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17

Cuando el día pasó, Ava no apareció por ningún sitio. 

No estaba en la biblioteca, no estaba atendiendo cuando tomó un café con Pedro, y no se presentó a la clase de filosofía a las siete. Y cuando Jonathan vio su lugar vacío en la tercera fila, justo al lado de la pared, empezó a asustarse.

Sí, la había besado a traición. Pero ella también le siguió el beso. Lo había tocado tan torpemente, pero firme, mientras lo besaba... Primero el pecho, luego los hombros, subió las manos por su cuello, y tiró levemente de su pelo rizado. Aún sentía el recorrido de sus manos, como fuego sobre su piel. 

¿Dónde habían quedado sus principios? Seguramente se habían reciclado para convertirse en ese remordimiento que lo atormentaba. No la había obligado a nada, ¿cierto? Solo le había robado un beso, porque la vio tan vulnerable, tan humana al bajar de su pedestal de perfección y seguridad, que cuando le tembló la voz... Solo quiso consolarla. La vio tan rota, tan necesitada de una atención que ella misma se negaba a recibir, que no supo qué hacer.

Solo se le ocurrió besarla, ¿y no fue una mala idea, no? Ella también quería, la tensión que nacía entre ellos cuando estaban a solas era tan densa que casi los empujaba hacia el otro. Ava también había notado eso, ¿verdad?

O quizá lo había malinterpretado todo. Que sería lo más probable, porque Ava no daba señales de vida.

Era de noche, estaba sentado en el sofá de terciopelo marrón, y mientras fingía mirar la televisión estaba pensando en todo eso, pellizcándose levemente la barba. Joder, ¿en qué estaba pensado? No, ese fue el problema, que no había pensado. 

Era una cría, ni siquiera tenía veintiún años, los cumpliría en enero. Internet estaba plagado de información sobre el caso de la chica del tren, y la vida de Ava (de Vianne) parecía más un documental que una biografía.

Con su nombre no encontró nada en ningún sitio. La administración de la universidad no tenía un expediente bajo ese nombre, según el registro solo Wanda Kamiński poseía la beca Universe, y no había ningún documento que confirmase la existencia de Ava Verona. 

Solo necesitó tomar una fotografía de la web del observatorio, cuando ella recogió el premio Atlas, y Google reconoció su cara, llevándolo a una odisea de notícias, periódicos, curiosidades y vídeos sobre el caso de Vianne James Bennet. 

Las fotos, fueron lo peor.

¿Esa chica que estaba tirada en una calle, ensangrentada y raquítica, era la misma mujer con la que llevaba hablando desde que empezó el curso? ¿Cómo? ¿Y su familia? ¿Cómo habría sido Ava antes del accidente?

¿Por qué la había besado?

Se hundió en el sofá, rascándose los ojos bajo las gafas. 

—¡No me estabas escuchando! —Le recriminó Iris, indignada—.

—Sí te estaba escuchando.

La había bañado, y su pelo rubio estaba recogido en una trenza. 

—¡No! Estabas pensando en tus cosas. —Frunció los labios, haciendo un puchero rebeldemente dulce—.

—Estaba pensando en que ya es hora de ir a la cama. —Le dijo, levantando un brazo para mirar la hora en su reloj roto: las nueve de la noche—.

—No tengo sueño... 

—Yo sí tengo sueño. —Asintió, levantando ambas cejas—.

—Mentira. —Hizo mohín—. Dices eso y luego te pones a leer libros sin mí.

—Ah, ¿por qué eres tan lista? —Se levantó del sofá, y ella levantó las manos para que la cogiera en brazos—. Las chicas listas asustan a los chicos.

Ella se apoyó en su hombro, abrazándolo.

—Debes seguir siendo una chica lista.

—No tengo sueño.

—¿Y si leemos un cuento para no dormirnos?

—¡Sí! —Dijo con ilusión—. ¿Podemos leer la historia de esos señores que están en una cueva? Es mi favorita.

—Sí. —Le contestó, algo cansado—. Te contaré el mito de la caverna.

Las luces de la casa eran cálidas, y había un murmullo acogedor gracias a la televisión. Cuando subió el primer escalón alguien llamó a la puerta, y se dio la vuelta para abrir.

—Hola. —Lo saludó Julie, con una sonrisa—. Hola, cariño.

Entró en casa, y acercó una mano a Iris para acariciarle el pelo, con una sonrisa en sus labios teñidos de carmín.

—¿Has venido a recogerme? —Le preguntó Iris, frunciendo el ceño—.

—Sí. Pero puedes venir conmigo o quedarte con papá.

—No la hagas escoger.

—Quiero quedarme. —Dijo Iris, abrazándose a su cuello—. No me gusta David... Quiero estar con papá.

—Y tenemos que hablar de eso, también. —Le recordó Jonathan—.

—Vale, no pasa nada cariño. Puedes quedarte con papá.

—¿Y tú no te quedas? —Le pidió la niña, inclinándose para cogerle la manga de la gabardina—.

—No. —Le explicó, apretando los labios un segundo. Giró la mano y tomó su pequeño brazo para besarle la mano—. Mañana tengo que trabajar, y David me está esperando en casa.

Le sonrió a su hija, volviendo a inclinarse para besarle la cabeza.

—¿Quieres que suba y te arrope? —Le preguntó Julie, acariciándole la mejilla—.

—No. —Balbuceó Iris, pidiendo bajar, y Jonathan la dejó en el suelo—. Puedo subir sola.

