30
Marzo de 2019.
Vianne ya había salido del hospital, después de tres meses y una semana.
Pero justo ese mismo día, la casa había estado demasiado tiempo en silencio. Cuando cayó la noche se preparó el baño rigurosamente diario, pensando, deseando, anhelando, deshacerse del recuerdo de sus manos. Dejar de oír sus voces, sus pasos, dejar de sentirse sucia y desvalijada como una muñeca rota.
Se desvistió por primera vez frente a un espejo, y vio su cuerpo. Cada pecado impregnado en su piel, cada fractura de su alma en carne viva, cada sueño roto y memoria desgarrada.
Físicamente estaba en casa, pero una parte de ella murió en el colchón sucio de la habitación. Sabía que la encontrarían, que irían a por ella. Nunca había salido de la habitación.
No pudo mirarse, casi vomitó en el suelo. No quería ser, quería dejar de ver, de notar, de recordar. Quería desaparecer y borrar así esa sensación de desasosiego que la amenazaba constantemente. Rebuscó en los cajones cualquier cosa, pensando en un grito cobarde el dolor que buscaba, pero siguió el vasto anhelo que tiraba de ella hacia el final del sufrimiento.
Se le ocurrió sacar una hoja de la cuchilla de afeitar, y con las manos temblorosas acercó el filo a su antebrazo. Dudando un segundo efímero.
Rasgó con facilidad sus venas, abriéndolas al mundo con varios tajos irregulares. El músculo se asomó entre los borbotones de sangre, y no paró. Porque continuaba viva. Quiso mirarse en el espejo, empapada en lágrimas y sangre, con la boca abierta en un grito mudo.
La encontrarían en el suelo, rodeada por un charco de sangre y mojada por el agua que desbordaba la bañera. Pero ella solo recordaría gritos, caras borrosas, un dolor efervescente que colmaba su cuerpo frío. Dhelia la reanimó en el suelo del baño, Pedro la llevó al coche en brazos, y recordaba su miedo, su voz en un ruego suplicándole.
—No, por favor. No, no te vayas. —Sostuvo su cuerpo sumido en la inconsciencia en el asiento de atrás, y la abrazó, meciéndola mientras lloraba—. Por favor, Dios mío, no te la lleves aún. No lo permitas.
Eso la hizo llorar. Pero estaba inconsciente, y le ardía todo el cuerpo por el vaivén del coche. Por un momento, efímero y bonito, dijo para sí misma: ¿En qué estaba pensando?
Vianne no llegó a desvestirse ese día, no pudo mirarse. No pudo más. Se rindió.
Vianne había muerto.
────
Ava lloraba dormida.
Sus párpados estaban ahogados en dos pequeños charcos de lágrimas, y sollozaba en voz baja atrapada en su pesadilla.
—Ava. —La llamaron en voz baja—. Ava, es solo una pesadilla.
Tocó su hombro para zarandearla, arrancándole un grito ahogado cuando recobró la consciencia. Ella abrió los ojos de par en par mirando el techo, aún manteniendo la respiración.
—¿Dónde estabas? —Le preguntó Jonathan, acariciando su brazo, porque tenía la piel de gallina—.
La oscuridad regaba el dormitorio del hotel, y las estrellas parpadeaban en el firmamento. Ava se incorporó, intentando tomar aire por la boca, pero le ardía la garganta a cada respiración. Se tocó el pecho, haciendo presión, como si tuviera una cerilla encendida en medio del pecho, y el humo de ese incendio la estuviese ahogando.
—No puedo respirar. —Dijo con un hilo de voz, asustada. Se miró las muñecas, sin saber qué hacer—.
No solía soñar. Las benzodiacepinas eran sedantes que, literalmente, apagaban su cerebro. Dejaba de pensar, dejaba de escuchar ese ruido contínuo que vivía dentro de ella y podía desconectarse para dormir.
Pero esa noche Ava no se había acordado de tomar las pastillas. Y ahora veía las consecuencias.
—Solo ha sido un sueño. —La consoló Jonathan, girándose un momento para encender la luz, y se puso las gafas—.
Ava se levantó de la cama para abrir la ventana, suponiendo que así entraría suficiente aire para poder respirar. Estaba alerta, y en vez de respirar estaba hiperventilando con mucho esfuerzo.
