amiga suya. Al parecer su hija, tras muchos esfuerzos, ha conseguido quedar encinta y desea felicitarla personalmente.

—Y tú la acompañarás.

—Así es —le dijo—. Mi salud ha mejorado y creo que me vendría bien salir y respirar aire fresco. Ver otros rostros, conversar con otras personas... Sé que debería haberte informado de ello con antelación, pero fue algo repentino. Espero que no te moleste[1].

—En absoluto —le dijo—. Siempre y cuando actúes con prudencia y cautela no me opondré a que salgas.

—Gracias, esposo —suspiró Charmion con alivio.

—¿Cuándo tenéis planeado iros?

—En cuanto ambas terminemos de prepararnos —respondió ella—. La Señora hace tiempo que fue a su habitación, así que no debe demorarse mucho.

—¿Y hasta cuándo estaréis ausentes?

—Hasta el mediodía, creo. Tal vez un poco más, no lo sé con certeza.

Andreas asintió con aprobación ante las palabras de su esposa.
Charmion cogió el último bocado de pan que quedaba en su escudilla y lo masticó con deleite, saboreando el dulce sabor de la miel y las almendras. Pero apenas lo hubo engullido, se llevó las manos al vientre con un gemido, frunciendo el ceño.

—¿Qué sucede? —le preguntó Andreas.

—Nuestro hijo —le respondió ella con una sonrisa radiante—. Hoy está más inquieto que de costumbre.

—¿Está pateando otra vez?

—Sí, y con fuerza —rio ella, acariciando su abultado vientre con ternura—. ¿Quieres sentirlo?

—Yo... —vaciló Andreas sintiéndose repentinamente nervioso.

Sin darle tiempo a reaccionar, Charmion le agarró la muñeca derecha y le colocó la mano sobre su vientre. Al instante, unos fuertes golpes se estrellaron contra su gran y áspera palma, enviándole un estremecimiento por todo el cuerpo, dejándolo sin habla. Era como si el pequeño ser que crecía dentro de ella le hablara, le saludara, le reconociera como su padre.
Pero, ¿acaso era eso posible?

—¿No es un misterio? —dijo ella con voz dulce, acariciando su vientre abultado—. El concebir una nueva vida, y que esta respire y se nutra y crezca en nuestro seno.

—En tu seno, en el de las mujeres. Los hombres no podemos albergar vida en nuestro interior.

—Pero sí engendrarla con vuestra semilla —puntualizó ella—. Ambos, varones y hembras, poseemos características diversas que, unidas, crean uno de los milagros más sublimes que puedan existir en nuestro mundo[2]. —Los cónyuges callaron mientras percibían el brusco y ondulante movimiento del infante—. ¿Estás nervioso? —inquirió de pronto.

—¿Nervioso?

—Por el nacimiento —aclaró la joven—. Solo faltan unos meses para que nuestro hijo esté entre nuestros brazos. Cada vez que pienso en ello, en el instante del parto y en cómo cambiará nuestras vidas con su llegada, me conmuevo y temo a la vez. ¿Tú sientes lo mismo?

—Sí —respondió él tras recibir otra andanada de puntapiés.

—Será un niño hermoso, fuerte y sano que crecerá rodeado de amor y dicha.

Andreas observó con detenimiento su semblante radiante de felicidad y el puñal que atravesaba su pecho se clavó aún más en él, haciendo que su pesar se acrecentara aún más.

—¿Cómo lo sabes? —musitó con la voz quebrada, sintiendo un nudo en la garganta—. ¿Cómo estás tan segura de que lo haremos feliz?

Charmion posó su mano sobre la suya y susurró:

—Créeme, lo sé.

Ligeia se sintió abrumada por el exceso de ostentación que la rodeaba, tan ajeno a la sencilla y austera vida que llevaba en la casa de sus señores. La sala, espaciosa y opulenta, rebosaba de objetos de arte que pretendían demostrar el refinamiento y la riqueza de sus dueños, pero que solo conseguían crear un caos visual. Estatuas de dioses y héroes, tapices con escenas de batallas y festivales, alfombras de vivos colores y pinturas de escenas cotidianas se amontonaban sin armonía ni criterio en aquel espacio. En el centro, un grupo de muebles de madera tallada y tapizados con telas finas formaban un círculo alrededor de una mesa baja y ornamentada, sobre la que se habían colocado bandejas de frutas exóticas, dulces de miel y almendras y una jarra llena de vino.

Una risa estridente y fingida hizo que el semblante de Ligeia se ensombreciera al contemplar a Elpis, la mujer obesa y chillona ataviada con ropas de colores estridentes y maquillada con exageración que daba buena cuenta de su copa llena del líquido rojizo sin apenas sin reparo alguno. La nueva carcajada que soltó como respuesta a una broma de su señora Xanthippe le hizo apretar los dientes con molestia.
A su lado, Antia, percatándose de su incomodidad con gesto tranquilo, le dedicó una mirada de solidaridad y una sonrisa compasiva.

—Me complace que hayas reparado en mis vestiduras, querida —dijo Elpis con una sonrisa maliciosa, mientras acariciaba la tela semitransparente que apenas ocultaba sus formas—. Están tejidas con la seda más fina y delicada, siguiendo la moda de Oriente. Nadie más en toda Atenas posee una túnica como esta. Ni siquiera en el mundo conocido, ¡te lo aseguro! —exclamó con orgullo.

—No lo dudo, amiga mía. No sé de otra mujer que se atreva a lucir tan... mmm... provocativa —comentó Xanthippe con calma.

—Las mujeres de estas tierras son demasiado recatadas y aburridas como para osar a ello —dijo Elpis—. Créeme, si se vistieran así, muchas cosas cambiarían. Como los matrimonios, por ejemplo. ¿Cuántos hombres no desean librarse de sus esposas tras tanto tiempo de convivencia? —inquirió—. Estoy segura de que si las vieran ataviadas como yo, sus relaciones se encenderían con el fuego de la pasión de los primeros años.

—Quizá tengas razón, madre —replicó Thais, su hija. La joven, de larga y rizada cabellera dorada, se inclinó sobre la mesa y cogió con gracia un pastel de miel—. Aunque también cabe la posibilidad de que ocurra lo contrario. El marido podría sospechar que se viste así porque lo aborrece tanto que desea encontrar un amante. O peor aún, podría sentirse ultrajado por su falta de decoro y castigarla con dureza.

—Eso sería terrible —se lamentó Charmion.

—Puede ser —admitió Elpis—. Pero yo te digo por experiencia que es un buen recurso para seducir y avivar el deseo. Además —La mujer se encogió de hombros—, mientras lo uses en la intimidad no creo que haya ningún peligro. A no ser que romper el lecho durante el sexo pueda considerarse un acto peligroso.

—¡Elpis! —exclamó con fingida indignación Xanthippe mientras se cubría las mejillas con su velo—. Por todos los dioses, modérate —le pidió—. No creo que a tu esposo le agrade que hables tan abiertamente de vuestra vida marital con nosotras.

Elpis resopló con desdén.

—Como si él no se jactara de ello ante sus amigos cuando ha bebido más de la cuenta.

—Aun así no es propio de una mujer hablar de esa manera, madre —dijo Thais—. Y menos si está presente tu hija.

—Tonterías —replicó su madre—. ¿Es que acaso eres una doncella que acaba de manchar su túnica con su primera sangre? Estás casada y en unos meses alumbrarás a tu propia prole. Estas cosas deberían escandalizarte menos. ¡A todas vosotras! —concluyó mirando con sus ojos redondos y saltones a sus invitadas.

