37
Habían pasado dos semanas desde el cumpleaños de Pedro.
Dos semanas repletas de estrés, entregas de trabajos finales, exámenes y ese olor a Navidad que invadía toda la ciudad. Diciembre había llegado, y otoño exhalaba sus últimos suspiros en los brazos del invierno.
Ava seguía acudiendo a las clases de filosofía para mantener las horas mínimas que requería la beca, y aunque fuese distante eso no la dejaba impune de la pasión que transmitía Jonathan en cada debate, o simplemente explicando pura teoría. Emanaba una belleza digna de apreciar y aprender. Como el arte griego, los manuscritos de los grandes pensadores, la poesía y la
literatura implicada en la propia fé del ser humano.
Él la miraba a ella.
Y ella fingía no darse cuenta de cómo Amanda lo miraba a él.
El cielo de Everton se oscureció con señales de tormenta, y unos truenos embaucadores armonizaron el frío que corría por las calles heladas.
Ava bajó las escaleras ese miércoles de diciembre, llevaba calcetines gruesos, doblados sobre los jeans negros para no tener frío en los pies. Se dirigió a la cocina para preparar té.
Estaba en casa de Dhelia, porque aunque ambas lo negaran, intentaban mejorar su relación, y Pedro había empezado una relación oficial con Bárbara. Ya no vivía en casa, pero muchas noches cenaban todos juntos, y compartían al bebé.
Esas Navidades, serían muy distintas.
Dhelia estaba sentada en la isla de la cocina, dándole el pecho al bebé con las luces apagadas.
—¿Mamá volverá por Navidad? —Le preguntó Ava—.
—Sí. Quiere acompañarte a eso de Londres.
Con 'eso' se refería a que su estudio sería galardonado en el observatorio nacional de Londres.
—¿Haremos algo por Navidad? —Tocó el panel táctil de la vitrocerámica para aumentar la potencia—.
—Nos reuniremos en casa de tu abuelo por nochebuena y Navidad.
—¿Otra vez ahí? Vaya mierda. —Se quejó, a la misma vez que alguien tocaba el timbre—.
—Vigila tu puta boca, estamos en fechas Santas joder. —Se puso en pie—. Ve a abrir.
Ava cruzó por el salón hasta llegar al recibidor. Abrió la puerta, y se dio cuenta de que había empezado a llover.
—Hola. —Se hizo a un lado para que pasaran. Las gotas repicaban la madera barnizada del porche—.
—Hola. —Le sonrió Pedro, quitándose el abrigo negro—. Pensaba que estarías en clase, últimamente no coincidimos.
—Ahora ya me iba. Tengo dos horas de matemáticas, me esperan en el laboratorio para el estudio del microbioma de la atmósfera, y aún me queda una hora de filosofía. —Se apartó para que Pedro colgase el abrigo, dejando caer una hoja seca de sus hombros—. Hola, Bárbara.
La mayor le sonrió, con una bufanda beige alrededor del cuello.
—Hola, Ava.
—¿Es él? —Un grito interrumpió. Dhelia se asomó al final del pasillo, dirigiéndose al recibidor con pasos extrañamente firmes por los tacones que llevaba—.
—¿Qué pasa?
Dhelia apretó los dientes, enfadada, y levantó la mano para darle una bofetada tan fuerte que le giró la cara. El ruido del golpe quedó en el aire.
—Tenemos que hablar. —Lo avisó, cogiendo su camisa en un puño, y tiró de él para arrastrarlo hacia el pasillo—.
Bárbara y Ava se quedaron calladas, viendo como se lo llevaba.
—¿Eso es... Algo normal?
—No. Hoy Dhelia no trabaja y está de buen humor. Me voy a clase, ¿puedes decirle que no cenaré aquí?
Ava entró en la cocina, y sacó el termo para verter el té.
—Vale. —Respondió Bárbara desde el recibidor, no muy segura de pasar—.
En el sótano, el lugar más frío de la casa, Dhelia encendió la luz. Y mientras Pedro la miraba con un silencio que sellaba sus labios, ella estiró el brazo para coger un paquete marrón entre las cajas de suavizante. Lo dejó sobre la lavadora, apoyando también una mano.
—¿Qué es esto? —Le preguntó con exigencia—.
—Me-.
—No, espérate. Era una puta pregunta retórica, claro que sé lo que es. ¿Cómo coño se te ocurre meter ciento cincuenta mil dólares en cocaína en mí casa?
Pedro tomó una respiración profunda mientras la miraba, apoyado en la pared. Sentía frío hasta bajo la ropa.
—Es... Temporal.
—¿Temporal? El juicio de Ava es mañana y tú me sales con esta mierda.
—Ssh... Escúchame. —La cogió de los hombros, teniendo que agachar la cabeza para hablarle, bajando la voz—. ¿Te acuerdas de lo que hablamos? Esto es necesario.
—¿Necesario? —Abrió mucho sus ojos verdes, indignada—. No. Esto no. Yo ya no estoy en esto.
—No, claro que no.
—Lo quiero fuera de mi casa. —Insistió, mirándolo fielmente a los ojos, y se dio cuenta de que estaban cerca, respirando el mismo aire—. Déjalo en el laboratorio, entiérralo, haz lo que quieras. Pero fuera de aquí.
—Es solo provisional, cariño, no te preocupes. Solo... Antes de que —Dijo su nombre—, acabe con todo.
Dhelia lo miró a los ojos con otro tono en el verde de sus iris, tomando respiraciones cortas y rápidas.
—Ya no puedo volver a ser esa mujer. —Le confesó en un susurro, negando con la cabeza—. La Dhelia Negra se fue. Ahora no puedo protegerte.
Pedro apoyó sus frentes, cerrando los ojos. Y respiró su olor a hombre, a loción y tabaco. Tenía miedo de que, sin ella, se metiera en un pozo del que no podría salir sin ayuda.
—Lo sé. —Susurró él, y subió las manos hasta su cuello—. Y nunca te lo pediría, mi amor. Pero no me tienen miedo a mí.
─── 𝟐𝟎𝟏𝟗, 𝐮𝐧 𝐦𝐞𝐬 𝐝𝐞𝐬𝐚𝐩𝐚𝐫𝐞𝐜𝐢𝐝𝐚 ───
Vianne había desaparecido.
Treinta y un días.
Treinta noches.