Sentía todos los músculos de su cuerpo tensos, completamente rígidos.
—No ha sido real. —La ayudó, yendo hacia ella—. Concéntrate en tu respiración, Ava. Estás bien.
—No me toques.
Apartó su mano de un golpe, apretándose contra la pared.
—De acuerdo. —Asintió con la cabeza—. No pasa nada. Respira conmigo.
Jonathan le habló con voz afable, como una brisa en la noche, e intentó que lo mirase a los ojos, pero ella seguía en su espiral de miedo incontrolable.
—No puedo. No puedo respirar, me voy a morir.
Le temblaron las manos, y su voz falló a la última palabra. Tenía miedo, un temor irracional que se apoderó de ella. No era un ataque de ansiedad, estaba siendo un ataque de pánico. Lo reconoció, porque él también había sufrido episodios de pánico y pesadillas que le robaron el sueño durante muchos años.
Pero él había estado solo.
—Puedes superarlo. —Le dijo, pero no lo escuchaba. Ava tomaba bocanadas cortas por la boca, y estaba empezando a marearse—. Solo tienes que respirar, toma aire por la nariz, hazlo conmigo.
Se acercó un paso hacia ella otra vez, y vio que Ava intentó hacerle caso, desesperada.
—Eso es. —La animó, asintiendo con la cabeza mientras la miraba—. Muy bien. Lo estás haciendo, esto pasará pronto.
—No puedo. —Lloró ella. Mientras hablaba tenía un hilo de saliva que mantuvo sus labios unidos—. No puedo. Van a venir a por mi, me van a encontrar. Me voy a morir.
Cada vez le costó más respirar mientras hablaba. Se cubrió los oídos, y se dejó caer, sentándose en el suelo. Como si aún estuviese en esa habitación de dos metros cuadrados, sin luz, sin ropa, muriéndose de frío.
—Nadie viene a por ti. —La consoló él, también sentándose en el suelo para estar a su nivel—. Estás en casa.
Ava se mecía lentamente mientras se cubría los oídos, con las piernas pegadas al pecho y los ojos bien abiertos. Estaba necesitada, tenía tanto miedo que no sabía qué hacer.
—¿Estás escuchando mi voz? —Le preguntó Jonathan, manteniéndola centrada en él—. ¿Si? No pasa nada, estás a salvo.
Ava se cubrió la cara con ambas manos, tomando bocanadas de aire por la boca, y se encogió más sobre sí misma, pegando las piernas el pecho. Él estaba sentado a su lado, con la espalda apoyada en la pared, sin tocarla.
—Sé que lo que sientes da mucho miedo, pero no es peligroso. No es el lugar lo que te está causando esto. No soy yo. Son tus pensamientos
—No es real. —Dijo ella de repente, con los ojos cerrados con fuerza mientras hiperventilaba, y se apartó las manos de la cara—.
—Eso es, mi amor, no es real. No te preocupes. Respira tranquila.
Ava primero negó con la cabeza, con los labios fruncidos, pero luego en un acto de lucidez se giró hacia él, y lo abrazó llorando mientras le pedía:
—No me sueltes. —Escondió la cabeza entre su hombro y su cuello, aferrándose a los hombros de Jonathan—. Por favor no me sueltes. No me sueltes.
—Vale. Vale... No estás sola. Mírame. Soy yo, soy yo Ava.
Repartió unos besos suaves por su mejilla, acariciándola con su barba incipiente, y escuchó que dejó de llorar.
—No pasa nada. Ya no estás allí, hace tiempo que pudiste escapar.
Le susurró al oído, abrazándola mientras estaba sentada de lado en su regazo, los dos estaban bajo la ventana abierta, y la brisa fría de la calle les heló la piel.
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Cuando Ava volvió a despertarse tenía la boca seca. Después de ese episodio de pánico había tomado un lorazepam para poder calmarse y dormir un rato más. Y ahora estaba de lado en la cama, mirando el cielo azul por la ventana, avergonzada.
—¿Estás bien? —Agachó la cabeza para besarle el hombro al descubierto—. ¿Has podido dormir, cariño?
Ella solo tragó saliva, anestesiada.
