Dedicado a Jane11Gis

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Todos los invitados conversaban animadamente con sus copas en la mano. Era sin dudas una celebración que daría de qué hablar por un largo tiempo. Y también era la excusa perfecta para que Haru invitara a McGwire a su casa sin levantar sospechas. Todos los magnates del mundo de los negocios de la ciudad estaban invitados, de cualquier modo.

—Tengo que felicitarte, muchacho —digo McGwire, complacido, y alzó su copa—. Todo lo que tocas se convierte en oro. Es cuestión de tiempo que los negocios de esta ciudad sean nuestros por completo.

Haru sonrió y también levantó su bebida.

—Es un halago viniendo de usted, señor. Debo admitir que debo el éxito en gran medida a la ayuda de mi esposa. Está haciendo un excelente trabajo con la empresa y eso me deja mucho más tiempo para ocuparme del resto.

—¿Dónde está ella, por cierto?

—Arriba, intentado dormir a Eren. Al parecer tanto movimiento en la casa lo ha alterado un poco y la niñera no logró dormirlo. No está acostumbrado a tener a tanta gente alrededor.

—Me alegra mucho que tu pequeño hijo se mantenga saludable y esté creciendo cada día más. Estoy seguro de que el futuro le deparará grandes cosas.

Haru sonrió con orgullo y llevó la copa a sus labios.

A pesar de que su pequeño aún ni siquiera hablaba él también estaba seguro de que sería un gran hombre y un líder honorable para la familia. Él y su esposa eran lo más preciado que tenía. El pequeño se le parecía bastante, a pesar de que había sacado al parecer el mal carácter de Hana y se las arreglaba siempre para salirse con la suya, aunque ni siquiera llegaba al año de vida.

Lo había llevado a Japón un par de veces y toda su familia lo amaba, a pesar del prejuicio inicial que habían sentido hacia Hana por lo ocurrido con Tadashi y por no pertenecer a ninguna familia japonesa reconocida, sobre todo su tía. No tenían ni idea de quién había sido su padre, y era mejor de ese modo. Nadie debía saberlo jamás.

Con los meses todo había pasado y Eren se había convertido en la única alegría de su tía, que aún no superaba del todo la muerte de su hijo. Y también había terminado por aceptar a Hana. Quizás debido a que les había dejado muy claro a todos que esa era su esposa y la mujer con la que había decidido pasar el resto de su vida: la señora Miyasawa. Nadie se atrevía a cuestionarlo, lo respetaban demasiado como siempre habían hecho con su difunto tío, y eso también le daba tranquilidad.

Los ojos de todos los invitados se desviaron hacia la escalera y él supo de inmediato el motivo. Allí venía ella, la mujer más deslumbrante de todas las presentes; su mujer. Hana llevaba esa noche un escotado vestido negro que llegaba a sus talones, hecho a la medida. No obstante, sus vibrantes ojos azules y sus labios rojos acaparaban toda la atención. En lugar de celos de que nadie pudiera apartar la vista de ella, solo se sentía afortunado de ser el que había logrado conquistarla.

La mirada de Hana se cruzó con la suya y se iluminó al verlo. No le cabían dudas de que perdonarle la vida había sido su mejor decisión. En ocasiones le parecía que su pecho explotaría de tanta felicidad.

—Quizás sean solo mis ojos, muchacho —dijo McGwire, divertido—, pero tu esposa está más radiante esta noche que nunca antes.

—Temo decirle que sí son sus ojos, señor —respondió él con orgullo—. Mi esposa jamás ha dejado de estar igual de hermosa que ahora.

—¿Sabes que no existe cosa igual de peligrosa que una mujer tan bella, cierto?

—Nunca lo he dudado, señor. —Sonrió y tomó otro trago sin dejar de mirarla—. Nunca...

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