34
Última parte.
Por eso Lauren estaba ahí. Debía dar su consentimiento legal, escrito por su propia mano delante de un notario. Porque los abogados de la familia se encargarían del proceso independientemente de la opinión de los psiquiatras.
A Ava se le secó la boca, releyendo otra vez los papeles de adopción firmados que tenía en el regazo.
Estaba en el salón, sentada en el sofá de terciopelo gris sin hablar con nadie. En el comedor, y en el porche, estaba la gente hablando, riendo o bailando. Muchos habían bebido, así que solo entonaban unas sonrisas borrosas y hablaban arrastrando un poco las palabras.
—¿Estás bien, preciosa?
Su madre le tocó el hombro, con su leve acento inglés. Tantos años fuera de casa, terminó olvidando qué se sentía. Ava giró la cabeza, mirando la mano que había dejado sobre su hombro.
—Estoy cansada. —Respondió con la lengua pastosa, sin levantar mucho la voz—.
Se sentía apagada, llevada por la pesadez de las pastillas y el alcohol. Le dolían los pies por haber bailado, mientras duró esa euforia pasajera que otorgaba el vino, y los músculos de sus mejillas estaban resentidos por sonreír tanto.
Lo que nunca sabría Ava, fue que Jonathan volvió y preguntó por ella. Pero la vio bailando entre los demás, destacando como si fuese un grano de pimienta entre la sal, y no quiso molestarla otra vez. Prefirió quedarse con esa imagen esa noche. Ava, borracha y bailando. Simplemente Ava siendo Ava.
—Está bien. —Susurró Lauren con su voz dulce, frotando su hombro lentamente en una caricia. Estaba sentada en el reposabrazos del sofá, justo a su lado. La miró con añoranza—. Cómo has crecido...
Suspiró lentamente, tocando la cabeza de su hija, hasta que su mechón castaño abandonó sus dedos. Tenía su color de pelo, la forma de las cejas, esas pestañas largas, su voz... Y a la misma vez, también se parecía a Dhelia.
—¿Puedo darte un abrazo, cariño? —Le pidió con suavidad, con la visión borrosa por las lágrimas—.
Su labio inferior tembló cuando Ava giró la cabeza para mirarla, y lo único que hizo ella fue apoyar la cabeza en su regazo. Se dejó caer.
Lauren agachó la cabeza para mirarla, y vio su rostro ajado por el sufrimiento. No parecía tener veinte años, y mientras le acariciaba la cara, no pudo parar de pensar en lo mucho que se parecía a su padre. Sus gestos, su dureza, la forma de la nariz, sus ojos...
—Estoy cansada, mamá. —Dijo en voz baja, mirando el techo, y una lágrima cayó sobre su mejilla, porque Lauren estaba llorando en silencio—.
—Yo también. —Susurró ella con la voz ahogada, apartándole el pelo para acariciarle la cara—.
Se sorbió la nariz, y sus dedos gráciles la acariciaron como la última vez que la tuvo en su regazo. Nunca fue una buena madre, ella era la primera en saberlo. Pero la quería, y la valoraba, más que a su propia vida.
Querría haberle dado algo más, poder salir de ese mundo de drogas y prostitución al que llamaba vida, pero simplemente... Nunca pudo.
No era tan fuerte como su hermana, no era capaz de aprender a cocinar la droga y tenía demasiada conciencia para matar o torturar a un desconocido. Era patosa, seguramente con un déficit de atención no diagnosticado, y su único medio para sobrevivir cuando la echaron de la familia fue vendiendo lo único que pudo ofrecer: su cuerpo.
Nunca permitió que Ava viese algo. No estaba con ella cuando trabajaba, y su padre cuidó de su única nieta. Aunque renegaba de Lauren, la repugnaba y la odiaba, a Ava... Extrañamente, la quiso.
Ella sabía que su trabajo no era digno. Sabía mejor que nadie las veces que la habían violado, tenía grabado en su memoria las cosas que la habían obligado a hacer, y en el fondo... Sabía que tenía que ser así. Dhelia merecía una hija, mucho más que ella, y pudo brindarle a su niña un futuro. Algo que Lauren nunca tendría.