—¿Por qué siempre me llamas así? —Le respondió con otra pregunta, con la voz seca—.
—¿Te molesta?
Ava parpadeó lentamente, negando con delicadeza por el dolor palpitante en las sienes.
—No. —Susurró—. Solo se me hace raro.
—Si puedo quitarte la ropa también puedo hablarte con cariño, ¿no?
—Supongo.
Él pasó un brazo bajo el cuello de Ava, y se acercó un poco más a ella, apoyando una mano en la curva de su cintura.
—¿Estás bien? —Volvió a preguntarle en voz baja—.
Unos pájaros cantaron al otro lado de la ventana, y los rayos de sol bañaban la habitación con la primera luz de la mañana.
Ella estaba avergonzada, cualquier recuerdo esquivo le erizaba la piel. Solo Pedro y Dhelia la habían visto en ese estado, y ahora que también había tenido un ataque de pánico delante de Jonathan se sentía vulnerable. Porque, ¿Ava qué podía causar en alguien más que pena?
Pobrecita, la chica de las cicatrices. La chica de las noticias. La chica que llevaba un vestido corto cuando se fijaron en ella. La chica que ya no puede dormir, ni comer, ni mirarse en el espejo sin recordar durante un instante eterno todo aquello.
Lástima. Empatía. Cariño. Todas esas palabras unían un mismo propósito: pena. Pena por ella, por la mujer que ya no era y nunca volvería a ser.
Jonathan respetó su silencio, y solo cerró los ojos detrás de ella, con la nariz hundida en su pelo castaño. Tomó una bocanada fresca de su aroma a vainilla.
—¿Sabes por qué no me gusta dormir a oscuras? —Ava volvió a despertar—.
Él volvió a abrir los ojos.
—Porque cuando terminaban conmigo, solo me tumbaba en el suelo. Estaba tan oscuro que no podía verme las manos. Pero siempre que llegaba ese momento, me quedaba mirando un agujero del techo.
Tragó saliva un momento, notando el aliento cálido de Jonathan entre su pelo.
—Veía las Pléyades de la constelación de Tauro. —Susurró—. Todas las noches.
—No las he visto. —Contestó él, notando un hormigueo suave en su brazo estirado, pero no quiso quitarlo porque ella estaba cómoda—.
—Seguro que las has visto pero no sabes cuáles son. Cada vez que miraba el cielo, dejaba de estar en esa habitación. Sentía que también era parte de la oscuridad, y cerraba los ojos... Y repasaba en mi mente las composiciones de las estrellas. De las nebulosas, las supernovas, los agujeros negros-.
Se calló a sí misma, apretando los labios un momento, e hizo una pequeña pausa que él consoló con un beso en su cabeza.
—Y me decía a mí misma: no puedo morir. No puedo morir sin haber estado ahí arriba. No puedo morir sin haber ganado el puto nobel.
Contó, llorando como una niña que intentaba pararse. Él la abrazó, utilizando el brazo que tenía bajo su cuello y en su cintura, dejándole un beso en la mejilla que intentó calmarla.
—Lo sé. —Le habló al oído, con voz comprensiva—. Lo sé... Está bien no estar bien, cariño, déjalo salir.
—Pero ya no debería estar así. —Dijo ella, pasándose el dorso de la mano por la mejilla, secándose las lágrimas inertes—. Han pasado tres años, tres años...
—De esta manera es el luto. Pueden pasar semanas, o meses, incluso años sin acordarnos de la pérdida. Pero un día, simplemente, vuelves a derrumbarte como si hubiese pasado ahora mismo.
—Siempre eres tan bueno. —Su voz tembló, y se dio la vuelta para poder mirarlo con los ojos llorosos, levantando una mano para tocarle la mejilla—. Siempre estás cuidando de mí.
—Lo siento. Sé que no te gusta que te cuiden.
Ella solo lo miró a los ojos, deslizando la mano desde su mejilla hasta su mandíbula, raspándose los dedos con su barba canosa. Encontró esos matices en sus ojos marrones, su sonrisa amable, e indagó en ese olor a hombre. La tranquilizaba. Él le daba paz mental. Fue como si encontrase la estabilidad y el amor que le daba Pedro, y eso la calmaba.