Le dio la espalda a su madre, y empezó a subir las escaleras. Jonathan giró la cabeza para dejar de mirarla, y clavó los ojos en los de su ex esposa, ladeando la cabeza.

Cuando Iris subió a su habitación, empezaron a hablar.

—¿La dejas sola con él? 

—Tampoco durante tanto tiempo. —Dijo ella en un tono cansado, negando con la cabeza—. Le cae bien David, pero aún sigue enfadada por lo que pasó.

—No es nadie para castigarla. Ni para decirle lo que está bien y lo que está mal. Su comportamiento es cosa nuestra, somos sus padres.

—Y David es mi pareja. ¿Crees que me voy a enfadar cuando estés con alguien y regañe a Iris por haber hecho algo malo? Debe aprender que ya no estamos juntos, y conocerá a más personas a parte de nosotros dos.

—Yo no estoy con nadie cuando tengo a Iris. —La corrigió—.

—Pero algún día lo estarás. —Lo animó Julie, frunciendo el ceño de manera comprensiva—.

—No voy a discutir esto, Julie. —Dio un paso hacia ella—. Como ese hombre le ponga una mano encima a mi hija, yo también lo haré con él.

—¿Qué? Por supuesto que no, se llevan fenomenal. Pero sigue resentida porque la castigó a su habitación, cuando tiró los recipientes de pintura por el suelo.

—Tiene seis años. —Le dijo, sin gritar, pero endureciendo su tono—. En casa la dejábamos pintar en las paredes de su habitación. Es una niña muy creativa, ¿qué hay de malo en eso?

—A quién se parecerá. —Le dijo con una sonrisa, pero él no la imitó, así que dejó ese tono—. Ya lo sé. La conozco muy bien, también es mi hija. Pero tiró la pintura con una rabieta, e hizo un desastre.

—¿Y dónde estabas tú, Julie?

—Estaba trabajando.

—Ya. Ya, el problema es que tú nunca estás.

—¿Qué quieres que diga? —Respondió ella, levantando un poco la voz, y abriendo los brazos—. ¿Prefieres que deje el trabajo? ¿Que la deje sola en casa? Mira, yo cumplo el horario laboral que cualquier hombre con hijos hace, y no veo a nadie parando el mundo para recriminarles lo mal padres que son.

—No he dicho que seas mala madre.

—Ya. Cuando una madre tiene que trabajar y no cumple con todos los cuidados del bebé ya es una madre mediocre. Pero cuando un hombre se encarga de las necesidades más básicas de sus hijos ya es un buen padre.

—¿Crees que soy un padre mediocre? —Le exigió la respuesta, acercándose a ella—. Yo siempre estoy ahí. Soy yo al que llama cuando está enferma o tiene miedo. Has utilizado la excusa de las reuniones y los viajes de trabajo para dejarnos, ni siquiera pediste la baja por maternidad.

—Yo me encargaba de traer un buen sueldo a casa.

—Yo también trabajo, pero a mí Iris nunca me ha sobrado.

—No digas eso. —Lo señaló, mirándolo con una rabia contenida—. No digas eso. El que me sobraba eras tú, no ella.

Jonathan se acercó, con las manos en la cadera.

—Como David vuelva a gritarle a Iris, como la haga llorar, tendremos problemas.

—Papá. —Se giró, viéndola al final de las escaleras con su pijama rosa arrugado—. ¿Me lees el cuento?

—Sí, cariño. Ahora subo.

Iris asintió con la cabeza, y se giró para volver a su habitación.

—Buenas noches, Julie. —Se despidió sin mirarla, empezando a subir las escaleras—.

No se giró, pero cuando estuvo arriba escuchó la puerta cerrándose. Entonces giró la cabeza, y vio el recibidor solo, con la luz apagada.

Dejó de mirar, desenganchándose de ese momento, y giró la cabeza para mirar el pasillo, dirigiéndose a la habitación de Iris. Aún faltaba más decoración, pero su cama estaba en un buen lugar al lado de la ventana, pegada a la pared.

—¿El mito de la caverna? —Suspiró, sacando el libro de la estantería—.

—¡Sí!

—¿Y quién lo escribió?

—Ese señor que tiene una estatua con su cara.

—¿Cómo se llama? —Le preguntó, sentándose en la cama, y ella rápidamente se tumbó para que la arropara con la manta rosa—.

—Platón. —Contestó con una sonrisa—.

—Muy bien. —Le sonrió él, mirándola desde arriba con una mirada de ensoñación, y le acarició la mejilla—.

—Pero no tengo sueño, eh.

Él aflojó su sonrisa, y terminó acariciándole el mentón.

—Iris. —La llamó—. Voy a hacerte una pregunta, y quiero que seas sincera conmigo, ¿vale?

—Yo nunca miento. Las mentiras se delatan.

Jonathan esbozó una sonrisa al escucharla.

—¿Quieres estar aquí, Iris? ¿Estás bien conmigo?

—Sí. —Respondió ella, asintiendo exageradamente con la cabeza—. Claro que te quiero a ti, papá. Ha sido una pregunta muy tonta.

Se incorporó para levantarse sobre la cama. Se tiró a su cuello, y él colocó una mano en su pequeña espalda, devolviéndole ese abrazo.

—Pinchas, papá.

Eso lo hizo reír, y volvió a echarla en la cama. La arropó, sentado a su lado.

—Vamos a leer el cuento y a dormir, ¿de acuerdo? Mañana tienes que ir al colegio.

