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18

—La verdad es que rechazo completamente la idea de los museos.

—¿Por qué dices eso? —Le preguntó Jonathan, sentado delante de ella—.

Acercó la taza de café a su boca, sosteniendo el cigarro con la otra mano. Ella se encogió de hombros. 

—La función de un museo es preservar la cultura, exponer y difundir conocimientos. ¿Por qué deberíamos pagar por adquirir un conocimiento que podría estar al alcance de todos? Me parece un servicio capitalista e innecesario.

—Así que nunca has ido a un museo. —Resumió él—.

—Te estoy diciendo que no me gustan.

—Mm... —Frunció el ceño tras sus gafas, y exhaló el humo por la nariz, ladeando la cabeza—. Siendo profesor, con un doctorado en arte y humanidades, me has ofendido bastante.

—¡Ava! —La llamó Judith, abriendo la puerta que comunicaba la cafetería con la terraza. La vio sentada de espaldas a ella—. Creo que ya ha terminado tu descanso para desayunar.

—Solo llevo tres minutos y cincuenta y cuatro segundos sentada. —Le contestó Ava sin girarse, levantando un poco la voz para que la escuchase—. Mira el reloj de la cocina.

—Vaya humor.

—Cuanto más hables más tiempo estaré sentada.

Judith musitó algo, murmurando, y volvió dentro. Jonathan soltó una risa, y estiró el brazo para acercar el cigarro al cenicero de vidrio.

—¿Qué?

—¿Cómo le hablas así a tu jefa? —Dijo con una sonrisa, volviendo a apoyar la espalda en la silla, y dio otra calada rápida—.

Ava resopló, evitando reírse.

—Soy la única imbécil que trabaja de mañana hasta las diez o nueve de la noche. —Le explicó, arqueando una ceja en su rostro normalmente serio, afilado—. ¿Crees que me va a despedir?

¿Crees que Pedro permitiría que me despidiera?—pensó.

—¿Cómo atiendes tus clases?

—Intercambio turnos con Mara. Y solo tengo que atender presencialmente la mitad de las clases. —Respondió, poniéndose en pie—. Llevo tres años con una propuesta de trabajo fijo en el observatorio.

Recogió el plato de la mesa y las dos tazas de café. Los ojos de Jonathan cayeron hasta sus caderas, que estaban a la altura de la mesa, y vio el lazo negro que mantenía su delantal.

—¿Y dormir?

—Dormir es para los burgueses, y los que tiran dinero en museos que mantienen reliquias robadas. —Le contestó—. Nada en un museo inglés es de Inglaterra.

Jonathan le regaló una sonrisa entre su barba grisácea, acumulando unas arrugas de expresión en sus ojos. 

Dejó de mirarla en un pestañeo para apagar la colilla en el cenicero, y Ava vio de reojo a los que estudiaban en la mesa de al lado saliendo de la terraza. Cuando fue a decirle algo lo interrumpió con un beso, agachándose.

—No me gusta que me beses a traición. —Se apartó él, también poniéndose en pie—.

—¿Por qué? —Le preguntó, teniendo que levantar la mirada—.

—Porque luego tengo que esperar un rato para poder dar clase. —Susurró—.

Habían pasado unos días desde lo que hablaron, casi una semana, y lo único que hicieron fue eso; robarse besos, apretarse contra escritorios o pizarras, o simplemente hablar. Ya fuera porque Ava tenía clases o porque Jonathan daba clases, nunca encontraban un sitio para ambos en sus horarios. Añadiendo la insistencia de Pedro para convencerla de que acudiese al cumpleaños de su tía.

Dhelia cumplía cuarenta y dos años el miércoles, y Pedro quería que Ava lo ayudase a organizar todo, o alguna parte al menos. Su tío era como la piedra angular de esa pequeña familia. 

Ava ladeó la cabeza para besarlo, con una sonrisa vaga. Pero cuando quiso acercarse, él se alejó, irguiéndose.

—Señorita Verona. —La llamaron, abriendo la puerta que comunicaba la terraza con la cafetería—.

Ella apretó los labios, y se giró.

—Profesor Redricov. —Le tendió la mano, yendo hacia él—.