Lo miró a los ojos como si quisiera decirle te quiero, pero simplemente quedó perdida en la aurora de su mirada.
—Lo sé. —Dijo Jonathan en voz baja, como si escuchase sus pensamientos. Cogió la mano de Ava para dejarle un beso en la palma—.
—Gracias.
—¿Sabes qué hago yo cuando estoy triste?
Ava ahogó una risa, sin llegar a sonreír. Estaba tumbada en la cama, mirando el techo.
—¿Rezar a tu Dios, o algo así? —Tomó una respiración profunda, dejando las manos sobre su abdomen para notar cómo subía—.
—Sí. Nunca he tenido amigos, más allá de los libros o la música. Hablaba solo, jugaba solo, nunca le interesé a nadie y yo nunca tuve la valentía de acercarme a alguien. Porque pensaba que me rechazarían, y quería ahorrarme ese sentimiento.
Se desató la estrella de David, y la miró sobre su palma. Ahora ella lo escuchaba a él.
—Por eso, cuando rezaba, me sentía en paz porque había alguien que me escuchaba.
Lo miró sin interrumpir. ¿Y por qué tu Dios, si es tan bueno, te dejaba sufrir?—Quiso responderle. Pero no lo hizo.
—Ojalá puedas encontrar esa paz, Ava.
Le ofreció el colgante, pero ella frunció el ceño, girando la cabeza sobre la almohada para mirarlo a los ojos.
—¿Qué? ¿Me lo das?
—Sí.
—Pero no... Esto no es para mí. No puedo aceptarlo.
—Por favor. —Insistió—. Yo creo que quedará mejor en tí.
Deslizó la cadena de plata por su cuello, rozando su piel con la yema de los dedos, y ella solo se apartó el pelo para que atase el colgante en la nuca. La estrella de seis puntas, en ella quedaba colgando más abajo de sus clavículas.
—¿Lo ves? —La convenció, sentado a su lado en la cama. La miró perdido a los ojos, diciéndole;—. Eres preciosa. Han pasado muchas semanas, pero sigo preguntándome cuando te miro qué hace una mujer tan inteligente y preciosa conmigo. Podrías tener al chico que quisieras.
Ella se quedó ausente, procesando todo lo que le decía.
No lo entendía. No comprendía cómo podía sentirse atraído por ella, cómo no podía repugnar su cuerpo utilizado y mutilado, porqué la seguía tratando con el respeto que otorgaba un hombre cuando aún no se había acostado con una mujer. No lo entendía.
—No he hecho nada para merecerte, Ava. —Él frunció el ceño, acariciándole la mejilla a la deriva de su mirada—. Pero a veces las Diosas se presentaban ante los mortales sin un motivo coherente.
Lo único que le salió fue inclinarse hacia él, dejándole un beso en los labios. Sus bocas se separaron, y aún sin abrir los ojos volvió a besarlo, queriendo estar en cualquier sitio menos ahogada por sus pensamientos. Lo cogió de la mandíbula para que no se apartara, para que continuase salvándola.
Ava suspiró sobre su boca. Ese auge de placer, que surgió después del dolor y el llanto, pareció romperla desde dentro.
Solo quería sentirse querida y a salvo. Y él la hacía sentir preciosa y protegida, como si fuera un pedacito del mismo cielo.
—¿Me necesitas ahora?
—Sí. —Llevó su mano entre sus piernas, asintiendo enérgicamente con la cabeza—. Sí...
Ella exhaló un suspiro forzoso, cerrando los ojos, y notó la yema de sus dedos deslizándose bajo su ropa interior, acariciándola, pero haciéndola sufrir deliciosamente por la fricción. Hurgó con los dedos entre sus pliegues calientes y viscosos, provocando unos gemidos suspirados por parte de Ava. ¿Por qué sabía siempre dónde tocarla?
—Qué mojada estás. —Gimió en su oído, sintiendo que esa humedad se deslizaba entre sus dedos, brotando de ella—. Estás mojando la cama, y aún no te he tocado.
Con eso arqueó dos dedos, metiéndolos hasta el primer nudillo, arrancándole un jadeo a Ava por esa intrusión. No hizo nada más que metérselos, dejándola esperando por más.