Primero, Dhelia dejó que la policía investigase por ella. Pero rápido entendió que esas marionetas sobornadas no sacarían ningún provecho.
A esas alturas, Pedro llevaba cuatro años ejerciendo como profesor en Universe Imperial Collage, la mejor universidad del país por debajo de Oxford, y Dhelia acababa de abrir su propia clínica de fertilidad. Sus manos llevaban unos guantes de calidad para cubrir la sangre que las manchaba, y bajo ninguna circunstancia habrían vuelto a su anterior vida.
Pero cuando Vi desapareció, Dhelia se levantó la madrugada del uno de Noviembre, y llamó a Murphy. Su hombre de confianza. Que reunió a más hombres, preparó las cosas, y habría matado a alguien sin preguntar si ella lo hubiese querido.
Así que a las dos de la madrugada, ocho hombres la siguieron como si nunca lo hubiese dejado. Desgraciadamente, porque seguía siendo la hija del patrón, y varias personas continuaban con su lealtad hacia la familia. Incluso los perros de Everton sabían que no debían ladrar a Dhelia.
—Hola, Rhys.
El hombre, de pelo azabache y una barba dejada de dos días, dio un trago a la cerveza sin mirarla. Como si tuviese a una desconocida al lado.
—No soy una mujer paciente, Rhys.
El silencio. La ausencia de su conversación. Se escuchó el gotear de un grifo mal cerrado.Una película de polvo cubría la barra rojiza, solo la luz de una bombilla iluminaba el bar solitario. Y los hombres que los rodeaban, se fundieron entre la oscuridad. En silencio, como la muerte.
—¿También quieres que me baje los pantalones y te dé el culo?
Dhelia tomó una respiración.
—Seguro que nos lo pasaríamos bien. —Soltó, bajando los ojos por él—.
Llevaba ropa barata. Nada más de trajes, zapatos de piel italianos, ni oro. Solo la decadencia humana, la desesperación, el rencor y la tristeza. Apestaba a dolor.
—Desde que me quitaste a Magda y a mi niño todo me sabe a mierda. —Espetó con una normalidad decadente, como si se dijera lo mismo todas las noches, todas las veces que agarraba una cerveza—. Vivo esclavizado por el cabrón de tu padre, sin poder dormir, sin poder matarme, ¿qué coño quieres más de mí?
Por primera vez la miró a la cara, girando la cabeza para verla sentada a su lado en la barra. Y
Dhelia estaba girada de cara a él, con una expresión dura, y un brazo apoyado en la barra.
Reclamando su espacio.
Estaba seria, sin mucho márgen para el diálogo.
—¿Y mi niña, Rhys? —Pronunció lentamente—.
—No lo sé. —Soltó con una mueca—. Y no me importa. Pero ojalá. Ojalá, Dhelia... Si existe un Dios ahí arriba, ahora mismo la estén quemando viva.
Acumuló saliva, y escupió a Dhelia en la mejilla.
Ella solo giró un poco la cabeza para mirar el suelo sucio del bar. La saliva descendió por su mejilla, llevándola a levantar su mano enguantada para secarse la piel.
Miró la ropa barata que llevaba Rhys, subiendo en un pestañeo lento hacia su cuello sucio, su barba de dos días y su pelo azabache grasoso. Deprimente. Repugnante. Así quiso verlo vivir. ¿Cómo alguien, en su posición, bajo el yugo del narcotraficante más importante de Reino Unido, hubiese podido secuestrar a la nieta de ese narcotraficante sin que nadie lo supiera?
Falló en pensar en Rhys.
Él no podía hacer nada, no tenía autonomía, no era nadie. No podía matarse y no podían matarlo. Vivía, día a día, recordando todo lo que había perdido y jamás volvería a ver. Por órden de Dhelia James.
—Vale. —Asintió ella—.
Dhelia tomó una respiración profunda, poniéndose en pie, y de un momento a otro cambió esa calma que la envolvía por un movimiento brusco, tirando de su pelo grasiento para golpearlo contra la barra de madera.
Tenía problemas de ira.
Rhys se tambaleó por el dolor, cada cristal del vaso clavado bajo la piel, bajo sus párpados, penetrando en las cientos de terminaciones nerviosas que había en la cara. Dhelia empujó con una patada el taburete donde estaba sentado, y cayó al suelo medio ido por el golpe en la cabeza. Fue como un peso muerto, cayendo de espaldas. Su nuca rebotó contra las baldosas sucias.
Dhelia se quitó los guantes mientras lo miraba desde arriba, enfocando la sonrisa de dientes ensangrentados que le estaba dedicando Rhys. Esa sonrisa odiosa, prepotente, repugnante. Él empezó a reírse, y saltaron motas de sangre que le salpicaron los labios, porque las esquirlas del cristal desgarraron sus encías.
Él sabía dónde estaba Vianne. Se estaba burlando de Dhelia.
¿Rhys sabía en verdad dónde estaba Vianne?
No tardó en colocarse encima de él, y empezó a golpearlo entre gruñidos y jadeos, impactando sus nudillos desnudos sobre la sonrisa de Rhys. Cegada, solo concentrándose en el dolor de los huesos de las manos. Partiéndole la nariz, desplazándole la mandíbula, encharcando sus ojos en sangre.
Notaba bajo sus puños el crujido de los huesos, cada vena rota, sentía su dolor y aún así no era suficiente. Solo era su ira, su desesperación, toda esa rabia y rencor, salpicándose con motas de esa sangre mientras gruñía mirándolo a los ojos. Como una animal.
Lo cogió del pecho, levantándole la cabeza del suelo para que la escuchara.
—Hoy vas a morir. —Le dijo—. Yo soy tu muerte.
—¿Por qué sigues haciendo esto? —Murmuró, formando unas burbujas jabonosas entre la sangre—. Eres la esclava de tu padre.
Dhelia formó una sonrisa horriblemente sincera, acercándolo de un empujón para hablarle al oído.
—No dejé esto porque mi padre lo ordenara. Sinó porque me gustaba demasiado.
Dejó de sostenerlo para empujarlo contra el suelo. Dos hombres se encargaron de levantarlo cuando Dhelia se dirigió a la barra, y sacó una botella de Jack Daniels. Quitó el tapón con los dientes, y dio un trago largo para mitigar el dolor de su mano rota, que mantenía pegada al pecho. La piel de sus nudillos estaba desgarrada, llorando sangre.
