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09

Había oscuridad. Una penumbra tan densa que no podía verse las manos.

No podía pensar, olía a sangre, y tenía la ropa empapada. No podía respirar ese aire estancado. Habían cuatro pares de manos, le ardía la nariz, unas burbujas explotaban a cada respiración que intentaba tomar y el líquido caliente descendía hacia su labio superior.

Abrió los ojos de golpe, rompiendo las cadenas que la ataban al sueño y se incorporó abriendo la boca para poder respirar. Las sábanas silbaron, desprendiéndose de su cuerpo, y Ava se palpó el cuello, intentando averiguar si había algo que la estaba ahogando. 

Un relámpago iluminó todo el salón. Al otro lado de la gran ventana podía verse la lluvia torrencial, cómo las gotas se ahogaban en el río Mersey.

Ava cerró los ojos con fuerza. Tosió un par de veces al intentar calmarse, y ese ardor en su garganta descendió hacia el centro de su pecho, expandiéndose como un incendio. Sentía que se ahogaba, atragantada en su propio llanto.

Era una imagen deplorable.

Le tembló el labio inferior cuando se obligó a callar, y abrió la boca para tomar aire, jadeando. Se dio cuenta de que le temblaba el cuerpo, y tenía la piel erizada a pesar de la calefacción. Apoyó los codos en sus rodillas flexionadas, y enterró los dedos en su pelo, apoyando también la frente. 

Suspiró tranquila, exhalando entrecortadamente. No supo cuántos minutos pasó en esa posición, intentando recuperar el aliento.

Se frotó la cara, y se encontró con su ojo derecho cerrado por una costra de pus. Lo palpó con la yema de los dedos.

—Joder.

La infección de sus ojos había empeorado, y le dolían los oídos. Se levantó, dirigiéndose a la cocina que tenía justo al lado del ventanal. La lluvia empeoraba a cada segundo esa noche.

Abrió el grifo, y el ruido del agua cayendo la mató, sentía cómo le palpitaba el cerebro, intentando aplastarla por el dolor. Se inclinó para limpiarse.

Como un movimiento mecanizado abrió el armario al lado de la campana, desenroscando el frasco de pastillas para tomar dos. En la pared de la cocina tenía colgados varias imágenes de galaxias, constelaciones y artículos de la NASA.

Se bebió todo el vaso de agua, y luego lo apretó contra su frente, ¿tenía fiebre otra vez? Dios, el ruido de la lluvia era un tormento. Estaba incómoda, cansada, y angustiada, pero ninguno de esos sentimientos le servían como excusa para intentar volver a dormirse.

Alguien llamó a su puerta.

Ava se apartó el vaso de la cara, y miró la puerta al otro lado del salón. No estaban las luces encendidas, y el cielo plagado de nubes iluminaba apenas.

El estudio era una sola habitación, y unos pocos metros la separaban de la puerta aunque estuviese en el otro extremo del piso.

¿Quién sería? La luz del descansillo se filtraba bajo la puerta, podía apreciarse la sombra de dos pies.

—No eres real, no eres real... —Murmuró, levantando las manos para cubrirse los oídos, y se giró para darle la espalda a la puerta—.

Volvieron a llamar, repicando los nudillos.

—Ábreme, sé que estás despierta. —Habló Eddie al otro lado—.

Ava respiró cuando escuchó su voz, tomando aire por la boca de manera ruidosa. Se giró, indignada, y se dirigió a pasos rápidos hacia la puerta. Quitó la cadena del pestillo, y abrió con un movimiento brusco.

—¿Qué coño te pasa? —Lo recibió, borrándole la sonrisa cuando lo tomó por el pecho y lo empujó dentro de su piso—.

—Uy, qué modales...

Llevaba una camiseta de manga corta sobre una de manga larga, y su pelo blanco era un desastre.

—¿Qué te pasa? —Le preguntó alarmada, acercándose a él con el ceño fruncido—.

Ahuecó las manos para tomarle la cara bruscamente y Eddie le sonrió como si hubiese dicho una broma.

—Tía. —Él también le acarició la cara, ahuecando las manos. Ella hizo una mueca al oler el alcohol en sus palabras—. Estoy enamorado.

—¿Y esas pupilas? —Le preguntó Ava con el pulso acelerado, abriéndole los ojos. En esas condiciones no podría saber si eran azules o negros—. ¿Qué has tomado?

Se alejó de él para encender la luz. Eddie se rio solo, y se acercó a su cama deshecha.

—¿Estás bien? —Le preguntó, con más miedo a su respuesta—. ¿Qué has tomado? ¿Por qué?

