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31

Las manecillas del reloj anunciaron las siete, a las puertas de un cálido domingo. Los rayos de luz se filtraban por las ventanas, derramándose sobre la cama deshecha. 

Ava exhalaba un leve murmullo, dormida en la calidez del sol. Su pelo castaño estaba enredado, y sus labios entreabiertos. Lo único que recordaría de esa noche sería el sabor cítrico del vino blanco, las carreras en sus medias, y la fría brisa de Mánchester colándose bajo su vestido.

—Vamos, cariño. —La despertó la suave caricia de Jonathan apartándole el pelo—. Llegaremos tarde.

—¿Ya? —Dijo ella con voz ronca—. ¿Qué hora es?

—Las siete. 

Ava resopló, cubriéndose los ojos con una mano, y se dio la vuelta para descansar sobre su espalda.

—Hasta ha entrado el de servicio de habitaciones pensando que ya estarías trabajando. —Le dijo con una sonrisa de dientes blancos, con el sol aclarando el color gris de su pelo, y acentuando las canas que predominaban sus rizos—.

Ella suspiró con pesadez, cerrando los ojos sobre la almohada, donde descansaban los restos de su maquillaje.

—No cierres los ojos, levántate. Te espero en la cafetería, ¿vale?

—Ahora voy. —Dijo Ava con voz ronca, cubriéndose los ojos con una mano para no sentir el sol sobre los párpados—.

Jonathan le dio un beso en la frente, y en la punta de la nariz antes de salir de la habitación. Habían sido dos días bastante intensos, y el primer fin de semana en cinco años que Ava dejaba los apuntes en su sitio y se centraba en algo más que estudiar. Fue estresantemente reconfortante, pero seguía sintiendo un remordimiento contínuo.

Después de que el agua de la ducha se llevase su cansancio se vistió con unos jeans rectos y un jersey interior de cuello alto. No iba a volver a ponerse tacones. Al salir de la habitación, con su abrigo largo sobre los hombros, se encontró con el hombre de la habitación de enfrente. Y los dos tuvieron que esperar al ascensor.

—Buenos días. —La saludó—.

—Buenos días.

El hombre carraspeó, volviendo a mirar al frente, pero volvió a mirarla directamente a la cara.

—Pe-Perdona que te pregunte esto, pero tú eres la chica que salió en el periódico ¿verdad? ¿La...? ¿La chica del tren?

Ava se giró con las manos en los bolsillos, y bajó por las escaleras. 

—Ah, no... ¡Lo siento! Lo siento...

Bajó aprisa, pisando la alfombra negra que las cubría, y cruzó la recepción para llegar a la cafetería del hotel. Cuando empujó la puerta de cristal su móvil empezó a vibrar por una llamada entrante, y no le hizo falta leer el nombre para saber quién era.

—Buenos días.

—Buenos días, mi amor. ¿Ya has desayunado? —Le dijo Pedro, llamándola en español con una sonrisa que no se escuchó—.

Reconoció a Jonathan en la barra por la poca gente que había.

—Eso estoy haciendo. —Le respondió, yendo hacia él—.

—No tenemos mucho tiempo. —Susurró él en el oído de Ava, tomándola de la cintura—.

—¿Estarás en la estación a las doce? —Le preguntó a Pedro—.

—Eso quería decirte, tengo cosas que hacer.

—¿Qué tienes que hacer un domingo? —Ava frunció el ceño, dirigiéndose a una mesa libre—.

—Lydia se ha resfriado y tu tía quiere que la lleve al hospital. —Dijo con voz cansada, rascándose los ojos con una mano—. No he dormido nada.

Dhelia se acercó a la cama para cogerle a Lydia, que estaba hecha un ovillo sobre su pecho.

—Eddie me ha dicho que estará ahí para recogerme. Nos vemos esta tarde.

—Pues nos vemos esta tarde. —Suspiró él, cerrando los ojos—. A veces me olvido que ya eres mayor y no estás en tu habitación.