—Hm. —Asintió Iris—. La señorita Stenfeld dice que debería aprender a escribir números y no a dibujar en la mesa.

—Ay, cariño. —Suspiró—. Eso te lo van a decir toda la vida.

—¿Si? —Frunció sus cejas rubias, triste—.

—Tú sigue dibujando en mesas. —La animó, con una media sonrisa—. Las suyas serán aburridas. Y tu mesa estará llena de colores.

La convenció para leer solo el final del cuento, y encajó en su pequeña cama para leer a su lado. Antes de llegar a la última página, ya se había quedado dormida sobre la almohada, así que Jonathan salió de ahí con cuidado.

Recogió el desastre de la cocina, puso el lavavajillas y luego subió directamente a su habitación. No cerró del todo la puerta por si Iris tenía una pesadilla o vomitaba.

Se lavó los dientes en el baño contiguo, y por fin se metió en la cama, dejando las gafas en la mesita de noche. Miró al techo unos segundos tormentosos, y antes de aceptar irse a dormir, hizo caso a sus remordimientos y sacó el teléfono para escribirle a Ava.

Jonathan A. West

¿No quieres hablar?

Esperó por su respuesta, o que se pusiera en línea. Pero no se veía su última conexión y no podía saber si había leído su mensaje.

Jonathan A. West
¿Vas a ignorarme?
Sabes que puedes decirme lo que sea.

De nuevo, no respondió. Esperó por ella, abriendo su perfil, pero no tenía ninguna frase de estado, solo su foto: Ava con el sol poniéndose detrás de ella, mientras calibraba el telescopio.

Jonathan A.
De acuerdo. Pensaba que éramos lo suficiente maduros para hablarlo.

Esperó que se pusiera en línea, pero no pasó.


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El sol resplandecía entre nubes nómadas, y calentaba los adoquines mojados. Cuando Jonathan entró en la universidad su cuerpo se relajó, y casi soltó un suspiro. 

Por un momento sintió una oleada de satisfacción repentina: la edad de esas paredes, esas columnas y arcos, ajenos a los años y los cambios. Consiguió que, por un momento, en esos pasillos vacíos fuera capaz de pensar con cierta perspectiva. ¿Por qué debía mortificarse por un beso precipitado? ¿Un beso, una simple acción humana, que borraría el tiempo? Como dijo la filosofía antes que él: "Morir es conmovedoramente amargo, pero la idea de tener que morir sin haber vivido, es insoportable".

Se dirigió a la sala de profesores, para terminar de corregir los trabajos que dejó completamente ignorados.

—Me contó 0,25 menos por no escribir bien la palabra. —Se quejó Eddie sentado en la barra de la cafetería—.

Ojeó su examen de tres páginas, leyendo las anotaciones cortas escritas en rojo. 

—La de química sonríe mucho y es muy amable, pero joder, qué estricta es.

Se pasó una mano por el pelo, y dos mechones blancos cayeron por su frente. 

—¿Me estás escuchando? —Le pidió a Ava, mirándola, pero ella parecía muy centrada y a la vez perdida mientras preparaba la masa—. Llevas todo el día igual ¿qué te pasa?

—Nada. —Se rascó la nariz con la muñeca, para no mancharse de harina—. Esta noche no he dormido.

—Como siempre. —Dijo Eddie, dejándose caer hasta apoyar la cabeza en la barra, dejando un brazo estirado—. Estoy cansado...

Canturreó, repicando con sus dedos decorados con anillos plateados.

—¿No vas a decirme en qué piensas?

—En que tengo hambre. No he desayunado.

No le había contado nada de su conversación con Blake, y mucho menos lo que pasó en la sala de profesores. 

¿De qué estaba huyendo, exactamente? ¿De la confrontación con sus sentimientos? Siempre los dejaba para más tarde. ¿Huía de Jonathan? ¿De Vianne?

Se quedó mirando a la nada, vagando sus ojos por la pared que tenía delante, mientras daba forma a la masa con los dedos de manera automática.

No recordaba exactamente cómo sucedió ese beso, pero recordaba cómo se sintió, y le gustaría repetirlo. Pero fue algo... Raro. No eran sus fantasías, donde ella tenía el control de todos los actos, era la vida real. La había besado en la vida real. Y se suponía que no podía hacer eso.

Fue peligroso por el sitio donde estaban, deliciosamente amargo por su sabor a café, y sintió que estaba rompiendo una norma no escrita sobre no fijarse en hombres tan mayores. Era su profesor. Y ella su alumna. ¿Por qué debería Jonathan fijarse en ella? Solo le tuvo pena, porque sacó el jodido tema.

Todo estaba siendo tan bonito... No conocía a mucha gente que no supiese nada sobre el caso de la chica del tren, y fue tan bonito poder creerse su papel como Ava... Solo una estudiante de tercer año de astronomía, solo una universitaria independizada que empezaba su vida adulta.

Pero solo era una fantasía construída sobre una verdad oculta, como Verona para la historia de Shakespeare. Solo unos personajes, y una historia, edificados sobre una ciudad real que intentaba aspirar a una fantasía ostentada. 

Eso era su mente, un divago de pensamientos, que la llevaban de una punta a otra y no dejaban de arrastrarla. Ella solo podía dejarse llevar por ese ruido, no podía formar parte de él ni podía calmarlo. Solo estaba ahí, expectante.

