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47

Era noche cerrada cuando el bebé se durmió, otorgando algo de quietud a la casa. 

Dhelia se peinaba frente al espejo, dejando sus ondas chocolate a ambos lados de su cuerpo. Suspirando por su reflejo, por las pequeñas arrugas en sus ojos, la comisura de sus labios y su cuello... Bajó un poco la costura de su ropa interior, pasando la mano por la cicatriz de la cesárea.

Pedro también entró en el baño, pasando un brazo por su cintura, y la abrazó por detrás para dejar un beso en su cuello. Escurrió una mano sobre la suya, también acariciando su cicatriz. 

Dhelia se aferró a ese brazo que la rodeaba, y él apoyó el mentón en su hombro para mirarla a la cara, encorvado a su altura.

—¿Cómo lo haces para que los años no pasen para ti? Tienes una genética envidiable.

—Y una mierda la genética. Me inyecto vitaminas y botox.—Se cruzó de brazos, girándose para mirarlo a la cara—. Mañana, cuando vuelvas de la gala, empezarás el tratamiento.

Pedro suspiró a malas por la nariz, frotándose el pecho.

—No quiero.

—Y se lo vas a contar a Ava. —Lo ignoró, mirándolo severamente a los ojos—. Y a Bárbara. 

—No puedes obligarme a hacerlo. 

—Eres un cabrón testarudo que se está muriendo.

—¿Qué? ¿Porque me estoy muriendo ya no vas a pegarme? —Se burló—. Vamos a apagar nuestra relación si dejas de hacerlo.  

—Tenemos suficiente en el plan de pensiones. Ava no tocó el dinero cuando le dieron la beca.

—Si lo hago estaré internado. No pienso perderme su graduación. 

—Lo que no quieres perder es el pelo. —Respondió, suave, con una media sonrisa—. 

Pedro sonrió, riendo en voz baja, pero esa risa se ahogó en una tos. No pudo respirar durante unos segundos, y Dhelia lo ayudó para que se apoyase en el lavabo de mármol. 

—Voy a auscultarte. No te muevas.

Salió del baño, corriendo hasta su despacho, y volvió con su estetoscopio rojo. Pedro abrió el grifo, y escupió agua un par de veces para quitarse el sabor a sangre de la boca. Dhelia levantó su suéter, para auscultarlo por la espalda. 

Intentó respirar profundamente, pero no pudo.

—Tienes silbidos. —Lo informó, quitándose el estetoscopio—. Y la arritmia te pasará factura.

—No quiero morirme. —Habló con voz débil, ahogándose—. No quiero perderme la graduación de Ava, no quiero morirme sin escuchar la voz de Lydia. No quiero morirme, Dhelia. No puedo dejar solas a mis niñas.

Cabizbajo, ella tomó su rostro entre las manos, mirándolo a los ojos con una pena astillada, y lo llevó hasta su hombro para otorgarle algo de calma. Mientras él lloraba rogando, y apoyó una mano en el marco para no dejarle el peso.

—Lo sé. —Susurró ella, subiendo en una caricia hacia su pelo—. Lo sé...

Cuando el sol rompió el crepúsculo de ese invierno frío, Dhelia ya estaba despierta dando el segundo biberón a Lydia. La cambió de ropa, dejándola en la mecedora del salón, y se dispuso a lavar los platos de la noche anterior. 

Alguien tocó el timbre de la puerta.

—Voy yo. —Pedro bajó las escaleras, aún con el pelo húmedo y su camisa con los primeros botones abiertos—. 

—Hola. —Le sonrió Bárbara, sin entrar—. 

—Ahora nos vamos. —Le sonrió él, cogiéndola de la cintura para hacerla pasar, y le dejó un beso rápido en los labios—. ¿Pasamos por Starbucks antes de recoger los trajes en la tintorería?

El bebé rompió a llorar, y Pedro cruzó el arco que comunicaba el recibidor con el salón para cogerla en brazos. 

—Tu madre no tiene gusto vistiéndote, ¿verdad? —Musitó, meciéndola para que dejase de llorar, y acomodó el lazo que llevaba en el pelo—. 

Bárbara arrugó la nariz al ver al bebé, escuchándola lloriquear mientras intentaba levantar la cabeza para mirarla.

—Hola. —Le sonrió, mirándola a los ojos, y esos dos orbes oscuros la estudiaron con curiosidad—. Mírate, preciosa, has crecido mucho desde la última vez que te vi. ¿Puedo cogerla?