Rhys soltó una carcajada a duras penas. Dos hombres lo mantenían en pie como si fuera un espantapájaros ensangrentado. Pero siguió exhalando unas risas. Como un demente sin voz.
—Aún no he acabado contigo. —Le negó ella, sonriendo—. Piensa en qué dirían tu mujer y tu hijo si te viesen morir tan deprisa. Les darías envidia.
Hizo un ademán para dirigirse a uno de sus hombres, y Pedro se acercó a ella.
—Entiérralo.
Murphy asintió en silencio, y se dirigió al hombre que ni siquiera podía balbucear unos sollozos de dolor. Porque se había mordido la lengua con fuerza, y no sentía la boca.
—Está vivo, señora.
—Cavad un agujero y que trague tierra hasta que se asfixie.
Pedro le limpió la nariz y la mejilla con un pañuelo, secando las motas que la habían salpicado.
—No... —Balbuceó Rhys con la boca llena de sangre—. ¡No! Mátame... Mátame, joder. ¡Cobarde!
—¿Algo más, señora? —Le preguntó otro hombre corpulento, muy alto—.
—Mirad fuera por si había alguien más. Eso es todo.
Murphy y otros dos hombres cogieron al futuro cadáver, y de Rhys brotó un hilo denso de sangre cuando lo pusieron en pie para arrastrarlo. Borracho, sucio, deprimente. Así anduvo hacia su muerte. Los demás obedecieron, yéndose para vigilar la zona, y el bar se quedó en silencio otra vez.
—No ha servido de nada. —Confesó Dhelia, ausente—.
—Teníamos que intentarlo.
—Se ha ido. —Se lamentó mientras se sostenía la muñeca—. Vianne está muerta, Pedro.
—No digas eso. —La interrumpió. Su voz reverberó en el silencio del bar—.
—Pero es verdad. Está muerta. Por mi culpa. Mi culpa... Joder, ¿tan difícil es cuidar de una cría de diecisiete años?
—Deja de decir eso. La encontraremos. —La convenció, cogiéndola de los hombros para mirarla a la cara. Enfocando sus rasgos marcados, finos, bajo la luz cálida de la bombilla—. Volverá con nosotros.
Dhelia lo miró en un pestañeo. Sus labios parecieron dos pétalos.
—No la encontraremos. —Recitó otra vez en voz baja, como un poema—.
Y tuvo razón. Rhys no fue la solución.
Faltaron dos meses más para que Vianne apareciese. ¿Pero por qué? ¿Cómo?
───
En el aula de la universidad, se estaba desarrollando un acalorado debate político. Las voces de los alumnos reverberaban por la forma de semicírculo de la clase.
—Los inmigrantes ilegales vienen porque están completamente persuadidos de que solo hay beneficios para ellos, sin coste alguno. —Eros, el chico de ojos grises y ropa dos tallas más grande, se encogió de hombros—.
—Las personas no son ilegales. —Repudió Ava—. La inmigración no es un delito. Huir del hambre, de la guerra, de la pobreza... Eso no es un delito.
El profesor West, apoyado en el escritorio, tenía los brazos cruzados mientras los escuchaba. Actuando de mediador.
—Obviamente nadie puede defender que la inmigración es perjudicial. Pero tampoco nadie en su sano juicio puede defender una política de puertas abiertas a todo el que quiera venir. La inmigración es y va a seguir siendo necesaria, pero de forma limitada, selectiva y que responda a las necesidades reales del país receptor.
—Oh, perdona. —Se burló ella—. Ahora mismo van a parar todas las disputas políticas, las guerras, y la pobreza porque nuestro país solo necesita el uno por ciento de inmigrantes con un nivel de estudios mínimo. ¿Sabes cómo se llama eso? Clasismo y xenofobia.
—La llegada descontrolada de miles, o millones de inmigrantes no solo no va a resolver nuestras estrecheces económicas y los planes de pensiones. —Discutió el chico de gafas negras, apoyando en ese argumento a Eros—. Sino que va a agudizar los problemas del estado de bienestar, a erosionar la cohesión y, a complicar la paz social.
—Al inmigrante se le explota con trabajos mediocres, mal pagados, y muchas veces peligrosos. —Continuó Ava—. Viven día a día con el racismo, y el rechazo social en un país completamente desconocido mientras sus familias siguen atrapadas en la pobreza. Los inmigrantes en muchos casos pasan las Navidades solos, los cumpleaños solos, hablando a sus padres o sus hijos solo con una llamada.
A Eros se le escapó una sonrisa ahogada, desviando la vista de Ava.
—Pues que se vuelvan a su país. —Se le escuchó murmurar, con la cabeza girada para rascarse la mandíbula—.
Ava ladeó la cabeza con los ojos bien abiertos, ignorando lo que estaba diciendo el otro chico.
—¿Sabes qué puedes hacer con tus comentarios xenofobos?
—¿Qué? Hay que ser un poco egoístas, ¿sabes? Un país tiene recursos limitados.
—Como te decía, —Lo ignoró, agachando la cabeza a sus manos, e imitó estar enrollando algo—, puedes enrollar tus comentarios clasistas, poner un poco de vaselina, y metértelos por el culo.
—Eh. —Los avisó el profesor—. Suficiente.
—Si, ¿verdad? —Eros frunció el ceño, sin quitarle la mirada a Ava—. Seguro que vives en tu mundo de color donde todos podemos vivir en armonía, y crees en la paz mundial que predicaban los hippies.
—Fascista.
—Incrédula. —Dio un paso hacia ella—.
—Eh, ya es suficiente. —Los cortó el profesor West, poniendo una mano en la cintura de Ava para apartarla. Y ella se movió al instante—. Todos somos adultos. ¿Se supone que soy un mediador o un profesor de infantil?
Se puso entre los tres, y los mandó a sentarse otra vez con un ademán de cabeza. Eros subió primero las escaleras que partían el semicírculo del aula, y Ava, exhalando un suspiro, también volvió a su sitio. Su silla ya estaba fría por su ausencia.
—Bueno, como habréis visto en este encuentro tan... Pragmático. —Arqueó una ceja, hablando a su clase mientras todos empezaban a recoger—. Empezaremos a centrarnos más en la filosofía política y la ética para el siguiente trimestre.
Avisó a los alumnos, frotándose las manos mientras observaba el orden de las filas descomponiéndose para salir de clase, y se despidió con una sonrisa de los alumnos que tenían el detalle de decirle algo antes de irse.
