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Capítulo 11

El resto de la semana me concentré en escribir, lo hice como una desquiciada. Casi pierdo el alma en el proceso, pero valió la pena. Julián e incluso la editorial quedaron satisfechos con los primeros once capítulos. Menos mal.

El esfuerzo implicado no se notaba solo en el texto sino que también se reflejaba en mi rostro: tenía ojeras enormes al rededor de los ojos y mi piel tenía un matiz amarillento, enfermizo.

Rose se ofreció a compartirme un poco de su base de maquillaje porque nos dimos cuenta de que teníamos tonos de piel muy parecidos. Ella no usaba maquillaje dentro de la casa, pero dijo siempre se aseguraba de tener lo básico para cuando surgiera alguna ocasión especial. La seguí hasta su habitación, que estaba en el mismo pasillo que la mía. Dentro de esta se desprendía un aroma a algodón y loto. Me senté en la cama mientras Rose hurgaba entre sus cosméticos, dónde se encontró con un labial liquido de un tono rosa suave.

—Tomalo, niña —dijo al extender el labial en tubo hacia mí—. Es un regalo para ti.

—¿Para mí?

—Lo compré porque la joven de la tienda de cosméticos me insistió en que le gustaría a mi hija. Pero no tengo una —se le escapó una risita traviesa y cuando sentó a mi lado la cama emitió un chirrido—, solo un hijo que no termina de acarrearse problemas.

—¿Estaría más contenta con una hija? —pregunté.

—Estoy feliz con mi hijo y lo hubiera estado igual si fuera una hija. En especial si no se hubiera parecido a mi ex-esposo. Aunque tal vez no hubiese podido obsequiarte esto a ti. —Dejó el labial sobre mis piernas—. Y aquí está la base. Verse bien también puede hacernos sentir bien, ¿no te parece?

—Sí... me parece que sí —Tomé entre las manos los dos embasases cristalinos que traslucian el color de su contenido—. Gracias, Rose.

Me apliqué el maquillaje tan pronto como regresé a mi habitación. Me ayudó a mejorar la aparecía de la piel y a ocular un poquito las medias lunas oscuras debajo de los ojos. No quise vestirme con un vestido ni con una falda. Me puse unos pantalones blancos y una sudadera holgada de color azul marino. Esos eran los tonos más alegres que había en el closet.

Me di cuenta de que también había perdido peso, no mucho, pero era raro que disminuyera en lugar de aumentar si lo único que hacía era estar sentada la mayor parte del día.

Por un momento sentí miedo de pararme frente al espejo. Temía que este de pronto se convirtiera en un juez duro, que me mostrara algo que yo no quería ver o reconocer y que si una imagen escalofriante se aparecía ahí no fuera otra persona más que la verdadera yo. Quise inténtarlo de todos modos, al principio con los ojos cerrados pero después de un momento me armé de valor para  abrirlos.

Contuve la respiración y liberé el aire poco a poco.

No estaba tan mal.

Logré sonreír frente al espejo.

Me alegraba de ver mi reflejo.

«Verse bien también puede hacernos sentir bien».

Era verdad.

Y también estaba rara.

Menee la cabeza la cabeza como yo misma la me diera la aprobación.

No había nada más por hacer. Si continuaba observado era casi seguro que encontraría algún defecto que volvería a desanimarme. No quería correr ese riesgo, no cuando había pasado mucho tiempo desde la última vez que me sentí así de bien con mi aspecto.

Cuando salí de la habitación sentí el impulso de entretenerme con el movimiento de mis pies. Era divertido ir contado cada uno de mis pasos conforme avanzaba por el pasillo.

Uno, dos, tres, cuatro...

Ojalá pudiera contar una historia con tanta facilidad. Me estaba costando Dios y ayuda, un poco más tal vez.

¿Que podía hacer ahí adentro para despejar mi mente?

Y entonces pensé que tal vez merecía algo diferente. Necesitaba hacer algo para relajarme y aumentar mi desempeño. Muy en el fondo, había deseado admirar la decoración que había en los pasillos del segundo piso. Esa parecía ser la ocasión perfecta.