—Tienes razón, querida amiga —asintió Xanthippe—. Pero tu hija también hace bien en recordarte el decoro. Todas las que estamos aquí conocemos las normas y libertades de nuestra sociedad, que son distintas según se sea hombre o mujer.

—Así es, por desgracia —Elpis vació su copa de un trago y cogió la jarra para llenarla de nuevo—. Pero ¿no es esta mi casa? ¿No tengo acaso libertad entre estos muros para expresarme como me plazca?

—Claro que sí, madre —le respondió Thais con dulzura—. Pero sabes bien que las paredes tienen oídos.

—Y muy agudos —apuntilló Xanthippe.

—Lo sabes por propia experiencia, ¿verdad? —comentó con ligereza Elpis.

Un silencio sepulcral se cernió sobre ellas. Los ojos verdes de la Señora lanzaron dagas envenenadas en dirección a Elpis, quien, imperturbable y con una sonrisa maliciosa en su redonda cara, se recostó sobre el diván con gesto hastiado.

Charmion tosió suavemente.

—¿Cómo te encuentras, Thais? —le preguntó a la joven cambiando el tono de la conversación—. Espero que el embarazo no te esté causando demasiadas molestias.

Thais le devolvió la mirada con ternura y acarició su propio vientre, aún plano.

—Bien, gracias. La matrona dice que todo marcha como debe ser.

—Me alegro mucho —dijo Charmion con una sonrisa sincera—. En mi caso los primeros meses fueron terribles. ¡Tuve que recurrir a mil remedios para aliviar las náuseas y los vértigos!

La madre de Thais frunció el ceño y se inclinó hacia adelante.

—Eso es porque tu cuerpo no es lo bastante robusto para albergar una vida, muchacha —dijo—. Deberías haber comido más antes de concebir. Seguro que así no habrías sufrido tantas adversidades. No como Thais, que está sana y radiante desde el primer instante.

Xanthippe se puso tensa y miró a la otra mujer con desprecio.

—Dudo mucho que eso haya tenido algo que ver —replicó con frialdad—. Charmion siempre ha estado muy bien cuidada en mi casa y la concepción fue casi inmediata tras decidir mi hijo que era el momento de traer un heredero. Mi nuera simplemente padeció un mal que a muchas les toca sufrir en tales circunstancias —señaló—. ¿O es que tu hija acaso no ha tenido también dificultades en su gestación? Si no me falla la memoria, ha tardado bastante en anunciar la buena nueva. ¿Cuánto tiempo ha transcurrido desde que se casó, tres años?

La madre de Thais se sonrojó y apretó los labios.

—Eso se debe a que los dioses así lo han dispuesto.

—Como le ocurrió a mi nuera.

—Desde luego... No he querido insinuar nada más. Solo he observado que quizá come menos de lo que conviene. Sabes que es una muchacha muy flaca y frágil.

Un nuevo silencio se extendió entre ellas. Las cuatro alzaron sus copas al mismo tiempo y bebieron.

—¿Qué presagias que será? —preguntó entonces Thais.

—No lo sé con certeza —respondió Charmion—, pero por la forma que tiene de agitarse en mi vientre diría que es un varón.

—Yo también anhelo que sea un hijo —confesó Thais—. Aunque tampoco me desagradaría que fuera una hija.

—Ni a mí...

—En absoluto, Thais —protestó Elpis con voz turbia—. Tiene que ser un hijo. Los hombres valoran más a los hijos que a las hijas[3].

—Lo sé —admitió Thais con tristeza, bajando la mirada—. Lo sé.

—Por eso tienes que implorar a cuanta deidad conozcas para que te proteja y te otorgue un varón —continuó Elpis con fervor—. De lo contrario, puede que tu vientre contenga un futuro difunto. Y tú también, Charmion —dijo, volviéndose hacia la otra mujer que estaba sentada a su lado—. Por mucho que quieras a esa criatura, si es hembra y tu esposo no la desea, tendrás que abandonarla a su destino en algún callejón oscuro de la ciudad[4].

—Es terrible eso que dices —susurró Charmion con horror.

—Sí, terrible, pero cierto —afirmó Elpis con severidad—. Los hombres, a diferencia de nosotras, son unos desalmados e infieles por naturaleza. Solo les importa su riqueza y su gloria. Por eso nosotras debemos ser hábiles y mantenerlos satisfechos.

—Andreas es un buen marido —protestó Charmion—. Me trata con cariño y me respeta. Escucharía mi opinión.

—¿Estás segura de eso, querida? —preguntó Elpis con una mirada penetrante que hizo temblar la menuda figura de la joven.

—Por supuesto que sí —intervino Xanthippe.

Mientras las mujeres mayores se enzarzaban en una acalorada disputa sobre el papel de la mujer en el matrimonio, Ligeia se fijó en el rostro abatido de la joven dama. Sus pensamientos se reflejaban sin tapujos en su tez lívida y triste, que había adquirido un matiz aún más fantasmal por las palabras venenosas de Elpis.

Sabía que la causa de su pesar era su esposo Andreas, con quien mantenía una relación marital fría y distante. Había sido testigo en varias ocasiones de cómo se trataban el uno al otro, con escasa ternura y afecto por parte de él y un exceso incomprensible de ambos por parte de ella.
La esclava no alcanzaba a comprender del todo la índole de los sentimientos de Charmion o de su esposo, ni cuán profundos eran, pero el hecho de ser testigo de escenas como la que había presenciado esa mañana durante el desayuno, le hacía pensar que en aquel matrimonio la dicha y el amor eran elementos casi inexistentes y que, quizás, esa vida que se gestaba en su seno, fuera lo único que les provocaría una alegría común -si es que la personalidad de Andreas distaba de la descripción general y pesimista que la madre de Thais había hecho sobre el género masculino-. Ligeia jamás había entendido cómo podía existir una unión sin amor. Desde su más tierna infancia, había escuchado relatos de matrimonios concertados, de esposas sometidas y de maridos infieles. Pero nunca había presenciado uno de esos casos con sus propios ojos, hasta que llegó a la casa de sus señores. Sintió una profunda compasión por la joven que tenía delante, obligada a casarse con un hombre al que no amaba, y que quizá nunca la amaría. ¿Cómo podía soportar esa vida vacía y triste?

Ligeia recordó con nostalgia y dolor la vida que había dejado atrás, junto a sus padres cuyo matrimonio era lo opuesto al que sus señores compartían. Ellos se habían respetado y apoyado mutuamente, a pesar de sus diferencias de carácter y de opinión, que a veces generaban roces y discusiones que hacía tambalear la estabilidad de su sagrada unión. Se habían amado con pasión y fidelidad durante años, y le habían transmitido a ella el valor de la libertad y el amor, animándola día tras día a que siguiera sus mismos pasos y buscara su propia felicidad...

Hasta que la muerte se los llevó.

Ligeia cerró los ojos, sintiendo una punzada de dolor que le atravesaba el pecho al evocar sus rostros. En su memoria aún vivían los retratos nítidos de ambos, sonrientes bajo el cálido sol de verano que acariciaba sus cabellos y sus mejillas.
Reclinados los tres sobre la hierba del jardín de su casa, se entretenían en imaginar figuras en las nubes, que cambiaban de forma con el viento. Su padre y ella competían por ver quién encontraba más animales o dioses, mientras su madre se deleitaba con sus ocurrencias y los abrazaba con ternura. Los amaba con toda su alma, y los echaba de menos con toda su fuerza.