A Ava le salió una sonrisa mientras echaba azúcar al café.

—Te quiero. —Bostezó Pedro—.

Siempre le decía que la quería, aunque fuese repetitivo. Siempre podía abrazarlo si lo necesitaba, miraba con ella series aunque a él no le gustaran, la llamaba siempre y le regalaba flores o perfume porque "las cosas bonitas le recordaban a ella".

—Te quiero. —Le respondió Ava de vuelta—.

—Oh... ¿Estás de buen humor? —Se burló—.

—Un poco. —Sonrió ella—.

—¿Tiene algo que ver con que ayer fueses al teatro?

El que decía que nunca controlaba el localizador de su móvil.

—Voy a colgar.

—Dile a ese gilipollas que le voy a cortar las pelotas como te ponga de mal humor.

—Si es él quien me pone de buen humor. —Lo retó, frunciendo el ceño—.

Se escuchó la risa grave de Pedro.

—¿Ahora entiendes por qué tu tía sonreía por las mañanas?

Dhelia, que estaba sentada en la otra punta de la cama dando el pecho al bebé, le tiró un cojín con fuerza a la cara.

—Agh, qué asco. —Ava hizo una mueca, negando con la cabeza—.

—Bueno, yo me vuelvo a dormir. —Bostezó, aprovechando ese cojín que le había tirado para ponérselo bajo la cabeza—.

—Nos vemos esta tarde. —Se despidió Ava, quitándose el móvil de la oreja para colgar la llamada—.

Pedro dejó el móvil, ya con los ojos cerrados, y cayendo en la pesadez del sueño.

—Levántate inútil. —Lo despertó la voz de Dhelia—.

—Oye... La casa también está a mi nombre.

—Si te molesto, coge tus putas cosas y vete con la barbie rubia a su casa. Con su marido. —Le dijo, quitándole la almohada—.

Luego salió del dormitorio, y dejó al bebé en el cuarto contiguo, en su cuna. Estaba dormida con la boca entreabierta, y sus mejillas sonrojadas.

—Ya no están juntos. —Le respondió él, teniendo que incorporarse en la cama mientras Dhelia volvía al dormitorio—. ¿Qué crees que estoy esperando? Los de la mudanza aún están descargando los muebles.

—Oh, ¿te la tiras un rato y ya te apetece ir a vivir con ella?

Pedro levantó ambas cejas, ofendido, mientras Dhelia lo miraba con el ceño fruncido, fingiendo interés por su respuesta.

—¡Bárbara no necesita dispararme para que me fije en ella! —Le gritó—.

Ella sonrió con sarcasmo, mostrando sus perfectos dientes, y las ondas de su pelo se mecieron.

—Qué romántico, aún te acuerdas del asco que me dabas cuando te conocí. —Le recriminó ella, cambiando esa sonrisa a una mueca—.

—¡Lo recuerdo cada vez que me veo la puta cicatriz!

—¡Me alegro de eso! —Le gritó ella en esa atmósfera tensa, con sus facciones endurecidas, y sus aros de oro se mecieron entre las ondas castañas—. ¡Ojalá hubiese apuntado un poco más arriba!

—¡Casi me seccionaste la femoral con una Derringer de nueve milímetros! ¿¡Cómo coño no querías que me fijase en tí después de eso!? —Dijo, señalándola con un dedo—. No, no, ¿sabes qué? Vete a la mierda. Siempre sacas lo peor de mí.

—¡Al menos yo ya conozco lo peor de tí! —Le respondió Dhelia, teniendo que levantar la cabeza para gritarle—. ¿Sabes lo que ve esa divorciada aburrida? ¡Lo que yo arreglé!

—¿Lo que tú arreglaste? —Sonrió Pedro, levantando una ceja. Soltó una risa—. Me voy, Dhelia. Y ojalá ya no estés aquí cuando vuelva.