Tenía los ojos cerrados, y el ceño fruncido, con una mueca de placer que deformaba su expresión. Jonathan se acercó, dejándole un beso en la mejilla, y ella sintió cada hebra de su barba clavándose en su piel gentilmente. Ava abrió un poco más las piernas en la cama, mientras él estaba a su lado, y la manta blanca cubría su mano mientras la masturbaba.
—¿Me necesitas ahora? —Volvió a preguntarle, haciendo círculos lentos en su clítoris—. ¿Necesitas que te folle hasta que vuelvas a llorar, mi amor? ¿Eso quieres?
—Sí. —Respondió ella, acogida por la poca fricción de sus dedos, conociendo su lugar cuando utilizaba ese tono con ella—. Joder sí, por favor. Por favor...
—Eres exquisita cuando me pides bien las cosas.
Sonrió él, viendo su expresión cuando no lo entendió.
—Móntame, cariño. —Le dijo Jonathan que hiciese, girándose un momento para ponerse las gafas—. Quiero ver ese colgante y tus pechos sobre mi boca.
Se tumbó en la cama, apoyando la cabeza sobre la almohada, y ella no tardó en quitarse la ropa.
Apoyándose en su pecho, abrió las piernas, dejando las rodillas a ambos lados de su cadera.
—Joder, como me pones. —La halagó mientras Ava se erguía desnuda encima de él, dándole un fuerte azote en el culo, y apretó la piel blanda de su cadera—. Fóllame, cariño. Soy todo tuyo.
Ava se mordió el labio al escuchar eso, asintiendo febrilmente. La estrella de plata colgaba en el inicio de su pecho, y la luz dorada de la mañana sumergía sus cicatrices y lunares en un mapa difuso.
Cogió uno de los preservativos de la mesita, de envoltorio rojo, preguntándole cómo ponerlo, y segundos después lo cogió con la mano para alinearlo con ella, sintiendo el dulce roce de la punta entre sus pliegues.
Apoyó una mano en su pecho, y cerró los ojos con un profundo gemido cuando bajó hasta sentarse sobre él, metiéndolo centímetro a centímetro.
Gimió entrecortadamente al sentir que tocaba fondo, y abrió los ojos para verlo a él, absorbiendo su deliciosa expresión; sus labios entreabiertos, completamente relajado, y sus rizos grisáceos sobre la almohada.
Arqueó la espalda para frotarse contra él, notando cómo presionaba entre sus paredes estrechas. Se apoyó en el colchón, y las manos callosas de Jonathan encontraron su lugar en la cintura de Ava, guiando cada movimiento cuando empezó a rebotar sobre él. Una oleada de dulces gemidos inundó la habitación, como el ruido de sus cuerpos. La luz dorada de la mañana proyectaba su sombra en la pared.
La miró sobre él mientras hundía las manos en su cintura, tomándola con fuerza.
—Espera, espera...
—¿Qué?
—Así —Jadeó—, así te vas a cansar. Apóyate, ¿vale?
Llevó sus manos a su pecho, y ella tuvo que acomodarse.
—Te voy a dejar el peso.
—Mido metro ochenta y soy el doble que tú. ¿Vas a decirme que no puedo contigo?
—No. No, es... No quiero molestarte.
—Como si quisieras escupirme, Ava, yo te daría las gracias. —Bajó las manos y la mirada hasta sus caderas, hundiendo los dedos en su piel blanda—. Muévete más lento. Pero no, es...
Guió el movimiento hasta convertirlo en pequeñas olas, notando como arqueaba la espalda para seguirlo.
—Muy bien... —Gimió, con la mirada perdida—. Muy bien... De delante hacia atrás, mueve la cadera.
—¿Así?
Ava deslizó una mano por el pecho de Jonathan, encontrando el equilibrio, y empezó a frotarse contra él como le había pedido. Dibujando ochos con la cadera y arqueando la espalda al sentir cómo lo montaba. Se mordió el labio inferior con una mueca casi dolorosa al darse cuenta de que ella tenía todo el control. Lo vio gemir, con la respiración forzosa y los ojos suplicantes, desbordando morbo al estar debajo de ella.
Ava cerró los ojos lentamente, retorciéndose demasiado lento para darle un placer pecaminoso, y deslizó las manos por su pecho para apoyarse. Se inclinó hacia delante, y levantó las caderas un poco más, engulléndolo con su coño. Un sonido cremoso que quedó opacado por sus suspiros.