—Pff... ¿No has escuchado lo que he dicho? —La reprendió, dejándose caer entre las almohadas—.

Se giró, rodando sobre la cama aún caliente, y levantó la cabeza para mirarla con esa sonrisa estúpida. Llevaba un pendiente de plata en el lóbulo de la oreja, una pluma pequeña. Eso era nuevo.

—¿Te lo ha hecho él?

—¿El pendiente? —Le dijo, sonriente—.

—Drogarte.

Eddie rió en voz baja y miró el techo, descansando una mano sobre su abdomen.

—No, eso lo he hecho yo solo. —Se rió, cerrando sus ojos, aunque apenas podía abrirlos—. Pf... Ha sido tan... 

Empezó Eddie, pasándose una mano por la cara.

—Increíble.

—¿Por qué no has aparecido en todo el día? —Le exigió la respuesta—. ¿Dónde estabas?

—En Marte. —Respondió, abriendo mucho sus ojos y las palmas de sus manos—.

—Eddie...

—Ha sido increíble, ¿sabes? —Se quitó los zapatos—.

Se apoyó para girarse y coger una almohada. La dejó a su lado y la abrazó, cerrando los ojos plácidamente.

—Ha sido increíble...

—Eddie llevabas dos años limpio.

Silencio.

—¿Por qué? —Le pidió la respuesta, frunciendo el ceño con lástima—. ¿Por qué, Eddie?

Él pareció serenarse un poco con sus crudas palabras, pero no dijo nada. Se dio la vuelta para mirar el techo, descansando una mano sobre su frente.

Ya no se estaba riendo.

Ava apretó los labios, indignada por verlo en esas condiciones lamentables. Negó con la cabeza, mirándolo tendido en su cama, mientras él solo miraba el techo con una expresión anodina. Sin reflejar nada. Sabía que había cometido un error, pero no decía nada. Ninguno de los dos decía nada, solo la lluvia ocupaba el silencio.

—Me has decepcionado, Eddie. —Pronunció esas palabras con repudio, pensando que jamás debería volver a decirlas—.

En un instante el rostro de Eddie se descompuso, arqueó los labios hacia abajo en un puchero y se cubrió los ojos con el antebrazo. Llorando como un niño pequeño.

—No me digas eso. —Suplicó con la voz pastosa, sollozando un par de veces con los ojos cubiertos—.

—¿Por qué? —Se acercó—. ¿Por qué no puedes aceptar lo que has hecho? ¿No quieres creértelo? Porque lo has hecho. Lo has hecho, Eddie, lo has mandado todo a la mierda.

—¿¡Joder, crees que no lo sé!? —Le gritó, incorporándose para quedar sentado en la cama—. ¡Siempre estás jodidamente igual! "Oh, miradme, soy Ava Verona, soy mejor que tú y lo sé". 

—Eddie...

—Tienes una puta herida infectada en el ojo. —Apartó su mano de un golpe—. No me toques.

Ava apartó el brazo como si se hubiese quemado. De nuevo silencio. 

—Casi te pierdo una vez, Eddie. ¿Te acuerdas? En el hospital de Londres.

Él frunció los labios, mientras densas lágrimas bajaban por sus mejillas. Luego agachó la cabeza para no tener que encarar cómo lo miraba.

—Me quedé contigo. —Dijo Ava con la voz temblorosa, cuidándose para no permitir que ese sentimiento tan quebradizo llegase a su alma al verlo de esa manera—. Me quedé contigo todos los días. Tuvieron que cortar con una radial tu casco después del accidente... Estuviste clínicamente muerto, Eddie.

Él cerró los ojos con fuerza mientras lloraba, y su rostro se enrojeció.

—Yo te doné sangre. —Se señaló a sí misma, con los ojos cristalizados. Le temblaron las manos—. Somos como hermanos, Eddie, ¿por qué no me has contado que te sentías tan mal?

Él se sorbió la nariz, dejando las manos en su regazo, y levantó la cabeza sentado al filo de la cama. Le sonrió entre lágrimas, y Ava no entendió nada. 

—Mi madre ha muerto.

Ava se quedó procesando sus palabras. Fría, en un instante que palideció todo su cuerpo. Entreabrió los labios, intentando decir algo que no terminó de nacer. El alma se le cayó a los pies, dejándola débil y desorientada.

—Lo... Lo siento. —Tartamudeó, acercándose para sentarse a su lado—.

—Gracias. —Lloró él, secándose los ojos con la manga de su camiseta—.

Se inclinó hacia ella, escondiendo la cabeza en el hueco de su cuello, llorando contra su pelo enredado. Olía a sudor y alcohol, pero sobre todo, emanaba el hedor de la tristeza. La lluvia caía del cielo, acompañando su llanto.