—¿Estás bien? —Le preguntó Eddie, chascando los dedos frente a su nariz—. Joder, te has quedado sin pestañear.

—Sí. —Le contestó con el ceño fruncido—. 

—Bueno. —Se defendió Eddie, levantando las manos—. Después no digas que no te escucho si eres tú la que no quiere contarme sus problemas.

Bajó del taburete, y colgó su mochila (con varios parches y chapas) de un hombro.

—Si la profesora me hubiera descontado 0,25 a mí, ya estaría en su despacho pidiéndole explicaciones. —Contestó tardía, mirando sus ojos azules con un croissant crudo en la mano—.

—Eso seguro. Me voy a programación. Y guárdame un par antes de que se acaben.

—Adiós, Eddie. 

Él le lanzó un beso, y volvió a girarse para irse de la cafetería. 

Ava, quedándose con el silencio de su maravillosa soledad, cogió la bandeja con dos manos, y se giró para meterla en el horno. Cerró y palmeó sus manos para limpiarse la harina de la piel, aunque su uniforme negro estaba manchado.

—Siento ir tan rápido, ponme un café para llevar, un americano. —Le pidió Pedro aprisa, entrando aprisa—. Uf, tengo una junta de evaluación y llego tarde.

Ava lo miró un momento, y se giró para encender la máquina.

—Pedro, tengo que hablarte de una cosa. 

—Habla. —Respondió, sacando la cartera del bolsillo—. Pero con prisa, porque estoy llegando tarde.

—Dijeron que a los veintiuno me quitarían el localizador.

Lo cerró hasta que escuchó cómo la tapa de plástico encajaba con el vaso, y escribió su nombre con rotulador.

—Aún no tienes veintiuno. —Le respondió en voz baja, por si alguien los escuchaba, y se puso serio cuando ella se acercó para coger el dinero—. Faltan dos meses para enero.

—¿Qué importan dos meses más o dos meses menos? 

Pedro ahogó una risa, y recogió el café caliente. Se acababa de retocar la barba, tenía el bigote sobre el labio, y una barba dispersa que le cubría la línea de la mandíbula.

—No te impacientes, solo son dos meses. Y nadie te está rastreando, igualmente.

—¿Ah, no? ¿Y por qué siempre sabes dónde estoy?

Pedro se puso serio. Apretó los labios, y ladeó la cabeza.

—Ava, no vayas por ahí.

—Pedro. —Lo llamó—. Ya soy una adulta.

—Error. Aún eres una joven adulta, y la mayoría de edad en Reino Unido se alcanza entre los dieciocho y los veinticuatro.

Ella entreabrió los labios, curiosa, y levantó una ceja.

—¿Y tú crees que por ser mi tutor legal podrás tenerme controlada hasta los veinticuatro? —Bajó la voz para decirlo, y lo dejó en el aire, como si lo estuviese retando a contestar—.

—Ava. —La llamó, poniéndose serio—. No eres la única que ha tenido miedo.

—Yo...

—Aún no. 

La dejó con la palabra en la boca, y Ava apretó los labios, tragándose las palabras que tenía para defenderse. Como si después del accidente hubiese vuelto a la niñez, y sería una niña indefensa para siempre.

No. Bloqueó ese pensamiento.

Casi a las cuatro de la tarde estaba limpiando la barra con un paño húmedo. Y cuando levantó la vista por casualidad, vio al profesor West entrando en la cafetería. Abrió mucho sus ojos, y lo primero que pensó fue en huir.

Algo contradictorio, ¿verdad? Ella había querido que la besara, incluso llegó a soñar con eso, pero hasta ahí: dentro de los límites de su imaginación. Eso era la vida real, su interacción fue real, ese beso fue real, y eso la aterraba.

—¿Me pones un capuccino para llevar, por favor? —Le pidió Jonathan a Mara—.

—Claro. 

La puerta del almacén estaba al otro lado de la barra, justo al lado de la máquina de café, y Ava la dejó entreabierta para poder mirar. Lo vio de perfil, resiguiendo la silueta de su nariz con la mirada, y sus rizos estaban desordenados por pasarse la mano. El sol entraba a su espalda.

—Aquí tiene, profesor.

—Gracias. —Se despidió él, levantando la mirada—.

Se apartó de la barra para abandonar la cafetería. Entonces Ava se asomó, y no pudo evitar suspirar de alivio. Un alivio momentáneo, porque en algún punto se encontraría con él, pero al menos no fue en ese instante.

Patética. Esa era la única palabra que ocupaba su mente.

Después de salir del taller el sol de otoño ya se estaba poniendo. Recogió su bandolera con el portátil apretado entre libros, y salió. Los pasillos estaban silenciosos. Tenía las manos en los bolsillos, y aunque llevaba un jersey bajo el abrigo, tenía frío. Mientras andaba, con la mente desactivada y su destino en piloto automático, sintió la vibración del móvil.

WHATSAPP · Eddie (1)
Jin y yo vamos a las recreativas esta noche, ¿te apetece venir? También nos invita a cenar Abrió su chat.

Ava V.
Seguro que solo te invita a cenar a tí
Gracias, pero no quiero ser la aguantavelas

Eddie
¡¡No serás la aguantavelas de nadie!!

Ava V.
Jin no quiere verme a mí

Eddie
Pero yo quiero ir a cenar contigo también :(

Al estar leyendo el móvil, se chocó contra alguien tan fuerte que fue empujada hacia atrás. Gimió de dolor y se tocó la punta de la nariz, frunciendo mucho el ceño por esa oleada de dolor.

