CΛPÍTULO 13
Ligeia corrió sin rumbo, presa del pánico. El terror le recorría las venas y su corazón se desbocaba, impulsándola a huir, a escapar de esa espantosa pesadilla que la perseguía y que le traía a la memoria su sangriento y melancólico pasado.
En su cabeza podía oír los gritos y las súplicas desesperadas que aquel espectral rostro había emitido antes de que su mundo se cubriera de un agónico manto gris. Y con ellos llegaron muchos más, como una avalancha de recuerdos que la aplastaba sin piedad.
Mientras sus pies descalzos se abrían paso por estancias y corredores, Ligeia sentía que se le desgarraba el alma cada vez más. ¿Por qué le ocurría aquello? ¿Por qué los dioses la torturaban de una forma tan cruel?
¿Acaso no había sufrido ya bastante? ¿Qué querían de ella?
Lágrimas ardientes le nublaban la vista y le quemaban las mejillas. Un sollozo le ahogó la garganta y le robó el aliento.
Se detuvo, incapaz de seguir. Se apoyó en una pared y, ya sin fuerzas, se deslizó hasta el suelo. Abrazó sus rodillas y escondió su rostro entre ellas. Su pecho oprimiéndose con cada respiración entrecortada.
Tan sumida estaba la muchacha en su propio dolor que le fue imposible percatarse de los pasos pesados que se acercaban a la oscura y asfixiante estancia en la que se refugiaba.
Berenice, la vieja cocinera de la casa, hizo acto de presencia con un montón de leña en los brazos mientras gruñía improperios a diestro y siniestro.
—¿Es que no hay nadie más que pueda hacer esto? —exclamó con enfado—. ¿Acaso quieren que me rompa la espalda cargando leña a mi edad? ¡Qué injusticia! —Dejó los troncos a un lado del horno con un sonoro golpe y se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano—. ¡Malditos sean los dioses que me han condenado a esta vida de servidumbre y sufrimiento! —exclamó alzando el puño al cielo.
Al oír su ronca voz, Ligeia se encogió en su rincón, ocultando su rostro entre sus rodillas temblorosas. Berenice, por su parte, siguió despotricando sobre los deberes tan injustos a los que estaba sometida y lo poco que la valoraban por ello. Con dificultad se acercó a la mesa llena de fruta que había junto a la diminuta figura de la esclava y se dispuso a guardar las piezas dentro de unos pequeños canastos. Y fue entonces, mientras atrapaba una manzana roja y jugosa que se había resbalado hacia el borde, cuando notó su presencia.
—¡Por el amor de...! —exclamó sorprendida. Parpadeó varias veces, creyendo que se trataba de una ilusión fruto del humo del horno que comenzaba a llenar el espacio—. ¿Qué haces aquí, niña? —inquirió con tono severo.
Para la anciana, la cocina era su reino y que alguien se atreviera a adentrarse en sus dominios sin su consentimiento era cuanto menos un sacrilegio.
Ligeia alzó su rostro sucio por las lágrimas y la tierra. Al instante, el gesto adusto de la cocinera se suavizó, convirtiéndose en una mueca de preocupación.
—¿Qué te ha pasado? ¡Estás hecha un desastre! —exclamó—. Tienes el cabello lleno de hojas y el vestido manchado de barro. Y esos arañazos...
La menor la miró con unos ojos grandes y enrojecidos por el llanto. Berenice sintió una punzada de compasión al contemplar su expresión de tristeza. Se acercó a ella tan rápido como sus doloridos huesos se lo permitieron y se agachó a su lado. Después le tomó la cara entre sus manos y examinó sus mejillas.
—¿Has tenido algún problema con los otros sirvientes? ¿O ha sido uno de los señores? ¿Te han castigado por algo?
Ligeia negó con la cabeza, conteniendo a duras penas el nudo de lágrimas que le oprimía la garganta. Berenice frunció el ceño, intrigada.