—No, no puedes cogerla. —Respondió la voz de Dhelia desde la cocina—. 

—Vale. —Ella frunció el ceño, apartándose—. Vale... Perdón.

—Tengo su carrito de bebé en el coche. —Pedro pasó un brazo sobre sus hombros, llevándoselas hacia el recibidor—. Vámonos. 

—Adiós, Dhelia. —Se despidió Bárbara, pero no obtuvo su respuesta—. 

En la puerta, Pedro le cedió a Lydia, y ella inspiró una risa de ilusión cuando la tuvo en brazos. Hacía veintidós años que no sostenía a un bebé.

—Me he dejado las llaves en el otro pantalón. —La avisó, palmeándose los bolsillos—. ¿Puedes atarla tú a su silla?

Bárbara asintió sin mirarlo, y con una sonrisa dulce se llevó a Lydia hacia el mercedes negro aparcado justo delante de casa. Pedro entró de nuevo, y se dirigió a la cocina para hablar con Dhelia. 

—La entrega es a las ocho en punto. —Bajó el tono, serio, mientras ella seguía lavando los platos—. Va a venir solo.

Todo el dinero sucio que ganaba Pedro vendiendo droga, iba a un plan de pensiones a nombre de Lydia, para asegurarse de que podría llegar a la universidad cuando él ya no estuviese.

—¿Crees que soy gilipollas? Ya lo sé. 

—¿Tu hermana ha visto donde la escondemos? 

—Mi hermana no ve nada si yo no quiero que lo vea. —Le recriminó Dhelia entre dientes, secándose las manos con un trapo blanco—.

—Vale. —Asintió Pedro, cediendo un silencio mientras le mantenía la mirada—. ¿Confiamos en ella?

—Utilizarla no es lo mismo que confiar. —Le relató, apretando la mandíbula—. 

—Vale. —Suspiró él, cansado—. A las nueve llegaré para pasar por el banco. Deja el dinero en el mismo sitio. 

Se giró para volver a salir, pero, de repente, Dhelia ahogó un grito. Se aferró con fuerza a la encimera, cerrando con fuerza los ojos, y dejó escapar unos gemidos de dolor mientras se sostenía el bajo vientre. 

Retorciéndose de dolor, se encorvó en ella misma hasta caer de rodillas, apretando con fuerza el borde de la encimera. Pedro la miró, con las manos en los bolsillos, y entró de nuevo en la cocina para abrir uno de los cajones.

—Puedo-.

—Estoy bien. —Lo interrumpió con los dientes apretados, sentándose en el suelo—. 

—Puedo sacar los trajes de la tintorería antes y encargarme yo. —Retomó él, abriendo un frasco de pastillas—. 

Dhelia deslizo una mano bajo su camisón de satén, mojándose las yemas de los dedos al notar que la sangre había traspasado la compresa. 

—Mierda... —Musitó, consumiéndose en un gemido de dolor cuando otra rampa de electricidad la revolvió por dentro. Como el filo de un cuchillo, clavándose en ella—. No, no. Puedo hacerlo yo. 

Pedro se agachó a su altura para ayudarla a levantarse. 

—Tienes que tumbarte, ¿te estás mareando?

—Déjame. —Dijo entre dientes, intentando empujarlo—. 

—Solo quiero ayudarte a llegar al sofá. —Discutió, haciendo un ademán—. 

—No necesito que me ayudes. La regla no es una puta enfermedad, ¿lo sabías?

Pedro la miró a los ojos, pero ella no lo miró, cerró los ojos con fuerza para soportar el dolor. Incluso de joven, siempre la había visto sufrir por la endometriosis. 

—Vamos —La sostuvo del brazo—, dejaré que me insultes mientras te llevo al sofá.

—No te necesito. —Se apartó de él, con la respiración agitada, pero aún sin poder levantarse—. 

Pedro resopló ante su terquedad.

—Tómate las pastillas al menos. —Abrió la mano para dárselas—. 

Dhelia apartó su mano de un golpe, tirando las pastillas. 

—Vete a la mierda. —Empezó a susurrar, porque el dolor de ese retortijón la estaba ahogando—. 

Pedro se pasó una mano por el pelo, empezando a cansarse, y se puso en pie para irse.

—¿A ella también le das pastillas y la abrazas cuando te necesita? —Lo miró con odio, y él le devolvió la mirada en silencio, con las manos en la cadera—. Espero que ella también te quiera cuando estés en la cama de un puto hospital. 