—¿¡Qué coño te pasa!?

—Lo siento, lo siento, ¿estás bien? —Le preguntó Blake, yendo hacia ella—.

—Joder me atropellas con una bicicleta y ahora me rompes la nariz. —Se quejó con el ceño fruncido, pero al mirarse la mano no tenía sangre—.

Blake llevaba una camiseta con el emblema de Cobra Kai, y su chaqueta de cuero negra. Ava había chocado contra su hombro, y se clavó la cremallera entre el labio y la nariz.

—Bueno la que estaba mirando el móvil eras tú, eh.

—¿Por qué estabas corriendo? 

—Pf. —Resopló—. Por nada.

—Has visto a Eddie con Noah subiendo las escaleras, ¿no?

—Puede ser. —Carraspeó, mirando al suelo—.

Ella lo ignoró con una mueca dolorosa, pasando por su lado.

—Oye. —La interrumpió Blake, girándose—.

Ava dejó caer la cabeza hacia un lado. Se dio la vuelta.

—¿Qué? —Dijo, con los párpados caídos, cansada—.

—¿Te gusta la música? —Le propuso, encogiéndose de hombros—.

Ava suspiró por la nariz. No respondió, pero su mirada bastó para que él la ignorara y siguiera hablando.

—Esta noche toco con mi grupo en el bar del centro. —Señaló la salida con un ademán—. Y tenemos bebidas gratis, así que...

Blake le sonrió, mostrando sus dientes blancos, y se formaron dos líneas de expresión en sus pómulos hundidos. Pero la expresión de desinterés no cambió en Ava.

No confiaba en él. Y menos aún quería ir a un bar de noche, con ese pensamiento latente de que podían echarle algo en la bebida, tocarla o rozarse con ella, y la idea de interaccionar con desconocidos tampoco la seducía.

—No puedo.

—¿Por qué? —Intentó animarla con una sonrisa casual—.

Después de esos seis meses sin la batería, teniéndolo prohibido por Noah, acabó aborreciendo la idea de tocar. Los del grupo lo habían alentado a tocar con ellos después de tanto tiempo, pero no tenía las fuerzas necesarias para aceptar la oferta, y estaba solo. 

Si Ava iba, lo motivaría a dar el paso, aunque solo fuese una compañera de clase. Solo necesitaba un apoyo, para retomar la iniciativa de su vida.

—Bueno, da igual. —Se corrigió Blake—. Quizá en el próximo.

Le sonrió, guiñándole un ojo para despedirse, y pasó por su lado. Ava giró la cabeza para mirarlo por encima del hombro, notando esa aura densa cuando pasó por su lado.

—¿Qué hacéis fuera de clase? —Les interrumpió una voz grave, de hombre—.

Ava se giró, y Blake también, encontrándose con el profesor West delante de ellos con las manos en los bolsillos. Llevaba la bandolera de cuero colgando de un hombro, y una mirada cansada tras sus gafas de montura fina.

—Buscando el aula. —Improvisó Blake detrás de Ava—.

Jonathan arqueó una ceja, sin curvar esa línea que eran sus labios. Se fijó en la venda que llevaba Blake en la frente, y el color horrible que tenía.

—Pues deberías buscar la enfermería. 

—También.

El profesor West suspiró por la nariz, y vio que Ava también lo miraba, sin decir nada.

—Deberíais saltaros la clase después de que haya dado las notas. —Dejó de mirarla—. Vamos, parecéis dos niños.

Blake chascó la lengua, y dejó de apoyar las manos en la cadera para dirigirse a la clase, pasando por su lado.

—Anda que tú. —Le recriminó el profesor, girándose para hablarle—. Con el trabajo que me has hecho, esperaba algo más profundo viniendo de tí, Blake.

—¿Más profundo que mi trabajo de treinta páginas? —Le sonrió el rubio, girando la cabeza—.

—Algo más profundo que webdianoia. 

Ava se quedó en el sitio mientras ellos caminaban. Blake entró, y el profesor West giró la cabeza para revisar a sus alumnos. 

Ava se dio la vuelta, cautelosa, y vio el recibidor de la universidad a lo lejos, con las puertas abiertas.

—A clase. 

Entonces tragó saliva, viendo la salida tan cerca, y tuvo que girarse. El profesor West estaba en pie al lado de la puerta, unos metros más allá que Ava. Parecía que no había dormido nada, sus ojos lo delataban.

Dejó de mirarlo en un pestañeo, y tuvo que ir hacia él aunque no quisiera, porque como profesor, seguía teniendo mucho poder sobre ella. Pasó por su lado, aunque en ningún momento lo miró a la cara, y entró en el aula. 

Siguió andando para tomar su sitio en la tercera fila, y Jonathan entró detrás de ella, cerrando la puerta. Todos callaron a un nivel más general, y cuando dejó la bandolera de cuero sobre el escritorio, ya tenía la atención de todos sobre él.

Luego de esa pequeña pausa levantó la mirada, y empezó la clase.

—¿Alguien quiere explicarme qué ha pasado con los trabajos que me entregasteis? 

Algunos tuvieron que contenerse para no reír.

—¿Qué? ¿Por qué sonreís? ¿No era en esta clase donde decíais que los de ciencias os esforzáis más que los de letras?

Les sonrió, apoyando la baja espalda en el escritorio. Entonces se cruzó de brazos, su suéter gris se ciñó sobre su pecho, y vagó la mirada entre los alumnos. Tenía sus rizos suavemente desordenados, su barba grisácea recortada, y los cristales de las gafas impolutos. 