—Que pases un buen día, Ava. —Se despidió el profesor West, pasando por su lado—.

—Igualmente.

—Adiós. —Se despidió el astrónomo, y luego volvió a ella—. ¿Vengo en buen momento?

—Sí. ¿En qué puedo ayudarte?

—El observatorio ha organizado un evento para los finalistas de este año. Me han enviado a buscarte, si aceptas acudir.

—Por supuesto. —Asintió con la cabeza—. ¿Cuándo es?

—A las cuatro en punto.

—¿Esta tarde? —Repitió ella—.

Tenía que preparar y retocar su presentación, aclarar los ruidos blancos del audio, y tomar nuevas fotografías de la nebulosa.

—¡Ava! —La llamó Judith, volviendo a abrir la puerta de la terraza—. Deja de escaquearte y atiende la puta barra.


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La sala del observatorio se llenó de aplausos cuando William Cooper terminó su exposición. Ava, Ethan y Wanda estaban sentados a un lado del escenario, también aplaudiendo. Más que un día estresante fue un día completamente programado.

Bajó del escenario hablando con Wanda.

—...además, mi hermano quiere un doble grado en física y tecnología.

—¿Por eso volveréis a Varsovia? —Dijo Ava, frunciendo el ceño, y giró la cabeza para mirarla mientras salían del observatorio—.

—Mis padres nos esperan. —Suspiró—. Aún esperan que les dé nietos y vuelva a casa.

—Wanda, no te gustan los hombres.

—Ya, pero eso no lo saben.

Pararon cuando estuvieron frente a un paso de peatones. Había un grupo de estudiantes que protestaban en la calle. Ava sintió la vibración del móvil en el bolsillo, y lo sacó para leer el mensaje.

WHATSAPP · Profesor West (2)
📌[ Ubicación ]
¿Puedes?

Ella frunció el ceño al leerlo en la ventana de notificaciones. Wanda tomó su brazo para cruzar la calle.

Ava V.
Acabo de salir del observatorio

Escribiendo.

Profesor West
Es importante

Entrecerró los ojos, sin entenderlo, pero intrigada. La calle de la ubicación estaba a treinta minutos andando.

—Me muero de hambre. —Dijo Wanda—. ¿Te apetece tomar algo en esa cafetería?

—Mm... No. —Respondió Ava, guardando de nuevo el móvil—. No, lo siento, tengo clase. Fundamentos de Astrofísica.

—Pensaba que podías convalidar esa asignatura.

—Sí. —Frunció el ceño—. Tengo que hablar con la rectora sobre eso, llamaré a un taxi.

—¿Tienes dinero? —Le preguntó, colocándose el otro mechón tras la oreja. Tenía tres pendientes de oro en el lóbulo—.

—Sí. Muchas gracias.

—Pues hasta luego. —Se despidió Wanda, encogiéndose de hombros—.

Se acercó y le dio dos besos, apoyando la mano en su hombro. Wanda olía bien, a champú de coco y perfume Dior. Sus padres exportaban especias desde Polonia, así que Wanda venía de una familia bastante acomodada y tradicional.

Después Ava llamó a un taxi, suspirando. Cómo odiaba un plan esporádico... Pero también era curiosa.

El taxi negro no tardó en acudir a ella, y la llevó hacia la ubicación que le había enviado. Ava era una persona segura de sí misma, pero dentro de su horario, dentro de su zona de confort.

Dentro de ese coche se puso tensa, estaba incómoda. Realmente incómoda. Cuando el trayecto terminó, pudo volver a respirar, deshaciéndose de ese corsé imaginario que le apretaba el pecho.

Bajó en una calle adoquinada, con una tienda de vinos algo peculiar. Era de ladrillo rojo, y una enredadera verde se colaba por el balcón, escalando por la fachada, dando la impresión de que su jardín tenía vida propia. Estaba tan absorta mirándola, que se asustó cuando alguien le tocó la espalda.

—Perdona. —Sonrió Jonathan—. Pensaba que no vendrías.

—No ibas a dejarme con la intriga.

Jonathan ladeó la cabeza, con esa sonrisa en sus labios, y bajó la mirada hasta los tacones dorados de Ava.

—Vamos. —Dejó una mano en su media espalda para guiarla—.

