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08

—Safo de Lesbos, fue una poeta griega. —Explicó el profesor, escribiendo en la pizarra—. La primera poeta occidental que cantó a las musas, a lo divino y a las mujeres.

Dejó la tiza y se dio la vuelta, levantando el mentón para mirar a su clase. Vio a Ava entrando y sentándose en su lugar. La miró unos segundos, extrañado de que ella llegase tarde. Y después entró Blake por la misma puerta.

—Bien... Hablemos de las mujeres. —Retomó el tema—. Aunque en esta clase solo tenemos a tres.

—No somos un tema filosófico. —Defendió la chica de pelo rizado y piel oscura, con unas gafas redondas plateadas. Se encogió de hombros—. Solo somos cromosomas xx.

—Todo en esta vida es para reflexionar. Quien no encuentra belleza en lo ajeno es porque no sabe encontrarla en él mismo.

La chica apretó los labios, y volvió a encogerse de hombros.

—Es que no entiendo cómo las mujeres podemos ser un concepto filosófico.

—Espera. —Dijo Ava, con el ceño fruncido—. ¿Has dicho que para ser mujer hay que nacer con cromosomas xx?

—No, no me refería a eso. —Se acomodó las gafas, moviendo las manos para expresarse—. Me refería a que: ¿por qué un género es un tema filosófico? La mayoría de nosotros hemos avanzado como sociedad, y hemos ido incluyendo a todo tipo de personas, antes un hombre o una mujer debían cumplir un rol de género para ser reconocidos como tal. ¿Por qué seguir reflexionando sobre los errores del pasado? ¿Una mujer transexual también entraría en la etiqueta "mujer" según el concepto filosófico?

—No. —Intervino el profesor West antes de abrir ese tema—. No vamos a hablar de eso.

—¿Por qué?

—No vamos a hablar de eso porque es un tema muy controversial. —Le explicó, levantando ambas cejas—. Y no podemos hablar de algo tan denso con el tiempo que nos queda.

—¿Entonces? 

Jonathan se encogió de hombros, y dedicó una mirada general a toda su clase.

—Hablemos de sexo.

Y como si fuese una palabra mágica se escucharon un par de risas susurradas entre los alumnos. Él frunció el ceño, y ladeó la cabeza.

—Oh, por favor. —Se pasó una mano por el pelo, apartando los rizos grises de su frente, y dejó la otra mano en el bolsillo—. Porqué será que las mujeres no se han reído.

Deambuló frente a la clase.

—Cuando pensamos en la Antigua Grecia se nos vienen a la cabeza Platón, Aristóteles, Sócrates y su vaso de cicuta, Epicuro... Son pocos los nombres femeninos que aparecen; y no solo en Grecia, sino a lo largo de toda nuestra historia.

Ava frunció el ceño, ¿fue Sócrates el sentenciado a muerte y no Aristóteles? Tuvo que apuntarlo en algún sitio.

—Apenas conocemos la vida de Safo de Lesbos, todo lo que tenemos es gracias a sus versos, y de ella proviene el término lesbiana. —Prosiguió—. La poesía de Safo es una poesía totalmente femenina, donde todo aquello vinculado a lo varonil queda desterrado. La fuerza, la rudeza, las actitudes más asociadas al hombre no tienen cabida en sus versos. Fue una mujer tan importante que de ella nació la estrofa sáfica y el verso sáfico.

—¿Vamos a hablar de literatura, profesor? —Le preguntó Noah con una sonrisa—.

—De homosexualidad, feminidad, poesía y silencio. Su poesía sigue siendo a día de hoy silenciada, tanto por el tiempo como en las aulas. —Le respondió—. Desde el punto de vista platónico el sexo es capaz de reflejar la idea de belleza. Y podemos ver en Safo una revolucionaria, pues se alejó de lo que dictaba la poesía épica y su estilo fue una poesía intimista, erótica y sensible.

—¿Cómo pudo aceptar su orientación sexual sin culparse? —Preguntó un chico en primera fila—. Dada la época hubiese sido lógico que se sintiera mal por amar a otra mujer.

—A Safo no le interesaba el sexo de quien amaba o quien era amado. Se centraba en la persona.

—¿Hablamos de amor o sexo? —Dijo un chico, riendo—.

De deseo. —Le respondió el profesor West, diseccionando el tema mientras hablaba—. Para Platón, el amor está ligado al saber, dado que quien ama es quien busca aquello que solo él sabe reconocer.

Siguió caminando frente a ellos a pasos lentos, y tomó la botella de agua del escritorio, para dar un trago antes de continuar.

—¿Solo deseamos aquello que desconocemos? —Preguntó Ava, con el bolígrafo entre los dientes—.

—Los humanos, por naturaleza, anhelamos conocimiento. 

Dejó las manos sobre el escritorio, sentándose en él ligeramente para apoyarse, y se subió las mangas de su camisa. El trazo sutil de sus venas se dibujaba sobre su piel, y culminaban en sus manos.

—Anhelar no es lo mismo que desear. —Argumentó Ava—.