Mientras hablaba al otro lado de la clase movía sus manos para expresarse, y los demás le prestaban atención. Ava pensó: ¿Ese hombre era al que había besado? Porque viéndolo desde fuera le parecía algo imposible, inalcanzable, solo una fantasía borrosa.

—Pero había cinco definiciones para un mismo tema. —Intentó defenderse un chico—. ¿Cómo podemos sacar una conclusión con tantos puntos de vista argumentados y saber que es correcta?

—Voy a responderte con un ejemplo. —Le dijo, señalándolo con un dedo—. ¿Quién eres?

—Joder. —Dijo otro chico, sonriendo—. No sé dónde pero aquí hay una trampa clarísima.

—Es una pregunta simple, ¿quién eres? ¿Quiénes sois?

Nadie respondió, pero por sus expresiones parecían pensar en la pregunta.

—Estudiantes. —Se aventuró uno—.

—Personas.

—Definirse es limitarse. —Dijo la chica de pelo rizado y piel negra, levantando la mano—.

—Eso. —Jonathan chascó los dedos, señalándola—. Esa era la respuesta que esperaba.

—¿Cómo que definirse es limitarse? 

—Amanda, por favor.

Ella carraspeó, aclarándose la garganta, y se sentó bien en la silla. 

—Las personas, como los colores, cambiamos bajo luces diferentes. Decir que somos púrpura sería limitarse dentro de una gama cromática entera. Sí, somos púrpura, pero también magenta, lavanda, lila, iris... Somos muchas cosas dentro de un mismo concepto, así que definirse, sería limitarse.

—Exactamente. —Le dio la razón, asintiendo con la cabeza—. ¿Cómo saber qué filósofo tenía razón en un mismo tema? 

Retomó la primera pregunta, dejando de apoyarse en el escritorio.

—No es una pregunta retórica, que alguien me conteste.

Algunos se miraron entre sí, pensando en su pregunta, pero sin saber qué pensar. No era como una fórmula para despejar la incógnita, en ese contexto no tenían ninguna guía para encontrar la respuesta.

—Pues basándonos en las evidencias, ¿no? —Respondió Noah—.

—Mm... —Murmuró Jonathan, con los brazos cruzados—. Evidencias, te lo puedo aceptar.

Ava se rio.

—¿Qué piensas, Ava? —Le preguntó Jonathan—. Por favor, compártelo.

—Cualquiera podría alterar una evidencia. 

—No. —Negó Noah—. Si algo ha pasado, ha pasado. Es un hecho.

—¿Un hecho según quién? —Respondió ella, cediendo su atención a Noah en un pestañeo, con los párpados caídos—. Todo es cuestión de perspectiva, y subjetividad.

—Entonces hablaríamos de interpretación, no de evidencias. 

No quiso haber mirado en los ojos miel de Ava, porque cuando arqueó una ceja entendió que se estaba burlando de ella.

—Para Aristóteles, la piedra angular del conocimiento es la experiencia y la información que nos llega por los sentidos. Información que nuestra razón se encarga de abstraer y analizar. —Le dijo. No sabía mucho de filosofía, pero había hecho los deberes—. Entonces cualquiera puede ver una luz, pero decir que ha sido un relámpago, una bombilla, o una cerilla. Todo es luz, pero no toda la luz es electricidad.

—Entonces estarías sosteniendo que esa luz que vieron no es más que un hecho deformado por la perspectiva ajena. —Resumió Noah—.

—Exacto. Se llama manipulación.

—La razón constituyente es la razón que se está formando, no necesariamente subjetiva. —Intervino el profesor, levantando una mano—. En la filosofía griega la idea de razón aparece como la acción de pensar orientada hacia la sabiduría, con el fin de entender las cosas y poder actuar de forma justa.

—O bien se presenta como la facultad que posee el que es inteligente y que actúa en consecuencia. —Lo interrumpió Ava a él, levantando ambas cejas, como si fuera obvio—. ¿Qué es la justícia sinó un concepto subjetivo que varía según la persona?

—Hay una línea que separa la justicia de la injusticia. —Le contestó Jonathan, cogiendo la tiza de la mesa, y le dio la espalda para dibujar una línea en la pizarra—. En un extremo tenemos el acto de cometer una injusticia.

En los extremos de la línea dibujó un punto.

—En el lado contrario tenemos lo justo. Entre ellos se encuentra la ignorancia. Ignorar una injusticia también nos convierte en verdugos.

Escribió los conceptos en la línea que había dibujado, y luego apuntó el nombre de Sócrates en griego.

—Para Sócrates, la justicia estaba ligada al valor del pensamiento y el conocimiento de la verdad, es decir: la ley, que sería la definición de los hechos, más el conocimiento de las razones equivale a la verdad, la justicia.

Se giró con la tiza en la mano, y se subió la manga del suéter hasta el antebrazo. Ava dejó de hablar, reprendiéndose a sí misma. Por un momento había olvidado que era imposible discutir con él, y que podía quitarle el sentido a sus argumentos en dos frases.

—Entonces. —Retomó la explicación para todo el mundo—. Podríais haber sacado vuestra propia conclusión sobre qué filósofo tiene razón, en base a vuestro juicio y valores. Pero la mayoría ha hecho copiar y pegar. ¿Qué demuestra eso? Que el desinterés se generaliza cuando tenemos que pensar como individuos y no como grupo.