Como siempre sucedía cuando pensaba en ellos, las lágrimas brotaron tras sus párpados, como gotas de rocío que se desprendían de las flores. Los abrió, limpiándolos disimuladamente con el dorso de su mano, que luego secó con la áspera tela de su túnica oscura. Al hacerlo, sus ojos se cruzaron con los de Charmion, quien, saboreando uno de los suculentos dulces que habían traído para la reunión, la observaba con atención y curiosidad desde su lugar.

Y Ligeia, ahogando su nostalgia y pesar, le devolvió la sonrisa, tratando de ocultar su tristeza bajo una máscara de falsa felicidad.

Mirrina atravesó el patio del gineceo con agilidad, llevando sobre su cabeza un cesto de mimbre que se había deshilachado por el uso y en su brazo izquierdo una ánfora vacía. Se dirigía a las caballerizas, donde esperaba encontrar a Iason, el joven y tímido sirviente que, junto a su hermano mayor Nereus, se encargaba de cuidar de los caballos de sus señores entre otras muchas tareas.

Mirrina siempre había sentido una gran admiración por Iason, quien era capaz de reparar cualquier cosa con sus hábiles manos y de crear con ellas objetos maravillosos sirviéndose de los materiales más simples. Era un muchacho de aspecto frágil, con la piel pálida, el cabello oscuro como el trigo y unos ojos pardos que rara vez se atrevían a mirar a nadie.

Los halló a los dos, como no podía ser de otra forma, en una de las cuadras, limpiando y arreglando las monturas. Nereus era el mayor de los dos hermanos y el más fornido y valeroso. Tenía la piel tostada por el sol, el cabello negro como el carbón y unos ojos teñidos de un verde tan profundo como el mar que refulgían con fuerza en su rostro. Mirrina sabía que muchas mujeres suspiraban por él cuando pasaba junto a ellas, pero la joven nunca había sentido nada por él salvo amistad.
Al contrario, su corazón latía con fuerza cada vez que veía a su tímido hermano Iason.

—Buenas tardes, Iason —saludó Mirrina con una sonrisa radiante mientras se acercaba a ellos—. Nereus... —con un gesto de fatiga dejó el ánfora vacía en el suelo y bajó el cesto hasta sus brazos.

—Buenas tardes —murmuró Iason sin mirarla, concentrado en su trabajo.

—Mirrina —respondió Nereus con una pequeña sonrisa.

—Veo que estáis muy ocupados —comentó en broma Mirrina.

—Así es —Nereus dejó en su lugar la montura y, cogiendo un cubo y un cepillo, se dirigió hasta la cuadra de la yegua y empezó a cepillar su pelaje con cariño—. ¿Y tú? Supongo que Antia te habrá encomendado alguna tarea en su ausencia.

—Limpiar las estancias y ayudar a Berenice en la cocina —dijo la joven—. Si es que me lo permite, claro está.

—Es muy celosa de su dominio —comentó Iason con voz monótona.

—No hace falta que lo jures, hermano —rio Nereus—. La última vez que se me ocurrió entrar en la cocina sin avisar casi me arranca la cabeza de un bocado.

—Qué me vas a contar... —suspiró la muchacha, haciendo una mueca de disgusto.

—Supongo que, si estás aquí, es porque has terminado con tus deberes.

—En realidad he venido en busca de tu hermano —respondió ella.

Iason levantó la cabeza, sorprendido.

—¿De mí?

—Sí —dijo ella mostrándole el cesto con una sonrisa traviesa—. Varias hebras se han soltado y necesito repararlo. ¿Crees que podrías dedicarle algo de tu preciado tiempo a esta doncella en apuros y ayudarla? —preguntó con humor.

Al instante el rostro de Iason se sonrojó y, esquivando su mirada, asintió.

—Claro, Mirrina. Es-espera un momento —tartamudeó.

Dejando a un lado su trabajo, tomó el cesto de entre sus manos y se sentó sobre la arena. Mirrina se acomodó junto a él, sintiendo el calor de su cuerpo y el aroma de su piel, dedicándose a observar en completo silencio como el joven comenzaba a trenzar el mimbre con destreza, admirando su concentración y su habilidad. Sus dedos ágiles y fuertes se movían con gracia, creando una forma armoniosa y resistente.

Nereus, tras lanzarles una mirada burlona, se alejó en busca de pasto para la yegua y su potro, dejándolos a solas.

La joven aprovechó ese momento de intimidad para analizar a Iason con más detenimiento. Ambos se conocían desde la infancia y, ya por aquel entonces, Iason siempre se había distinguido por su timidez. A simple vista se notaba que era un ser peculiar a quien, pese a ser hombre, poco le interesaban las actividades propias del género masculino como beber vino o hacer ejercicio. Tendía a mostrarse reservado y retraído y, en la mayoría de los casos, prácticamente mudo. Iason disfrutaba de la soledad, transformándola en su refugio mientras que los lugares concurridos y ruidosos tendían a agobiarlo en demasía provocando, en muchas ocasiones, que tuviera que huir en busca de paz y tranquilidad.

Las malas lenguas lo tachaban de joven afeminado y delicado como una flor. Otros, que la naturaleza había cometido un error en su creación, pariendo al un ser masculino que debía ser mujer. Y era cierto que, en comparación con su hermano Nereus -quien poseía una fuerza y belleza casi divinas-, Iason era un individuo débil y de aspecto enfermizo. Pero, incluso con esas cualidades poco favorecedoras, había algo en él que le fascinaba y atraía. Quizá fuera su mirada profunda y sincera, que parecía penetrar en su alma. O su sonrisa dulce y rara, que iluminaba su rostro sombrío. O tal vez fuera su forma de mover las manos con una delicadeza y precisión envidiables.

Suspirando inconscientemente, la sirvienta repasó con detalle su perfil lleno de sutiles hondonadas y relieves, como si se encontrara frente a una obra de arte. Una que solo ella podía presenciar.

Iason, mientras tanto, permanecía muy concentrado en su trabajo, sin emitir palabra alguna, completamente absorto en su mundo, ajeno a todo lo demás.

—¿Qué tal te encuentras, Iason? —inquirió Mirrina con dulzura, tratando de iniciar una conversación—. Me contaron que habías caído enfermo.

Iason levantó la vista de su trabajo y se encontró con los ojos de Mirrina, que brillaban con interés.

—Estoy mejor, gracias. Fue una indisposición pasajera. Berenice me dio una infusión de hierbas que me alivió —contestó Iason con voz ronca, volviendo a bajar la cabeza—. ¿Y tú? ¿Cómo has pasado estos días?

—Bien, sin demasiado ajetreo.

Un silencio cómodo se instaló entre ellos, solo roto por el sonido de los caballos masticando su alimento. Mirrina observó las manos de Iason, que con destreza y rapidez trenzaban una tira tras otra de mimbre para reparar el cesto roto.

—Eres muy hábil —le dijo admirando su trabajo—. Yo no sabría hacer lo que haces tú. Seguro que me haría un lío con las tiras y acabaría haciendo un nudo en vez de un cesto...

Iason esbozó una leve sonrisa y alzó la mirada de nuevo. Esta vez se atrevió a sostenerla por unos segundos, sintiendo un cosquilleo en el estómago.

—No es tan difícil —murmuró él con timidez—. Solo hay que tener paciencia y práctica.

Mirrina sintió que se le aceleraba el corazón y se ruborizaba.

—Lo dices porque para ti es un juego. Yo lo he intentado cientos de veces y no logro nada digno. ¡Ni siquiera puedo hacer una simple trenza en el cabello de la dama Charmion! —se quejó Mirrina.