—Oh... Vas a ser mi muerte, cariño. —Gimió Jonathan sin juicio, subiendo las manos por su vientre hasta tomar sus pechos, apretandolos—.
Ella apartó sus brazos, tomando sus muñecas para dejarlas contra el colchón, y él la miró devoto a los ojos, sin hacer nada para impedírselo.
Gimió sobre sus labios cuando se inclinó sobre él, quejándose en voz baja. En uno de esos rebotes su polla salió de ella, resbalando por el condón lubricado, y Ava le sonrió, indagando en sus ojos marrones. Solo cerró los ojos, y ladeó la cabeza para besarlo de nuevo, buscando entre sus cuerpos su polla para alinearla con su coño otra vez.
Las manos de Jonathan subieron por su espalda, dejando un recorrido cálido sobre ella, y giró la cabeza para besar la piel sudada de su cuello. Bajó la boca por su esternón, y arrastró la lengua por su piel caliente, lamiendo indiferentemente la estrella de David. Para terminar mordiendo y chupando la piel blanda de su pecho, haciéndola estremecer por el tacto áspero de su barba. La escuchó gemir suavemente.
Se incorporó, quedando sentado sobre la cama, y la abrazó para pegarla a él. Bajó las manos hasta clavar las uñas en la piel blanda de su culo, mientras ella se apoyaba en sus rodillas para seguir rebotando sobre su polla, montándolo con necesidad. Se apoyó en sus hombros, subiendo una mano por su nuca, y tiró de su pelo rizado mientras se miraban a los ojos, jadeando y gimiendo en la boca del otro.
Sus brazos fuertes la rodearon con una suavidad extraña, pero muy cómoda. Ella le apartó el pelo de la cara para poder verlo, apoyando sus frentes. Ava levantó ligeramente las caderas hasta que solo la cabeza de su polla continuaba dentro, y volvió a deslizarse hacia abajo al mismo ritmo. Dibujando semicírculos con la cadera.
Las manos de Jonathan estaban firmemente en la cintura de Ava, apretando los rollitos que se le formaban cuando se inclinaba hacia un lado, y subió las manos hacia sus costillas, provocando que ella se inclinara sobre él para volver a hundirse entre sus pechos.
La combinación de todas las sensaciones hizo que su cuerpo se estremeciera de felicidad. Un sollozo salió de Ava cuando la estimulación fue demasiado, acumulando tensión en su bajo vientre.
—¡Joder! —Chilló con un hilo de voz, cerrando con fuerza los ojos—.
—Eso es. —La animó—. Dámelo. Dámelo, cariño, correte para mí.
Ella sollozó dolorosamente. Agachó la cabeza para morderle el hombro en un acto necesitado, y se abrazó a su cuello. La presión de su estómago volvió a acumularse, y clavó las uñas en la piel de sus brazos.
El placer recorrió las terminaciones nerviosas de su columna, haciéndola estremecer, desbordando la tensión acumulada... Sintió que le faltaba el aire.
Él notó cómo palpitaba del gusto, su coño se contrajo a su alrededor, seduciéndolo mientras gruñidos, gemidos y lamentos salían de sus labios. Unos pocos empujones más, y finalmente se corrió en su interior, abrazándola para pegarla a él.
Cuando acabaron, notó el peso de Ava sobre el suyo, con la cabeza en el hueco de su cuello. La había dejado satisfecha y feliz, ningún mal recuerdo que la pudiese perseguir ahora.
Jonathan jadeó, acariciando su espalda con la yema de los dedos, notando cómo se arqueaba por el sutil contacto.
—Jonathan. —Lo llamó sin aliento—.
—Hm. —Le respondió él, abrazando su desnudez—.
—Quiero conocer a tu hija.
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Ava estaba sentada en la cama, con un albornoz blanco, y una toalla del mismo color alrededor del cuello.
—¿Por qué quieres conocerla? —Le preguntó, frunciendo el ceño—.
Él ya estaba vestido con un traje negro, y la camisa del mismo color, con el primer botón desabrochado. Rezumaba un olor intenso a perfume de hombre y a jabón, incluso sus rizos grises se habían definido más.