Y ahora, doce años después, la acariciaba y lloraba.
Ava no dijo nada. Solo miraba el techo, y parecía en otro mundo cada vez que pestañeaba lentamente.
Luego, todo calló.
Las personas se habían ido. La música se había aflojado y las risas se habían convertido en un recuerdo prematuro. La fiesta había terminado.
Ava cerró el grifo de la cocina. Se secó la cara con la bayeta que había en el cajón, y suspiró pesadamente contra la tela suave, apretándola contra su rostro. Todo había acabado, el ruido cesó a su alrededor. El día se acababa.
Sentía la cabeza pesada, y sus extremidades como si fueran plomo. Salió al porche, porque necesitaba sentir la brisa fría sobre su piel, y se sentó en la mecedora de madera para mirar el jardín a oscuras. Perdió la consciencia entre la oscuridad, y acercó las piernas al pecho porque se estaba quedando dormida. Pedro la vio a través de la ventana de la cocina, y suspiró mientras se secaba las manos.
Lo único que llamó la atención de Ava, entre el sopor que producía el vino, fue una colilla que aún estaba encendida en el cenicero, porque quedaba medio cigarro.
Lo miró con los párpados caídos, con sueño, pero quiso cogerlo, y lo acercó a sus labios. Solo dio una calada.
—¿Qué coño haces fumando? —Le dieron un golpe en la coronilla—.
Ella se inclinó hacia adelante, tosiendo, porque se había atragantado del susto. Pedro le quitó el cigarro y se sentó en la mecedora a su lado, apagándolo en el cenicero.
—¿Un mal día? —Le preguntó, quejándose al doblar las rodillas—.
Ava tragó saliva, con las piernas pegadas al pecho y acurrucada en su sitio.
—Sí. Quiero decir... Ha sido tu cumpleaños. Y me has hecho un regalo.
—Ya, bueno. —Pedro hizo una pausa—. ¿A quién le importa lo que ponga en un papel?
—Sí, ¿no? —Respondió Ava, sumida en la oscuridad que los bañaba, y el aire frío se coló bajo su falda, erizándole la piel—. Total, ya has tenido que cargar conmigo. Te he hecho enfadar, me has llevado a la cama cuando me dormía en el sofá, me has apartado el pelo cuando vomitaba... Sí. ¿A quién le importa lo que ponga en un papel?
Pedro echó un suspiro pesado que relajó sus hombros, mirando la luna menguante.
—¿No ha salido como esperabas? —Le preguntó—. Lo del chico en Mánchester.
Ava tragó saliva, volviendo a mirar al jardín a oscuras.
—No. —Respondió, con la voz algo pastosa por el vino que había tomado y se acumulaba en su organismo, nublándole el juicio como un somnífero—. Tuvo muchas oportunidades para arreglarlo. Pero decidió mentirme. Y siguió con eso, como si yo fuese una imbécil que nunca descubriría la verdad.
—¿Y por qué te mintió?
—No lo sé. —Dijo ella con desgana—. Quería tenerme, supongo. Y no le importó una mierda hacerlo todo para conseguirlo.
Pedro suspiró. Volvió a mirar las estrellas, y retomó la conversación tras una respiración profunda.
—Lo entiendo. —Confesó en una voz más baja, mirando el cielo—. Yo hice lo mismo.
—¿Con qué?
—Yo no quise contarle la verdad a Dhelia. Y en cambio a todas las demás les decía que estaba casado. Porque estoy enamorado de tu tía, quería retenerla pero a la misma vez quería irme. Por eso le mentía, porque no era capaz de contarle la verdad que me escondía a mí mismo.
Ava frunció el ceño en ese momento, abriendo mucho los ojos a pesar de estar medio dormida, y se inclinó hacia delante en un movimiento brusco.
—¿Engañaste a Dhelia? —Le preguntó realmente mal, en un punto entre la indignación y la incredulidad—.
Pedro frunció el ceño.