—Tal vez necesites más tiempo para practicar. O a alguien que te muestre como se hace —sugirió él.

—¿Tú me enseñarías?

Iason parpadeó.

—¿A trenzar una cesta de mimbre?

—Una cesta de mimbre o cualquier otra cosa.

—¿Por qué?

—Creo que como mujer debería dominar este tipo de cosas —le respondió ella con sinceridad, señalando el cesto—, y no tener que recurrir a nadie más.

—A mí no me importa ayudarte.

—Lo sé y te lo agradezco. Pero me gustaría aprender de ti. Eres muy diestro con las manos —le dijo con una sonrisa.

Iason sintió un cosquilleo en su estómago y bajó la vista.

—No sé si soy el mejor maestro para ti. Hay muchas cosas que yo tampoco sé hacer bien —se excusó él.

—Pero yo quiero aprender contigo —replicó Mirrina, acercándose a él y cogiendo su mano—. Por favor, Iason, enséñame.

Iason sintió el pulso de su mano y la ternura de su tacto. Levantó la cabeza y se encontró con sus ojos, llenos de ilusión y afecto. No pudo resistirse a esa mirada y asintió con una sonrisa.

—Está bien, Mirrina. Te enseñaré todo cuanto se...

De repente, un estruendo sacudió el espacio. La puerta de las cuadras se abrió de golpe y una voz airada resonó por los rincones.

—¡Mirrina! —clamó Kassandra con autoridad—. ¡¿Dónde te has metido?!

Mirrina rodó los ojos con molestia y contestó con desgana:

—¡Aquí!

Kassandra avanzó hacia ellos con paso firme, como una leona enfurecida.

—Así que aquí estabas —espetó con sarcasmo—, holgazaneando con este muchacho en vez de cumplir con tus obligaciones. Dime —exigió con severidad—, ¿el cesto está arreglado ya o no?

—Todavía no —respondió Iason—. Pero pronto estará listo.

Kassandra frunció el ceño y lo miró con desprecio.

—¿Cómo es posible que seas tan lento? —le reprochó—. Se supone que tu trabajo consiste en reparar cosas, no en ser un estorbo que retrasa el trabajo de los demás.

—¡No seas tan dura con él, Kassandra! —lo defendió Mirrina, alzando la voz—. ¡Iason hace todo cuanto puede! ¡Además —añadió con firmeza—, si tanto te urge un cesto, hay más en el almacén!

—Los demás están ya repletos de frutos y aún quedan varios manzanos por cosechar —replicó Kassandra con impaciencia—. Como comprenderás, lo necesito.

—No seas tan impetuosa, Kassandra. Un poco de calma no te vendría mal —le respondió Mirrina con serenidad—. Las manzanas no van a escaparse de los árboles.

—No, no lo harán. Pero el sol hace horas que está en lo alto y la Señora ha ordenado que toda la fruta esté recogida antes de su regreso. Si llega y ve que sus mandatos no se han cumplido, se enfurecerá —replicó Kassandra con impaciencia, mirando al cielo azul con preocupación—. Y créeme cuando te digo que no estoy dispuesta a ser el centro de su ira.

Con un gesto brusco le arrebató el cesto a Iason de las manos, haciendo que el sirviente soltara un quejido de sorpresa y dolor al sentir cómo las uñas de Kassandra le rasgaban la piel.

—¡Ten más cuidado! —protestó Mirrina levantándose—. ¡Le has hecho daño!

—¿Es que acaso estamos ante una flor delicada? Es un hombre. O eso dice ser él... —dijo Kassandra en tono despectivo.

—¿Qué estás insinuando?

—Míralo, realizando tareas propias de mujeres mejor que cualquiera de nosotras. Sus acciones solo confirman los rumores.

—¿Y tú les das crédito pese a haberlo visto crecer con tus propios ojos? —inquirió Mirrina.

—No siempre he estado a su lado. Desconozco lo que hace en su intimidad —respondió Kassandra con malicia.

—Cosas normales y naturales para un joven como él —espetó la joven sirvienta.

—Lo dudo mucho —rio maliciosamente Kassandra—. Seguramente a su edad aún no ha experimentado el placer carnal.

—¿Y qué si fuera así? ¿Acaso el no haber yacido con nadie le hace ser menos hombre? —inquirió con enfado Mirrina, defendiendo a Iason.

—En absoluto —replicó la mayor con sarcasmo, haciendo un gesto de burla con la mano—. Pero si en vez de eso se dedica a imitar a las mujeres tal vez sí lo haga. —Los ojos de Kassandra miraron durante unos instantes a Iason, que bajó la cabeza avergonzado, antes de centrarse nuevamente en ella—. Si hasta tiene que esconderse tras tus faldas porque es incapaz de defenderse solo.

—Si se abstiene de luchar no es por falta de valor, sino porque no desea crear un conflicto —dijo de pronto una voz grave y severa detrás de la espalda de la mujer.

Kassandra se sobresaltó y se giró.

—Nereus —exclamó con recelo.

El joven la ignoró y, con paso calmado, se acercó a su hermano, que seguía sentado con la mirada baja.

—Creía que habías venido a buscar tu cesto y, en cambio, te encuentro faltándole el respeto a mi hermano menor sin motivo alguno —dijo Nereus colocando una mano sobre el hombro de Iason con gesto protector.

Kassandra apretó el cesto contra su pecho y, erguida como una reina orgullosa, replicó:

—No es faltarle al respeto, sino decir la verdad.

—Una que nadie te ha pedido que compartas —replicó Nereus con dureza, clavando sus ojos en los de ella.

La mayor respiró hondo por la nariz y apretó los dientes.

—Yo...

—¿No tenías prisa? —dijo Nereus cortándola—. Ve y ocúpate de tus asuntos. O, si no, quien quedará como perezosa no será Mirrina.

Kassandra lanzó una mirada furibunda a los tres jóvenes antes de dar un fuerte pisotón y alejarse mascullando varios insultos entre dientes.

—No puedo soportarla más —comentó Mirrina cuando la sirvienta hubo desaparecido en el interior de la casa.

—Ni tú ni nadie —suspiró Nereus.

Iason levantó la cabeza y miró a su hermano con expresión culpable.

—Lo siento mucho, hermano —se disculpó—. No quería causarte problemas con ella.

Nereus le sonrió con amabilidad y le revolvió el pelo.

—No te aflijas, Iason. Ella no merece tu atención ni tu preocupación.

—No entiendo qué le sucede —se lamentó Mirrina—. Antes no actuaba de esta forma. Era un poco reservada y arisca, sí, pero desde hace unos meses su actitud se ha vuelto intolerable.

—La que más sufre por ello es Antia —apuntó Nereus mientras llenaba el comedero de la yegua—. Parece que Kassandra la odia con toda su alma. Me gustaría saber qué motivos tendrá para referirse a ella como lo hace.

—Dice que es una mentirosa que solo busca el poder —añadió Iason, ayudándole con las riendas.

—Menuda absurdez... —rezongó Nereus.

—Yo también pienso que lo es, Nereus —asintió Mirrina. Luego frunció el ceño, pensativa—. Creo que hay algo más detrás de su actitud.

—¿El qué?

—Lo desconozco, pero tengo una corazonada.

—¿Una corazonada? —repitió Nereus con curiosidad.