—¿Entonces, qué sucedió? —preguntó con voz severa—. Por tu aspecto diría que fue algo grave.
La sirvienta abrió la boca y cerró los dientes con fuerza, emitiendo un gemido ahogado. Los ojos de la mayor se iluminaron con comprensión y soltó una risotada sonora y sincera.
—¡Vaya, niña! ¡Ese can es un demonio! No sabe controlarse cuando alguien nuevo entra en su vida. A mí me ocurrió lo mismo —Le enseñó su brazo derecho, donde una hilera de cicatrices blancas resaltaban sobre la piel morena—. Todos aquí tenemos alguna regalo de parte de esa «fiera». Pero no le temas, no es malvado. Lo único que desea es jugar y divertirse —concluyó con una sonrisa amable en sus delgados labios.
Ligeia no le devolvió el gesto. Su expresión seguía siendo de tristeza, como si una sombra oscura le cubriera el rostro.
Berenice se dio cuenta de que había algo más detrás de su aflicción, que el animal tal vez no fuera lo único que atormentaba en esos momentos a aquella pobre criatura.
—No se trata únicamente de eso, ¿cierto? —indagó Berenice—. Hay algo más, algo que atormenta tu alma...
Ligeia apartó la mirada, sintiendo que las lágrimas le quemaban los párpados. Con un gesto de negación apenas perceptible, trató de ocultar su dolor.
—No trates de engañar a esta anciana que ha visto y vivido tanto, muchacha. Y menos cuando la verdad está escrita con fuego en tus ojos.
Esas palabras fueron el detonante que hizo estallar el corazón de la esclava nuevamente. Su cuerpo se convulsionó sin control con violentos sollozos y lamentos. Berenice suspiró y la estrechó entre sus brazos. Y, llevándola hasta su regazo, empezó a acariciar su cabello con paciencia.
—Tranquila, niña, tranquila. No llores más... —le susurró con voz compasiva.
El llanto de Ligeia se detuvo abruptamente. Con lentitud levantó la cabeza en su dirección, mirándola con extrañeza y sorpresa. Aquella reacción le sacó una nueva ráfaga de carcajadas a la cocinera.
—Veo que te he sorprendido —rio—. ¿Acaso no reconoces el lenguaje de tu propia tierra?
Ligeia dio un salto en su sitio y se alejó de los brazos de la mujer, arrimando su espalda contra la pared. Su corazón latía con fuerza, sin saber si lo que sus oídos habían captado era una broma cruel o un milagro. ¿Sería que, además de la voz, había perdido también el sentido auditivo?
—Vaya, no sabía que la idea de conocer a una hermana podría resultar tan espantosa —dijo Berenice con ironía—. Sí, soy egipcia... Al igual que tú.
La mente de la esclava se llenó de preguntas, aunque había una que brillaba con mayor intensidad: ¿cómo había sido capaz de averiguar sus orígenes?
—Seguramente ahora te estés cuestionando sobre cómo es posible que sepa del lugar del que procedes sin que hayas pronunciado ni una sola palabra —Ligeia asintió con timidez—. Como ya te he dicho, mi vida ha sido larga y por ella han pasado muchas personas, cada una con particularidades únicas que, en muchas ocasiones, son el reflejo de las tierras en las que se criaron. Además, para mí sería imposible olvidar cómo luce el rostro de un hijo del Nilo —La mujer suspiró con nostalgia—. Cuando uno se haya lejos del lugar que lo vio nacer, el anhelo de encontrar a un igual hace que los recuerdos se graben profundamente en el alma. Es por eso que supe quién eras desde el mismo instante en el que te vi entrar aquí de la mano de Mirrina —Ligeia volvió a asentir con una sonrisa triste—. Hace más de sesenta años que abandoné nuestra querida Kemet[1], y te aseguro que no fue por voluntad propia.