Estar juntos, aún fuera de la universidad, sabía raro. Era raro. Pero seguía sintiéndose mal, algo que no debería ser así, y eso la fascinaba.

—Oh, claro. Y supongo que no vas a decirme porqué me has traído hasta aquí. 

—Yo no te he obligado a venir. —Respondió él con una sonrisa—. Has venido tú sola.

Él seguía llevando el suéter negro con una chaqueta oscura de botones. Algo simple, como los jeans azules que llevaba y sus rizos suavemente desordenados. Por eso la extrañó. Ella llevaba traje y una blusa de satén.

—¿No has paseado por aquí?

—Seguramente cuando era pequeña. Pero no me acuerdo.

—A mi hija le gusta pasear por aquí. —Le dijo, respirando el olor a champú de vainilla que rezumaba su pelo castaño mientras andaba a su lado—. Hasta imita vuestro acento.

Ava sonrió al imaginársela, aunque nunca la había visto, un americano intentando imitar el acento inglés siempre resultaba divertido.

—Espera. Has dicho que a tu hija le gusta pasear por aquí. —Paró Ava, haciéndolo parar a él también cuando se adelantó unos pasos. Entrecerró los ojos—. Dijiste que a ella le gustan los museos. ¿Me estás llevando a un museo?

Jonathan sonrió de costado, ladeando la cabeza, y borró esos pasos que los separaban para tomarla de los hombros, ganándose la atención de esos dos ojos miel.

—Ya lo sabías antes de venir. —Le dijo, reteniendo esa sonrisa cuando la giró—.

Ante ella había un paso de peatones bastante ancho, y un rebaño de turistas tomándose fotos o mirando mapas delante del Gran Museo de Everton. Parecía un panteón Griego, con escalones largos y columnas. 

No le había mandado la ubicación exacta para que no lo viese en Google Maps. La había arrastrado a una pérdida de tiempo, un tiempo que Ava no tenía.

—¿Esto era tan importante? —Le recriminó, con pesadez—. ¿Sabes qué tenía que hacer esta tarde? Estudiar el SPHEREx, un futuro observatorio espacial de infrarrojo cercano que realizará un estudio de todo el cielo, para medir los espectros de infrarrojo cercano de aproximadamente 450 millones de galaxias.

—¿Sabes qué pienso yo? Que no puedo estar con alguien que no haya visto El Rapto de Perséfone de Bernini.

Volvió a tomarla de la cintura, subiendo la mano hasta su media espalda, y la llevó hasta la entrada del museo. Subieron las escaleras, y cuando llegaron arriba, entrando en el recibidor del museo, Ava sonrió al pensar en lo que había dicho.

—¿Así que estamos saliendo? —Le preguntó desde la entrada—. ¿Esto es lo que es?

Ava arqueó una ceja, ladeando la cabeza con esa sonrisa suave que no podía quitarse mientras lo miraba delante de ella, a unos pasos de distancia.

—¿Es una cita?

Él la miró, ladeando la cabeza.

—Supongo que soy un idiota de letras muy romántico, ¿no? —Respondió con otra pregunta, y se acercó a ella para tomar su brazo con delicadeza, terminando en su muñeca—.

Cruzaron el recibidor del museo, y ese olor añejo, a pintura seca y poesía escrita, los envolvió en un cálido abrazo. Al igual que el eco, que respiraba una noción de paz, y esa típica soledad que acompañaba a las obras de arte. 

Fue como entrar en un mundo aparte, o en un tipo de lugar santo.

No había nadie, el personal de limpieza apenas estaba empezando a deambular, pero Jonathan solo saludó al hombre de recepción y entraron en la primera sala del museo.

Había suficiente silencio para que se apreciasen los tacones de Ava. Entró detrás de él, y lo primero que hizo fue mirar el techo, dejando sus labios ligeramente entreabiertos al mirar hacia arriba. 

Era todo un mosaico de pintura al fresco, con ángeles de rostros difusos, nubes esponjosas que parecían tener más años que el propio cielo, y representaciones bíblicas de Santos con halos dorados y bastones. Como si fuera el paraíso, justo encima de ellos.

—¿Esto te gusta?