Primero me detuve a observar lo que había en el tercer piso: las mesitas altas de cedro y caoba, los jarrones de porcelana y las plantas.

En el segundo piso, fue más difícil escoger un lugar desde el cual iniciar el recorrido. Ahí había muchas pantallas a lo largo de los pasillos que mostraban imágenes de forma aleatoria. La voz electrónica también seguía haciendo presencia cada vez que me paraba frente a una imagen, me decía el nombre del autor y lo que se sabía acerca de la obra.

Me demoré al rededor de una hora y hubiese tardado más si no me hubiese parecido que ya era tiempo de bajar. Ya allí, no tarde en ver a Rose, sin embargo no estaba enfrascada en la cocina como en otras ocasiones. La mujer caminaba, con agitación trémula, de un lado a otro y no dejaba de ver la pantalla de su teléfono móvil. Esa mujer siempre era la imagen de la serenidad, pero no aquella mañana.

—¿Todo va bien? —Me senté en la barra de la cocina. Vi que había dos desayunos servidos.

—Oh... —Volteó a verme pero su mirada volvió a perderse— ¡No! Tengo un asunto muy urgente que atender, pero los empleados no llegan y dudo que lo hagan, se les dio el día libre. No hay rastro de las enfermeras y el mayordomo fue con el señor Julián. ¡Necesito salir ahora mismo! ¡¿De todos los días por que tenía que se hoy?! —hablaba muy rápido.

¿Por qué no salía y ya?

No había nadie más en la mansión y yo no necesitaba nada más aparte de la comida, que ya estaba servida.

¿Que la tenía tan preocupada?

¿Qué le impedía salir? 

No la sabía, pero todavía así pregunté:

—¿Puedo ayudar? —Tomé una tira de tocino y lo mordisquiee.

Ella dudó.

—No debería... pero enserio no tengo alternativa —dijo, después de pensarlo mejor.

—Díganme, yo haré lo que pueda —aseguré, poniéndome en pie de un salto.

Me sentía bien porque podría ayudarla en algo. No había hecho nada desde mi estancia y comenzaba a sentirme una carga. Rose siempre me consentía y me pareció justo ayudarle aunque fuera por una vez.

Ella me sonrió.

—Está bien. Escucha, este es el desayuno del sobrino de Julián, y este su medicamento. —Señaló el plato y tres frasquitos de pastillas—. Necesitaras ser cuidadosa y no exasperarlo. Si eres afortunada solo te azotara la puerta. Si él rompe algo tú no tienes porque preocuparte, es su culpa no la tuya.

Tragué saliva.

Después de eso solo escuche: bla, bla, bla.

Ese chico era lo que le impedía salir.

Lo había olvidado.

Aún no me acostumbraba a la idea de que ese chiquillo berrinchudo viviera en la misma casa que el resto de nosotros. Si hubiera sabido que era eso para lo que necesitaba ayuda no me habría ofrecido 

La mujer me dio muchas indicaciones, pero yo no podría recordarlas todas.

¡Por el amor de Dios! Ese chico no era un niño de verdad. No debería ser tan difícil recordar por él mismo lo que debería de hacer o ingerir. Era por su propio bien.

—Yo lo hubiese hecho pero estoy tan agitada que no puedo concentrarme en nada. —decía Rose, agitando la cabeza—. La habitación de Shawn está en el segundo piso, la primera puerta de la izquierda.

¿Shawn?

¿Otra vez ese tal Shawn?

Cuando Rose terminó de explicarme, tomó las llaves de su auto y salió despavorida hacia donde solo ella sabía.

Verla tan desenfocada me hizo reír, pero unos segundos después caí en cuenta de que pronto sería yo de la que se reirían.

Fui tan lenta como de costumbre.

—Yo y mi boca. ¿Por qué me ofrecí? —renegué mientras ponía todo en una bandeja metálica.

Me dirigí a las escaleras.

Elevé la mirada, como si tuviera miedo con lo que me encontraría arriba.

Lo tenía.

Sacudí la cabeza e intenté espantar mis temores.

Es un humano como cualquier otro, eso me lo repetía con la esperanza de llegar a creerlo.