La anciana se arrimó a ella con dificultad y, rodeándola con su brazo, siguió contando su historia:
—Vine al mundo durante el reinado de Ptolomeo II[2] bajo el nombre de Aya. Mi madre era una prostituta que malvivía en uno de los muchos burdeles que existían en Shedet[3]. De mi padre nunca supe nada, ni siquiera su nombre o su origen. —Suspiró—. Siendo sincera, tampoco es que me importara mucho, ni en ese entonces ni ahora. Mi infancia fue un infierno, pues crecí viendo cómo la mujer que me dio la vida se entregaba a hombres que la usaban y la despreciaban y que a veces ni siquiera le pagaban por sus servicios.
»Ella se ahogaba en el vino y en las oraciones, anhelando que algún día los dioses se compadecieran de ella y la rescataran de esa vida miserable. Pero los años se le escapaban entre los dedos y nada cambiaba, así que decidió tomar las riendas de su propio destino —Berenice apretó los labios con amargura—. Con ocho años, me maquillaba los ojos y me envolvía con las mismas telas con las que ella se ataviaba, obligándome a estar noche tras noche de pie junto a la puerta del prostíbulo a la espera de algún hombre rico al que cautivar con mi mirada inocente y mi cuerpo inmaculado.
»Me vendía como una mercancía, sin importarle el dolor que me causaba, con la esperanza de que algún día alguien me comprara o se enamorara de mí y nos sacara de esa miseria. Pero nadie lo hizo.
Durante dos años soporté su crueldad y su desesperación, hasta que una noche, borracha de vino y de rabia, cogió una rama del camino y me golpeó con ella salvajemente.
»Mientras me laceraba la piel, me gritaba que era una mala hija, que no le importaba su sufrimiento, que solo quería verla morir en aquel infierno. Las demás prostitutas oyeron mis gritos y vinieron a socorrerme. Con dificultad la apartaron de mí y yo, aterrorizada, escapé.
»Muchos días vagué por las calles sin rumbo, rodeada de gatos hambrientos y excrementos. Hasta que una tarde, una anciana de mirada bondadosa se apiadó de mí. Era una viuda solitaria que trabajaba como cocinera en la casa de un sacerdote del templo de Jnum[4].
»Me acogió en su humilde morada, me dio ropa limpia, comida caliente y cariño. Gracias a ella descubrí mi verdadera pasión —dijo señalando con su mano la habitación oscura—. Pero mi felicidad duró poco. Un día, cuando iba al mercado a comprar algunos ingredientes que me había encargado para la cena de esa noche, unos soldados borrachos me asaltaron. Me arrastraron a un callejón oscuro y me violaron sin piedad.
»No contentos con eso, cuando terminaron me vendieron a un traficante de esclavos que me llevó lejos de la única persona que me había amado nunca. Ni siquiera pude despedirme... —Su voz se quebró por el dolor. Ligeia le apretó el hombro con gesto compasivo—. Supongo que comprendes lo que te cuento —le dijo con una sonrisa triste. La menor asintió con lágrimas en los ojos—. El caso
—prosiguió Berenice—, es que el destino quiso que acabara en el puerto de Alejandría. Allí conocí al señor Andreas, el difunto padre del señor Antipatros, que había viajado desde Atenas por asuntos comerciales. Me compró y me llevó con él a su lujosa mansión, donde pasé a ser una de las esclavas de su esposa Xante, una dama refinada y exigente que cambió mi nombre por uno que, a su parecer, era mucho más adecuado.
»Aunque me trataron con respeto y nunca me faltó nada, mi corazón seguía anhelando a aquella mujer que me había salvado de la miseria y que me había dado una razón para vivir. Me preguntaba si estaría bien, si habría encontrado a otra niña a la que cuidar, si me habría olvidado... Aún hoy, después de tantos años, sigo recordándola y añorando todas las cosas que dejé allí.
Lentamente extrajo de su túnica un cordón negro. En el centro, colgaba un pequeño escarabajo de oro que brillaba con los escasos rayos de luz que se filtraban por la pequeña y alta ventana.