Había detalles, velas para iluminar las ilustraciones, relieves y flores que ornamentaban las figuras. Jonathan la miró con una sonrisa mientras ella miraba el techo. Apreció sus pestañas rozándole las cejas, la figura recta de su nariz, y acabó bajando sin querer a sus labios.

—Es... —Se encogió de hombros, cerrando la boca—. Es bonito.

—Esto no es nada. La Bóveda de la Capilla Sixtina te encantaría. —Le dijo, como si fuera un consejo, o una propuesta—. Pero está en Italia.

La sala estaba vacía, pero a lo lejos se escuchaba el eco de unos murmullos. Habían cuadros colgados en las paredes, protegidos por vitrinas, y otros con pequeños focos apuntando directamente a ellos.

Jonathan la dejó deambular, riéndose para él mismo, porque parecía un gato curioso. Se acercaba a las obras, las miraba, y luego se arrepentía y buscaba otro cuadro. No sabía dónde mirar, ni qué estaba mirando, o quién.

Ava paró delante de uno, bastante grande, pero no por eso llamó su atención. Vestida como iba, con ese traje beige y esos tacones finos, quizá incluso parecía una crítica de arte. Le dedicó una mirada seria al cuadro, dejando que las expresiones de las personas le hablaran.

—¿Qué pasa en este cuadro? —Le preguntó—.

El último día de Pompeya. —Dijo Jonathan, colocándose a su lado con las manos en los bolsillos. También miró el cuadro, como tantas veces había hecho—. La erupción está empezando.

Ava vagó los ojos por el relieve del cuadro, por los pequeños tramos que parecían bañados en aceite. De tan cerca parecía una pintura, pero a una distancia parecía casi una fotografía.

—Fíjate en estas mujeres. —Le señaló, haciendo un pequeño círculo con los dedos, y ella miró ahí—. Es una madre con sus dos hijas.

La mirada de la madre era magnífica y horrible a la vez. Sabía que iba a morir, pero lo peor, sabía que sus hijas iban a morir. Tragó saliva, sintiéndose atrapada por un momento por la horrible angustia de la pintura.

—Sus esqueletos fueron encontrados en esta posición en las ruinas. —Le explicó, girando la cabeza para ver su expresión—.

Parecía absorta, mirando la pintura.

—El pintor acudió a la excavación de Pompeya. Y quiso hacer un homenaje a este momento. Es una obra del clasicismo, óleo en lienzo.

Parecía tan real... Las estatuas cayendo, el cielo partiéndose, la gente desesperada, el olor de la muerte.

Ava tragó saliva, y dejó de mirar.

Volvió a deambular frente a las exposiciones, observando las obras de arte una por una, hasta que otra reclamase su atención.

—No estás diciendo mucho. ¿Eso es bueno o malo?

—Quizá un poco de las dos. —Dijo ella, sin girarse para hablarle—. La Muerte de Sócrates.

Levantó un dedo para señalarlo, orgullosa de haber reconocido alguna de las obras. Jonathan se acercó. La miró, mientras ella miraba el lienzo al óleo, y sus ojos miel recayeron en varios puntos. Sus pestañas eran densas, y sus pupilas intentaban estudiar algo que no terminaba de entender.

—¿Qué te dice este? —La llevó hacia otro cuadro, señalando el siguiente—.

Ava se movió hacia el lado, cruzando sus tacones. Estaba enmarcado detrás de una vitrina impoluta. Tomó una respiración profunda, intentando encontrar la historia de esa imagen.

Era un hombre en una bañera, con un corte en el pecho, y una nota escrita en la mano. Sufría, ese sentimiento estaba plasmado en su rostro. Había detalles imperfectamente perfectos, como las arrugas del papel, las manchas minúsculas de sangre, la perspectiva y las sombras.

—No lo sé. —Susurró sin porqué—. ¿Un suicidio?

—Se titula La Muerte de Marat. —Le explicó, en pie a su lado—. ¿Cómo vas en historia?

—Peor de lo que voy a admitir.

—¿Cuándo fue la Revolución Francesa? —Le preguntó, con una sonrisa mezquina—.

—¿Es un examen? —Ella arqueó una ceja, imperativa—.

—Puede.