Ava quiso admitir que no le prestaba atención, pero mentiría.
Muchas veces, no sabía de qué tema hablaban por el simple hecho de estar mirándolo; los gestos de sus manos, esa postura cómoda que adoptaba pellizcándose la barba o cruzándose de brazos, la vena que se marcaba en su cuello, el reflejo de la luz en sus gafas, o la arquitectura desastrosa de sus rizos grisáceos.
Y mirarlo, evocaba en sus recuerdos. Entonces recordaba a qué sabían sus besos, el olor de su piel mezclado con el suyo, y cómo ella arqueaba la espalda como una gata mendigando una caricia de sus manos.
Pensar en eso le arrancó un suspiro.
Después de ese lapsus, parpadeó recuperando la consciencia, y recogió los folios con apuntes para meterlos en la bandolera de cuero. Se levantó de la silla para ponerse el abrigo largo, metiendo las manos frías en los bolsillos.
—Hasta mañana. —Se despidió un chico, pasando por delante de Ava—.
—Buenas noches, Evan. —Respondió él, sin levantar la vista de las páginas que estaba corrigiendo—.
Ella se quedó ahí parada, con las manos en los bolsillos y su pelo castaño enredado. Jonathan se percató de que alguien continuaba delante del escritorio, y levantó un segundo la vista, mirándola por encima de las gafas. Luego volvió a escribir.
—Buenas noches, Ava. —Se despidió, por si ella estaba esperando eso—.
Esperó que con eso se fuera, como había estado haciendo hasta ahora. Pero en vez de irse dio un paso hacia él, quedándose al lado de su escritorio. Jonathan levantó la vista otra vez, pero ahora quedándose en sus ojos miel mientras estaba sentado en la silla del profesor.
Ya no había ruido.
—¿Necesitas algo?
Ava dejó ir un suspiro silencioso, para ahorrarse un gemido cuando volvió a oler de cerca su esencia a colonia y tabaco.
—No.
Tragó saliva. Se había dado cuenta de que se había dejado más barba, lucía más canas, el pelo un poco más largo. Y ese reloj roto en la muñeca izquierda.
Él la miró tras sus gafas, esperando su respuesta.
—Solo quería desearte feliz Hanukkah.
Jonathan asintió con la cabeza lentamente, quitándole la mirada en un pestañeo. Y se levantó de la silla.
—Es un detalle que te hayas acordado.
—Me lo ha recordado el móvil.
Ava apoyó las manos en el escritorio, solo las yemas de sus dedos. Y Jonathan la miró a la cara, pesando su comentario. Sus ojos descendieron solos hasta el cuello de su jersey negro, y estiró un brazo hacia ella, esperando que se apartara. Pero no lo hizo.
Metió dos dedos bajo la tela, rozando su piel, y tiró con delicadeza para descubrir su colgante de la estrella de David. Observó el reflejo de la plata, y subió en un pestañeo a los ojos de Ava. Pero ella ya lo estaba mirando. En silencio.
Jonathan apartó la mano, dejándola caer.
—Espero que te vayan bien estas fiestas.
—Yo también. —Esbozó una sonrisa rápida, poniéndose la americana que estaba apoyada en la silla—. Espero que te vaya bien en el juicio.
Al estirar los labios se formaron unas arrugas de expresión en sus ojos marrones. Apreció las canas infiltradas entre su barba oscura. Era la primera vez que hablaban en medio mes, y parecía una despedida otra vez.
—Gracias.
Jonathan volvió a sonreírle, quedándose quieto mientras la miraba, y en un pestañeo guardó las hojas que corregía en la bandolera de cuero.
—Creo que podríamos bajar a por un café y hablar. ¿No? —Le preguntó ella en ese ambiente drásticamente tenso, mientras él se colgaba la bandolera de un hombro—. Hablar un rato.
—No creo que sea buena idea. —Respondió Jonathan mientras se iba—.
—¿Por qué no? —Ava también dio un paso, teniéndolo ahora delante, sin el escritorio en medio—.
¿No? ¿Le había dicho que no a ella?
—¿Sabías que cuando empieza el Hanukkah no podemos estar con una mujer a solas?
—Mhm... No creo haber leído eso en ningún-.
—Buenas noches, Ava.
Se despidió otra vez de ella, asintiendo con la cabeza, y abandonó el aula. Ava quedó mirando el lugar vacío delante de ella, y luego se giró para verlo cruzar la puerta. Vio su espalda, marcada bajo la americana, los rizos de su nuca se mecieron.
—Solo quería hablar. —Dijo en voz baja para ella misma, pestañeando con el peso de esas bolsas violáceas bajo sus ojos—.
Sintió una presión en el pecho al ver esa distancia. Pero como decía su terapeuta, no podía depender del estado de otra persona.
Supuso que le tocaba estudiar en la biblioteca hasta las nueve, y pedir a Pedro que la dejara en casa. Así que anduvo por los pasillos vacíos.
—Joder, ¿por qué no te vas ya? Molestas a todo el mundo. —Escuchó la voz de Eddie a su espalda, y Ava se giró—.
—¿Así que molesto a todo el mundo? —Contestó sin ganas Blake—.
Sus voces resonaban en el silencio, por el techo cóncavo repleto de arcos. La luz de las farolas del campus entraba por las ventanas del pasillo.
—Sí. —Lo empujó Eddie con una mano—.
Blake sonrió, riéndose en voz baja, y se llevó una mano al pecho.
—¿Te molesto a tí? —Le preguntó con esa sonrisa burlona, pero sus ojos negros denotaban cansancio—.
—Mucho. Vete a la mierda.
—¿A la mierda? —Repitió él, y Ava escuchó desde lejos cómo arrastraba las palabras—.
Se acercó a Eddie para tomarlo de la nuca, colando los dedos repletos de anillos entre su pelo blanco.
—¿Cómo podría irme a ningún sitio teniéndote a ti delante? —Susurró unos balbuceos sobre su rostro, teniendo que encorvarse para hablarle, y Eddie intentó rehuir—.
Musitó un par de insultos más hacia Blake, deshaciéndose de él, pero el rubio lo cogió de la mandíbula para empujarlo hacia sus labios. Robándole un beso al cerrar la boca contra la suya.
Ava abrió mucho los ojos desde lejos, quedándose en el sitio.