—Digamos que mi instinto de mujer así me lo indica —dijo con voz misteriosa. Cogiendo el ánfora entre sus brazos, caminó con lentitud hacia Iason quien se encontraba acariciando las crines del potro.
—No hagas caso de sus comentarios envenenados. —Él asintió, desolado. Mirrina tomó su mejilla, alzando su mirada—. Eres un muchacho maravilloso tal como eres. Siempre lo has sido y siempre lo serás.

—Lo sé, pero...

—No te angusties por las habladurías, Iason. Son solo eso, palabras vacías dichas por personas vacías. Y además —añadió—: el ser diferente no siempre es algo malo.

Sin darle tiempo a elaborar una respuesta, Mirrina posó sus labios en su mejilla, dándole un beso tierno antes de alejarse de los dos hermanos hacia el pozo con celeridad y un gran sonrojo en su rostro.
El joven se quedó paralizado, sintiendo el calor de su boca en su piel y el latido de su corazón en su pecho, observando su figura.

Mirrina, tras llenar el ánfora de agua, se giró una última vez, buscando su mirada, y le sonrió con dulzura.
Y él, contagiándose de su sonrojó y lleno de vergüenza, se giró con brusquedad ocultándose en el interior de la cuadra.

Xanthippe salió de la casa de Demetrios con el rostro desencajado y el gesto de repulsión, como si acabara de contemplar una escena abominable. Su nuera Charmion la seguía con una sonrisa apaciguadora, tratando de sosegar su evidente furia. Antia y Ligeia las acompañaban unos pasos por detrás, cargando con los regalos que habían recibido de la anfitriona, tan desmesurados como innecesarios.

—¡¿No es insultante la actitud tan desvergonzada de esa mujer?! —exclamó Xanthippe en voz baja, pero con un tono que denotaba su indignación. Miró a su nuera con una expresión de incredulidad y disgusto, esperando que compartiera su opinión—. ¡Parecía una prostituta de las que se exhiben por el puerto, no la esposa de un ciudadano honorable! —continuó Xanthippe agitando una mano en el aire, como si quisiera apartar la imagen de Elpis de su mente—. ¡Y ni qué decir de las palabras tan groseras e impertinentes con las que se dirigía a nosotras! ¡¿Qué creía, que no iba a percibir sus insinuaciones maliciosas y sus burlas veladas...?! —preguntó Xanthippe, con un brillo de rencor en los ojos.

—Mi señora, no sea tan severa —dijo Charmion con dulzura, poniendo una mano sobre su brazo en un gesto conciliador—. Elpis siempre ha sido así, una mujer que tiende a pecar de soberbia y deslenguada.

—Y de envidiosa, sobre todo de envidiosa —siseó Xanthippe mientras avanzaban por la calle, lanzando miradas furiosas a los transeúntes que se cruzaban con ellas—. No soporta que mi hijo haya desposado a una mujer tan bella y virtuosa como tú, ni que nuestra familia sea más rica y poderosa que la suya...

—Es más que evidente que así es.

—Por eso intenta ofendernos con sus falsas alabanzas y sus regalos ridículos, que no son más que una muestra de su mal gusto y su falta de sentido común —concluyó Xanthippe, haciendo un gesto de desdén hacia Antia y Ligeia, que llevaban los regalos en sus brazos con dificultad—. ¿De verdad cree que voy a usar esas telas? No las emplearía ni siquiera para secar mi cuerpo después del baño.

—Y, pese a todo, aún es amiga suya... —murmuró su nuera con incredulidad, mirando a Xanthippe con ojos interrogantes.

—¿Amiga mía? —replicó Xanthippe con desdén, frunciendo el ceño y levantando la barbilla—. No te confundas, nuera. Yo no tengo amistad con esa mujer de tan poca decencia y gusto.

—¿Y por qué sigue haciéndole visitas si tan poco tolera su presencia? —preguntó la joven con curiosidad, inclinando la cabeza hacia un lado—. Porque parece ser que ella tampoco se alegra de verla —añadió.

—Por dos motivos, niña: el primero es por Thais, que es una joven muy buena y educada, no como su madre —explicó la mayor, suavizando su expresión y acariciando el brazo de su nuera—. Lo menos que podía hacer era acudir y darle mi enhorabuena por su preñez —Charmión asintió con comprensión. Sabía lo mucho que Xanthippe apreciaba a Thais, la hija de su rival—. Y el segundo motivo, y el más importante, es por mi esposo —continuó Xanthippe, endureciendo de nuevo su rostro y apretando los labios—. Bien sabes que al ser alguien importante e influyente en la ciudad él posee amigos de su mismo estatus y por mantener estables las relaciones yo, como su esposa, me veo en la obligación de codearme y mostrarme amable con las suyas. Aunque algunas no merezcan ni mi saludo.

—Y eso incluye a Elpis —intervino Charmion, haciendo una mueca de disgusto al recordar el rostro arrogante de la mujer.

—Por desgracia así es —confirmó Xanthippe, soltando un suspiro de resignación—. Vivimos en un mundo de apariencias, Charmion. Pronto tú también tendrás que afrontarlo y actuar como yo lo hago.

—Ojalá no sea necesario.

—Sí, ojalá... —murmuró Xanthippe.

Las dos mujeres siguieron avanzando por las calles de Atenas rumbo al ágora donde, según habían acordado antes de su partida, Diokles debía estar esperándolas para llevarlas de regreso a su hogar.

Mientras esperaban a que una caravana de mercaderes despejara el camino y les permitiera seguir avanzando, Charmion observó con curiosidad el bullicio de la ciudad.
El sol de la tarde iluminaba los edificios de mármol y piedra, los templos y las estatuas que adornaban las calles. El aire estaba impregnado de los deliciosos aromas de las especias, las flores y los perfumes que se vendían en los puestos. El sonido de las voces y las risas se mezclaba con el tintineo de las monedas y el traqueteo de las ruedas.
Su mirada se posó en los distintos rostros que pasaban junto a ella: hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, griegos y extranjeros.

Fue en aquel instante, mientras sus ojos recorrían el variado gentío, cuando la vio.

—Xanthippe...

—¿Qué ocurre? —inquirió su suegra con tono distraído, sin apartar la vista del puesto ambulante de verduras que había a su lado.

—¿No es aquella Phoebe? —repitió Charmion con más fuerza.

Al oír el nombre de su antigua sirvienta, Xanthippe volvió el rostro hacia Charmion con expresión severa.

—¡¿Cómo dices?! —espetó.

—Allí, mira —insistió la joven señalando con su dedo índice a una figura que se abría paso entre la multitud en sentido opuesto al suyo.

Xanthippe siguió la dirección de su dedo con la mirada hasta fijarse en la joven que se alejaba rápidamente. Su ceño se frunció aún más. Reconoció en ella los rasgos de Phoebe, pero también notó los cambios que el tiempo había dejado en su rostro. Su piel estaba más pálida, sus mejillas más hundidas y sus ojos habían perdido el brillo y la fuerza que siempre habían poseído.

—¿Estás segura de que es ella? —preguntó con recelo, entrecerrando los ojos.

—Sí, lo estoy. La reconocería al instante en cualquier lugar —afirmó Charmion con convicción—. Pero ¿qué hace aquí? Me dijo que había abandonado Atenas.

—Así lo creía yo también —respondió Xanthippe con voz grave—. Eso es lo que se rumoreaba por toda la ciudad.

—Pues, al parecer, los rumores no eran del todo ciertos. —Sus ojos miel se clavaron en la figura que se alejaba apresuradamente calle arriba—. Parece dirigirse a la casa de Demetrios y Elpis. ¿Acaso será su sirvienta?