La habitación del chico era la primer puerta a la izquierda, en el segundo piso. La tenía frente a  a mí. Inspiré aire y me preparé para llamar, claro era difícil con una bandeja sobre las manos.

No me decidía entre tocar o precionar el botón.

Toc, toc, toc.

Toqué con la punta de mis zapatos.

—¡¿Quién es?! —vociferó alguien desde dentro.

Di un respingo y arrugué la nariz.

—Traigo el desayuno —anuncié, cerrando los ojos.

¿En qué punto de esta historia terminé como su criada?

Luego recordé qué ayudar y hacer cosas por los demás no tenía nada de humillante, por más que lo pareciera. Además, hacía eso por Rose no por él. Aun así ese era más el estilo de Carter, no el mío.

—Adelante —la voz aún sonaba amenazante.

Logré abrir la puerta, tenía que reconocer que fue más fácil de lo que me imaginaba, tuve que ladearme un poco, pero pude presionar el botón y la puerta se deslizó.

Volví a sorprenderme. Esa habitación era como una casa dentro de otra casa. Las paredes tenían colores claros, en su gran mayoría, azul cadete y blanco.

La cama que se veía a lo lejos y seguía desecha.

¿Los de limpieza no vinieron hoy o desde hace siglos?

Las cortinas estaban cerradas pero la luz que emitían las pantallas de la televisión me ayudaba a ver hacia algunos rincones. En una esquina había una guitarra. También había hojas de papel desordenadas encina de una mesa y libros sobre los asientos.

El chico dejó el control remoto sobre una mesita, giró su silla de ruedas, pues estaba atento a las pantallas, y me miró de pies a cabeza.

—Eres tú de nuevo, «Llámame como quieras» —fue más una burla que un saludo.

—La señora Rose tuvo que salir y yo... —Levanté la charola al nivel de mi pecho para que pudiera entender a qué venía sin decirle más palabras.

—Entonces salió. —Se le iluminó el rostro.

Asentí y él se acercó, en su silla de ruedas, hacia mí.

—Estás sola en esta casa vacía —Hizo un circulo con sus manos.

Ladeé la cabeza.

Estaba muy concentrada en no hacer alguna tontería o no poderme a temblar ante lo altas que eran las posibilidades de que Shawn fuera Hale, por eso no me di cuenta de lo que él me estaba tratando de decir.

—Conmigo —prosiguió—. No debes sentirte asustada o incómoda de quedarte a solas con... Solo tú y yo en mi habitación.

—Eh...  —Arrugué el entrecejo.

—Es que no creo que pueda soportar por más tiempo. —Se mordió el labio y se llevó la mano a los botones de la camisa.

¿No puede estar hablando enserio?

—Lo digo enserio. Los de limpieza no vienen hoy, Rose no está y yo de verdad necesito...
No puedes negarle un favor a un enfermo. —Miró hacia su cama.

Solté la bandeja. Los platos se rompieron cuando dieron contra el suelo.

Él se rio con aire burlón, muy burlón.

«¿Qué tiene el nombre? Aquello qué conocemos como rosa seguiría siendo igual de dulce aún con otro nombre». Julieta tenía razón: ese chico seguía siendo igual de grosero, sin importar el nombre que dijera tener.

—Uy... ahora no solo tendrás que ayudarme a lavar la ropa, también a limpiar el piso —dijo, cuando su ataque de risa se controló—. Sabía que me tenías miedo... Tal vez no el suficiente,  te atreviste a estropear mi desayuno. El piso seguro lo disfrutará por mí.

Reaccioné, ruborizada, y me agaché para recoger los trozos de vidrio.

Quería que lavara la ropa.

¡Qué vergüenza!

De haber podido, me hubiera llevado las manos a la cara y así hubiera descubierto lo caliente que tenía las mejillas. Pero si lo hubiese hecho me hubiera avergonzarme al doble.

¿Por qué mi cabeza imaginó eso?

No puede negar que fue su culpa.

¿Por qué habló y se portó de esa manera sí hablaba de lavar su ropa?

Miré hacia la cama y sí, sobre ella había ropa.

Él lo había hecho con toda la intención, no hay duda de ello.

—Lo siento, ahora lo recojo. —Mantuve la cabeza abajo.