—Lo siento. —Repitió Eddie en su oído, mientras ella le frotaba la espalda—. Lo siento, lo siento mucho...

Eddie sollozó como un niño perdido, y la abrazó con fuerza. A Ava se le escaparon las palabras. ¿Qué se suponía que debía hacer? Ambos sabían que su madre no era una buena mujer, que solía pegarle cuando era pequeño, y que tomó una decisión años atrás entre su hijo y el alcohol. Pero a pesar de todo el dolor que le causó en vida, su muerte lo devastó.

—Está bien. —Murmuró Ava en su oído—. Déjalo ir.

—Tuvo un infarto. —Lloró—. Hace tres días... Y yo soy el último en enterarme. De todo.

—Lo siento. —Volvió a repetir, sin saber qué hacer, sin saber cómo actuar frente a su dolor—. Lo siento mucho, Eddie. ¿Quieres...? ¿Quieres hablar con mi madre?

—Sí. —Sollozó, rompiéndose con cada lágrima—. Sí, por favor.

Cuando le dio el teléfono él ya había vuelto a llorar. Estaba roto, devastado como las ruinas de un antiguo templo. A Ava le recorrió un escalofrío. Su madre, Lauren, siempre había sido un apoyo muy notorio. Había cuidado de Ava, y también de Eddie, ambos eran vecinos y fueron a la misma escuela, así que la relación entre ellos se alimentó y creció casi sin quererlo. 

Ava miró al suelo, sentada al filo de la cama, recapacitando un momento toda esa información.
Eddie lloraba, y se sorbía la nariz, hecho un desastre. Giró la cabeza en silencio para mirarlo, y vio sus ojos enrojecidos, su rostro mojado por las lágrimas que no podían parar, y lucía una mancha en la camiseta porque muy probablemente había vomitado. 

Tragó saliva y volvió a desviar la mirada. Se puso en pie y abrió el armario que tenía al lado de la cama para prepararse.

Entró en la única habitación que había en su estudio: el cuarto de baño, justo al lado de la cocina por lo pequeño que era el piso.

Ahí se vistió para ir a la universidad. Se cambió de ropa sin mirarse en el espejo por la penumbra que causaba la tormenta. Se ató los cordones de los zapatos y salió del baño. Revisó la hora en el reloj de la cocina, que apenas marcaba las cinco y media de la mañana.

—Lo siento. —Dijo Eddie desde la cama con una voz débil por el llanto—. Es que no sabía qué hacer...

—No pasa nada.

Ambos se sentían extraños, como una tensión densa que ocupaba un espacio entre ellos. Ava agachó la mirada hacia su regazo, y tomó su mano fría. Se quedaron en silencio, y ninguno supo qué hacer a continuación.

—Te quiero, Ava. —Le dijo, mirándola a los ojos con sus dos orbes azules llorosos, y se llevó su mano a los labios para besarle los nudillos—.

—Lo siento. —La lluvia llenó ese silencio, sería un día frío—. No sé qué hacer. Ojalá pudiese quitarte el dolor. 

Susurró.

—Ya lo haces. —Le contestó él, sorbiéndose la nariz, y tomó sus hombros para volver a abrazarla, cerrando los ojos—. Ya lo haces...

Prolongó ese abrazo, pegando la mejilla a la suya. Ella olía tan bien, siempre olía a café y vainilla.

Se separó de Ava.

—Ya está. Ya está, no puedo seguir llorando. No puedo.

Ava lo miró con el frío de una estatua de mármol, admirándolo con una lástima tensa.

—Te está sangrando la nariz, Eddie.

Él levantó ambas cejas, y se tocó el labio superior, impregnándose las yemas con su sangre rojiza.

—Lo... Lo siento. —Se apresuró a decir, y se levantó de la cama—.

Ava agachó la mirada, sentada en la cama. Verlo de esa manera, de nuevo, fue como una patada en la boca del estómago. Tuvo ganas de vomitar, la lengua le sabía a ácido, y su corazón no redimía sus latidos acelerados. Se levantó para seguirlo. Estaba frente al espejo, con la luz encendida.

—Enséñame los brazos, Eddie.

No fue una petición. Él giró la cabeza al escucharla, y una gota de agua cayó de su mentón. No quiso hacerlo, se lo rogó con la mirada, pero ella siguió mirándolo directamente a los ojos, demandante.

Sabía que estaba vulnerable, con una resaca horrible, y devastado... Pero ella también tenía miedo, miedo de que esa época volviese a su vida.