—Sí. —Pareció cavilar—. ¿Por qué creías que nos habíamos separado?
—Porque es Dhelia, joder. —Ava escupió las palabras—. ¿Cómo...? ¿Cómo le has hecho eso?
—¡Lo siento! —Exclamó él, encogiéndose mucho de hombros—. Le tenía miedo para hablar directamente del divorcio.
—¿Qué? Pero-. Pero tú no eres capaz de hacer eso. T-Tú no... ¿Cómo has podido hacerle eso?
Se llevó una mano al corazón, dolida.
Meses atrás.
Dhelia llegaba de trabajar antes de hora, porque en el último trimestre de embarazo se quedaba dormida en cualquier sitio. Así que cerró su Lexus rojo y entró en casa, quitándose los zapatos.
—¿Pedro estás aquí? —Lo llamó con pesadez, sosteniéndose en el pasamanos con fuerza—.
Descansó un par de veces en las escaleras, gimiendo por el esfuerzo, pero terminó subiendo sola. Subió al dormitorio con la idea de ponerse ropa cómoda.
Pero abrió la puerta, y lo único que vio fue a su marido, y otra mujer, a medio vestir. Pedro recordaría, que en ese instante, sus ojos verdes se quedaron completamente ausentes. Como si fuera Medusa petrificando a los mortales que osaron mirarla.
—Dhelia... —La llamó con miedo esa mujer, que supuestamente la conocía—.
Todo fue silencio. Fueron respiraciones contenidas y latidos dolorosos. Pedro terminó de abrocharse el cinturón, sin saber si podía mirarla.
—Fuera. —Reaccionó después de ese lapsus, con un tono severo, y su labio superior se crispó al mirarla directamente a los ojos—.
—Déjame... —Intentó decir la otra mujer, acercándose—.
—Vete. —Le repitió, sin esperar para dar un paso hacia ella, y la castaña chocó contra la cómoda en un intento de rehuir—. Fuera.
La mujer no dijo nada más, sentía que iba a explotar por la tensión, o que si pasaba un segundo más en su presencia Dhelia terminaría tirándola por las mismas escaleras que había subido besándose con Pedro.
Así que se fue. Huyó. Pero Pedro continuó ahí, terminando de ponerse la camisa. Dhelia no lo miró, se quedó apoyada en la puerta abierta, se quedó anclada en el sitio que ocupó la otra mujer delante de ella.
No pasó nada durante unos segundos trascendentales. Solo silencio. Solo remordimiento. Solo una incomodidad atroz.
Pedro pensó que a estas alturas estaría agobiado entre sus gritos, le tiraría cosas, lo insultaría. Como siempre hacía. Él sabía que llegaría antes, al menos lo intuía, y quería que toda esa espiral de golpes, malas palabras y gritos terminase. Pero no se vio capaz de hablar con ella, porque le daba miedo. Así que escogió el camino fácil.
Pero Dhelia pareció petrificada en el tiempo, sin hacer nada, solo con su semblante serio y sus rasgos afilados, sin hacerle nada.
—Dhelia. —La llamó, tomando su brazo, pero ella se zafó con un movimiento brusco—.
Ella jadeó, volviendo a respirar tras esos minutos completamente estática, y unas lágrimas cayeron de sus ojos verdes.
Entonces Pedro retrocedió, relajando completamente su expresión, mirándola llorar con el corazón en la garganta. Ella se tocó el vientre, cerrando los ojos un momento por un sollozo que hizo temblar su alma.
—No, Dhelia... —Lloró él, tocándole el brazo—. No llores.
Y con eso se fue de su lado sollozando en voz baja, encerrándose en el baño contiguo. Pedro la siguió, con un mal sabor de boca que lo amenazó con vomitar.
La escuchó llorando al otro lado de la puerta, como una melodía suave. Pero incluso con ese ruido, continuaba escuchando los latidos de su propio corazón golpeándole el pecho. Se quedó desubicado al verla así.
—Pero a ellas no las quiero. —Se arrodilló delante de la puerta, rogándole—. Solo te quiero a tí.
—Quiero el divorcio.