—Este amuleto me lo regaló ella poco después de acogerme. Decía que me protegería de todo mal y me traería suerte. Supongo que eso es cierto, pues es un milagro que no lo hubiera perdido entonces —La mujer compuso una sonrisa torcida mientras paseaba sus dedos por su superficie dorada—. Lo cierto es que, aunque he sufrido algunos reveses, he tenido una vida tranquila y sin grandes penas. Y ahora —Se desprendió del collar y se lo tendió—, creo que ha llegado el momento de que otra persona además de mí goce también de esta fortuna.
Ligeia contempló el objeto con asombro y veneración. Luego, volvió a fijar su mirada en el semblante ajado que tenía delante. La indecisión se reflejaba en sus ojos. Berenice frunció el ceño, irritada.
—¡Por los dioses! Tómalo de una vez, muchacha. Antes de que cambie de opinión —Con impetuosidad agarró su mano, depositó el colgante sobre su palma y la cerró.
Al sentir el peso frío del metal entre sus dedos, Ligeia acercó el amuleto a su pecho, experimentando una oleada de dicha en su interior. Con rapidez se ató el collar al cuello y lo ocultó bajo su vestido.
De repente, unas pisadas apresuradas y ruidosas rompieron la escueta calma que se había instalado entre ellas. Unos instantes después, la cortina que separaba la cocina del resto de la casa se agitó con violencia dando paso a una Mirrina jadeante. Su rostro estaba bañado en sudor y sus ojos reflejaban una mezcla de miedo y ansiedad.
—Berenice, ¿has visto a Ligeia? —preguntó con voz entrecortada—. La dama Charmion está... —Su voz murió cuando, tras escrutar el lugar con detenimiento, se percató de la silueta menuda que había junto a la anciana—. ¡Alabado sea Zeus, aquí estás! —suspiró aliviada. Sin perder un segundo, se acercó a ella y le agarró la muñeca con fuerza—. ¡Vamos, vamos, no hay tiempo que perder! —ordenó mientras tiraba de ella con impaciencia.
—¿Qué sucede, Mirrina? ¿A qué se debe tanta prisa? —preguntó Berenice con tono molesto.
La sirvienta la miró con angustia.
—¡La joven señora se ha vuelto loca! —le explicó—. Al ver que Ligeia huía despavorida del jardín ha ordenado a todo el mundo su búsqueda.
En ese momento, unos gritos agudos y desesperados se oyeron desde el otro lado de la casa. Mirrina palideció y apretó más la mano de Ligeia.
—¡¿Te das cuenta del problema en el que nos has metido al actuar de ese modo tan inconsciente?! —le reprochó a Ligeia.
La esclava bajó la cabeza, avergonzada.
—Cuida tu lengua, Mirrina —la defendió Berenice—. No deberías hablar tan a la ligera, y menos cuando tú misma protagonizaste un episodio similar hace unos años.
—No negaré lo que dices pues es verdad. Pero déjame recordarte que en aquella ocasión no había una mujer encinta y fuera de sí clamando por mí —replicó Mirrina.
Un nuevo alarido, mucho más fuerte que el anterior, resonó en el aire, haciendo que las tres se estremecieran.
—Será mejor que nos demos prisa —instó—. O, de lo contrario, corremos el riesgo de que los muros de esta casa se derrumben sobre nosotras...
Ligeia, tras regalarle una última mirada de agradecimiento y despedida a Berenice, se dejó arrastrar por Mirrina.
—¡¿CÓMO ES POSIBLE QUE AÚN NO LA HAYAN ENCONTRADO?! —gritó Charmion con los ojos desorbitados, golpeando el suelo con sus pies descalzos—. ¡LOS SIRVIENTES DE ESTA CASA SON UNOS INEPTOS! ¡NO SABEN HACER NADA BIEN!