—¿Cerca del siglo XIX?

—Entre 1789 y 1799, listilla.

—¿Vas a explicármelo ya o te vas a hacer de rogar? 

Jonathan le regaló una sonrisa. Volvió la mirada hacia el cuadro.

—El tema de la pintura es el asesinato de Jean-Paul Marat, un periodista y político francés. Fue uno de los líderes de los jacobinos, de extrema izquierda, durante la Revolución Francesa. Y se hizo conocido como un defensor del terror en la lucha revolucionaria. Pertenece al Neoclasicismo.

—¿Si? —Le preguntó ella para que siguiera, con una sonrisa estúpida que no supo de dónde salió—.

—Marat fue asesinado en la bañera de su propia casa, apuñalado por una joven girondina. Charlotte Corday. —Siguió contando, ya que ella lo pidió—. Era un grupo formado por la burguesía de las provincias, moderados y federalistas.

Ella lo miró mientras explicaba, pero él estaba centrado en el cuadro. Estaba de perfil, aclamando la figura de su nariz griega y la estructura de su mandíbula. Mientras hablaba, se acomodó las gafas.

Ava se mordió el labio mientras lo escuchaba, sin quererlo, quedándose sin pestañear mientras lo miraba de cerca. Los años habían convertido su pelo y su barba en sal y pimienta. Se dibujaban líneas de expresión en la comisura de sus ojos, igual que en su frente. Y alrededor de su cuello estaba la cadena plateada: la estrella de David. Lo escuchaba, pero también escuchaba sus pensamientos, que iban incrementando cuanto más hablaba.

Bésalo, bésalo, bésalo.

Historia, arte, filosofía. Él era el polo opuesto que la atraía, casi de una manera irracional. Jonathan le parecía atractivo en muchos niveles, pero su inteligencia, distinta a la suya, la embelesaba. La atraía irracionalmente como una estrella precipitándose hacia un agujero negro.

Así que lo cogió del cuello de su chaqueta y lo interrumpió, conteniendo el aliento cuando sus labios quedaron juntos. Entonces él calló, procesando un instante lo que acababa de hacer, y luego ahuecó las manos para sostener ambos lados de su cintura. 

Mientras se besaban delante del cuadro, acariciando la lengua del otro, Ava se abrazó un momento a su cuello, y le tocó el pelo. Con sutileza, solo enredando los dedos en los rizos suaves de su nuca.

—A veces me olvido que ya podemos besarnos. —Susurró él, sonriendo sobre sus labios—.

Ella le devolvió el gesto, y deslizó las manos por las sienes de Jonathan, ahuecando las manos para acariciarle la mandíbula, pinchándose los labios y los dedos con su barba.

Ladearon la cabeza para besarse otra vez, buscándose. Sus labios resbalaban por la saliva del otro, aumentando su necesidad, y de un momento a otro ya estaban comiéndose la boca, como los dos necesitaban. Mientras los ojos de los cuadros los observaban, y escuchaban la melodía de sus besos húmedos. 

No fue hasta que Jonathan descendió las manos hasta las caderas de Ava, tomándola para pegarla a él, que se separó un poco de ella al ver que sus manos se habían bajado demasiado.

—Lo siento. —Apretó una disculpa en sus labios—.

Ava suspiró una queja inverosímil, con una mano en su nuca para que no se alejara demasiado, y con la otra mano tomó la muñeca del profesor, bajándola desde su cintura hasta la curva de su cadera, dándole permiso.

—Tócame. —Le susurró—.

Jonathan asintió un par de veces mirándola a los ojos, sumiso, embobado por su tono de voz, por su olor a vainilla y canela, y por un instante volvió a ladear la cabeza. Rozando su pómulo con la nariz. Pero luego se arrepintió.

—Sé que tu quieres. —Le dijo, tragando saliva, y decidió apartarse un poco más—. Pero no hago esto solo para acostarme contigo.

—Lo sé. —Asintió con la cabeza, sin poder pensar mucho, y con la respiración agitada—. Lo sé.