Pasó por su lado, queriendo irse.

Ah... Mira, el hijo de puta cree que ya no lo entiendo. —Lo detuvo ella tranquila, poniendo una mano en su pecho. Su acento colombiano era ligero, pero seguía marcando las palabras, y aunque era mediocre, no daba gracia cuando le hablaba así—.

Pedro tuvo que retroceder un paso, porque ella no apartó la mano, y Dhelia tuvo que inclinar la cabeza hacia atrás para volver a hablarle, mirándolo ahora sin sonreír. Su seriedad despuntaba, y ya no estaba gritándole

Eso fue lo que le dio miedo.

—¿Crees que soy imbécil? —Le preguntó, cogiéndolo con fuerza del pecho, y se desabrochó un botón de su camisa arrugada—.

—¿Por qué lo dices? 

Ella, seria, intercambió su atención entre los ojos marrones de Pedro. Se dio cuenta de que él dejó de respirar mientras lo miraba.

—Casa nueva... —Le dijo, bajando un poco la voz para enfatizar su tono—. La que tú has querido, y ya está pagada.

—¿Te sorprende que te ocultara dinero? —Le apartó la mano—.

Ella lo miró, y apretó los dientes. Pedro quiso creer que tendría una respuesta para eso, pero sus ojos ya se lo habían dicho todo cuando le retiró la mirada.

—¿Lo estás haciendo otra vez? 

—No. —Pedro se sorbió la nariz, con las manos en la cadera, y miró al suelo—. No, yo no he dicho eso.

—No te atrevas a mentirme en nuestra casa. Dime qué es eso, Pedro. ¿Crees que no te conozco? ¡Lo habíamos dejado, joder! No más muertes, no más mierda encima nuestro. ¡Eso era nuestro pasado!

—Ssh... —La chistó, dando un paso hacia ella, y la cogió de los hombros para empujarla, mirando un momento la ventana que daba a la calle—.

Ella soltó un jadeo involuntario cuando su espalda chocó contra la pared, y Pedro agachó la cabeza para hablarle, respirando el mismo aire. Por un momento, todo fue silencio. Un intervalo en el que Dhelia se percató que su corazón latía más deprisa.

—Yo no la vendo directamente, ¿vale?

Dhelia apretó los dientes, enfatizando la figura de su mandíbula.

—¿Que no la vendes? —Se zafó de él—.

—Solo ha sido por poco tiempo. Porque lo necesitaba, nada más.

Negó con la cabeza, mirándola, pero Dhelia se llevó las manos a la cabeza, soltando una risa irónica mientras peinaba su pelo castaño hacia atrás.

—El trabajo ya está hecho.

—¿Crees que está hecho? —Le preguntó ella con una sonrisa, burlándose de él hablando en voz muy baja—. ¿Sabes lo fácil que era para tí cuando yo cocinaba la droga?

—No, es...

—Cuando yo hable —Lo chistó en voz baja, y tuvo que inclinar la cabeza hacia atrás para hablarle—, te callas.

Pedro apretó la mandíbula, y le quitó la mirada. Apartándose de ella unos pasos para deambular por el dormitorio desordenado.

—¿Sabes lo fácil que es que todo se vaya a la mierda otra vez? —Le dijo, con la respiración irregular—. No pisamos la cárcel en Colombia, ¿pero sabes lo fácil que es sobornar a alguien aquí para que dé un soplo?

—¿Estás asustada? —Le preguntó Pedro, arqueando una ceja—.

—Estoy jodida. —Se puso seria, yendo hacia él—. No tendríamos que tener esta conversación otra vez.

—No tendría que hablar contigo de esto. —Dijo sinceramente. Pero le era imposible ocultar algo a Dhelia, para ella Pedro era un libro abierto, siempre lo había sido—. Lo que yo haga ya no te envuelve a tí.