—Charmion, hija, tranquilízate —le suplicó Xanthippe con voz cansada, extendiendo una mano hacia ella—. Verás que pronto darán con ella. Por favor, siéntate y descansa. No es bueno para ti ni para el bebé que te alteres así.
Su nuera se alejó de su toque y siguió dando vueltas por la amplia habitación, agitando las manos en el aire.
—¡NO, NO ME CALMARÉ HASTA VERLA SANA Y SALVA POR MÍ MISMAN! —exclamó con angustia, frunciendo el ceño—. ¡¿Y SI LE HA OCURRIDO ALGUNA DESGRACIA Y NECESITA QUE LA AUXILIEN?!
—¿Qué peligro puede existir entre estos muros que comprometa su vida? —preguntó su suegro desde uno de los klismos.
—¡LO DESCONOZCO, PERO SEGURO QUE...!
—Ya basta, Charmion. Es suficiente —le reprendió su esposo con voz autoritaria cruzando los brazos tras su espalda—. Deja de exagerar esta situación. Esa chiquilla estará escondida en cualquier rincón, intentando recuperarse del susto. Cuando se tranquilice, aparecerá.
—¡¿Y si no lo hace?! —insistió la embarazada acariciando su vientre abultado—. ¡Las puertas de las caballerizas estaban abiertas. Podría haber salido y...!
—Si ese fuera el caso, conseguiremos otra sirvienta para que te asista —se limitó a decir Andreas con indiferencia.
La rabia se agitó en el pecho de Charmion. ¿Cómo podía hablar así de Ligeia, como si fuera una simple mercancía? Su lengua se moría por replicarle con firmeza, pero sabía que no podía contradecir a su propio esposo. Se mordió el labio inferior, conteniendo las lágrimas que amenazaban con brotar de sus ojos.
A regañadientes dejó que su suegra la llevara hasta uno de los divanes. Una vez sentada, Xanthippe llenó una copa con agua fresca y se la tendió. Ella la tomó con desánimo y se la llevó a los labios, bebiendo apenas unos tragos. El agua no logró calmar el fuego que ardía en su garganta. Quería gritar, quería salir corriendo y encontrar a Ligeia ella misma. Pero no podía hacer nada de eso. Solo esperar.
Tras varios minutos de tenso silencio, Xanthippe se inclinó hacia ella, posando una de sus manos morenas sobre su rodilla.
—No te angusties —susurró la mayor—. Pronto darán con ella.
—Rezo porque tengas razón —murmuró con voz quebrada.
Entonces, como si los dioses hubieran escuchado sus plegarias, un estruendo de voces jubilosas sonó en la lejanía. Con ímpetu, la figura de Mirrina irrumpió en la sala a toda prisa.
—¡Mis señores, la he encontrado! —exclamó eufórica.
Xanthippe y Antipatros respiraron aliviados al ver a la esclava de Charmion asomarse tras la espalda de la recién llegada. La joven dama se puso en pie con rapidez, dejando caer la copa al suelo, y se lanzó sobre Ligeia, abrazándola con fuerza entre sus brazos. Andreas, desde su posición distante, frunció el ceño ante su reacción desmedida, sin poder evitar que la curiosidad se abriera paso en su interior.
—¡Ligeia! —exclamó con emoción—. ¡Sagrada Hera[5], estaba tan preocupada por ti! ¿Dónde te habías escondido?
—En la cocina, con Berenice —respondió Mirrina.
—Bien, bien... —Los ojos de Charmion examinaron su aspecto con detenimiento—. Seguro que estabas muy asustada, ¿verdad? ¡Pobrecita mía, mírate! ¡Mira tu ropa, y tu cuerpo! ¡Todo sucio y lleno de heridas!
—Deberías dejar que se asee como debe, hija —sugirió Xanthippe con tono conciliador.
—Sí, sí. Por supuesto —Charmion agarró el brazo de la esclava y la arrastró hacia la salida.
—No es necesario que vayas con ella —le dijo Antipatros—. Estoy seguro de que Mirrina podrá ayudarla. ¿No es así?