Escupió con una rabia reprimida. Escucharon la puerta abriéndose, las bisagras crujieron. 

—¿Va todo bien? —Se asomó Bárbara, sin pasar de la entrada—. 

Pedro apretó los dientes, mirando a Dhelia, y no se dijeron nada. 

—Vete. —Le dijo ella, señalando la entrada con un ademán de cabeza—. 

Él tragó saliva, negando suavemente con la cabeza, y le quitó la mirada. Se pasó una mano por la barba, sobre su bigote, y salió de la cocina a pasos decididos. 

Durante unos minutos efímeros, cuando la puerta se cerró y el coche se fue, Dhelia se quedó un rato en el suelo hasta que esos cólicos se suavizaran. Manchando su camisón de sangre. 

Levantó los brazos para aferrarse al borde de la encimera, y se levantó con un gruñido de dolor. Se tomó las dos pastillas que antes rechazó, y fue a ducharse antes de terminar el trabajo.

Se puso el abrigo y salió de casa, cerrando con llave. Anduvo sobre sus botas de tacón en esa mañana de invierno atípicamente fría, y el sol se reflejó en las bolsas violáceas de sus ojos. Al otro lado, justo detrás de su casa, vivía Lauren. Su hermana apenas había abierto las maletas, pero esa casa era suya. 

Había vuelto a Inglaterra, había vuelto a casa.

—Podrías encender los putos radiadores. —Se quejó Dhelia cuando entró, cerrando la puerta tras ella—. 

Dejó el abrigo en el perchero, y sus tacones cruzaron el pasillo para encender la calefacción del salón. Una casa austera, de un solo piso. Por esa razón Pedro y Dhelia habían escogido ese sótano para guardar la mercancía y distribuirla. Lauren apenas estaba en casa por trabajo.

Se dirigió al sótano, y al cruzar el salón, vio de reojo a su hermana suspendida en el aire. Se quedó quieta, unos pasos más allá de la entrada a la cocina. Sin moverse. Sin respirar.

Tras unos segundos eternos, retrocedió lentamente sobre sus tacones, y tomó una respiración profunda, viendo de reojo las piernas Lauren. Apretó los dientes, y con un hormigueo extraño en la boca del estómago, se giró hacia ella. 

La silla estaba tirada, y ella estaba colgando del techo. De su cuerpo frío, sus ojos cerrados la hicieron parecer una muñeca sin cuerda. Dhelia la miró, levantando la vista, e ignoró el papel que había sobre la mesa:

Estas han sido las navidades más felices que he tenido. Gracias por darme una oportunidad.
Te quiero, Ava. Nunca he dejado de pensar en ti. Si esto te causa remordimiento, pido que me perdones. 

Los ojos verdes de Dhelia se llenaron de lágrimas. Sin poder apartar la mirada de su hermana muerta.

—Lo siento. —Susurró—. 

La sostuvo para descolgarla, y al cortar la cuerda cayeron al suelo por el peso de su cuerpo. Dhelia gruñó algo, sosteniéndose el bajo vientre por el dolor, y se arrastró hacia ella para sostenerla. 

La puso en su regazo, ahuecando la mano para sostener su cuello.

—Lo siento. —Lloró con su gemela, apretándola contra su pecho—. 

Abrazó su cuerpo muerto, meciéndose.

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A las ocho en punto Dhelia bajó al sótano, sacando el paquete de un kilo envuelto en cinta americana negra entre el jabón para la ropa. Lo colocó sobre la lavadora, y volvió a guardar los demás con vaguedad.

—¡Tú! —Gritaron—. ¡Tú, joder, date la vuelta!

Dhelia se giró al instante, aguantando la respiración, y sacó de un movimiento la pequeña pistola que guardaba en la espalda, bajo el pantalón. Casi por memoria muscular, colocó el dedo en el gatillo. 

—¿Quién coño eres? —Le escupió ella—. 

—Voy a llevarme la coca. —La avisó, sosteniendo su revólver plateado—. Toda la coca. Así que quítate. Ya. 

Dio un paso hacia ella, y Dhelia no bajó el arma, estuvo por disparar pero Pedro apareció detrás de ese hombre y le retorció el brazo para que soltara el revólver. Lo empujó contra la pared, y él gimió cuando le rompió la nariz contra el marco de la puerta.

¿Es que no sabes a quién le estás comprando, mal parido? —Le habló en español, cogiendo en un puñado su pelo para golpearlo contra la pared—. ¡Habla, joder!