—¿Qué? No-. ¿Qué? —Balbuceó Eddie, limpiándose los labios—. ¿Por qué coño has hecho eso?
—¿Te ha gustado?
—¿Qué? ¡No! Ni de coña. Me das asco.
—Tú sigue insultándome. Eso me pone.
Ladeó la cabeza para volver a besarlo, y vio que Eddie no se negó a continuar, pero eso no duró mucho, cuando Pedro y la rectora salieron de una clase.
—No es que esté en contra de mostrar afecto en público —Interrumpió Pedro, pero antes de hablar ellos dos ya se habían separado para dejarlos pasar—, pero podéis bajar unas escaleras y hacerlo fuera de la universidad.
—S-Sí, lo siento. —Se apresuró a decir Eddie, poniéndose bien la mochila, y huyó de la situación, andando hacia Ava—.
Ella lo miró con el ceño fruncido, viendo lo rojo que estaba por su tez pálida y su pelo blanco. Aunque él intentó ignorarla.
—¿Cuántas temporadas me he perdido? —Le susurró, acompañándolo donde fuera—.
Bárbara y Pedro se quedaron en el pasillo, bajo la iluminación cálida de la universidad.
—No se volverá a repetir. —Se excusó Blake con voz pesada—.
—Aún tienes un juicio pendiente, Blake, y no creo que sea buena idea mantenerte alrededor de Eddie.
—Créame, señor. —Habló, pensando que ya estaría en la cárcel antes de que volviera a pasar—. No se repetirá, lo siento.
—Eso sería lo mejor para ambos. —Dijo en un tono de voz más bajo, teniéndolo cara a cara, aunque Blake agachaba la mirada. Y apretó la mandíbula, pasando por su lado—.
Bárbara lo siguió, y pensó que ya llegaban tarde al restaurante que habían reservado. El ruido de sus tacones llenó el silencio del pasillo.
—¿Por qué eres así? Solo son chicos, déjalos hacer estupideces.
—Bárbara, si le pasa algo a Eddie, sería culpa mía.
—Si quiere estar con él no podrías impedirlo. ¿Qué podrías hacer? ¿Cortarle los dedos o algo así?
Pedro se rio.
—¿Qué? ¿De qué te ríes? —Sonrió Bárbara, mirándolo a su lado—.
—De nada.
—No, no vale. —Se quejó ella, frunciendo sus cejas castañas. Combinaban con el color de sus raíces, que empezaba a ser desigual por su rubio teñido—. ¿Sabes? Hablando en serio, aún siento que estás muy ligado a tu ex mujer.
—¿A Dhelia? —Pedro ahogó una risa—.
—Claro que sí. En las cenas siempre os miráis como cómplices, o te manda a callar con un movimiento de cabeza y tú la obedeces. Siento que sobro muchas veces...
—Por supuesto que no sobras.
—Ya. Ya no es nada tuyo, pero puede abofetearte y gritarte como le dé la gana.
—Bueno... Hemos estado mucho tiempo juntos. Tiene derecho a hacerlo, ¿no crees?
Mientras, en el último piso de la universidad, Jonathan suspiró cuando llegó a la sala de profesores. Pasándose una mano por la frente para apartarse el pelo.
Dejó la bandolera de cuero sobre la mesa de reuniones vacía, y tomó asiento. Escuchaba la lluvia al otro lado del balcón cerrado, que pronto se convertiría en granizo. Era una noche fría a las puertas del invierno.
Tomó una respiración profunda, frotándose el pecho para intentar deshacer ese nudo que le impedía vivir. Muchas veces no podía respirar. Ya fuera por el asma, agravada por el humo del tabaco que él insistía en seguir necesitando, o fuera por las manos inertes de la ansiedad alrededor de su cuello. Era un castigo eterno, preso en un cuerpo que no podía corresponderle, preso en la mente que no dejaba de asfixiarlo.
En las noches que siguieron a las palabras cortantes de Ava, él no había vuelto a dormir.
Las vueltas que le daba a la situación habían estado una tortura, junto a su vigilia constante. Atormentado.
Quería suplicar que lo perdonase, ponerse de rodillas y besarle las manos. Abrirse la carne y sangrar, para mostrarle su dolor y castigarse. Quería que lo insultase y renegara de él mil veces más. No podía continuar respirando con ese peso en el pecho. Tenía que pedirle perdón por cada lágrima que derramó ese día, y necesitaba, en un pensamiento egoísta, escuchar de su boca que nunca la había empujado a hacer algo, ni le había mentido por miedo a decepcionarlo.
Porque lo que le quitaba el sueño era la idea constante de que su mente lo había engañado. Era en esos instantes de realización cada noche insomne donde se carcomía pensando que la había coaccionado a aceptar. Aunque Ava siempre le sonreía, ella era la que demostraba el deseo de besarlo, ella se quitaba la ropa primero y luego se la quitaba a él. Era su voz la que confesaba que lo quería.
Pero él también decía que amaba al hombre que le vendaba los ojos, e incluso agradecía el dolor que le proporcionaba.
"Lo que hacen los demás niños contigo no está bien. No deberían hacerte daño. Yo nunca te haría daño, Jonathan, lo sabes, ¿verdad?".
"Lo sé".
Jonathan se dejó caer con un sollozo doloroso, encorvándose hasta apoyar la frente en la mesa. Se miró las manos en el regazo, las muñecas cubiertas bajo las mangas. Hacía mucho tiempo que no recurría al dolor físico, pero estaba cayendo tan rápido, que sentía la necesidad de hacerlo otra vez. Se aceleró su corazón al pensarlo, al imaginarse la hoja rasgando su piel, obligándolo a sentir algo real, enmudecer al ver su propia sangre. Infringirse un castigo. Porque bien sabía Dios que lo merecía. Tanto como él mismo.
Se había convertido en lo que más había odiado y temido: en un monstruo.
¿Cuándo había empezado a rezar?
Cuando en la tormenta de sus pensamientos apareció Iris.
No podría jugar con ella sin ocultar las cicatrices.
Y merecía al padre que ella creía que tenía.
Según su terapeuta debía llamarla cuando fantaseaba en hacerse daño, pero no quería molestarla.
A cambio se encendió un cigarro, y se quitó las gafas para limpiarse las lágrimas.
Jonathan cerró los ojos. De repente cansado, agotado. Suavizó sus pensamientos al caer que a las nueve llegaría Julie para hablar de la custodia. Y tener ese propósito lo levantó de la mesa de reuniones.