—No es posible. De ser así, Elpis lo habría mencionado durante nuestra visita —masculló Xanthippe, apretando los labios con desdén—. Esa mujer nunca perdería una oportunidad para humillarme.

Charmion cogió las telas de su túnica con las manos y empezó a seguir los pasos de Phoebe. Pero su suegra asió su brazo con fuerza, deteniendo su avance.

—¿A dónde vas, muchacha?

—A saludarla —contestó Charmion.

—¡¿A saludarla?! —repitió su suegra con asombro, agitando los brazos en el aire—. Charmion...

—Sé lo que hizo, Xanthippe —la interrumpió su nuera con voz suplicante, mirándola con ojos llorosos—. Pero Phoebe fue y sigue siendo una persona muy querida para mí.

—No creo que sea correcto —replicó Xanthippe con firmeza. Su expresión era dura y severa, como la de una madre que reprende a su hija por una falta grave—. Phoebe os traicionó a tu esposo y a tí, y con ello a nuestra familia. No merece ni siquiera respirar el mismo aire que tú.

—Solo deseo saber cómo está —insistió Charmion, apretando las manos sobre su pecho—. Simplemente intercambiaremos unas palabras. Y, además, Ligeia vendrá conmigo —dijo señalando a su fiel sirvienta, que asintió levemente con la cabeza—. Xanthippe, por favor... —rogó.

Xanthippe la miró con severidad, pero también con algo de ternura. Sabía que Charmion era una buena mujer, aunque demasiado ingenua y sentimental. Suspiró y asintió con la cabeza.

—Gracias —dijo la joven mientras tomaba a Ligeia de la mano y la arrastraba con ella.

—¡No te demores, Charmion! —le gritó la Señora—. ¡Diokles debe estar esperándonos!

Charmion levantó una mano en señal de que la había escuchado. Luego siguió avanzando a paso rápido con la ayuda de Ligeia. Sin embargo, pronto sintió el peso de su vientre y el cansancio de sus piernas y no tuvo más remedio que aminorar su marcha. Pero al ver que la figura de la muchacha se alejaba entre la multitud, Charmion no pudo contener el impulso de llamarla para que se detuviera:

—¡Phoebe, Phoebe...! —exclamó con voz potente, atrayendo la mirada de varios curiosos.

Phoebe, al oír su nombre, se detuvo y miró tras su espalda. Sus ojos marrones se abrieron con asombro al reconocerla entre la gente.

—Mi señora Charmion —dijo con una pequeña reverencia.

—Qué dicha encontrarte, Phoebe —le dijo feliz Charmion al alcanzarla.

—Y a mí el verla a usted, señora —respondió Phoebe. Sus ojos se deslizaron hacia la figura sombría y callada que sujetaba a la joven por el brazo.

—¡Ah! —se apresuró a decir la embarazada al notar su mirada—. Ella es Ligeia.

—¿Mi reemplazo?

—Prefiero utilizar el término sustituta, pero supongo que también se podría denominar así —se apuró a explicar Charmion.

—Me alegra ver que ha hallado a una nueva compañera —dijo Phoebe con una sonrisa forzada.

Charmion la observó con nostalgia.

—Sí, pero a menudo sigo añorando nuestro tiempo juntas —confesó.

—Y yo señora, no sabe cuánto —afirmó Phoebe con sinceridad.

—Me... me ha sorprendido mucho verte aquí. Por lo que se rumoreaba en la ciudad te creía en Mégara junto a tu hermano y su familia —comentó la joven dama.

—Y así habría sido de no ser porque antes de partir me ofrecieron un puesto en la casa de una buena familia para ser la nueva ayudante de su cocinera —respondió Phoebe.

—¿Cuál? —inquirió Charmion con curiosidad.

—La de uno de los amigos de su suegro, Demetrios.

—Así que mis sospechas eran ciertas —murmuró Charmion, frunciendo el ceño—. La señora Xanthippe y yo volvíamos de una reunión en su casa y ella no nos había mencionado nada al respecto.

Los ojos de Phoebe se desviaron hacia la elegante figura de Xanthippe quien, en la lejanía, las observaba con suma atención, antes de volver a centrarse en Charmion.

—Seguramente se le habrá olvidado —sugirió Phoebe—. La señora Elpis se precia de tener una memoria prodigiosa, pero lo cierto es que últimamente comete muchos despistes.

—Tal vez... —dijo Charmion no muy convencida—. Y dime, ¿te tratan bien?

—Sí, sí —dijo Phoebe con una sonrisa forzada, evitando la mirada de Charmion—. Los señores son muy generosos conmigo y la cocinera es muy amable.

—Me alegro mucho por ti —dijo Charmion con sinceridad

—¿Y su embarazo? —preguntó Phoebe—. ¿Aún padece malestares?

—No, gracias a los dioses, hace tiempo que se esfumaron de mi vida los achaques de la gestación —respondió Charmion con una sonrisa, acariciando suavemente su vientre.

—Me alegro por usted. —La muchacha bajó la mirada, nerviosa—. Señora, yo... Quería pedirle nuevamente perdón por lo que ocurrió aquella noche.

—No —la interrumpió Charmion apretando su mano con cariño, mirándola a los ojos—. No digas nada más. No tienes que disculparte.

—Pero señora, fui yo la que provocó que...

—No fue solo culpa tuya, Phoebe. Yo también tuve parte de responsabilidad.

—No diga eso. Usted no hizo nada malo. Solo yo me equivoqué y por eso ahora me encuentro en esta situación —se lamentó Phoebe.

—Si de mí hubiera dependido nunca te habrías marchado de casa —confesó Charmion con tristeza.

—Gracias, señora —Phoebe le agradeció, con lágrimas en los ojos.

—¡Charmion! —clamó Xanthippe desde lejos.

Charmion y Phoebe se sobresaltaron al oír el grito de la mujer que, pese a la distancia y el alboroto de la ciudad, se oyó con claridad. Ambas sabían que no podían demorarse más. Era hora de despedirse.

—Supongo que ha llegado el momento de marchar —dijo Charmion con un suspiro de resignación, soltando la mano de Phoebe.

—Cierto, yo también debo volver a mis quehaceres.

—Esto no es una despedida definitiva, Phoebe —dijo Charmion mirándola con intensidad—. Ahora que sé que sigues aquí, nada me detendrá de hacerte alguna que otra visita, aunque tenga que soportar las burlas de la señora Elpis.

—Nada me haría más feliz, señora —Phoebe le respondió, con una sonrisa sincera.

—¡Charmion! —repitió la Señora, impaciente.

Con un gesto rápido, Charmion se abalanzó sobre Phoebe, envolviéndola en un fuerte abrazo. Un abrazo lleno de calidez, cariño y nostalgia. Uno que hacía meses no podían compartir y que expresaba todo lo que no podían decir con palabras.

Después le sonrió una última vez y, aferrándose a Ligeia, se dirigió hacia su suegra, que la esperaba con el rostro serio y la mirada fija en su antigua sirvienta.

—Has tardado más de lo que prometiste, Charmion —le reprochó Xanthippe con severidad cuando su nuera se acercó a ella, mirándola con ojos acusadores.

—Perdóname —se disculpó Charmion.

Xanthippe emitió un gruñido bajo de desaprobación.

—Vamos, no nos demoremos más.

Con paso firme, las cuatro mujeres emprendieron nuevamente la marcha hacia el Ágora.

—Mis sospechas eran ciertas —comentó con ligereza Charmion.

—¿Trabaja para Elpis? —preguntó Xanthippe con curiosidad, olvidando momentáneamente su enfado.