Le gritó en el oído, y lo tiró al suelo de un empujón brusco.

—¡Yo no sé nada! —Se excusó ese hombre, y cuando Pedro le quitó la capucha se dieron cuenta de que quizá no tenía ni quince años—. ¡No sé nada, me han enviado aquí! 

Levantó los brazos para cubrirse, y Pedro resopló sin interés, dejándolo en el suelo para dirigirse a Dhelia. 

—¿Qué coño estás esperando? —Le preguntó, llegando a su lado. Se pasó una mano sobre el bigote, viéndola con el arma levantada—. ¿Que se ponga a bailar para ti, o algo?

Pero Dhelia estaba callada, con sus ojos verdes perpetuos en ese chico.

—Mi hermano me ha dicho que podía recogerlo por él, ¿lo conoce? —Entró en pánico—. Christopher. Christopher, vive al final de la calle. No quería... No quería problemas, de verdad. Lo siento mucho. ¡Lo siento mucho, joder!

—Primero-.

—Si se escapa va a hablar. —La interrumpió Pedro, cogiéndole la pistola—.

Apuntó hacia él y tiró del gatillo, disparándole. El ruido, el inmenso ruido de la bala saliendo, retumbó por la pequeña dimensión del sótano. El olor a pólvora quemada no tardó en salir del cañón con un ligero humo.

—No nos tendrían ningún respeto si un chico puede entrar y robarnos. ¿Por qué no le has disparado? —Demandó Pedro, dejando la pistola sobre la lavadora—. 

Dhelia miró el cuerpo del chico, tendido inerte en el suelo.

—Porque primero quería que entrase aquí, ¡pedazo de inútil! —Le dijo, abriendo mucho sus ojos verdes. Lo cogió con violencia del pecho para gritarle a la cara—. ¿¡Quieres limpiar tú la sangre de la madera!?

—Trabajo en equipo. —Dijo, quitándose el abrigo largo de lana—. 

Dhelia se acercó al cadáver, y al girar la cabeza hacia el pasillo vio que estaba Lydia en la silla transportable de su carrito. En el suelo, con las manos pegadas al pecho y los ojos bien abiertos al haber escuchado ese ruido. Asustada.

—¿Has traído a la niña? —Se giró hacia Pedro, cogiéndola en brazos—. 

—¿Qué querías? ¿Que la dejase sola en el coche? —Se aflojó el nudo de la corbata, teniendo las mangas de la camisa negra subidas—. Eso sí es de irresponsables.

—¡Lo ha visto todo! —Ahuecó la mano para tocarle la cabeza, escondiéndola hacia su pecho—. ¿¡En qué coño estabas pensando!? ¿¡En las tetas de tu novia!?

—En las tuyas, preferiblemente. —Jadeó, dándole la vuelta al chico para abrirle la chaqueta—. Tiene siete meses, no debe ni diferenciar la profundidad de las cosas. 

Abrió su cartera, y ojeó las tarjetas con una mancha de sangre en el dorso de la mano. Llevaba el reloj Cartier que le había regalado Ava.

—No ha traído ni el dinero, hijo de puta. —Musitó sin aire, tirándole de nuevo la cartera de cuero—. 

—Saquémosla de aquí y llamaré para que se encarguen. 

Pedro rió.

—A Lydia no le pasará nada, ni siquiera sabe donde está, deberías haber tenido todo este cuidado con Ava. —La señaló con el índice—. Porque ella tenía nueve años. 

—Tratábamos con personas diferentes. 

—¿Ah, si? —Dijo con ironía, arqueando una ceja—. ¿Y romperle el cráneo a un hombre con el atizador de la chimenea, como si fuese un trocito de madera astillado, era productivo para Ava?

—No me pongas ese ejemplo. —Dijo entre dientes, sosteniendo al bebé contra su pecho para que no viese nada, y señaló a Pedro con el dedo—. No me pongas ese puto ejemplo, joder. Ese pedazo de mierda, que era tu amigo por cierto, intentó tocarla. 

Gesticuló, la vena de su cuello se marcó. 

—Intentó tocar a nuestra niña, joder. 

—¿Y matarlo delante de ella era necesario? —Le gritó él—. ¡Podrías haberla mandado arriba, joder! ¡Después de lo que vio soñaba con ese hombre vigilándola a los pies de su cama!

—¡Debía aprender qué hacer si le pasaba lo mismo y yo no estaba con ella! 