Fue a buscar el temario del siguiente trimestre en su despacho, dejando el cigarro en el cenicero del escritorio. Estaba seguro de que podía aprovechar su insomnio para perfeccionar su asignatura, quitando o agregando algún concepto al plan.
Mientras metía la carpeta en la bandolera de cuero, escuchó la puerta de su despacho abriéndose, y al levantar la mirada se encontró con Pedro.
—Ah, hola. —Lo saludó, pensando que sería otra persona—. ¿Bárbara te ha dejado plantado? Podría sustituirla si quieres.
Escuchó sus pasos, rápidos para cruzar el despacho, pero no se esperó que llegase hasta él y apretase el puño para darle un buen golpe. Entre la nariz y la boca. Eso hizo que se inclinase hacia atrás, notando el hilo de sangre caliente que bajó del puente de su nariz.
—¿¡Qué coño te pasa!? —Le gritó, dándose cuenta de que se le habían caído las gafas—.
La boca le sabía a hierro.
—¿Vas a seguir mintiéndome, hijo de puta? —Le dijo entre dientes por cómo apretaba la mandíbula, empujándolo contra la pared con un movimiento brusco—.
A Jonathan empezó a costarle respirar otra vez.
—¿Mintiéndote en qué? —Cogió sus muñecas, intentando quitárselo de encima, pero Pedro lo empujó hacia los archivadores—. ¡Mírame! ¿Qué te pasa?
—¿Qué me pasa? ¿Tienes el valor de preguntármelo? Te lo advertí. ¡Te lo advertí, joder! ¿¡Y qué coño has hecho!?
—¿¡Hacer qué con quién!?
—¡Con Ava! —Gritó sobre su rostro, apretando el agarre en su pecho, y volvió a empujarlo contra la pared, arrancándole el aire—.
Jonathan jadeó, notando que la sangre bajaba por el puente de su nariz, y empezaba a mancharle el labio superior. Sentía el corazón en la garganta, cada vez palpitando más rápido, y no podía pensar con claridad.
—¿Qué?
—Has estado con ella. —Afirmó Pedro con esa frase, ladeando la cabeza, sin soltar el agarre en el pecho de Jonathan—. A mis espaldas. Mintiéndonos a todos.
—¿Qué? No. —Negó él jadeando, llevado por la adrenalina—. No. No hemos hablado fuera de la universidad. Nunca la he tocado, Pedro, ¿de qué me estás hablando?
—¿Ah no? —Él ladeó la cabeza, levantando ambas cejas—.
Dejó de tomarlo del pecho con un movimiento brusco, provocándole un jadeo involuntario. Jonathan se tocó el pecho para calmar esa presión, y carraspeó intentando respirar, apoyando una mano en su escritorio.
Pedro sacó el teléfono del bolsillo para enseñarle algo.
Buscó sus gafas a tientas, y se levantó poniéndoselas, ignorando el escozor que le causó por la herida que tenía ahora en la nariz.
Pedro le enseñó la miniatura de un vídeo. Donde estaban Ava y él en la cama del hotel, en Mánchester. Era uno de sus momentos de intimidad, antes de irse a dormir. Estaban muy cómodos besándose después de ver la película, a lo suyo.
—Oh, joder... —Susurró, hipnotizado—.
Miró la miniatura de ese vídeo, y se quedó helado. Completamente inmóbil, con los labios entreabiertos y el brillo reflejándose en sus gafas. ¿De verdad se veía tan mayor a su lado?
—¿Pero qué coño...? —Se le escapó, frunciendo mucho el ceño mientras miraba la pantalla—.
—¿Con mi hija? —Pedro tiró el móvil sobre el escritorio, con rabia. Fue a por él para cogerlo del pecho con las dos manos—. ¿Tu alumna? ¿¡Dónde coño han quedado tus principios!? ¿¡Dónde!?
—¡Ella quería! —Intentó explicarle con los ojos bien abiertos, levantando ambas manos—. ¡Ella también quería! ¡Yo no he hecho nada que ella no quisiera!
—Creo que eso me ha quedado claro con los putos vídeos.
—¿Vídeos? —Jonathan palideció—. ¿Hay más de uno?
Pedro se subió las mangas de la americana castaña, mirándolo directamente a los ojos.
—¿Vas a continuar haciéndote el inocente? Porque eso no va a cambiar que te vaya a partir la cara.
—Eh. No, no, no... Escúchame.
—¿¡Crees que no sé que la has engañado!? —Le gritó, empujándolo hacia él. Su aliento impactó sobre su rostro—. ¡Estabas con ella hasta que descubrió que le mentías!
—Pero yo no... —Intentó hablar, con el ceño fruncido en una mueca de desesperación. Tomó una respiración entrecortada, teniendo a Pedro muy cerca—. Lo siento.
Confesó, cerrando los ojos mientras negaba con la cabeza.
—No debería haberlo hecho. Perdóname.
—¿Con ella? —Dijo entre dientes, mirándolo con un ápice de tristeza que tiñó la ira de su comportamiento—. ¿Con mi niña? ¿Tú? La has visto de pequeña, puto enfermo.
Pedro apretó los labios, ladeando la cabeza mientras lo miraba directamente a los ojos. Y esa grieta en el cristal de sus gafas.
—Traidor. Entrabas en mi casa como si nada, me hablabas como si nada, hijo de puta. —Farfulló, zarandeándolo con fuerza, y él no opuso resistencia—. No mereces nada.
Jonathan negó con la cabeza.
—Vas a irte de mi universidad. No quiero volver a verte. —Lo avisó, zarandeándolo, y Jonathan gruñó, apretando los dientes mientras tomaba sus muñecas—. No quiero volver a verte porque estoy a punto de matarte. Eras su profesor.
—Ella...
—¡Es solo una cría! Una cría que es fácil convencer, ¿verdad?
—No. —Discutió él con miedo, frunciendo el ceño—. No es una cría. ¿Alguna vez has podido obligarla a hacer algo que ella no quiere? Tiene veinte años, es una mujer.
—Y tú casi mi edad, cabronazo, no me lo recuerdes. —Pedro negó firmemente, sin despegar la mirada de la suya—. Confié en ti... Confié en ti.
—Es-.