—Ah, ¿no? —Le recriminó frunciendo sus cejas castañas—. ¿Y quieres que mire para otro lado? ¿Que deje de recordarte quién eras?

—No. —Pedro negó con la cabeza abruptamente—. Para

—¿Por qué? —Escupió con asco, su labio superior se crispó—. ¿Te avergüenzas?

—Déjame en paz. —Casi se lo suplicó—. Olvídate de mí, Dhelia. Déjame.

—¡No puedo dejarte! Matabas a niños de catorce años, joder. —Lo soltó entre dientes, mirándolo a los ojos, pero él resopló—.

—Hace quince años de eso, ¿lo sabes verdad? —La despachó, dándole la espalda para volver a sentarse en la cama—. No mi familia, no mi problema. ¿Esa no eras tú quién lo decía?

—Rompías huesos si te lo pedían, les sacabas los ojos, ¿sabes por qué te utilizaban? Porque dices tu puto nombre en la frontera y siguen teniéndote miedo, joder.

—¿Sabes lo que pasa? Que yo ya no soy ese hombre. Tú quieres creer que sí, pero no.

—Esto tendrá consecuencias, Pedro. —Le remarcó Dhelia con el corazón acelerado, interrumpiéndolo—. ¿Para quién trabajas? ¿Para qué quieres ese dinero rápido?

—Ya no soy ese chico que trabajaba para tí. —Le remarcó, gesticulando las palabras, y la vena de su cuello se marcó—. Ya no te necesito. Ahora soy un profesor de química, que solo quiere conseguir una vida tranquila. Para mí, y para Ava y Lydia.

—¡Pero lo fuiste! ¡Y si no me tienes a mí volverán a atraparte! ¿¡Quién coño crees que cambió al puto asesino!

—¡Tú tampoco tienes las manos limpias!

Su grito inundó la habitación, y dejó un silencio mientras se miraban, ninguno retrocedió ante el otro.

—No. Pero al menos yo lo acepto. Y tú sigues huyendo de quién eres.

—No, no lo soy. No quieres admitir que ya no soy el hombre del que te enamoraste, ¡no quieres admitir que ahora soy un puto profesor de química aburrido con una vida normal! ¿Y sabes por qué? —Soltó un jadeo para tomar aire, mirándola a los ojos con la vena de su cuello marcada—. Porque te ponía muy cachonda con la pistola y las manos llenas de sangre.

En ese punto su respiración se volvió pesada, y una gota de sudor frío deslumbró en su frente.

 Pero, al contrario de cómo él había previsto, Dhelia no reaccionó a sus palabras. Solo frunció el ceño, y la piel bronceada de su rostro brilló bajo la luz de la mañana. Lo conocía demasiado.

—¿Me vas a decir qué me estás ocultando? —Dijo de repente ella—.

Pedro estaba tenso, los músculos de su cuerpo estaban rígidos, y tragó saliva como excusa, quitándole la mirada. Estaba sudando, aunque evitó secarse las manos en el pantalón.

—¿Dónde va el dinero? —Le preguntó tranquila, dando un paso hacia él, pero Pedro ya estaba intimidado—. ¿Tienes problemas?

—Dhelia... —Susurró su nombre con cariño, cerrando los ojos para negar con la cabeza—.

—Dime su nombre. —Le insistió—. Solo su nombre. Y no volverá a molestarte.

—Tengo que contarte una cosa. —La cortó, agachando la cabeza para mirarla—.

Sus ojos zafiro lo miraron sin entender, y ni una arruga se formó en su expresión cuando frunció el ceño.

—¿Qué pasa? —Le susurró con miedo, tomando su antebrazo para sentarse con él en la cama—.

El colchón se hundió bajo su peso, y Pedro tomó sus manos con la manicura hecha, acariciando su suave piel con el pulgar. Sintió el roce suave de sus manos, y se giró un momento para abrir el cajón de la mesita de noche. La suya, la que Dhelia nunca miraba.