Le gritó de vuelta, y el bebé empezó a llorar. 

—Eres... Eres el ser más hipócrita que conozco. Te preocupa más Lydia porque tienes miedo de que conozca la clase de persona que eres, ¿verdad? —Pedro asintió con la cabeza, frunciendo el ceño—. Pues déjame decirte que porque te hayas convertido en madre, eso no te ha cambiado. ¡Sigues siendo una zorra egoísta, Dhelia! ¡Asúmelo!

—¡Cierra la puta boca! —Levantó la mano derecha para pegarle, girándole la cara, e incluso el ruido del golpe resonó en el pequeño sótano—.

Pedro se sostuvo la mejilla, acariciándose la cara, y luego giró la cabeza para mirarla. Gimiendo algo. La miró de arriba abajo. 

—Joder, Dhelia, como me pones cuando llevas un arma. 

—Vamos a esconder el cadáver. —Lo avisó, meciendo al bebé para que dejase de llorar—.


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—Tengo miedo, mami... —Iris abrió la puerta del dormitorio, con el unicornio de peluche en una mano—. 

—Oh, ven aquí mi amor. —Julie abrió la cama para ella, abrazándola con fuerza cuando estuvo a su lado—. No deberías haber visto esa película si te daba miedo.

Debían ser las doce de la noche, pero escuchó una notificación de su móvil. Lo recogió de la mesita de noche para leer el mensaje.

Oscar
No puedo cenar contigo, esta tarde tengo que acompañar a Ava a una gala en Londres

Julie, con la luz de la pantalla en su rostro, tecleó una respuesta precoz antes de que volviese a escribirle.

Oscar
No lo sé, quizá termine a las ocho 
¿Te importaría cenar en Londres?

Ella estiró una sonrisa en sus labios rosados, con pequeñas manchas por el sol. Tomó una respiración profunda, notando una vibración en su pecho al leer su propuesta.

Julianne A.
Mi madre puede quedarse con Iris esta noche
Estaré allí a las ocho y buscamos un restaurante para hablar

Julie se quedó en línea, esperando. Tardó unos segundos en responder.

Oscar
Al lado de la gala hay un hotel, no querría que tomaras un tren tan tarde

Julianne A.
¿Te tendría en la habitación de al lado?
Hablar contigo siempre me ha ayudado con el insomnio

Oscar escribió algo, pero se arrepintió al leerla y optó por otro texto. Mientras, Julie observó la línea parpadeante de su teclado.

Oscar
Ava querrá dormir conmigo

Julianne A.
Entonces se quedará dormida
Pero estarás despierto para venir, ¿verdad?

De nuevo tardó en responder, quedándose en línea.

Julianne A.
Te echo de menos, Oscar

Oscar
Nos vemos esta noche, Julianne


Cuando cayó la noche prematura en ese invierno gélido, el cielo quedó invadido por nubes grises y sonidos de tormenta, tiñendo el firmamento de un aire pesimista.

Julie pulverizó perfume en la piel de su cuello, cubierto por su blusa negra, y de mangas transparentes. Dejaba un escote abierto en su espalda, y la falda de tubo del mismo color se ceñía a sus muslos y caderas. Se miró en el espejo, y esparció un toque de rubor en sus mejillas con una brocha.

Salió del baño del tren, y en su parada, próxima al centro de Londres, bajó con el ruido melódico de sus tacones finos. Llegó a la capital con una sonrisa extasiada en sus labios tacados de carmín, acobijándose en su gabardina larga. Una brisa fría le heló la piel. Desconocidos pasaban a su alrededor con temor a que rompiese a llover, y ella tuvo que levantar la cabeza para observar el edificio.

"La Constelación Del Destino". Un solo edificio destinado a todo tipo de eventos relacionados con el mundo científico, que acunaba desde universitarios hasta Nobels jubilados. El reloj de su muñeca apenas marcaba las ocho en punto, así que Oscar estaba aún ahí dentro, siendo espectador de la gala. 

Julie dejó de mirarse el reloj, y en un suspiro helado tomó la decisión de entrar y resguardarse del frío que condensaba la noche. 

El ruido de sus tacones afinaron sus pasos, y al entrar unas puertas de cristal se abrieron ante ella. El calor de la multitud, la calefacción, y el murmullo de un discurso la guiaron a ciegas por los pasillos. 