Y él ladeó la cabeza, asintiendo lentamente.

—Pero ambos sentimientos tienen un mismo fin.

—¿Follar? —Rio otro chico—.

—Conocer. —Lo corrigió, desviando la mirada para dirigirse a él—.

—Entonces. —Ava volvió a tener el protagonismo. Esperó a que él la mirara—. ¿Cómo podemos saber si sentimos amor o solo curiosidad?

Él pintó una media sonrisa en su rostro que quedó como un gesto suave por la barba canosa.

—Arriesgándonos a descubrirlo.

Tragó saliva, mirándola a través de la clase, y ella se tensó en la distancia al mirar en sus ojos marrones, cubiertos por los cristales de las gafas. Le quitó la mirada en un pestañeo sutil, y se cruzó de piernas. ¿Era la única que notaba esa sensación extraña cada vez que lo miraba? ¿Densa?

—¿Y si...? —Habló otro chico, y Jonathan dejó de mirarla. Apretó los dientes al encontrarse con Blake—. ¿...hacemos daño a la otra persona intentando descubrirlo?

—Pues nos arrepentimos. —Respondió solemnemente—. Los humanos somos seres pasionales, no se nos puede culpar por sentir, pero como individuos debemos desarrollar conciencia para arrepentirnos y poder rectificar errores.

—¿Y si no podemos rectificarlos?

El profesor tomó una respiración profunda, y dejó ir el aire, tomándose un momento mientras se acariciaba la barba.

—Pues cargamos con el arrepentimiento. —Le contestó, mirándolo a los ojos. Suspiró por la nariz, planteándose por un momento si ese chico habría sido capaz de hacerle eso a su novia—. Dostoievski escribió: "Si un hombre tiene conciencia, sufrirá por su error. Ese será su castigo, así como su prisión".

—Entonces el sexo es... Un peligro, ¿no? —Preguntó la chica de pelo rizado, y piel negra, quitándose las gafas—. Nos arriesgamos a hacer daño a la otra persona mientras intentamos descubrir si la amamos o si solo la deseamos.

—¿Crees que haríamos daño a la otra persona intentando averiguarlo?

Ella no supo qué responder, también frunció el ceño.

—Sí, ¿no?

—¿Por qué?

—Porque... Quizá esa persona pensará que solo la queríamos por sexo, y no para descubrir qué sentimos hacia ella o él.

—¿Crees que acostándote con una persona es la única manera de saber qué sientes por ella?

—Sí. —Respondió la chica—. En un mundo utópico sí podríamos hablar sobre amor, almas gemelas y ese mito sobre el hilo rojo. Pero siendo realistas, en este mundo debes arriesgarte a conocer las intenciones de la otra persona. ¿Me quiere solo por mi cuerpo y lo justifica como "amor a primera vista"? ¿En verdad me quiere por cómo soy y yo le voy a hacer daño pensando que él me lo va a hacer primero?

—Es una muy buena visión. —La premió—. Y en sí mismo, el deseo y el anhelo que nos atrae hacia una persona también puede ser erróneo. Freud explicaba a principios del siglo XX el complejo de Edipo o Electra, donde "demuestra" en base al psicoanálisis que los hombres solemos buscar una figura materna en una pareja sentimental, y las mujeres una figura paterna por la protección y el cuidado que simbolizaría.

Ava ahogó una risa mientras se sostenía la cabeza con una mano.

—Siento que Freud habría sido muy amigo de Nietzsche.

Jonathan sonrió al escucharla, y giró la cabeza para encontrarla al final de la tercera fila, apoyándose en la pared.

—De hecho, no lo fueron. ¿Sabéis lo que escribió Nietzsche sobre el amor?

Prolongó su atención unos segundos efímeros, y dejó de mirarla para dirigirse al resto de los alumnos.

—"De pronto, Nietzsche se quitó las gafas, hundió la cara en su pañuelo y empezó a llorar. Y lloró porque liberó su angustia, porque finalmente se liberó de aquello que lo atormentaba, la soledad que dejó su amor fallido. Y qué paradoja, la soledad sólo existe en soledad."

—"El hombre ama dos cosas: el peligro y el juego. Por eso ama a la mujer, el más peligroso de los juegos" —Terminó Ava—. Vaya gilipollez más sexista.

El profesor levantó la mirada, y le sonrió al escuchar que terminó por él.

—Para Nietzsche, el amor es resultado del azar. Comienza y termina porque sí, sin determinismos ni destinos. Lo que mantiene vivo ese querer, es el desconocimiento mutuo y el infantil juego de mantenerlo alejado de la vida cotidiana. Es decir, la innovación es el alimento del amor.

¿Cómo podía saber tantas cosas? ¿Cómo podía él acordarse de cada filósofo? ¿De cada pensamiento con diferentes enfoques y contextos? ¿Cómo podía explicarlo tan bien?
Era un hombre inteligente. Escuchaba antes de responder, y era amable, sagaz, educado. 

Quizá sí se arriesgó a juzgarlo por ser de letras, porque ahora Ava sabía a la perfección que ella sería incapaz de aprender toda aquella odisea.