Ava tragó saliva, sintiendo las manos de su profesor tocándola, subiendo por su espalda, amoldándose a las curvas de su cuerpo. Él ladeó la cabeza, y se acercó un poco más para besarla cerca de la boca, el espacio entre la comisura de sus labios y su mandíbula, raspándole la piel por la barba. Formando un pequeño camino de su mejilla hasta sus labios, y ella cerró los ojos, gimiendo en voz baja. Suspiró sobre su rostro.

Cuando le besó los labios indiferentemente ella intentó corresponder, abrazándose a su cuello, deslizando las manos por sus hombros. Y él ahuecó la mano para tocarle las costillas, subiendo la mano hasta rozar el comienzo de su pecho bajo la blusa. Quiso desabrocharla, solo un poco. Pero le mordió el labio inferior, dejándola ir, y le susurró.

—Pero no dudes que tengo tantas ganas de follarte como tú a mí.

Ava lo miró jadeante, y descendió la mano para acariciarle la mejilla entre la barba.

—Eso también lo sé. —Le susurró, devotamente perdida en sus ojos—.

Ambos sonrieron, o al menos abrieron la boca, y la cerraron para volver a besarse, formando un sonido pegajoso cuando separaron sus labios. Besarse... Besarse era divertido, delicioso, pero no suficiente. No cuando los dos estaban de esa manera. Y lo más jodido, era cuando llegaban a ese límite que aún no habían cruzado, porque entonces algo siempre interrumpía.

El teléfono de Jonathan resonó en su bolsillo, con la melodía de La campanella de Paganini gracias a una alarma programada. Así que fue él quien se separó.

—Tengo que ir a recoger a mi hija.

—Y yo debería estar trabajando. —Respondió Ava—.

Jonathan asintió, tomándola de las mejillas, y volvió a acercarse para besarla. Ese día Ava sabía a chicle de fresa, a deseo y ganas, y sentía que no podía tener suficiente de ella. Coló la lengua dentro de su boca, y apretó otro beso casto en sus labios, mortificándola por la barba.

—Deja de besarme. —Le pidió sin aire, girando la cabeza, y devolviendo la mano al pecho de Jonathan—.

Notó su corazón acelerado.

—Deja de provocarme besarte. —La reprendió, y se apartó, pasándose una mano por el pelo—. Para ser la primera visita al museo ha estado bastante bien.

Dijo en voz alta, dejando de hablar en susurros. Ava tenía los brazos cruzados bajo el pecho, y sin querer volvió a perderse mirando los cuadros.

—¿Habrá más visitas? —Frunció el ceño—.

—¿Sinceramente? No hemos pasado ni de la primera sala. —Le contestó—. Pero admite que te ha gustado.

—Pf. —Resopló, dibujando una sonrisa que mostró sus dientes, giró la cabeza para quitarle la mirada un segundo—. Ha sido bastante aburrido.

—Aburrido. —Repitió él, levantando ambas cejas—.

—Solo es pintura sobre un cuadro, ¿tengo que darte las gracias por hacerme perder tiempo?

Jonathan pareció reírse, pero luego dio un paso hacia ella, irguiendo los hombros, y cuando se acercó Ava estuvo dulcemente tentada a retroceder. Pero no lo hizo.

—Pues la próxima vez. —Le susurró, agachándose a su altura—. Ponte una falda para comprobar lo cachonda que te pone escucharme, ¿vale?


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Al día siguiente, el profesor West entró en su clase, algo distraído pensando en la junta de evaluación. 

—Buenos días. —Los saludó, estando aún de espaldas—.

—Buenos días a las siete de la mañana... —Se quejó un chico—.

Jonathan se dio la vuelta, sacándose un momento las gafas para limpiarse las motas de polvo con el reverso del jersey.

—¿Empezamos a hablar sobre el trabajo que os mandé a los suspendidos o preferís perder la asignatura? 

Se las puso y miró a sus alumnos, apoyando la baja espalda en el escritorio. Paseó la mirada por las filas, yendo a encontrar a Ava en la tercera, junto a la pared. Pero no estaba. Y eso lo extrañó.

 Volvió a mirar a sus alumnos, y rápidamente se dio cuenta.

—¿Alguien me puede explicar por qué las tres únicas chicas de nuestra clase han desaparecido?

Algunos de ellos ahogaron una risa.

—Están en la cárcel.

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