Una de las puertas abiertas, anunciaba la gala de Ava. Ella entró, y la vio por encima de la multitud que la coronaba, erguida y con un micrófono en la mano. Decía algo sobre su estudio en el observatorio, con los focos cálidos sobre el maquillaje de su piel, y la irregularidad de sus cicatrices. Sobre las curvas de su cuerpo se ceñía un vestido verde oscuro, con un escote corazón que no cubría sus heridas. 

Julie dejó de mirarla en un pestañeo, y los pendientes largos de sus orejas se mecieron. Buscó a Oscar entre la multitud sentada, otorgando un silencio soez que era cubierto por la voz firme de Ava. 

Como aún faltaban unos minutos para las ocho, Julie se acercó a la barra desierta, sentándose en uno de los taburetes dorados. Uno de los camareros se acercó, y ella miró las botellas que se exhibían.

—¿Me pone una copa de champagne, por favor?

El hombre asintió, y vertió el líquido ámbar en la copa alargada. Las burbujas no tardaron en subir. Julie se la llevó a los labios, y vio el final de la entrega del premio, cómo la todos se levantaron de sus asientos y aplaudieron a la mujer que llevaba el nombre de la gala. 

Bebió un trago sin interés, y observó a Ava mientras bajaba de su escenario, donde Pedro vestido de traje oscuro le ofreció el brazo para ayudarla en los escalones. La multitud que la rodeaba se esparció por la sala, y un hombre de pelo gris y gafas se puso en pie. 

La gente lo abandonó, y Julie vio a Oscar desde la distancia, luciendo un traje gris oscuro y un chaleco del mismo color, de botones negros. Lo vio sacar el móvil del bolsillo, seguramente para revisar la hora, y lo volvió a guardar para observar a su alrededor. Buscándola. 

Julie estiró una sonrisa en sus labios color vino, y lo vio deambular por la sala, con las manos metidas en los bolsillos. Terminó su copa de champagne, y pagó con la tarjeta de crédito antes de ir hacia él. 

Quiso llamarlo, pero lo vio salir de la gala, por el pasillo ancho y decorado con una extensa alfombra de terciopelo escarlata. Sonrió para ella misma, y se levantó del taburete para abandonar la barra. 

Julie también salió de la gala, dejando atrás a la prensa y la multitud, para seguirlo. Anduvo por el pasillo que él había cruzado, donde se anunciaban unas escaleras de mármol. Apretó los labios con deseo, siguiendo sus pasos, y también subió al piso superior con el inmenso ruido de sus tacones. Ahí no había nadie.

Descubrió un pasillo repleto de oficinas vacías y las luces apagadas, menos la luz cálida de un despacho. Cautelosamente se acercó, amenazada por el inmenso silencio, y pasó frente la puerta abierta de esa habitación. Invitandola a entrar.

Se asomó, dando un paso dentro de la oficina, y su sonrisa quedó congelada cuando vio a Ava sentada en el escritorio limpio, y a Oscar arrodillado delante de ella. Sus ojos marrones no pudieron apartarse de ella, sin pestañear, y dejó la mandíbula floja sin entender qué estaba ocurriendo.

No fue hasta que Ava abrió los ojos, dejando de morderse el labio, cuando la vio siendo espectadora de ellos dos. 

Julie pensó que Ava se asustaría al verla ahí, o que se apartaría de él, pero lo único que hizo fue sonreírle, enredando los dedos en los rizos de Oscar para que no se apartase. Julie dejó de respirar. ¿Había sido ella? ¿Ella le había enviado esos mensajes para que viese esa escena?

La mayor siguió estupefacta, débilmente rodeada por los obscenos ruidos que producía entre las piernas de Ava, y la escuchó gemir deliciosamente. Opacando ese silencio que antes había reinado en toda la estancia. No abandonó sus ojos mientras lo hacía, desfigurando su rostro joven, desprovisto de arrugas, en una suave mueca de placer. 

Julie tragó saliva, completamente defraudada y asqueada, y Ava volvió a sonreírle, apretando la cabeza de Oscar entre sus piernas. Y él le dio un apretón tierno en el muslo, hundiendo los dedos en su piel blanda y marcada por gruesas cicatrices. Repulsivo. ¿Quién podía sentirse atraído por un cuerpo mutilado? ¿Marcado y destrozado como, desgraciadamente, poseía ella?

Oscar le pareció repulsivo. 

Y sin decir nada más que una mueca de decepción, les dio la espalda y se fue, escuchando como incrementaba sus gemidos. 

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