Iban al teatro, porque Jonathan le había regalado una entrada para la obra de Oscar Wilde en el Royal Exchange. El manto de estrellas que coronaba la ciudad era acogedor, y el reloj estaba a punto de dar las nueve de la noche. Habían aplazado la conversación, porque Jonathan pensó que fue la euforia post-orgasmo quien habló por Ava, pero no.
Ella volvió a sacar el tema.
—Bueno. —Ava puso los ojos en blanco—. No me refiero a presentarme como yo, la mujer que está con su padre, sinó conocerla. Solo eso.
Jonathan hizo una mueca mientras Ava se ponía crema en las piernas.
—¿Qué? —Le preguntó, también haciendo una mueca algo preocupada—. ¿No te parece buena idea?
—Respóndeme tú primero, ¿te gustaría tener que presentarme a tu padre?
—Creéme. —Rio Ava, poniéndose en pie para ir al baño—. No quieres conocer a mi padre.
Jonathan chascó la lengua, siguiéndola.
—Ya lo sé. Y Iris también es complicada.
—¿Pero qué crees que le voy a decir?
—No me preocupas tú. —Le dejó claro, levantando ambas cejas—. Seguro que le caerías bien, ese es el problema. Pero es... Es muy posesiva conmigo, porque cree que cuando haya otra mujer la voy a abandonar. ¿Y qué crees que va a hacer si le presento a una amiga? Se lo dirá a su madre.
Ava ahogó una carcajada, yendo hacia él para cerrar la puerta del baño.
—¿Tanto te preocupa que tu ex sepa que estás con otra persona? —Le dijo desde el otro lado—.
—Puedo perder el trabajo.
Se escuchó el roce de dos telas mientras Ava se vestía. Jonathan apoyó un brazo en el marco mientras la esperaba.
—Bueno... Es que me gustan los niños. —Contestó ella después de un intervalo de silencio—. Y me gustaría...
Se escuchó su sonrisa.
—Me gustaría conocer a una niña de seis años que es igual que tú.
Él también sonrió, mirando el suelo, y esa rendija bajo la puerta donde se colaba la luz del baño.
—¿Cómo sabes que es igual que yo?
—¿A qué niña de seis años le gusta leer y visita museos?
Jonathan apreció que se acordase de esos detalles, porque nunca habían hablado de Iris directamente. ¿Y hacia dónde estaba divagando su relación si quería conocer a su hija? ¿Hacia dónde estaban yendo?
—Podríamos hacer algo. Podría... No lo sé, pasar por el planetario, y hacernos tú la guía.
Levantó la manga la americana, y miró la hora en su reloj roto.
—Me encantaría. —Sonrió—.
—Sé que tenemos las entradas de la última función, pero si no sales ya vamos a quedarnos fuera del teatro.
—Las has comprado tú. Y no me apetecía pasar la noche viendo una obra de hace más de un siglo.
—Tampoco tenías planes este fin de semana. —La incitó con una media sonrisa—.
Cuando Ava terminó de cubrirse las cicatrices del pecho con maquillaje, abrió la puerta del baño.
Esa misma tarde, cuando Jonathan le desveló su sorpresa, le dijo que quería verla con un vestido. Pero Ava no tenía ninguno, ni en esa maleta ni en su armario. Por lo que empezaron a hablar sobre que sin vestido, no habría teatro.
"Llevo tres años sin ponerme un vestido". Intentó convencerlo. "Deja que me ponga un traje, es más elegante y estoy más cómoda".
"No".
"Es una conversación muy absurda, porque no tengo ningún vestido".
"Yo te lo compro" Solucionó Jonathan.
"Ya sabes lo que voy a responder a eso".
"...el que tú quieras". La sedujo, sosteniendo la tarjeta de crédito entre los dedos.
"¡No! ¡No puedes obligarme a...!". Al ver eso calló, y después le preguntó con recelo: "¿El que yo quiera?".
"El que tú quieras". Le aseguró, con una sonrisa suave. El dinero no simbolizaba ningún problema, solo tenía a su hija y a Ava para consentirlas, y demasiado poco interés en sí mismo para gastarlo en algún capricho.