—¿¡Pero qué hiciste a cambio!? —Le gritó, interrumpiéndolo, y lo soltó con un movimiento brusco para controlarse. Con la ira supurando por cada detalle de su expresión —. ¡Te aprovechaste de ella, porque es una cría! ¡Mi hija!
Jonathan miró el suelo, sin saber qué decir o hacer, y se relamió los labios, saboreando la sangre que goteaba del puente de su nariz. Con el pulso acelerado y un sabor ácido en la boca.
Pedro se pasó las manos por la cara, deambulando un poco por el despacho, pero volvió a darse la vuelta para hablarle.
—Eres un manipulador de mierda. —Decretó con desdén, señalándolo—.
—No. —Jonathan levantó la mirada, con el ceño fruncido porque estaba muy confundido después de ese mar tormentoso de sentimientos—. No. No pasó eso.
¿O si?
"Jonathan, ven aquí. No entiendo porqué no quieres estar con tu padrino. Eso me pone triste, ¿sabes? Sé que te duele, pero hago esto porque te quiero. Sé que tú también lo disfrutas, te he escuchado, no es malo admitirlo".
—Yo no la obligué a nada. —Repitió, para escucharse a sí mismo diciéndolo—. Nunca quise hacerle daño. Y lo sé, ¡lo sé, joder! ¡Sé todo lo que pasó, y que ahora mismo tiene un miedo horrible porque mañana tiene que ir al juicio! Lo sé.
—Y también sabías que era mi sobrina. —Pedro se señaló a sí mismo un par de veces, nervioso, volviendo a andar hacia él hasta que estuvieron frente a frente—. La conocías, y decidiste tirarlo todo a la mierda. ¿¡Por qué!? ¡DIME POR QUÉ, JODER!
Volvió a cogerlo del pecho, gritándole muy cerca de la cara. Toda esa ira desbocada en violencia, Pedro sentía su corazón palpitando con fuerza bajo su pecho al intentar contenerse. Jonathan se tambaleó por la fuerza con la que tiró de él, pero se sostuvo tomando las muñecas de Pedro, que lo cogían del cuello del jersey.
—¿Porque es guapa? —Le dijo entre dientes, mirándolo con asco—. ¿Porque es joven? ¿Ignoraste todo lo demás solo porque querías follártela? Podrías haber apuntado hacia otro lado en vez de escoger hacerle daño. ¿Sabes qué decía? Que estaba enamorada. Le hiciste creer que la querías.
Jonathan jadeó, buscando aire, y apretó sus muñecas para intentar quitárselo de encima.
—Como cambia tu perspectiva con las mujeres cuando se trata de tu hija, ¿verdad? —Dijo con voz débil, esforzándose por respirar—. No. Ni supe quién era cuando empecé a hablar con ella. Y le pregunté. Le pregunté muchas veces antes de hacer cualquier cosa. Y cuando ella me ignoraba yo iba a buscarla. Sé que es muy frágil... En ningún momento pensé en utilizarla para divertirme.
—¿Frágil? —Repitió él con odio, mirándolo a los ojos—. ¿Eso te ponía, hijo de puta? ¿Intentar ser su salvador?
—No. —Suplicó Jonathan, tomando una respiración corta y dolorosa—.
—Eres un aprovechado. —Pedro apretó los dientes hasta que se hizo daño, tomándolo por el cuello del jersey—. Sabías todo lo que pasó Ava y lo utilizaste para aprovecharte de ella.
Eso estaba empezando a molestarle.
—No lo hice. —Negó con la cabeza, mirando a Pedro a los ojos—. Ella también quiso hacerlo.
—Mentira. —Lo amenazó con su tono de voz, y Jonathan tuvo que girar la cabeza porque lo tenía muy cerca—. La engañaste. Joder, si es una niña para tí. Ava nunca habría aceptado estar contigo. Ni con otro hombre. ¿Sabes por qué? Porque después del accidente solo vive por su carrera.
Jonathan evitó reírse al final.
—¿Ah, si? —Murmuró—. ¿Te creías que era virgen?
Le cruzó la cara, impactando los nudillos contra su mandíbula y se escuchó un crack. Jonathan cerró los ojos con fuerza, y se sostuvo de la pared, apretándose la nariz con una mano.
—Agh. —Balbuceó con dolor. Vio una mancha de sangre brillante escurriéndose entre sus dedos—. Vale. Vale, no debería haber dicho eso.
—No deberías haberte acercado a ella. —Conjuró Pedro entre dientes, tomándolo otra vez para que se irguiera, y poder hablarle cara a cara—. Le has hecho daño. ¿Y para qué? ¿Qué querías? ¿Divertirte? ¿¡Qué coño querías!?
Jonathan negó un poco con la cabeza, sin saber qué más decir, o cómo librarse de esa presión que sentía en el pecho.
—Quería... —Se encogió de hombros, con los ojos cansados—. Quería a tu hija.
La puerta del despacho se abrió con un movimiento brusco azotando la pared, y Ava apareció con el móvil en la mano.
—¿¡Qué coño es esto!? —Le gritó ahora ella, con los ojos bien abiertos—.
Pero se le cortó el aire cuando los vio. Los dos la estaban mirando a ella ahora.
A Jonathan le sangraba el puente de la nariz, donde se apoyaban sus gafas, y Pedro tenía los nudillos manchados. Ava contuvo el aliento un instante, y se cubrió la boca mientras un rubor intenso pintaba sus mejillas.
—A-Ah... —Balbuceó mientras se miraban en ese momento de realización—. Dios qué vergüenza.
Se cubrió la cara con ambas manos, y se dio la vuelta para no mirarlos.
—¿Y ella no sabía lo del vídeo? —Le preguntó Pedro con los ojos bien abiertos, volviendo a dirigirse a Jonathan—.
—¡Ninguno de los dos hizo el vídeo!
Pedro lo cogió con fuerza del pecho, y se dio la vuelta para empujarlo contra la otra pared del despacho, escuchándolo jadear cuando cayó al suelo.
Miró a Ava. Incrédulo frunció el ceño, aunque ella no dijo nada. Y luego volvió a mirar a Jonathan, yendo a por él.
—No. ¡No! —Ava intervino, cruzando el despacho para ponerse entre ellos dos—.
Jonathan se apoyó en la estantería para ponerse otra vez en pie, secándose la sangre de la nariz con el dorso de la mano.