Ella no lo entendió, frunció el ceño con desesperación mientras lo miraba. Con los labios entreabiertos y el sol aclarando el color esmeralda de sus ojos. 

Y le tendió un papel, arrugado por haber sido doblado varias veces.


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Tras desayunar y dar un último paseo, fueron directamente a recoger las maletas. El sol deslumbraba en el firmamento limpio, meciendo una brisa fría entre las calles de Mánchester.

—¿Estás mejor? —Le preguntó Jonathan, cerrando la puerta detrás de él—.

El silencio del dormitorio los envolvió en una paz cómoda. Estaba despistada en ella misma después de vomitar en el baño de la cafetería, por lo que ahogó un grito al encontrarse con el chico del servicio de habitaciones.

—Por Dios... —Susurró con el corazón en la garganta, habiéndose girado hacia Jonathan sin darse cuenta—.

Él la tomó de los hombros, cediéndole una caricia, y Ava volvió a girarse hacia la cama perfectamente hecha, donde estaba el chico con el uniforme gris del hotel.

—Perdóneme. Pensaba que ya se habían ido.

—Vale. —Exhaló Ava sin mirarlo—.

—Ya nos íbamos. —Dijo Jonathan, en un tono más amable—. Solo recogemos las maletas.

—De acuerdo. Por cierto, señorita Verona, un chico ha preguntado por usted en recepción cuando no estaba.

—¿Tenía los ojos grises? —Le preguntó, cerrando la puerta del baño—.

—Sí. Pidió que le dijéramos que tenía un prototipo guardado en el taller de Londres, e iría a buscarla el miércoles para terminar con el trabajo.

—Vale. —Habló ella desde el otro lado de la puerta—.

El chico del servicio esperó alguna respuesta más, pero eso fue todo. Así que se despidió de Jonathan con un movimiento de cabeza y salió de la habitación.

 Jonathan se acercó a la puerta del baño, y cedió un intervalo de silencio para escuchar el ruido del agua del grifo.

—¿Estás bien? —Volvió a preguntarle con voz tranquila—.

—Sí. —Respondió ella, haciendo una pausa para secarse la cara con la suave toalla beige. Tenía fiebre, seguramente incubando un resfriado—. Solo me duele la cabeza.

—¿Quieres una aspirina?

—Sí. —Salió como un ruego de su boca—. Gracias.

Jonathan se alejó de la puerta, y abrió el cajón de la mesita de noche para recoger la caja de aspirinas y los preservativos para guardarlos en la bandolera que usó como maleta. Cerró la cremallera, y al darse la vuelta Ava había abierto la puerta. Se estaba mirando en el espejo rodeado de LEDS frías, tocándose el pelo.

—Gracias. —Volvió a decirle, aceptando la pastilla—.

Se agachó para beberla con el agua del grifo. Y luego se secó la boca con el dorso de la mano, hinchando su pecho para dejar ir un suspiro disimulado.

—¿Sabes? No quiero volver. —Le dijo, girando la cabeza para dirigirse a él. Con sus rizos grisáceos, su barba recortada, y esos ojos amables que siempre la miraban en cuanto abría la boca—.

—Yo tampoco. —Contestó, como si fuese un secreto—.

Le sonrió, y Ava tuvo que imitarlo. Vio el reflejo de la luz en sus gafas, distrayéndose con sus rizos grises.

—Siento haber dicho eso. El viernes después de la entrega de premios. —Surgió esa disculpa esporádica, cediéndole un silencio mientras lo miraba—. Sé que no solo estamos acostándonos. Te preocupa cómo me siento, y... Siempre quieres hablar conmigo antes de ir a dormir.

—Pero tienes razones para decirlo. —Respondió Jonathan, estirando un brazo hacia ella para acudirla—. Si un árbol cae y no hay nadie para escucharlo, ¿hace ruido? ¿Somos algo si nadie lo sabe?

Ava suspiró contra su ropa.