—No, por favor Dhelia no llores... —Suplicó Pedro, apoyando la frente en la puerta. Incluso sus hombros se mecieron al ponerse a llorar sin quererlo—. Pégame, insúltame. Pero por favor, no llores.
Lágrimas densas bajaron por las mejillas de Pedro, infiltrándose entre su barba dispersa. Era él quien quería terminar con esos episodios de violencia, gritos e insultos que afloraban en su matrimonio cruel.
E irónicamente, se sintió culpable al hacer llorar a la persona que le hacía daño.
────
—Lo siento. —Repitió esas palabras, pero ahora a Ava—.
No dijo nada más. La brisa fría le acarició la cara.
—Eres exactamente el tipo de hombre del que me mantienes alejada.
—Lo sé. —Asintió, mirándola a su lado—. No predico con el ejemplo.
Sus ojos se encontraron. El verde que bailaba con el color avellana en los iris de Ava, y el marrón oscuro que acompañaba la mirada de Pedro. Por eso ella suspiró, con el peso de la embriaguez sobre su cuerpo.
—¿Qué coño haces fuera? —Entró Dhelia, dándole un golpe no tan suave en la coronilla—.
Pedro se quejó, acariciándose la cabeza. Giró la cabeza para mirarla, cubierta por la bata de algodón que le llegaba a las rodillas. El frío de otoño calaba bajo la piel.
—Yo he hecho la cena y he limpiado la cocina, te toca bañar a Lydia.
—Sí, señora. —Se incorporó, dejando la mecedora balanceándose—.
Luego se acercó a Ava, y le pellizcó la mejilla después de decirle buenas noches. Abrió la puerta del porche y entró en casa, acogido por la calefacción.
—Puedes quedarte. —Le dijo Dhelia, tomando asiento en la mecedora vacía. Se cruzó de piernas—. Tu habitación está igual.
—Sí. —Accedió ella, con la lengua pastosa—. Mamá se va a quedar unos días en el hotel del centro.
Mamá.
Dhelia debía admitir que le repugnaba la idea de que Ava se refiriese a Lauren como mamá.
Solo pasó un intervalo suficiente de tiempo, donde los grillos cantaron, cuando Dhelia volvió a hablar.
—Mira. —La llamó con voz firme—. Yo no soy de dar abrazos, ni besos, porque me da asco. Sé que a tí también. Y no. No me refiero a que con él quieres un afecto de padre.
Giró la cabeza para hablarle, viéndola a su lado.
—Quieres follártelo.
—¿A qué coño viene esto? —Ava frunció el ceño disgustada, negando—. No. Eso es mentira.
—Lo besaste. —Le recordó—. Admítelo.
—No, yo no hice eso. Tú no viste nada.
—Estás enferma, Ava. Ya no es tu tío político, ahora es tu padre. —Le remarcó—. No puedes seguir con ese conflicto.
Ava quiso irse, levantándose.
—¿Qué pasa? ¿Te lo has imaginado? —Arqueó una ceja, tranquila—. ¿Hm? ¿Que te coge y te folla contra la pared? No lo aguantarías. Créeme. Me cansaba hasta a mí.
Sí. Me lo he imaginado—Quiso decir el vino por ella.
—Cállate. —Susurró, abatida—. No sé porqué me haces esto.
—Siéntate. —Le dijo seriamente, poniéndose en pie—.
No necesitó gritar. Aunque le hubiese bastado con una mirada, y Ava igualmente no se habría sentado. Continuó de pie, delante de ella.
—Puedes irte si quieres. —La invitó—. Solo confirmarás mis suposiciones.
—¿Qué suposiciones? Por Dios, Dhelia, para. —Le suplicó, negando con la cabeza. Porque era un tema muy delicado para ella—.
—¿Crees que lo hago por verte llorar? Necesitas ayuda, Ava. No lo digo para torturarte o castigarte, como seguramente estás pensando. Necesitas darte cuenta.
—No necesito darme cuenta de nada. —Dijo con voz nasal, llorando por la sensibilidad que inducía la embriaguez del vino—. No tengo un problema, Dhelia. Te lo prometo. Te lo prometo, soy normal.