—¿Quieres pegarle? —Le dijo Ava, respirando por la boca, y mirándolo con las mejillas rojas—. Porque deberías pegarme a mí también.
—¿Qué coño estás diciendo?
—Que yo también formo parte de esto. —Dijo, intentando mantenerse firme mientras le hablaba, y no pensar en que él también había visto el vídeo—.
—A ver. —Se rio, pasándose una mano por la cara, y apoyando la otra en la cadera, sobre su cinturón—. A ver, te engaña, te manipula, me miente a mí, a ti, luego te deja y te hace llorar. ¿¡Y no me dejas partirle la cara a este cabronazo!?
Gritó mirando a Jonathan, que estaba detrás de Ava.
—¡No! Eh, ¿te acuerdas de lo que me dijiste cuando renovaste tus votos con Dhelia?
Pedro también la miró, con la respiración acelerada.
—Me dijiste que un día también estaría en el altar, con un vestido tan bonito como el de Dhelia. Y que hasta entonces, me demostrarías cómo se ve el amor, y qué tipo de hombre merezco. —Le recordó, mirándolo a los ojos aún con las mejillas rojas—.
—No-.
—¿Sabes qué? —Lo interrumpió, dando otro paso hacia él al tener una mano en su pecho, y Pedro retrocedió—. A él no le tengo miedo.
Bajó la voz, encogiéndose de hombros.
—Pero él te ha hecho daño. Te engañó. Solo te quiso por tu cuerpo, para divertirse.
—No. —Ava frunció el ceño, negando. Porque era horriblemente incómodo hablar de eso—. ¿Sabes lo que no muestran en ninguno de esos vídeos?
—Ava. —La avisó, negando con la cabeza—.
—Tuve un ataque de pánico. Sentí que iba a morirme, ya me has visto con un ataque de pánico. Y él no se asustó. No me dejó, Jonathan estuvo ahí para mí.
—Oh, ¿así que de esto va la situación? ¿Ya lo tuteas y lo llamas por su nombre?
—¡No me estás escuchando!
—¡NO! ¡No puedo escucharte cuando he visto al hombre que llamaba hermano acostándose con mi hija!
Pedro respiraba rápido, y negó con la cabeza, con rudeza. Ava se cohibió, sin mirarlo. Y todo fue un silencio apretado.
—Él no te merece.
—No. Ya lo sé. Me mintió, te mintió, y continuó con esa mentira porque le gusto. ¿No entiendes eso? Yo quise estar con él. Yo quise quitarme la ropa con él. Yo quise conocerlo. Porque él no me obligó a nada. —Gesticuló las palabras, condensada en una nube de ira por mucho que Pedro no se enfadase con ella—. Nos divertimos los dos, ¡hasta me ponía de los nervios por las veces que me repetía cuántos años tiene y si de verdad quería hacer algo con él!
—¿¡Y qué coño quieres que diga!?
—¡No lo sé! —Ava levantó las manos, abriendo mucho los ojos—. ¡No lo sé, pero grítame, enfádate! ¡Haz algo! ¡Porque lo siento!
Su voz tembló, y de sus ojos descendió una lágrima nerviosa.
—Lo siento mucho. Si lo hubiese sabido nunca lo habría hecho.
Tocó ese punto sensible en él, y Pedro ladeó la cabeza al verla llorar. No supo cómo reaccionar, y el tiempo trascendió entre ellos.
—Lo siento. —Calmó el ambiente, haciendo una pausa. Le dedicó esas palabras sin mirarla—. Siento haberte gritado.
Ella asintió con la cabeza.
—Sé que no es tu culpa. —Recitó seriamente, levantando la mirada para mirar a Jonathan—.
Él no abrió la boca.
—Lo siento. —Ava volvió a repetir—.
Pedro dejó de encorvarse para hablarle, y se irguió casi una cabeza por encima de ella, con los ojos clavados en Jonathan. Aunque estaba en silencio, y la sangre bajó por el puente de su nariz como un río irregular.
Apartó a Ava para dirigirse otra vez a él.
—Tú. —Lo advirtió, volviendo a tomarlo del pecho con un puño, para asegurarse de que lo estaba escuchando. Y Jonathan apretó los dientes—.
Ava se giró, mirándolos a los dos.
—Si vuelves a acercarte a ella, si la veo apagada o triste, si haces daño otra vez a mi hija, ¿sabes lo que pasará?
Jonathan lo miró a los ojos, exhalando un suspiro involuntario. Porque no podía recuperar el aliento.
—¿Recuerdas el tren? —Lo amenazó Pedro, en un tono tensamente calmado—. Te tiraré yo mismo esta vez.
Lo empujó contra la librería con un ademán violento, y le dedicó una mirada llena de rencor antes de apartarse. Se giró, y lo único que hizo fue abrir la puerta para irse, cerrando con fuerza.
Ava se encogió en su sitio al escuchar ese estruendo. No sabía qué había pasado, pero tenía la piel de gallina, y le temblaban las manos. No pudo negar, que cuando Pedro se fue, se aflojó el ambiente. Pero esa presión cambió por un profundo sentimiento de culpa. Expandiéndose como el veneno.
—Al menos ya lo sabe, ¿no? —La voz de Jonathan rompió ese casto silencio, y se tocó el pecho, notando sus propios latidos—.
La miró un segundo, y se sentó en la silla del escritorio.
—Joder... —Tosió, abriendo el primer cajón para sacar el inhalador—. Siento que hayas visto eso.
Ava se fue, sin escucharlo, tomó el pomo de la puerta y abrió.
Jonathan se quedó solo en su despacho, intentando recuperar el aliento y tranquilizarse porque lo último que quería era un ataque de asma. Utilizó el inhalador, y se hizo cargo de su respiración, tosiendo.
La ventana que tenía a su espalda filtraba la luz de las estrellas y las farolas del campus. Abrió los ojos al escuchar la puerta de nuevo, y vio a Ava, con una gasa y alcohol que habría encontrado en el botiquín de la sala de reuniones.
La miró incrédulo, mientras ella arrastraba una de las sillas hasta su lado.
—No se ha enfadado tanto. —Intentó hablar con ella—.
—Nunca lo has visto enfadado.
—¿Tú grabaste el vídeo? —Le preguntó sin ánimos—.
Jonathan negó, con una visible incomodidad. Ava dejó ir un suspiro por la boca.
—¿Quién ha subido el puto vídeo? —Le preguntó, cansada—.
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