Mirrina asintió con la cabeza.
—Lo sé, mi señor. Pero es mi sirvienta y deseo asegurarme de que no ha recibido daños más graves de los que puedo apreciar —respondió con voz entrecortada.
—Pero... —comenzó a decir Xanthippe. Un carraspeo por parte de su hijo la detuvo.
—Si el estar a su lado hará que tu desasosiego desaparezca, entonces ve —dijo Andreas
—Gracias esposo —le sonrió ella con agradecimiento.
Después, la joven de cabellos cobrizos salió junto a las dos sirvientas.
Nikias deambulaba desolado y sin destino por las laberínticas calles de Atenas, anhelando hallar un poco de sosiego. Sus pasos eran torpes y su semblante reflejaba una mueca de disgusto. Sus ojos estaban clavados en el polvo que sus sandalias levantaban mientras se abría paso entre los bulliciosos viandantes que charlaban sobre trivialidades sin importancia. Pero él no percibía nada con nitidez, pues sus sentidos se hallaban embotados. El mundo a su alrededor era una gran mancha borrosa de risas, figuras y colores. No podía distinguir nada en absoluto, salvo la oscura y mordaz voz de su conciencia que le susurraba de forma insidiosa.
«Te teme, joven y noble Nikias —le decía—. Esa criatura delicada te teme sin siquiera saber quién eres. ¿Qué atrocidades habrá tenido que soportar a manos de los de tu misma sangre…?»
Mientras se adentraba en el ágora, sus pensamientos se centraron en esa extraña escena que no dejaba de atormentarlo: veía con claridad su cuerpo maltrecho tendido sobre la hierba, su rostro moreno cubierto de tierra, su cabello enmarañado y sus ojos, dos abismos sin principio ni final, llenos de uno de los peores sentimientos que pudieran existir.
Miedo.
Un miedo tan profundo e inexplicable que asfixiaba y que, incomprensiblemente, dirigía hacia él. ¿Pero qué podía haber hecho para merecer ese rechazo por su parte cuando ni siquiera era consciente de su existencia hasta ese mismo instante? Nikias estaba firmemente convencido de su inocencia, al igual que su familia.
«Teme lo que representas —volvió a decir su conciencia, respondiendo a su cuestión—. Sabe que eres su amo, su dueño. Su vida y muerte están en tus manos.»
Ante ese comentario cruel, su mente volvió a trasladarse a ese jardín donde el silencio se hizo dueño por el asombro:
—No lo comprendo —balbuceó el joven, aturdido—. Me teme, pero ¿por qué? Ni siquiera sé quién es ni de dónde viene.
—¿Estás seguro de que era a ti a quien miraba, hijo? —le preguntó su madre que, sentada junto a él, le acariciaba el cabello con ternura.
—Podría haber sido un error —sugirió su padre—. Que creyeras ver algo que no estaba dirigido hacia ti, sino hacia Kleon. El miedo no se borra de un momento a otro.
—Sé lo que vi —afirmó Nikias con firmeza—. Ella me miraba fijamente a mí y cuando intenté ayudarla huyó como si una jauría de lobos rabiosos corriera tras ella.
Un silencio incómodo se instaló entre ellos.
—Pese a desconocer los motivos por los cuales ha actuado así, me atrevo a decir que su reacción es justificada —dijo repentinamente Charmion con voz pausada y preocupada—. Hay muchas cosas de ella que aún ignoramos. No sabemos su origen, ni su historia…
—Ni siquiera su nombre verdadero —suspiró Xanthippe con tristeza—. El que posee ahora se lo otorgué yo al llegar a esta casa.
Charmion asintió.
—La pobre es muda, y eso solo hace que su propia existencia sea un enigma —después, bajó la mirada hacia sus pies—. Lo único que tenemos claro es que su pasado está lleno de dolor —Su voz se apagó—. Las marcas que surcan su piel así lo atestiguan.