—Mañana tienes una cita con la doctora Lee. —La avisó, bajando el tono de su voz. Estiró los brazos hacia ella, tomando sus mejillas frías—. Escúchame, Ava, no estoy enfadada contigo.
—Soy normal. —Balbuceó, con unos hilos de saliva uniendo sus labios, y un mar de lágrimas brillando en sus orbes color miel—.
—Lo sé, nena. Lo sé. —Entonces Ava lloró con más fuerza, pero en su hombro. Y ella le frotó la espalda, sosteniéndola entre sus brazos—. La tía Dhelia se encarga.
✁✃✁✃✁✃✁
A la mañana siguiente, solo recordaba una madrugada de vómitos, mareos y una cefalea intensa.
—Hoy no vas a la universidad. —La avisó Pedro de pie al lado de su cama, haciéndose el nudo de la corbata—.
—Ya estoy bien.
—Tómate las pastillas —Hizo caso omiso a su respuesta, empujándola otra vez a la cama, y cuando cayó de espaldas la cubrió de nuevo con la manta—.
—¡No puedo perderme un día entero! —Le gritó, aunque eso le molestó más a ella que a él—.
—Volveremos a la hora de comer. —Se despidió, poniéndose la chaqueta del traje—. Llámame si tienes fiebre o vuelves a vomitar. Te quiero.
Le besó la cabeza, y se dio la vuelta para salir de su habitación. Aunque la molestase, y adorase admitirlo por partes iguales, sabía que era una niña consentida. Siempre lo había sido.
Ese día no fue a la universidad. Así que Jonathan no la vio en su clase, ni en la cafetería, ni en la biblioteca, ni por el pasillo con Eddie. Activó su mecanismo de defensa, porque le había hecho daño. Y literalmente desapareció de su vida tan mágicamente como había aparecido.
Lo estaba ignorando claramente y esa ley del frío tenía justo el efecto contrario en Jonathan. Eso no provocaba su desinterés, sinó su desesperación.
Necesitaba hablar con ella, recitarle una explicación, o quizá rogarle un perdón. Pero no podía quedarse con esa culpa que lo estaba consumiendo.
Y si no podía hablar con Ava, se confesaría con Pedro.pero en su hombro. Y ella le frotó la espalda, sosteniéndola entre sus brazos—. La tía Dhelia se encarga.
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A la mañana siguiente, solo recordaba una madrugada de vómitos, mareos y una cefalea intensa.
—Hoy no vas a la universidad. —La avisó Pedro de pie al lado de su cama, haciéndose el nudo de la corbata—.
—Estoy bien. —Le recordó, quitándose la manta de encima—.
—Tómate las pastillas —Hizo caso omiso a su respuesta, empujándola otra vez a la cama, y cuando cayó de espaldas la cubrió otra vez con la manta—.
—¡No puedo perderme un día completo! —Le gritó, aunque eso le molestó más a ella que a él—.
—Volveremos a la hora de comer. —Se despidió, poniéndose la chaqueta del traje—. Llámame si tienes fiebre o vuelves a vomitar. Te quiero.
Le besó la cabeza, y se dio la vuelta para salir de su habitación. Aunque le molestase, y adorase admitirlo por partes iguales, sabía que era una niña consentida. Siempre lo había sido.
Ese día no fue a la universidad. Así que Oscar no la vio en su clase, ni en la cafetería, ni en la biblioteca, ni por el pasillo con Eddie. Activó su mecanismo de defensa, porque le había hecho daño. Y literalmente desapareció de su vida tan mágicamente como había aparecido.
Lo estaba ignorando, claramente. Y esa ley del frío, tenía justo el efecto contrario con Oscar. Eso no provocaba su desinterés, sinó su desesperación. Necesitaba hablar con ella, recitarle una explicación, o quizá rogarle un perdón. Pero no quería quedarse con esa culpa que lo estaba consumiendo.
Y si no podía hablar con Ava, se confesaría con Pedro.
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