Esa noche, cuando la vio en el baño, vio que había valido la pena insistir tanto. Llevaba un vestido negro noche, con un corte alto en la pierna y un encaje-corsé que se ceñía a su cintura para dejar un escote apretado.
La miró con los labios entreabiertos en un halago que no se aventuró a salir. Porque se había quedado sin pensamientos.
Su piel enfermizamente pálida estaba cubierta por una capa fina de maquillaje, sus labios lucían un marrón mate y su pecho no tenía ninguna cicatriz. Ni rastro de la chica de matrícula, con bolsas pesadas bajo sus ojos cansados y el pelo lleno de enredos. ¿Así fue Vianne?
—Has sido muy pesado obligándome a esto, así que no te quedes solo mirándome. —Lo despertó Ava, negando con la cabeza—.
Jonathan solo pestañeó, levantando ambas cejas, y no supo dónde mirar. Incluso su piel parecía brillar, y las ondas suaves de su pelo castaño caían con gracia sobre sus hombros al descubierto.
—Estás... —Intentó decir, ofreciéndole la mano para que la tomara, e hizo que diese una vuelta—. Pareces un sueño. ¿Aún quieres ir conmigo al teatro?
—¿Qué otro hombre con un doctorado en humanidades me va a explicar toda la trama de la obra mientras llegamos al teatro? —Le sonrió ella, sin soltar su mano—.
Jonathan le sonrió de vuelta, con sus arrugas de expresión en la comisura de los ojos, y esa mirada amable tras el cristal de las gafas. Su pelo grisáceo, normalmente hecho un bonito desastre, lo llevaba peinado hacia atrás. Aunque un par de rizos suaves se derramaban sobre su sien.
—Aún me faltan los tacones para ser más alta que tú.
Él la miró a los ojos, mientras Ava ladeaba la cabeza, y le cogió los tacones para arrodillarse a sus pies y ponerle los zapatos. Ató la pulsera a su tobillo, y luego lo hizo con el otro. Llevaba unas medias opacas para cubrir las marcas de sus piernas, ya que el vestido tenía un corte bastante profundo.
Después de eso Jonathan levantó la cabeza, mirándola como un hombre enamorado y sin juicio, y ella le sonrió suavemente, acariciando sus rizos canosos.
No contó con que Jonathan le besaría la rodilla, aún mirándola a la cara, y subiría sus manos en una caricia soez, también subiendo su boca por su muslo. Ava jadeó, aferrándose con una mano al lavabo, y él se metió bajo la falda de su vestido, continuando con el camino de besos sobre sus medias. Hasta que llegó al límite, y pudo besar su piel, porque llevaba un ligero negro que las ataba.
—Oh... Para. —Jadeó ella sin aire, al sentir el roce de su barba entre las piernas—. Has dicho que llegaremos tarde.
Él ignoró sus palabras, y rozó su centro con la nariz, respirando su olor, encontrándose en la calidez de sus muslos. Sin poder resistirlo, lamió una franja sobre sus bragas de encaje rojo.
—¡No! —Gritó ella por ese mínimo contacto, levantándose la falda del vestido negro para sacarlo de ahí—. No, no, vámonos. No quiero que se me corra el maquillaje.
Él se relamió los labios mientras la miraba, aún arrodillado delante de ella.
—Quiero ver la obra.
—Quieres molestarme.
—Muy probablemente sí. —Respondió, viéndolo ponerse de pie—.
—No te preocupes. —Jonathan pasó un brazo por su cintura—. En los teatros apagan las luces.
Esa noche, Ava vio su primera obra de teatro en un palco forrado de terciopelo rojo, y una trama escrita por el gran Oscar Wilde.
Los dos pasearon por los pasillos desiertos del edificio, inhalando el aroma a historia y belleza que emanaba la arquitectura barroca y las escaleras de caracol. Se besaron más de una vez, pudieron cogerse de la mano cuando nadie miraba, y se sonrieron con miradas.
Fue una noche fría, las hojas secas bailaron con el viento de otoño, incluso Ava se olvidó de sentirse extraña en ese vestido. Solo fueron dos personas que se lo pasaron bien, leyeron las estrellas, y consumieron esa noche.
Muy afortunadamente, porque solo veinticuatro horas después, muchas cosas habrían cambiado.
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