Eddie, ¡Eddie! No me dejes. Tú no puedes dejarme... Quédate conmigo. Tenemos que salir de esta ciudad juntos, ¿qué voy a hacer sin ti?

Eddie agachó la mirada. Lentamente se subió la manga de su camiseta, y Ava mantuvo la mirada en su pelo blanco antes de decidir mirar. Apretó más los dientes, y sus ojos empezaron a llenarse de lágrimas. Cedió a observar sus antebrazos, viendo los hematomas.

—Lo siento. —Musitó él, sin levantar la cabeza—.

Ava se fue, sin decir nada.


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Pedro, el decano de la universidad, llevaba puestas las gafas de montura negra para leer, con el portátil encendido y una taza grande de té. Llamaron a su puerta mientras intentaba descifrar una fórmula que estaba mal escrita, y apretada en una de las puntas del papel.

—Adelante. 

Las bisagras de la puerta crujieron, y Ava volvió a cerrarla, apoyando la espalda en ella. Pedro levantó la mirada y la vio, llevaba dos jerseys de lana y el abrigo largo marrón. Parecía cómoda, y muy calentita. 

Tenía las manos entrelazadas sobre el pecho para arrancarse pellejos de piel de las uñas, y exhaló un suspiro pesado con los ojos cerrados. Pedro se quitó las gafas, dejándolas sobre los folios.

—¿Ha pasado algo? 

Ella abrió los ojos, pero volvió a cerrarlos cuando empezó a llorar, asintiendo.

—¿Qué pasa? —Le preguntó, levantándose para ir hacia ella—.

Ava abrió un poco los ojos encharcados en lágrimas, balbuceando algo, y apenas dio dos pasos hasta que Pedro la sostuvo. Pero entre sus brazos solo pudo llorar con más fuerza, apoyando la cabeza sobre su pecho, justo sobre su corazón.

—¿Qué te pasa, cariño? —Le preguntó, bajando la voz, y agachó la cabeza para intentar mirarla—. ¿Por qué lloras?

Ava rodeó su espalda, abrazándolo bajo la americana que llevaba y sollozó un par de veces, sintiendo una mano de Pedro entre sus omóplatos y la otra en su nuca, consolándola.

—¿Ha sido Andrew otra vez? ¿Ha intentado hacerte algo? Voy a matarlo. Puedo expulsarlo, si tú quieres solo tienes que decírmelo.

—Eddie ha vuelto a drogarse.

—Oh... —Se sorprendió, levantando ambas cejas—.

La meció suavemente, frotándole la espalda sobre el abrigo.

—Lo siento. —La consoló, apretando un beso en la parte superior de su cabeza—.

—No puedo más... —Lloró, cerrando los ojos con fuerza mientras sollozaba, escuchando los latidos metódicos de su corazón—. No quiero volver a eso. No quiero verlo otra vez vomitando en el baño, con los brazos llenos de heridas, o inconsciente... Ya no sé qué hacer para mantenerlo conmigo.

—No es tu culpa que lo haya vuelto a hacer.

Ava se sorbió la nariz, y cerró los ojos más tranquila, descansando la cabeza sobre su pecho, robándole el calor corporal.

—Sí lo es.

—No...

—Debí estar con él, pero me dí cuenta demasiado tarde que no estaba. —Habló con la voz agitada—.

—Tú no puedes elegir por los demás. —Le dijo firmemente, tomándola de los hombros. Buscó su mirada—. No lo empujaste a hacerlo, y tampoco podrías haberlo evitado.

—Eddie me necesitaba. Y yo no estaba. Estaba estudiando, siempre estoy estudiando. —Lloró, mirándolo a los ojos, pero su imagen se distorsionó por el mar de lágrimas, desbordándose hacia su mandíbula—.

—Tú te necesitas a tí misma. Tienes una vida muy programada, y no puedes cuidar de él siempre.

—Pero somos la única familia que tiene.

Pedro frunció el ceño, preocupado cuando tomó su mano.

—Estás muy caliente. —Le dijo, tocándole la frente, y tomándola de la mejilla para que se quedase quieta—.

—Ya me he tomado una aspirina. —Negó con la cabeza, tomando su mano para apartarla, pero él le hizo caso omiso—.

—Por Dios, Ava, estás ardiendo. ¿Cuánto hace que tienes fiebre?

—N-No lo sé. —Le quitó la mano—.

Pedro la miró a los ojos, y ladeó ligeramente la cabeza, avisándola.

—Nos vamos al hospital. —Dijo, dándose la vuelta para coger su chaqueta—.

—Por favor, no seas dramático.

—Nos vamos al hospital. Ya.

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