Nikias se removió incómodo al comprender a qué se refería su cuñada.
—A mi parecer —habló Andreas con voz firme y severa—, creo que la razón por la cual ha reaccionado como lo ha hecho es más que evidente —Sus ojos azules se clavaron en los verdes de su hermano—. Tú, hermano, por algún motivo desconocido, le has recordado a alguien de su pasado. Alguien que, evidentemente, compartía una relación con ella que distaba mucho de ser cordial.
—¿Qué insinúas? —le preguntó Antipatros con recelo.
—Creo que, al ver el rostro de Nikias, no solo lo ha visto a él, sino también a la persona que la convirtió en lo que es —soltó sin miramientos.
Al oír aquellas palabras, el estómago de Nikias se revolvió con violencia. Un escalofrío le recorrió la espalda y sintió un nudo en la garganta. Como pudo se levantó y, ante la preocupada mirada de sus padres, se excusó con torpeza y abandonó el lugar...
El joven sacudió la cabeza con violencia, sintiendo de nuevo esas odiosas náuseas martillear su estómago y garganta. El sol implacable caía sobre su oscura cabellera y el sudor perlaba cada rincón de su piel, agravando su malestar. Se sentía angustiado, aturdido por un dilema que sabía insoluble, pues ella jamás le daría respuesta a sus dudas —si es que alguna vez se dignaba a escucharlo y no salía huyendo al verlo, claro está—. Lo único que tenía claro era que no podía olvidar su rostro pálido ni el hecho de que ella lo equiparara con un ser tan vil como un mercader de esclavos. El pensar que podía estar al mismo nivel que semejante escoria le revolvía las entrañas. Para Nikias, que siempre había aborrecido la esclavitud, aquella posibilidad era una afrenta a su honor.
—No puede ser cierto —se dijo a sí mismo mientras se abría paso entre la muchedumbre de la plaza ateniense—. No puede ver en mí a un monstruo, me niego a creer eso…
Y, mientras avanzaba entre aquella maraña de cuerpos, un grupo de niños harapientos y salvajes pasó corriendo a su lado, rozándolo con violencia. Sobresaltado por la súbita aparición, Nikias se apartó hacia un lado, chocando con el cuerpo de alguien más.
—¡Ay! —se lamentó una voz femenina tras él—. ¡¿Es que no mira por dónde va.?!
Nikias se volvió hacia ella con rapidez, con el rostro teñido por el rubor.
—Le ruego que me perdone —balbuceó—. Estaba distraído y no vi lo que hacía.
—¿Y cree que con disculpas podrá reparar el daño que ha causado, señor? —le espetó ella con ira mientras se sacudía el polvo de su túnica reluciente—. Tiene suerte de que solo se haya manchado.
—No me importa indemnizarla si es necesario.
La desconocida soltó una carcajada sarcástica.
—¿De verdad cree que podría exigirle algo a un hombre tan gentil como usted, Nikias, hijo de Antipatros?
El joven abrió los ojos, presa del asombro.
—¿Quién…? —En ese momento la mujer alzó su rostro, revelando unos intensos ojos verdes y un rostro anguloso y delicado. Al instante, el reconocimiento iluminó sus pupilas—. ¡Aspasia! —exclamó repentinamente eufórico.
Ella rio aún más ante su reacción.
—Muchos hombres se alegran de verme, pero te aseguro que ninguno lo festeja tanto como tú, amigo mío. —Nikias soltó una risotada—. ¿Cuándo habéis vuelto tu hermano y tú? Debe haber sido hace poco, ya que no he oído ningún cotilleo al respecto…
—Hoy mismo —le dijo él—. Poco después del mediodía.
Aspasia abrió sus ojos con curiosidad.
—¿Y por qué estás aquí en vez de con tu familia? —le preguntó—. Lo lógico es que, tras tantas semanas de viaje, estés deseoso por volver al hogar.