La clase había empezado siete minutos tarde, y las manecillas del reloj se acercaban deliciosamente a las ocho, casi dando por finalizada la última clase del día. 

La gente empezó a recoger en voz alta, se escucharon las cremalleras cerrándose y los portátiles apagándose. Poco a poco, las mesas quedaron limpias. Ava también recogió su bandolera, y se puso en pie para abrocharse el abrigo.

—Que tengáis un buen fin de semana. —Los despidió el profesor—.

La gente coreó un igualmente, y poco a poco fueron abandonando sus puestos, saliendo por grupos o mirando el móvil.

—¡Hey! —La llamó Noah cuando llegó a la puerta—. Bueno, ya te lo habrán dicho, pero escuché tu descodificación musical del agujero negro, y me pareció increíble.

—Sí. —Ava suspiró, desesperada por escapar—. Ya me lo han dicho.

—También eres amiga de Eddie, ¿verdad? —Le preguntó con una sonrisa perfecta, y dos mechones teñidos de rubio escurriéndose a ambos lados de su cara—. Eres más increíble de lo que cuenta.

—Gracias. 

—Me ha dejado plantada para cenar con su novio, así que... —Se rio, aunque Ava no la imitó. Solo la miró, con ganas de que terminara de hablar—. ¿Te apetece acompañarme a cenar? Acaban de abrir un local de sushi en el centro.

—Sí. Sí, claro, ¿por qué no? —Se dirigió a la salida—.

—Ava quédate después de clase. —Le dijo el profesor, fingiendo que no había escuchado su respuesta—.

Eso la dejó callada. Él cerró su cuaderno sobre el escritorio, y giró la cabeza para hablarle, viendo la incertidumbre en su expresión. No le respondió.

—Solo será un momento. —Le garantizó Jonathan, arqueando una ceja—.

Ava tragó saliva, y Noah también se giró.

—Oh, vale. Vale. Le pediré a Eddie que me pase tu número y ya me dirás algo.

Le sonrió y le tocó el hombro, aunque recibió una sonrisa tensa por parte de Ava, y pasó por su lado para irse. Casi sin darse cuenta, el aula volvió a quedar vacía, con ellos dos ahí dentro. 

Ava pasó la lengua por los dientes, y desvió la mirada hacia la pizarra, rompiendo el contacto visual con las manos en los bolsillos.

—Así que me ignoras y ahora me esquivas. —Empezó él, arqueando una ceja—. ¿Tanto miedo doy?

Le planteó, formando una sonrisa suave entre su barba canosa. Ava tomó aire, hinchando sus pulmones, y lo dejó ir en un suspiro. Tan fluidas que siempre habían sido sus conversaciones, y ese momento se le estaba haciendo realmente incómodo. Como llevar ropa mojada.

—No hace falta hablarlo, ¿sabes? —Lo disuadió mirándolo a los ojos. Negó con la cabeza—. Yo soy Ava y tú no has visto esas fotos en las noticias.

—Lo de ayer no lo hice para incomodarte. —Rogó Jonathan, rodeando el escritorio para acercarse a ella—. Tu expediente no existe, y eso me intrigó. Pensaba que estaría escondido en algún sitio, pero no apareció. Y se me ocurrió buscar una foto tuya en Google.

—Bien, vale, vamos a olvidarlo, ¿de acuerdo? —Dijo ella, sonriéndole a boca cerrada—. No ha pasado nada. Como si ayer no hubiera pasado.

Jonathan arqueó una ceja al escucharla. 

—¿Tú querrías que lo de ayer no hubiese pasado? —Le preguntó, bajando la voz—.

—No. —Respondió ella con una voz frágil. Se encogió en ella misma, y levantó ambas cejas, en un apuro—. ¿Si? No lo sé.

Jonathan suspiró por la nariz al escucharla, mirándola a los ojos. Se olvidaba de que a su edad daba más miedo hablar de sentimientos. Dolor, miedo, odio, deseo. Todos los sentimientos tenían algo en común, y era que parecían demasiado complejos para poder plasmarlos en palabras.

—Ava. —La llamó, con voz tranquila—. Nos besamos.

—Sí. —Respondió ella, asintiendo con la cabeza, y dejó sus labios entreabiertos—. S-Sí, nos besamos. Joder, ¿he vuelto a tartamudear?

—¿Te sientes culpable por eso? 

—No. —Sonrió ella, mostrando sus dientes en una sonrisa directa—. No, realmente. Me besaste tú, así que...

—¿Que yo te besé? —Rio, señalándose—. ¿Y la otra lengua que tenía en la boca de quién era?

—Ya, bueno, el tema es que ahora me da vergüenza que me mires. —Le replicó furtivamente, poniéndose seria—. ¿Has visto las fotos?

Él también se puso serio, mirándola. Tenía las manos en los bolsillos, y su seriedad emanaba una aura de tristeza demasiado densa. Absorbiéndolo.

—¿Me has visto inconsciente, tirada en una calle en la que sueles pasar? —Le preguntó, mirándolo a los ojos como si lo acusase—. ¿Me has visto cubierta de heridas? ¿Desnuda? ¿Llorando en una camilla de hospital? ¿Cómo se supone que vas a mirarme ahora?

Su tono se endureció en la última pregunta, casi hablando entre dientes, y sus ojos volvieron a ponerse llorosos, como si fuese un dolor cotidiano.