—Sí, como ayudante de la cocinera.

—¿Y cómo es que no nos lo había dicho antes? —inquirió Xanthippe con incredulidad.

—Phoebe me ha contado que últimamente tiende a tener problemas de memoria, aunque nunca lo reconoce.

—Está perdiendo facultades —sentenció Xanthippe con desdén.

—Será la edad —dijo Charmion.

—Sí, eso será.

Llegaron al fin a la plaza, donde el gentío se agolpaba en un ir y venir de voces y colores. Xanthippe y Charmion se detuvieron un instante y alzaron la vista, tratando de divisar entre la multitud a Diokles, tarea que se les dificultó a causa del sol del mediodía que les cegaba y el ruido ensordecedor que aturdía sus sentidos.

—¿Dónde estará Diokles? —se impacientó Xanthippe, mirando con desaprobación al hombre que había chocado contra su costado mientras cargaba con un pesado fardo de trigo—. Con tanta gente aquí es imposible ver nada…

—Allí, señora —dijo Antia señalando con el dedo un punto en la distancia. Allí, junto a la Fuente de los Nueve Caños*****, se encontraba Diokles recostado contra el carromato y haciendo aspavientos con las manos.

—¿Está hablando con las mulas? —inquirió Charmion con una sonrisa divertida.

—Es lo que suele hacer cuando el aburrimiento lo abate —explicó Antia—. Dice que son las únicas que lo escuchan y comprenden.

—Pobre Diokles —se compadeció Xanthippe—. Debe de sentirse muy solo.

—Tal vez lo que necesita es alguien que le haga compañía —añadió Charmion.

—O una nueva esposa —sugirió Xanthippe con picardía—. Seguro que una mujer haría su vida más divertida que una mula.

Las tres mujeres se rieron entre dientes y se abrieron paso entre la gente hasta alcanzar el carromato.

—Diokles —lo saludó Xanthippe.

—Señora Xanthippe—respondió el anciano irguiéndose.

—Disculpa nuestra tardanza —se disculpó la mujer—. Hemos tenido un pequeño contratiempo por el camino y nos hemos demorado más de lo previsto.

—¿Un contratiempo? —preguntó Diokles con curiosidad—. ¿Qué ha sucedido?

—Nada por lo que merezca la pena preocuparse —respondió Xanthippe con evasivas—. Hemos coincidido con una vieja conocida de la que hacía mucho tiempo que no sabíamos nada y no hemos podido evitar detenernos a conversar con ella.

—Ya veo…

—¿Has cumplido con la tarea que te encargué? —preguntó la Señora.

—Sí, sí —afirmó Diokles—. He ido a la fuente a llenar los cántaros de agua fresca —y añadió—: también he aprovechado la espera para dar de comer a las mulas. Así tendrán fuerzas para el regreso.

—Muy bien, muy bien… —aprobó Xanthippe—. Eres un hombre fiel y cumplidor, Diokles. Te lo agradezco.

—Es un honor servirla a usted y a su familia —dijo el hombre con el pecho henchido de orgullo.

—¿Acaso no has probado bocado en todo el día, Diokles? —inquirió Antia con inquietud, mirándolo con ojos compasivos—. Debes estar famélico.

—No tenía mucha hambre —respondió Diokles con voz débil, bajando la cabeza.

En ese momento el vientre de Diokles bramó con fuerza, como si albergara un león en su interior. El hombre se llevó la mano al estómago, avergonzado.
Las mujeres soltaron una carcajada.

—Claramente no lo haces —bromeó Antia ocultando su sonrisa tras su mano.

Diokles la miró y se ruborizó intensamente. Su corazón latió más rápido al ver sus labios curvados y sus ojos brillantes.

—Y-yo… E-esto… e-em… —balbuceó Diokles, sin saber qué decir—. Será mejor que os ayude a acomodar lo que traéis —dijo, tratando de cambiar de tema.

Rápidamente tomó en sus fornidos brazos los cestos repletos de telas y los colocó en un rincón del suelo del carro, junto a los cántaros. Luego, ayudó a la Señora y a su nuera a subir al vehículo.

—Tenga cuidado —advirtió el hombre, sosteniendo la mano de Charmion.

—Gracias, Diokles —dijo ella mientras se acomodaba junto a su suegra.

Diokles extendió su brazo hacia Antia, que le miró con una dulce sonrisa de gratitud. Ella tomó su mano y él la ayudó a subir al carro con un ágil movimiento.

—Gracias —murmuró Antia.

Él sintió un escalofrío al notar el aliento cálido de ella chocar contra la piel de su rostro. Apretó suavemente su mano, deleitándose con el tacto de sus dedos entre los suyos. Al fondo, se oyeron unos relinchos estridentes, pero ambos los ignoraron, así como las protestas de Xanthippe por el escándalo.

—No debes darlas —replicó él—. Sabes que haría cualquier cosa por ti.

Antia profirió una carcajada y soltó su mano.

—Eres incorregible —le dijo acomodándose junto a su señora.

Diokles le devolvió la risa y se volvió hacia Ligeia.

—Vamos, niña —le dijo con tono amable—. Dame la mano y...

No pudo terminar su oración pues, en ese momento, se oyeron unos relinchos más fuertes y estridentes que los anteriores, que ahogaron sus palabras. Luego, un sonido de cascos golpeando el suelo con insistencia y unos gritos incomprensibles.

—¿Qué alboroto es este? —inquirió Xanthippe con curiosidad mientras sus ojos escrutaban el origen del escándalo.

A la sombra de la majestuosa Heliea[6], un brioso corcel blanco se agitaba nervioso entre las riendas que lo sujetaban. Sus dueños, dos comerciantes que habían llegado a la ciudad para vender sus mercancías, trataban de calmarlo en vano, acariciando su crin y susurrando palabras de consuelo. Pero el animal, presa de un pánico irracional, se removía sin cesar. Tal vez fuera su falta de costumbre a la fuerte mezcla de olores que impregnaba el aire o el ensordecedor ruido que hacían los transeúntes, pero lo cierto era que el animal luchaba con todas sus fuerzas por huir de aquel concurrido lugar. Y fue entonces cuando, en medio del forcejeo, el caballo logró soltarse de un violento tirón, rompiendo las correas que lo ataban al carro y escapando de su control.

—¡CUIDADO! —advirtió una voz desconocida.

El caballo, al sentirse libre, brincó sobre los cuerpos de sus dueños y se lanzó a galopar por las calles, arrasando con todo cuanto se cruzaba en su camino. El estruendo de sus cascos hacía temblar el suelo, y su aliento fogoso se confundía con el polvo que levantaba. Los transeúntes se apartaban aterrados ante la furia del animal, que parecía poseído por algún dios vengativo.
Nada parecía poder detener el galope frenético del caballo salvaje que se acercaba a ellos con una velocidad vertiginosa.

—¡HA ENLOQUECIDO!

—¡POSEIDÓN ESTÁ FURIOSO CON NOSOTROS[7]! —vociferaba la gente presa del pánico.

—¡Deprisa, niña! —gritó Diokles con angustia, extendiendo su brazo hacia ella.

Pero la joven, paralizada por el terror, no pudo reaccionar a tiempo y se quedó inmóvil en medio del camino. El anciano volvió a apremiarla, pero era demasiado tarde, pues el animal desbocado ya estaba sobre ellos.

Al llegar a su altura, el animal se detuvo en seco, clavando sus pezuñas en el suelo. Sus ojos grandes y negros miraron fijamente a la joven, analizando su rostro desencajado por el miedo. Luego se alzó sobre sus cuartos traseros, relinchando y bufando con ímpetu, dispuesto a aplastar con sus cascos a la frágil criatura que se interponía en su avance.