—Y lo estaba… lo estoy —se corrigió rápidamente—. Solo he salido para tomar un poco de aire y despejar mi mente.
La mujer arqueó una ceja.
—¿«Tomar un poco de aire fresco y despejar tu mente»? —repitió la mujer con diversión—. ¿Qué sentido tiene que estés entre el vulgo para eso cuando cuentas con un amplio y hermoso jardín en tu propia casa que cumpliría muy bien esa función? Sin contar con los terrenos de cosecha que hay tras los muros, por supuesto. —Nikias mordió su labio, frustrado al saberse descubierto—. Podrás engañar al resto del mundo, pero no a mí.
—Me conoces demasiado bien —admitió él.
—¿Qué es lo que te inquieta?
—No es nada importante, Aspasia. Solo una chiquillada —se limitó a decir, intentando evadirse.
—Si verdaderamente lo fuera no estarías aquí, sino en tu casa; con tus padres, tu hermano y tu cuñada, compartiendo anécdotas y dulces manjares. —Aspasia apartó un mechón rojizo de su frente, batiendo sus largas pestañas con coquetería—. Acompañame a un lugar más privado y hablemos de aquello que te atormenta. Las calles no son el lugar más idóneo para debatir sobre estos temas. —Con lentitud pasó por su lado rozando la piel de su mano con la yema de sus dedos—. Tal vez, juntos y en un entorno más sereno, logremos sosegar tu agitada mente —continuó con ternura, enlazando su pálido dedo meñique con el suyo y tirando de él, marcando el rumbo.
Nikias se dejó arrastrar, hechizado por su sonrisa dulce y sus ojos ardientes. No podía resistirse a su encanto, a su forma de mirarle y a su voz que le envolvía como una melodía. Su corazón latía con fuerza al seguirla, al imaginar qué secretos le esperaban al final de aquel camino.
Y mientras ellos desaparecían entre la multitud, a su alrededor el mundo susurraba palabras de envidia y desaprobación.
CURIOSIDADES:
[1]: Kemet «tierra negra», era el nombre con el que los antiguos egipcios denominaban a su país. Se llamaba así en referencia a la fértil tierra del valle del Nilo que se cubría con limo negro durante las inundaciones anuales.
[2]: Ptolomeo II Filadelfo (308 a.C. - 246 a.C.) fue el segundo faraón de la dinastía Ptolemaica y gobernó en Egipto desde 285 a.C. hasta su muerte. Fue un rey melancólico, poco diestro en la guerra pero muy hábil en la diplomacia, amante e impulsor de las ciencias y las artes llegando a coleccionar innumerables manuscritos, pinturas y animales exóticos. Fue el miembro más rico y poderoso de su dinastía.
[3]: Shedet —también conocida como Per - Sobek— es el nombre egipcio de la antigua ciudad de Cocodrilópolis, que se encuentra en la región de El Fayum, al norte de Hawara, Egipto. El nombre significa «Casa de Sobek», en honor al dios egipcio Sobek, que se simbolizaba en forma de cocodrilo. La ciudad fue renombrada como «Cocodrilópolis» durante la época helenística y posteriormente como «Arsínoe» por Ptolomeo II en honor a la princesa egipcia Arsínoe, hija de Ptolomeo I y Berenice I.
[4]: «Jnum» o «Cnum» es un dios creador en la mitología egipcia. Era considerado el creador del huevo primordial de donde surgió la luz solar, al inicio de los tiempos, que dio vida al mundo. También era guardián de las aguas del inframundo y custodio de las fuentes del Nilo en Elefantina.
[5]: según la mitología griega Hera era la diosa del matrimonio, las mujeres, el cielo y las estrellas, así como la hermana y esposa de Zeus. Era conocida por su naturaleza violenta y vengativa, principalmente contra las amantes y la descendencia de Zeus, pero también contra los mortales que le agraviaban, como Pelias, quien mató a una mujer en su templo, o Paris, quien la ofendió al elegir a Afrodita como la diosa más bella.
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