—Ahora ya no ves a la mujer que se esfuerza todos los días por ser la mejor y tener un buen futuro. —Le dijo, frunciendo el ceño, siendo muy expresiva con su dolor—. Ahora solo ves a la pobre chica que secuestraron, y vivió tres meses de mierda, y dejarás de ver quien soy ahora para compadecerte de lo que fui en un pasado.

Le escupió todo eso. Cuando terminó apretó los dientes hasta hacerse daño, y tomó aire, manteniendo la respiración para no soltar un sollozo involuntario. 

Estaba acostumbrada a ser quien era, era consciente de que todos sabían más de ella que la propia Ava, y aún después de tantos años, sentía que estaba desnuda frente a todos.

Jonathan la escuchó, apoyado en el escritorio, y con los brazos cruzados bajo su pecho. Por fin estaba abriéndose, o al menos el principio de eso.

—Solo vi una foto de Vianne en la cama del hospital. —Le soltó una mentira piadosa mirándola a los ojos—. Pero todos los días, desde que empezamos el curso, he visto a Ava llevándome la contraria en todo lo que decía.

Ava cerró los ojos, relajando sus músculos tensos, y soltó una risa dulce, mientras una lágrima mojaba sus pestañas, bajando por su mejilla. Se sentía débil después de ese momento de completa tensión, fue como si todos sus nervios se pusieran alerta, y luego se relajaron de repente, habiéndose preparado para contestar a un mal comentario que por su parte nunca llegó.

—¿Sabes cómo acaba la historia de Nietzsche y Lou? 

Ella también lo miró, con sus pestañas más largas al estar mojadas.

—Nietzsche pensó que había encontrado a su cerebro gemelo, su alma gemela. —Le contó, mirándola a los ojos a través de los cristales de sus gafas—. Le hizo creer que él era el hombre al que estaba destinada.

Jonathan arqueó una ceja, cediendo a su historia un momento de silencio.

—Y la creyó. —Bajó la voz—. Estaba convencido. Y cuando se declaró, Lou lo rechazó.

Suspiró lo último.

—Nietzsche escogió a Lou. Y Lou escogió a Rèe, su mejor amigo. El gran filósofo quedó destrozado por una mujer. "No pasa un día, ni siquiera una hora, sin que piense... En Lou".

La miró a los ojos, y ella no rehuyó mientras lo escuchaba.

—Lo sé. Busqué la historia cuando llegué a casa ese día.

—¿Entonces por qué me has dejado hablar? —Preguntó con una sonrisa débil, pellizcándose la barba—.

Ava se encogió de hombros, como si fuera obvio.

—Porque me gusta escucharte.

Jonathan le sonrió, mirándola en frente suyo en la preciada soledad del aula.

—Pero, igualmente, ¿por qué querrías estar conmigo? —Le preguntó ella con una sonrisa triste, mirándolo a los ojos con los suyos aún llorosos, y se encogió de hombros. Luego tomó aire de manera agitada, y se puso más seria—. ¿Por qué querrías volver a besarme?

Soltó el aire por la nariz, casi suspirando la pregunta, sentía un escozor en el pecho cada vez que respiraba.

Jonathan la miró desde su pequeña distancia, osciló su atención entre los ojos de Ava, y en un momento se incorporó, dejando de apoyarse en el escritorio. Se acercó a ella, y Ava tuvo que levantar la mirada cuando lo tuvo cerca. 

Aspiró el aroma de su llegada, ese relente a tabaco y perfume de hombre. Jonathan la tomó sutilmente de la muñeca. Le giró la mano, y la puso sobre su pecho, sintiendo otra vez la mano caliente de Ava sobre él, y ella los latidos acelerados de su corazón golpeándole el pecho.

—Porque solo tú haces esto. —Le dijo, agachando la mirada para buscar la suya—.

Ava mantuvo el aliento.

—¿Sabes por qué tengo el reloj roto? —Le desveló la historia, mirándola a los ojos—. Porque no supe vivir conmigo mismo. Me divorcié de mi mujer, y creí que mi hija estaría mejor sin un padre como yo. Así que fui a las vías del tren para terminar con ese vacío que sentía.

Estaban tan cerca, que su aliento cálido, con olor a café, impactaba sobre el rostro de Ava. Ella lo miró a los ojos, y por un instante a sus labios, subiendo la palma de su mano por el pecho de Jonathan.

—Intenté tirarme, te juro que intenté tirarme, pero no pasó. —Negó con la cabeza, hablando en voz baja—. Porque no quería morir, solo no quería seguir viviendo de esa manera. Y antes de hacerlo, le pedí a Dios que me enviara una señal, un motivo para seguir aquí. Y encontré este trabajo, te encontré a tí.

Se acercó un poco más, rozando sus narices cuando negó levemente con la cabeza, y ella estaba seria mientras lo escuchaba.

—Pensé que mi corazón estaba roto, como mi reloj. 

—Pero un reloj roto continúa dando la hora.

—La pregunta no es porqué quiero volver a besarte. —Susurró sobre sus labios—. La pregunta es si tienes algún motivo para que no vuelva a hacerlo.

En ese instante, Ava también notaba el corazón en la garganta, y le costó tomar aire. Respiró sobre su boca, sintiendo cada latido del corazón de Jonathan golpeándole el pecho, y el suyo acelerándose.

Él se agachó, ella dejó la mano sobre su pecho, y volvieron a besarse con los ojos cerrados, juntando sus bocas.

Sabía café.

Y sabían a dolor.

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