En un impulso desesperado por salvar su vida, Ligeia trató de alejarse de la bestia que se alzaba sobre ella. Pero el destino caprichoso quiso que en su huida su pie tropezara con una piedra, torciéndose el tobillo con violencia y haciéndola caer con estrépito. Un dolor lacerante la sacudió, dejándola sin fuerzas.
El caballo, al verla inerme en el suelo, se alzó aún más sobre sus patas espumando ríos de saliva.

—¡NO...!

La esclava, sintiendo que su vida se escapaba, cerró los ojos con fuerza y se abrazó a sí misma, esperando el impacto de las pezuñas que la aplastarían sin piedad. En sus oídos resonaba con fuerza el frenético latido de su corazón y los gritos y sollozos de terror de los espectadores, que contemplaban impotentes la escena con el alma en vilo.

Pero el golpe fatal nunca llegó. Pues, en el último instante, justo cuando las pezuñas rozaron sus mechones negros, una mano firme y curtida la asió del brazo y la arrastró hacia un lado apartándola de su trayectoria.

El caballo, al ver sus planes frustrados, dejó caer con fuerza sus patas sobre el suelo, golpeándolo con saña. Tras relinchar con rabia un par de veces, reanudó su carrera hacia la Vía Panatenaica[8], descendiendo por ella y dejando tras de sí un Ágora enmudecido.

—Tranquila, el peligro ya ha pasado —le susurró Diokles al oído, acariciando su cabello con ternura. Pero sus palabras no lograron calmar el pánico que la invadía. Su cuerpo se estremecía con sollozos ahogados que le cortaban la respiración. Su rostro, oculto entre los pliegues de su túnica, estaba lívido y empapado en lágrimas.

—Diokles, súbela, rápido —le urgió Xanthippe con la voz quebrada por la angustia.

Con cuidado, el hombre la alzó en brazos y, con la ayuda de Antia, la acomodó en el carro entre las tres mujeres que no tardaron en rodearla.

—¿Cómo te encuentras, Ligeia? —le preguntó Charmion con preocupación.

La joven siguió con el rostro vuelto hacia el cielo azul, donde el sol se escondía tras las nubes, presagiando la oscuridad de la noche. Sus ojos, velados por el terror, clavados en el vacío como si nada más existiera a su alrededor.

—Está herida, mi señora —dijo Antia señalando su tobillo ensangrentado y amoratado.

—¿Crees que se haya fracturado algún hueso? —inquirió la Señora con voz alterada, mientras observaba el cuerpo magullado de la joven.

—No estoy segura... —dijo la sirvienta con voz temblorosa—. Solo un médico podría asegurarlo.

—¡Diokles, por los dioses, apresúrate y sácanos de este lugar! —ordenó Xanthippe.

El hombre se apresuró en abrirse paso entre la multitud curiosa que se había congregado alrededor del carromato para ver a la joven que había sobrevivido al terrible accidente y con un ágil salto se sentó en el pescante. Después tomó la fusta y, con un par de chasquidos, las mulas —que extrañamente se encontraban bastante tranquilas pese a lo sucedido— se pusieron en marcha.

Mientras el cuerpo de Ligeia comenzaba a moverse de un lado al otro a causa del traqueteo del vehículo, la esclava sintió cómo alguien le cogía la mano y se la apretaba con fuerza.

—Todo estará bien, Ligeia —le murmuró con ternura Charmion, mientras le secaba las lágrimas que corrían libres y silenciosas por sus sienes con su velo.

La joven quiso sonreír, pero solo pudo emitir unos sonidos ahogados por el dolor. Un vértigo la asaltó y sintió que las voces a su alrededor comenzaban a desvanecerse.

—… está cada vez más pálida…

—… ¿se habrá golpeado la cabeza durante la caída? Si es así, no serían buenas noticias…

A su alrededor, el mundo se oscureció y perdió su color...

—… queda muy poco para que lleguemos…

—… corre en busca de un médico, no importa el coste…

Su visión se volvió borrosa, convirtiendo las siluetas de las tres mujeres que la acunaban en meros borrones deformes...

—… Ligeia…

—… resiste, por favor…

Sus párpados, repentinamente pesados, fueron cerrándose con lentitud...

—… ¿Ligeia?…

—… ¿Li… ge… ia?…

Y la oscuridad se la llevó.

CURIOSIDADES:

[1]: salvo en determinados casos, la mayoría de las mujeres en la antigua sociedad griega apenas poseían capacidad de libre decisión, estando su vida ligada casi en su totalidad a la voluntad de alguna figura masculina, ya estuviera unida a ella por la sangre o el matrimonio.

[2]: gracias en parte a los escritos y divulgaciones de filósofos como Aristóteles o Hipócrates, se solía considerar a la mujer como un mero receptáculo de incubación donde el hombre depositaba su semilla de la cual, posteriormente, surgiría un nuevo individuo. Este pensamiento hacía ver a la futura madre como un elemento pasivo durante todo el proceso del embarazo y, posteriomente, del alumbramiento pues también se creía que el proceso del parto se producía únicamente a causa del bebé.

[3]: en la antigua sociedad griega existía la preferencia de sexos. Los padres tendían a valorar más el engendrar varones por el hecho de que se consideraba que eran los únicos aptos para continuar con el linaje y llevar el control de la casa y las posesiones.

[4]: el infanticidio era una práctica que no estaba aceptada en la antigua Grecia. No obstante, y en curiosa contraposición, los padres tenían la opción de abandonar en las calles aquellos hijos que no desearan o pudieran cuidar.
Se creía que, al abandonarlos, los progenitores no eran responsables directos de su destino y, por tanto, de su más que probable muerte.
En ocasiones, estos niños eran recogidos por personas que no poseían hijos, tomándolos bajo su tutela o para ser criados como esclavos. En muchos casos los recién nacidos fallecían.

[5]: la Fuente de los Nueve Caños
«Enneákrounos» era una fuente situada en el ángulo sudoriental del Ágora de Atenas, construida en la segunda mitad del siglo VI a. C. y embellecida, según el geógrafo e historiador Pausanias, por Pisístrato, tirano de Atenas.

[6]: la Heliea era el equivalente a un Tribunal Supremo en la antigua Atenas. Estaba compuesta por 6000 ciudadanos mayores de 30 años, divididos en diez clases de 500 ciudadanos cada una, que eran sorteados cada año. La acusación era siempre, en ausencia del equivalente a nuestros «ministerios públicos», una iniciativa personal de un ciudadano. En caso de condena, los miembros del tribunal recibían una parte de la multa como indemnización y recompensa por sus esfuerzos por la justicia.

[7]:  según la mitología griega, Poseidón era hijo de los titanes Cronos y Rea, lo que lo convertía en hermano de Zeus y Hades. Se le consideraba el dios del mar y los ríos, creador de tormentas e inundaciones, y el portador de terremotos y destrucción. También era era conocido por ser protector de los marineros y patrón de los caballos.

[8]: la Vía Panatenaica era una calle principal que iba desde la Puerta Dípilon hasta la Acrópolis, a 1 km de distancia, atravesando el Ágora en diagonal, de noroeste a sureste. La calle se usaba diariamente por los ciudadanos y también durante las procesiones en las fiestas de la diosa Atenea, patrona de la ciudad. El camino estuvo en uso desde al menos el 500 a. C. hasta los años 1100 del Imperio bizantino.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro