27
Cuando Ava pisó la estación, su tren hacia Mánchester había salido hacía diez minutos.
—Joder. —Musitó—.
Un hombre que estaba en el banco detrás de ella, dijo:
—¿Esperamos al próximo?
Ava giró la cabeza, y vio a Jonathan leyendo.
—Sí. —Asintió ella, arrastrando la maleta para sentarse a su lado—. A ver si hay más suerte.
Ambos llevaban abrigos largos para protegerse del frío, ella de color marrón, y él de color negro.
Jonathan giró la muñeca para leer la hora en su reloj roto.
—El próximo sale en siete minutos.
—Vale. —Jadeó ella en voz baja—. Vale...
Unas hojas, de tonalidades ocre, se mecieron con el viento. Formando un pequeño remolino.
—¿Qué estás leyendo?
—Estoy releyendo La sociedad de los poetas muertos. —Le respondió, cerrando el libro lleno de apuntes a pie de página y párrafos subrayados—. Voy a utilizar la trama en clase.
—Hm. —Murmuró Ava, arqueando ambas cejas. Tenía los labios pálidos por el frío, y las bolsas bajo sus ojos se acentuaron—. No me suena.
—¿No? También hay una película.
—No suelo encender la televisión. ¿Es importante? ¿De qué trata?
Jonathan exhaló una sonrisa, acumulando arrugas en la comisura de sus ojos.
—No es... Importante como si hablásemos de un clásico, pero es una historia atemporal. Este libro, fue mi punto de partida para cambiarme de carrera y estudiar magisterio.
—¿No querías ser profesor? —Le preguntó, frunciendo el ceño mientras le cogía el libro para leer la sinopsis—.
—No. Iba a graduarme con el doble grado en psicología y derecho.
Ava rio a boca cerrada, dando la vuelta al libro para ver su portada. Estaba algo arrugado, y tenía el lomo roto por todas esas horas que le dedicó leyéndolo. Entre las páginas amarillentas se asomaba la hoja que utilizaba como punto de libro, y en una esquina de la portada había una mancha de café.
—Creo que si hubieses sido psicólogo nos hubiésemos encontrado igualmente. —Pensó Ava en voz alta, devolviéndole el libro—.
—A eso se le llama destino. —Le sonrió él, rozando sus dedos cuando cogió el libro—.
—A eso se le llama coincidencia. Ocurre una coincidencia cuando dos expresiones sin relación directa muestran una casi igualdad que no tiene una explicación teórica aparente.
Jonathan arqueó una ceja, y tomó la mano de Ava para llevarla a su regazo: sobre la bandolera que llevaba en vez de maleta. Sus dedos estaban fríos, porque no llevaba guantes, y se mordía demasiado las uñas.
—El destino es algo que no entendemos, un plan que guía la vida humana y la de cualquier ser a un fin no escogido.
—Eso es una estupidez.
—Bueno. —Jonathan ladeó la cabeza—. A mí me gustan las estupideces.
Ava asintió débilmente con la cabeza mientras miraba sus ojos marrones, presos bajo los reflejos de las luces en el cristal de sus gafas.
—Lo sé. —Respondió—.
Y mirándose a los ojos, la mirada de Ava recayó a sus labios. Se inclinó hacia él un poco más para darle un beso, pero él carraspeó, apartando la cara, y giró la cabeza para mirar al frente.
—¿Qué?
—No me gustaría que estas personas pensasen algo equivocado de tí.
El cielo gris, aún con ánimos de soltar sus lágrimas frías, apenas alumbraba a la multitud que también estaba esperando el tren.
—No puedes saber qué piensan los demás. —Respondió Ava, frunciendo el ceño—.
—Bueno, ¿tú qué pensarías si vieses a un hombre mayor besándose con una chica tan jóven?
—No lo sé. Que tiene suerte, supongo.
Él no pudo evitar reír, mostrando sus dientes blancos, y acentuando esas arrugas de expresión.
—A lo que me refiero, es que la mayoría no pensaría eso.
Cuando el tren llegó a la estación, todos formaron una multitud para entrar primero. Los dos se levantaron del banco, dirigiéndose a la sección de primera clase pagada como un extra por parte de Pedro.
—Su asiento, señorita Verona.
Una azafata abrió la puerta corrediza, desvelando un compartimento con cuatro asientos (dos a cada lado), recubiertos de un terciopelo beige.
—Gracias. —Respondió tomando asiento, mientras Jonathan se sentaba delante de ella—. Disculpe.
La llamó antes de que cerrase la cortina.
—¿Podría servirnos una botella de vino, por favor?
—Por supuesto. ¿Tinto o blanco?
—Tinto, por favor.
La mujer les sonrió antes de retirarse, con un pintalabios marrón mate y el uniforme formal del National Rain. El compartimento no era demasiado grande, pero los asientos eran cómodos, no se escuchaba el ruido que producían los demás pasajeros, y tenían la ventana justo al lado.
—¿Vino? —Le preguntó él, con una sonrisa suave—.
—Los dos nos ponemos más divertidos cuando bebemos.
—Voy a negar que esto no es ético solo porque tienes razón. —Jonathan exhaló una risa austera, desbloqueando el recuerdo de esa frase que le dedicó Julie tiempo atrás—.
"¿De verdad? Los únicos momentos divertidos que tengo contigo es con una botella de vino acabada".
No pudo evitar un suspiro. Lo trágico, es que ella tenía razón. Con veinte, con treinta, y ahora con cuarenta; nunca había sido el tipo de hombre que hacía reír a las mujeres. Ese era Pedro, él sí era el alma de todas las fiestas.
—¿Por qué has aceptado acompañarme? —Le preguntó Ava, arqueando una ceja mientras se bajaba el cuello alto, poniéndose cómoda en su asiento—.
Él se encogió de hombros mientras miraba por la ventana, pasándose una mano por el pelo. Ava evitó suspirar mientras lo miraba. Llevaba una de sus camisas de cuadros oscura, y los primeros botones desabrochados dejaban entrever la estrella de David sobre su camiseta interior blanca. Los colores claros contrastaban con su pelo gris, y su barba teñida de canas.
—¿Por qué no? Tengo que recoger a Iris la semana que viene y puedo aplazar la preparación de las clases para el lunes.
—Entonces te sientes solo. —Afirmó ella. Aunque el tono no era acusativo, pero tampoco una pregunta. Solo un comentario obvio—.
—Siempre me siento solo cuando no tengo a Iris. —Le explicó, esbozando una sonrisa suave para ella—. Solo quería salir un poco de la rutina, y aquí me tienes. Delante de tí, con mucho sueño, y deseando verte entregando los premios Orión.
Ava resopló, girando la cabeza para mirar un momento la ventana que tenían al lado.
—Es una decepción estar en ese observatorio.
—¿Por qué?
—Podría haberme presentado en el observatorio nacional de Londres si hubiese podido superar la nota de Wanda.
—Aquí tienen el vino. —La azafata llamó, esperando permiso—.
Ava le abrió la puerta, y la mujer abrió la botella, dejando las dos copas sobre la mesa para servir.
—Gracias. —Dijeron Jonathan y Ava a la vez, mirando a la azafata antes de mirarse mutuamente—.
La mujer también dejó un surtido de frutos secos, galletas saladas y porciones finas de queso en un plato ovalado de madera. Los gastos del viaje, se encargaba la universidad. Pedro se encargaba, más específicamente.
El tren empezó su viaje y las cortinas, recogidas a cada lado de la ventana, empezaron a mecerse por el vaivén. Mientras el paisaje pasaba a mucha velocidad, los árboles pasaban como motas de color entre tantos edificios. Las calles estaban mojadas, la gente era anónima bajo sus paraguas, y las calles de Everton estaban repletas de farolas y bancos solitarios.
Jonathan cogió su copa de vino tinto, y dio el primer trago mientras la miraba sentada delante de él.
—Hoy estás preciosa, Ava.
Con su acento americano abrasando las palabras, y una sonrisa sutil mientras le confesaba lo encantadora que estaba. Incluso pálida por el frío, con unas bolsas oscuras bajo sus ojos, y vestida con ropa que vagamente le cubría la figura. Le gustaba dedicar pequeños halagos, aunque para la otra persona no significaran nada, porque para él las palabras significaban universos.
Ella suspiró por la nariz, dejando de mirarlo para mirar el paisaje un momento, y se dejó caer, apoyando la espalda en el asiento.
—No me gusta de esa manera. —Le dijo, quitándose los zapatos Oxford bajo la mesa—.
Volvió a ponerse cómoda, recostándose. Cogió su copa de vino y estiró las piernas, subiendo los pies sobre el muslo de Jonathan.
—¿Qué manera? —Le preguntó reteniendo esa sonrisa suave, dejando una mano sobre su tobillo sin dejar de mirarla—.
—Así.
Respondió, dando un trago sin quitarle la mirada de encima.
—¿A qué te refieres?
—Sé que me dices cosas bonitas en tu idioma. Aunque no te entienda.
Jonathan también se puso cómodo en su asiento, apoyando la espalda en el respaldo, y abriendo un poco más las piernas.
—¿Y quieres saber lo qué digo? —Planteó, dibujando figuras abstractas en el tobillo de Ava con las yemas de los dedos—.
—No.
—¿De verdad? ¿Te quedarás con la duda? —Le sugirió con una media sonrisa, aunque casi no se notó entre su barba—.
—Tú no me entiendes cuando hablo de mi trabajo, y yo no te entiendo cuando recitas poesía. Es justo, ¿verdad? —Le sonrió ella con cansancio, perspicaz—.
Él suspiró al ver su sonrisa.
—¿Sabes cual es la diferencia entre el cielo y yo? —Recitó en árabe, mirándola a los ojos—. La diferencia, mi amor, es que cuando te ríes me olvido del cielo.
Entonces la expresión de Ava cambió. Nada visible a primera vista, nada que otorgase un cambio, pero cogió aire, y suspiró por la nariz. Por cómo le cambió la voz, endureció el tono, e incluso pareció otra persona.
—¿Has vuelto a decir que estoy preciosa aunque sea mentira? —Le respondió, ladeando la cabeza con su suave actitud mezquina. Luego dio un trago largo al vino, y chascó la lengua—. ¿Sabes por qué llevo este jersey?
Se quitó la prenda por la cabeza, quedándose con la camiseta interior negra gracias a la calefacción del tren.
—Hm. —Suspiró él, subiéndose las gafas antes de volver a apoyar la mano en su tobillo—. Pensaba que te darías cuenta.
—No suelo parar a mirarme en el espejo.
Él solo sonrió fugazmente, acariciándose los labios con la copa de vino.
—Solo son las marcas de mis besos. —Dijo, dando el último trago—.
El móvil de Ava empezó a sonar. Innecesariamente leyó el nombre de Pedro en la pantalla, y colgó la llamada para enviarle un mensaje a cambio.
Ava V.
Ya estoy en el tren.
Tecleó la respuesta, y sintió la mano de Jonathan subiendo como una caricia hasta su rodilla.
Pedrito:)
Envíame un mensaje cuando llegues al hotel.
—Perdón, es mi padre.
—No pasa nada. —Dijo él, escogiendo una rebanada fina de queso antes de volver a beber—. ¿Cómo es tu padre?
Se sirvió un poco más de vino, vertiendo el líquido carmesí en la copa, mientras la luz de las farolas se reflejaba en el cristal de sus gafas.
—Pues es... —Empezó Ava, apagando el móvil—.
Pasó una mano por su frente para apartar el mechón, y estiró un poco más las piernas para ponerse cómoda, descansando los pies sobre el regazo de Jonathan.
—Divertido... Guapo, alto. La mayoría de veces es muy infantil, pero también muy amable, detallista, responsable... No lo sé. Él es todo lo que quiero.
Ava soltó una sonrisa, con la mirada algo perdida, y se acercó la copa a los labios.
—A veces siento que no me lo merezco. —Comentó aún sin mirarlo a los ojos, dando otro trago al vino—.
—¿Y tu madre? —Le preguntó con curiosidad, ladeando la cabeza, y subió la mano por la espinilla de Ava, para descender de nuevo hasta su tobillo—.
A Ava se le escapó una risa.
Un sonido dulce, pero atípico, como el ruido de la lluvia.
Ella no solía reír, y cuando lo hacía parecía otra persona. Tenía unos dientes blancos, los colmillos afilados, y sus ojos se cerraban bastante cuando sonreía de esa manera sincera y efímera.
—Mi madre es una puta.
Jonathan frunció el ceño, haciendo una mueca que atribuyó a una sonrisa.
—¿Qué te ha hecho para que la llames así?
—No lo digo en ese sentido. Es puta de profesión.
Ava bebió de nuevo, dejando unas gotas rojas sobre sus labios, mientras Jonathan procesaba lo que acababa de decir.
—Vaya. —Se limitó a decir en voz baja. El ruido del tren acompañaba en segundo plano la conversación—.
—En verdad siempre he estado con mi tía. —Le dijo, encogiéndose sutilmente de hombros con la copa pegada a sus labios. Ni siquiera ella sabía porqué continuaba hablando—. Fue la única de mi familia que quiso irse. Y... Bueno, supongo que quería salvarme a mí de todo ese mundo. Aunque no lo hizo de la mejor manera.
Jonathan levantó ambas cejas, asintiendo con la cabeza después de beber, y miró a Ava delante de él aunque ella estaba un poco ausente
—Sabe que el mundo se habría perdido una astrónoma increíble.
—Ya, bueno. —Ella cerró la conversación, mirando por la ventana mientras terminaba con el poco vino que le quedaba de un trago—. ¿Y tu familia?
Le preguntó, también curiosa. El cielo gris formaba el engaño de la oscuridad, y las farolas que pasaban al otro lado de la ventana marcaban una infinitud extraña.
—Si aún te hablas con ellos. —Especificó Ava, poniendo los ojos en blanco—.
—No. —Contestó él, carraspeando mientras se erguía en el asiento—. No sigo en contacto con ellos.
Confesó, negando levemente.
—Aún hablo con mis padres puntualmente, y les gusta ser abuelos, pero... —Soltó una carcajada grave, ahora siendo él quien miró un momento por la ventana—. Cuando no los tuve cerca... Fui feliz. Fue la época más feliz que recuerdo sin-.
Jonathan se paró a sí mismo, limitándose a encogerse de hombros.
—Puedes decirlo. —Lo animó—.
Él tragó saliva, quitándole la mirada, y asintió con la cabeza, volviendo a inclinarse hacia atrás para apoyar la espalda en el asiento. Dos botones de su camisa de cuadros quedaron tensos, ya que la tela se ciñó un poco más a su pecho.
—Sin mi ex mujer. —Terminó. Luego, sin quererlo, sonrió—. Era el callado de clase antes de ella.
—¿Y por qué se fijó en tí?
—Julie era... Es muy extrovertida. Nos conocimos en la sala de espera de urgencias, porque tuve un ataque de asma, y éramos los únicos sentados ahí. Empezó a hablarme porque odiaba el silencio, y después de eso siempre dejaba una conversación inacabada para buscarme luego y volver a hablarme.
Ava levantó ambas cejas, y se sirvió otra copa de vino tinto.
—¿Y...?
—Me engañó con otra persona. —Respondió él, dibujando una media sonrisa triste—.
—No iba a preguntarte eso.
—Es lo que todo el mundo quiere saber.
—Iba a preguntarte si le caía bien a tus padres.
—Oh, Dios, no. —Sonrió, mostrando sus dientes blancos, y se pasó una mano por la barba—. La odiaban. Aunque ellos ya rechazaban la idea de que su único hijo se casara con una mujer atea y americana. Mis padres... No son malas personas. Pero nunca hicieron nada por mí.
Pestañeó lentamente, volviendo a enfocar los ojos miel de Ava, y tragó saliva. Deslizó una mano sobre la mesa para tomar la suya.
—No les importaba castigarme. Ni que otra persona me castigase... Pero siempre en nombre de Dios.
Ava asintió, notando el peso de su mano sobre la suya.
—A mi tía tampoco le importaba gritarme enferma aunque yo le pedía llorando que parase. —Le contó ella—.
—¿Cuántos años tenías?
—Suficientes para entender su odio.
—Yo tenía seis. —Contestó, bajando la voz sin saber muy bien el porqué, y deslizó los dedos desde hasta la palma de su mano—.
—Lo siento. —Susurró ella, mirándolo a los ojos como si compartieran ese secreto—.
Jonathan asintió levemente con la cabeza.
—Lo siento. —Susurró él, mirándola a los ojos aunque en ese momento el tren pasó bajo un puente, dejándolos a oscuras con las pequeñas luces que había bajo la mesa—.
Ava deslizó los dedos sobre la mano de Jonathan, trazando sus venas con las yemas. Sin saber cuándo, retuvo el aliento, y lo dejó ir de sus pulmones con un suspiro.
—¿Puedo besarte ahora? —Le dijo Ava—. Estamos solos y a oscuras para que nadie pueda vernos.
Se escuchó la risa grave de Jonathan entre esa iluminación tenue, y antes de obtener su respuesta sintió sus labios tibios presionando sobre los suyos, con ese manto de barba clavándose en la piel de su mentón.
Él ahuecó una mano para tocarle la mejilla, yendo hacia su nuca bajo el pelo enredado. Ella le mantuvo el beso, y cuando sus labios se despegaron con un sonido húmedo volvió a besarlo, ladeando la cabeza lentamente. Compartiendo el sabor a vino, y el de esa tristeza añeja.
Sintió su lengua buscando la suya, separándose cuando él le mordió levemente el labio inferior. Y el tren salió del túnel, dejando que el cielo gris volviera a iluminarlo todo bajo su tenue dominio.
Quizá el problema no era que los demás pudiesen verlos.
Quizá el problema era que él se sentía demasiado mal viéndose a sí mismo con una mujer tan jóven.
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Cuando el tren paró en su estación, el aire frío de Mánchester les acarició la cara, helandoles el cuerpo.
Se escuchó un trueno, y el aire olía a lluvia. Ava arrastró su maleta, mientras Jonathan dejó una mano en su media espalda, acompañándola de cerca cuando cruzaron la carretera mojada. Los faros de los coches iluminaban los charcos del suelo, y por suerte solo caía llovizna del cielo oscuro.
—Joder, qué frío. —Ava exhaló un vaho blanquecino, entrando en el recibidor del hotel cuando Jonathan abrió la puerta para que pasara primero—.
Todo el lugar era iluminado por lámparas cálidas, y había una moqueta roja carmesí con detalles dorados que indicaba el camino.
—Buenas noches, señor. —El hombre de recepción dejó unos papeles para atenderlos—. Señorita.
—Buenas noches. —Dijo ella en un suspiro, desabrochándose los botones del abrigo largo—. Venimos por los premios Orión.
—¿Señorita Verona? Es un placer tenerla aquí otro año.
Ava giró la cabeza cuando notó que alguien quiso llevarse su maleta, y se encontró con el botones del hotel.
—Permítame. —Le dijo educadamente, y ella le cedió el equipaje—.
—Gracias.
El recepcionista, vestido con el uniforme formal del hotel Saint Lauren, sacó las llaves de su habitación, y un papel que debía rellenar. Jonathan esperó a que terminara, agachó la cabeza para ver a Ava a su lado. Y se escurrió una gota fina de sus rizos, mojándole la sien. Se quitó las gafas un momento, y utilizó la costura de su camisa seca para limpiar las gotas que se posaban sobre los cristales.
—Él viene conmigo. —Le comentó, dejando el papel firmado con una V en cursiva, y un punto—.
—¿El señor...? —Quiso preguntar—.
—La habitación ya está pagada. Buenas noches.
Hizo un ligero ademán con la cabeza, y Jonathan la siguió hasta el ascensor de recepción. Ava sacó el móvil del bolsillo, y tuvo que subir el brillo de la pantalla.
—¿Tienes frío? —Le preguntó, devolviendo esa mano a su espalda—.
—Un poco. —Le contestó, enviándole un mensaje a Pedro para decirle que ya había llegado—. Como tú. Los dos tenemos frío.
—Lo sé, lo-.
—No me trates como si fuera de cristal. —Le recordó, entrando en el ascensor cuando las puertas se abrieron—. Ya lo hacen por ti.
Pedrito:)
¿Tienes todas las pastillas?
¿Necesitas que te envíe algo?
Envíame una foto.
Ava tocó el penúltimo botón, y volvió a su lado mientras las puertas se cerraban con un pitido melódico. Jonathan entrelazó las manos, y apoyó la espalda en la pared mientras Ava estaba a su lado.
—¿Estás cansado? —Le preguntó ella al verlo tenso, también apoyando la espalda en la pared—.
Giró la cabeza para mirarlo, y apreció su perfil. La línea de su mandíbula era difusa la barba, y su nariz era quizá demasiado grande, aunque su atención la robaron sus rizos grises: mojados parecían más oscuros, cosa que endureció sus facciones.
—Necesito fumar. —Contestó, levantando ambas cejas, y también giró la cabeza, encontrándola mirándolo—.
—Yo necesito una ducha.
Las puertas del ascensor se abrieron. Siguió a Ava, y cuando acercó la tarjeta el lector emitió un pitido, desbloqueándose.
—¿Cuánto tiempo estaremos aquí?
—Un día. —Respondió, colgando el abrigo—. El viernes por la tarde volveremos a Everton.
—Oh... Yo pensaba que estaríamos aquí el fin de semana.
La maleta de Ava descansaba en la entrada, así que la llevó hasta el armario. Era una habitación grande y cara, con un balcón de mármol que permitía adorar a los astros del firmamento oscuro. La cama de matrimonio tenía sábanas blancas, y un edredón del mismo color, mientras que el cabecero era color marfil con el borde dorado. El suelo, al ser de madera, estaba caliente.
—Sin duda estaría aquí todo el fin de semana. —Pensó Jonathan en voz alta, mirando la habitación—.
Las paredes eran de un marrón oscuro muy adecuado, y había un tocador justo al lado del balcón.
—Si lo pagas. —Suspiró Ava, sentándose en la cama para quitarse los zapatos—.
—¿Cuánto cuesta la noche?
—No lo decía en serio.
—¿Cuánto cuesta?
—Pues... —Ava frunció el ceño—. Esta habitación debe costar doscientas libras la noche.
—¿Te gustaría quedarte todo el fin de semana? —Le sonrió—.
—¿Qué? No. —Contestó ella, poniéndose en pie—. Eso serían cuatrocientas libras.
—Aunque sea de letras sé sumar.
—No puedes pagar todo eso. —Lo reprendió, incrédula ante la idea de que estuviese dispuesto a pagar tanto para quedarse con ella solo dos días más—. Yo no he traído tanto dinero, y-.
—Yo sí.
—No puedo permitir que pagues eso por mí. —Dijo, como si no fuese obvio—. No.
—¿Cuándo fueron tus últimas vacaciones? —Le preguntó, tomando sus mejillas para que lo mirase a los ojos—. ¿Mmh?
—No puedo. —Le repitió firmemente—. No quiero que pagues mi parte, no me sentiría bien estando aquí.
—¿Te acuerdas cuando me has preguntado por qué te he acompañado?
—¿Qué tiene que ver eso?
—Porque tengo un regalo para tí. —Le confesó con una sonrisa—.
—No me gustan las sorpresas. —Rápidamente contestó, alejándose—.
—Ya está hecha. Pero tengo que tenerte aquí hasta el sábado por la noche.
—¿Qué? ¿Por qué? —Ava sintió su corazón acelerándose, aunque no supo si por emoción o por miedo—. ¿Qué has hecho?
—Ya lo verás.
—¿Es muy caro? No me gusta que me regalen cosas. Lo odio.
—Creéme. —La mitigó, con el cigarro en los labios—. Haré que te guste.
Ella hizo una mueca, quedándose en pie cuando él se sentó en el borde de la cama.
—Eso no me convence.
—Invéntate alguna excusa. —Le dijo, frotando el fósforo para encender la mecha, y al segundo estaba exhalando una bruma de humo—. Volveremos el domingo por la mañana.
—¿Qué? —Le recriminó, casi gritándolo—. ¿Y por qué debería hacer lo que tú quieres? Si volvemos el viernes o el domingo, si nos quedamos un día o todo el fin de semana... ¿Por qué escoges tú?
Él también frunció el ceño, y se sacó el cigarro de los labios después de dar una calada.
—¿De verdad me estás preguntando eso?
—¡No puedes decidir por mí! Tengo un horario, responsabilidades, un amigo, y trabajo.
—No tienes clase el fin de semana. —Le explicó, moviendo la mano con la que sostenía el cigarro para expresarse, siendo perseguido por un hilo de humo—. Yo tengo dinero y la oportunidad de quedarme contigo. Puedes cancelar las clases particulares que das.
—No, no puedo. Por eso se llama trabajo.
—¿No notas lo estresada que vives? —Le dijo, cogiéndola de la cadera para acercarla a él estando sentado en la cama—. Cálmate. Relájate dos días, solo dos días. No se te va a venir el mundo encima por eso.
Acarició su baja espalda, quitándose el cigarro de la boca con una nube de humo que exhaló por la nariz, y dejó un beso en su abdomen sobre la ropa.
—Quizá sí. —Contestó ella—.
—No lo hará. Creéme, no lo hará.
Ava hizo una mueca, aún sin creerse lo que decía, pero no podía negarse si él se ofrecía (e insistía) en pagar esas dos noches más. Incluso esa sorpresa que le había dicho, empezaba a hacer ruido dentro de su cabeza: tenía curiosidad.
No sabía si el mundo iba a caerle encima si paraba toda su rutina durante dos días, ni sabía a ciencia cierta que Pedro no vendría a buscarla, pero Vianne decía dentro de ella: ¿Por qué no? Una parte de ella quería quedarse, quería andar por las calles de esa ciudad desconocida y temblar de frío.
Pero otra parte, la parte dominante, pensaba que iba a morirse si no continuaba con su horario programado. Pensaba que sus notas se descontrolarían, que se le acumularía mucho trabajo, que no podría pagar el piso, que le quitarían la beca... Solo de pensar en relajarse le faltaba el aire.
—¿Qué me dices?
Ava tomó aire, respirando profundamente antes de contestar, y tragó saliva al ver sus ojos suplicantes.
—Que me voy a duchar. —Le contestó en voz baja, apartándose—.
Jonathan le sonrió lentamente.
—Yo pido la cena, ¿vale?
Se levantó.
—¿Te apetece algo?
—No. —Contestó, abriendo la maleta negra para sacar ropa cómoda—. Sorpréndeme también.
Jonathan entrecerró los ojos mientras la miraba, y dio una calada larga.
—¿Estás enfadada?
—No. —Se encogió de hombros, dirigiéndose al baño contiguo—. ¿Por qué debería estarlo? Me preparas una sorpresa y haces que me quede dos días más en un hotel. Es fantástico.
Sus palabras eran claras, pero su tono arisco. Aunque no le dio tiempo a responder, porque cerró la puerta del baño.
Se metió en la ducha, y una vez dentro una cascada caliente la recibió como la lluvia, arrancándole un gemido. Fue una sensación tan abrumadora, que tuvo que apoyar las manos en la pared mientras el agua caía sobre su cabeza, deslizándose por sus cicatrices. Sus músculos, tensos por el frío, se relajaron, dejándola débil, y su pelo castaño se volvió fino mientras le acariciaba el principio de la espalda.
Al final, se vistió con unos pantalones grises y una camiseta blanca que había cogido prestada del armario de Eddie, con la tabla periódica.
Estaba demasiado cansada para ponerse crema en todo el cuerpo, así que salió del baño, y al poner un pie fuera una ráfaga fría pareció desnudarla, helándole la piel.
—Perdón. —Se excusó Jonathan, cerrando el balcón al haber terminado de fumar fuera—.
Él también se había cambiado, llevaba unos pantalones cómodos y una camiseta holgada, donde resaltaba la estrella de David.
—Mm... Qué bien hueles. —Le dijo con una sonrisa envolviendo su cintura con los brazos, bajando una mano por la ligera curva de su cuerpo—.
—Pero no has entrado.
—¿Querías que entrase? —Jugó él, bajando una mano hasta sus piernas, un poco más abajo de su culo—.
—Sí.
—¿Y por qué no me has llamado? —Arqueó una ceja, sugerente—.
Ella ladeó gentilmente la cabeza, rozando los labios con los suyos.
—Porque no quiero tener que llamarte cuando te quiero.
—Entonces sí que estás un poquito enfadada conmigo. —Jonathan entrecerró los ojos, sin darse cuenta de que había subido una mano por su abdomen, tocándola sobre la ropa—.
Ava soltó un suspiro, gustosamente sedada por la sensación de la ducha.
—Un poco. —Confesó—.
Él se relamió los labios con la punta de la lengua, y lo mordió mientras la miraba, asintiendo con la cabeza. Ava quería quedarse, pero se sentía mal por quedarse todo el fin de semana sin hacer nada, así que él cargaba con la culpa y ella podría disfrutar ese tiempo libre.
—¿Quieres que te pida perdón? —Habló sobre sus labios—.
—Servicio de habitaciones. —Llamaron a la puerta—.
Ava cerró los ojos, frunciendo el ceño, y se quejó en voz baja mientras apoyaba la frente en el hombro de Jonathan. Ni siquiera en un hotel estaban a salvo de interrupciones.
—No sé tú, pero yo tengo hambre. —Le dijo, tocando sus brazos para apartarla sutilmente—.
Cruzó la habitación para abrir la puerta, y Ava se arrodilló sobre el colchón, quitando las almohadas decorativas.
—No, yo tengo sueño. —Contestó ella, tirando del edredón y las sábanas para poder abrir la cama perfectamente hecha—.
—¿Qué? No puedes tener sueño.
Jonathan pasó la bandeja con la cena hasta la cama, descubriendo a Ava medio tapada mientras cogía una almohada para ponerse cómoda.
—¿Por qué? —Le preguntó, deformando las palabras en un bostezo—.
Jonathan cogió algo de la bandeja y ella levantó la vista para fijarse, logrando leer Dead Poets Society en la carátula de la película.
—Oh, vamos. —Se quejó ella, haciendo una mueca—. ¿No podemos dejarlo para mañana?
—Mañana me dirás lo mismo. —Le contestó, con una sonrisa contagiosa, y se subió las gafas—. Así cenarás viendo la película y no te dormirás.
Dejó los platos en la cama y Ava se incorporó para averiguar qué había pedido.
—¿No tienes hambre?
Ella levantó la mirada, y se escurrieron unos mechones castaños por ambos lados de su cara. Formaban leves ondas encrespadas.
—¿Por qué sabes lo que me gusta sin habértelo dicho?
Se acercó al plato, poniéndose una almohada sobre el regazo para no quemarse. Él sonrió, acercándose al televisor para poner la película, apagando las luces.
La película inició con un estilo retro, que la acompañó durante las dos horas y diez minutos que duraba, dando una imagen icónica y dark academia. Como un clásico literario lo acompañaba el drama, el amor, la poesía, la lluvia y la tragedia.
Los planos y conversaciones volvieron a Ava una espectadora al filo de la trama mientras comía los restos de la ensalada César. Sus expresiones fluctuaron mientras los personajes decaían, y casi sin darse cuenta apoyó la cabeza en el hombro de Jonathan, que estaba echado a su lado en la cama. Él la miraba para ver sus reacciones.
Ava no pudo evitar soltar suspiros, que su piel se erizara en momentos clave, y todo eso culminó con los créditos de la película.
—¿Qué te ha parecido?
—¿Por qué se suicida? —Dijo, con el ceño fruncido—. No lo entiendo.
—Bueno, ante el miedo de pasar el resto de su vida atormentado por lo que nunca pudo ser, prefiere terminar.
—Lleva el Carpe Diem hasta su límite.
—Sí.
—Dios. —Exclamó ella, mirando a la nada mientras reflexionaba sobre la película—. ¿Por qué te gusta sufrir leyendo esto?
Él le sonrió mirándola a los ojos, acariciándole la mejilla con el pulgar, y ella le devolvió la mirada, con una chispa en las pinceladas verdes de sus iris café.
—Jonathan. —Lo llamó, con el mentón apoyado en su hombro—.
—Mm. —Murmuró para que continuara, acariciándole la cara—.
—Te quiero.
Le resultó raro pronunciar esas dos palabras juntas. Ni siquiera sabía si le había dicho eso a su madre alguna vez, pero ahí estaba, al fin y al cabo.
Porque sentía que esas palabras le pertenecían a él.
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