—Estoy cansada. —Suspiró ella, notando cómo le acariciaba la cabeza, y dejándole el peso mientras estaba en sus brazos—. Estoy tan cansada de decir que estoy bien.

Se estaba abriendo con él, y eso, más allá de la desnudez, era el estado intrínseco de su verdadero ser: era Vianne.

—Lo sé, cariño. —La consoló en un susurro, y luego le apartó el pelo de la cara para intentar mirarla. Le susurró:— Está bien no estar bien.

—Es tan pesado no ser suficiente para tí mismo. —Susurró—. Siempre piensas que no serás suficiente para nadie. Y antes de que se den cuenta te vas para no escucharlos diciéndotelo. Me siento tan inútil a veces...

—No. No eres una inútil.Le dijo Jonathan, y ella ahogó una risa por su acento, también levantando la cabeza para mirarlo a los ojos—.

Él tomó sus mejillas entre las manos, observando la piel limpia de su rostro, y le sonrió antes de ladear la cabeza y besarle la punta de la nariz.

—Vámonos. —Le dijo en voz baja—. Echo de menos estar en casa.


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Cuando el tren llegó a su estación en Liverpool, el murmullo de la gente inundó los vagones.

 Jonathan le dio un beso para salir antes que ella, que terminó en dos, y siguió con tres más mientras Ava no quería que se fuera. Porque ahora que había aprendido qué significaba despertar e irse a dormir con él, no quería volver a la frialdad de verlo solo por los pasillos, o solo unos minutos después de clase. Sabía que volvería la distancia, los exámenes, el invierno.

—Hasta mañana. —Le sonrió él—.

—Hasta mañana. —Dijo, sintiendo el vacío de su presencia cuando sus hombros dejaron de tocarse—.

Tras unos cinco minutos escasos también bajó del tren con la maleta en la mano. Miró entre la multitud si reconocía el pelo blanco de Eddie.

—¡Mírala! ¡Ahí está su cara de amargada! —Escuchó su voz, provocando que se girara para encontrarlo—.

Siguió escuchando su grito de emoción, y lo recibió con una sonrisa sincera mientras él se acercaba corriendo con los brazos abiertos. Eddie llevaba un suéter azul, con un árbol navideño minúsculo bordada en el pecho. Casi la tiró al suelo.

—Te he echado de menos. Y Galileo más.

—Yo también. —Dijo Ava con una sonrisa que apretaba sus mejillas, sin abrir los ojos para abrazarlo con fuerza. Frotó su espalda—. Yo también...

—Solo han pasado dos días. —Dijo otra voz más grave, provocando que Ava abriera los ojos, y vio a Pedro delante de ella con un traje beige y corbata negra, en esa pose que adoptaba con las manos a la cadera—.

—¿Y qué significa eso?

Pedro hizo un ademán de cabeza para que se apartase.

—Que ahora me toca a mí.

—Al final has venido. 

—Claro que he venido. —Le respondió Pedro, pasando un brazo por sus hombros—.

Ava lo recibió con un suspiro pesado, ladeando la cabeza para apoyar la mejilla en su pecho, y su camisa blanca la recibió. Se encontró con su calor corporal, y la canción que entonaban los latidos metódicos de su corazón. Pedro medía metro noventa, así que se dejó caer mientras la abrazaba con cariño, cerrando los ojos. 

Solo habían pasado dos días, pero a ella le pareció una eternidad estando tan lejos de casa.
Olía a colonia, y after shave demasiado intenso.

—¿Estás bien? ¿Quieres un café?

—Deja de mirar. —Lo cortó con una sonrisa, levantando una mano para tocarle la cara—. No está aquí.

—No me cae bien. —Repitió él, agachando la cabeza para poder mirarla—. Nunca me caerá bien. Eso tienes que asumirlo.

—Lo sé, lo sé... —Rio Ava en silencio, respirando el olor de su ropa limpia—.

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