Ahora entendía a las damas de la corte, esas que salían en los dramas históricos coreanos que solía ver con mi hermana. Era difícil para esas pobres damas cuando hacían algo que molestaba al rey.

¿Pretende que me sienta intimidada? ¿Tengo que decir que mi error merece la muerte para salir ilesa de esta?

Meneé la cabeza para dejar de pensar en tonterías.

—¿En qué piensas? —Él notó mi expresión.

—Nada —mentí—. ¿Y por qué te quejas? Otras veces eres tú el que rompe todo —dije para mis adentros, hastiada.

—¿Qué dijiste?  —Apoyó el brazo en las rodillas.

—¿Eh? —Apreté los labios.

Tonta, lo dijiste en voz alta.

Ese sí era un momento para decir que merecía morir aunque solo fuera de dientes para afuera.

—Puedo darme cuenta de que me crees un «niño malcriado».

Suspiré.

—¿Cierto? —Me apuntó con el dedo—. Ah y un «pervertido».

Tragué saliva.

Sí, un poco, en definitiva sí.

Debes de ser adivino, chico malvado.

¡Ja!

—Sí. No hay nada peor que un pervertido con síndrome de rey. Berrinchudo —bufé pero enseguída me tranquilicé. «Lo hago por Rose». No tenía idea de cuántas veces más tendría que repetirme eso—. Lo siento.

—No te disculpes. Odio a la gente que se disculpa solo por formalidad —espetó—. Además... no estás del todo equivocada. Piensas así de mí cuando ni siquiera me has visto en mis verdaderos momentos malos.

¡¿Aún no?!

¿Cómo actuará en esos momentos malos?

Me recorrí las mangas de la sudadera y me limité a recoger el desastre en el piso lo mas rápido que pude, tan a prisa que terminé cortándome un dedo con uno de los vidrios.

Solté un chillido entrecortado.  

—Ayy...

El chico en silla de ruedas se acercó a prisa.

—Debes ser más cuidadosa —dijo para molestarme.

¿Ahora pretendes que te preocupas por mí?

—Estoy bien —dije con un tono casi tajante y me presioné la herida para que no sangrara tanto.

—Lo sé, una cortada de este tipo no te matará. —Chasqueó la lengua con obviedad.

Había lidiado con personas irritantes, yo era una de ellas, pero este tipo no estaba lejos de acabar con los pocos tornillos que me quedaban.

Suspiré antes de levantarme, estaba dispuesta a llevar la bandeja de vuelta a la cocina. Quería salir de ahí.

Me di la vuelta, dándole la espada, pero en ese momento sentí que la mano del chico se aferraba con fuerza a brazo. Aquel agarraron me tomó tan desprevenida como para obligarme a detener el paso en seco y soltar la bandeja, de nuevo, al mismo tiempo que me volvía hacia él.

—Qué... —intenté objetar y entonces me di cuanta de que, cuando me subí las mangas, había dejado algo expuesto.

Él permaneció en silencio y observó las cicatrices verticales que me surcaban el brazo derecho.

—¿Qué te ocurrió aquí? —preguntó por fin, sin apartar la mirada de ellas.

Bajé rápidamente la manga de mi suéter.

—Nada, no es nada —juré, intentando soltarme de su agarré.

Se me notaba incomoda pero le importó poco y me tomó del otro brazo.

—¿En este también? —murmuró, con un tono melancólico— ¿Qué pudo hacerte esto? —Me miró.

A veces, cuando olvidaba todo lo que estaba pasando, esas cicatrices en mis brazos, infligidas por Carter, me recordaban lo mucho que mi amigo trató de salvarme. Pero también me hacían sentir culpable.

Me aclaré la garganta.

—Traeré más comida —dije con tono terminante.

La verdad no quería hablar del tema y era algo qué él no debía, ni tenía por que saber.

—No hay más que hacer.  —Me soltó y asintió.

¿Qué había sido eso?

Solo había hablado con él dos veces y su personalidad empezaba a parecerme ajena. La simpatía que estaba tratando de mostrarme era como la de un loco diciéndole a otro loco que tenía problemas de salud mental: demasiado ridículo.

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