—¿Y de dónde viene la palabra amor? —Preguntó, levantando mínimamente la mano—.

—Del latín. —Le respondió, asintiendo una vez con la cabeza—. Se compone del prefijo a- y la palabra en latín -mors, que significa muerte. Es decir que "vivir con amor" equivale a "vivir sin muerte".

Ava levantó ambas cejas, y asintió con la cabeza, humedeciendose el labio inferior con la punta de la lengua. Ella ni siquiera hablaba otro idioma. Tocaron las ocho de la tarde, y la gente empezó a recoger a su ritmo. 

Algunos se levantaron, y empezaron a irse mientras Ava reflexionaba un momento sobre lo tranquila que estuvo todo el día. ¿Dónde estaba Eddie? Miró a su alrededor, esperando encontrarlo en las puertas de clase para volver a casa con ella, pero ahí no había ningún chico de pelo blanco. Frunció el ceño, extrañada. Guardó sus cosas y sacó el móvil para enviarle un mensaje.

—Se te ha caído. —Dijo Blake mientras se agachaba para recoger un papel, y lo dejó sobre la mesa de Ava—.

—¿Mmh? —Murmuró ella, frunciendo el ceño—.

No sacaba hojas en blanco para esa asignatura. Cogió el papel:

"¿Sabes cuántas hormigas se necesitan para levantar a una persona?" Y debajo de esa frase había apuntado un número de teléfono. Ava ahogó una carcajada. Le resultaba patético. Pero gracioso.

Se levantó, colgándose la bandolera de cuero, y bajó los peldaños, dirigiéndose a la salida.

—Pensaba que querías hablar del libro en clase.

Ava paró frente a la puerta corrediza, y se dio la vuelta al escucharlo. Lo vio de espaldas, borrando la pizarra, y él giró la cabeza para mirarla por encima de su hombro.

—Sí. Con la clase. —Respondió Ava, dándose cuenta de los sitios vacíos, y el ligero eco que formaba el semicírculo del aula—.

Él se encogió de hombros, y dejó el borrador en su sitio.

—Problemas de semántica. 

Ava tragó saliva, y escuchó el silencio. Ya no quedaba nadie.

El profesor se quitó las gafas, y se acercó al escritorio para limpiarlas con el paño de terciopelo.

—¿Te apetece hablar del libro ahora?

Oh, sin las gafas cambiaba. Bastante. Ava pudo mirarlo a los ojos directamente, oscilando su atención entre ellos, y pareció olvidarse de la pregunta.

—Sí, claro. —Respondió, mientras él volvía a colocarse las gafas, y le dedicó una sonrisa suave entre su barba canosa—.

Ava no pudo evitar mirarle la sonrisa, y luego subir a sus ojos. Seguía cerca de la salida, y había bastante distancia entre ellos.

—¿No le haré perder tiempo? —Le dijo, acercándose a pasos lentos hacia él—.

—No me trates de usted.

Ella cerró los ojos con fuerza, y apretó los labios, acercándose al escritorio.

—Lo siento, es por inercia.

—Ningún alumno me hace perder el tiempo. 

Ava arqueó una ceja, y ladeó la cabeza sutilmente, reteniéndolo en sus ojos. Así de cerca, con el escritorio entre ellos, podía oler su perfume de hombre. Intenso, flotando en el aire.

—¿Ninguno? —Dudó, deslizando los dedos por el borde del escritorio, y dejó de apoyarse—. Porque yo siento que tienes preferencias con Blake y conmigo.

Bajó la voz al decir lo último, acompañándolo con una sutil pero evidente media sonrisa orgullosa. El profesor no reaccionó ante sus palabras, y terminó de meter sus cuadernos en su bandolera de cuero.

—No tengo preferencias. Pero, en caso de que así fuera —Respondió, cerrando la cremallera—, ¿te molestaría?

—No. Me gusta ser la alumna favorita.

—En ningún momento he dicho que lo fueras.

—Yo creo que estás dejando bastante claro que soy tu favorita.

Él arqueó una ceja y ladeó la cabeza, negando.

—Hay días que te echaría de clase por cómo me contestas. —Le dijo, mirándola a los ojos—.

Ava estiró sus labios lentamente al escucharlo.

—Pues no lo haces.

Jonathan también sonrió al escucharla. No sabía si era porque esa era su última clase del día, o porque era de noche y ya estaba cansada, pero parecía más tranquila y agradable. Se apoyó en el borde del escritorio.

—¿Sabías que Nietzsche se enamoró perdidamente de una mujer que lo rechazó? —Le preguntó, cruzándose de brazos—. Y después de ella escribió el mejor libro de su vida como filósofo.

—No. —Dijo Ava levantando ambas cejas. Rodeó el escritorio para quedar en frente suyo—. No lo sabía.

Quedó delante de él, con las manos en los bolsillos. Podía verse la camiseta gris que llevaba bajo la camisa azul, ya que tenía los dos primeros botones desabrochados. Combinaba con su pelo grisáceo, y más con las canas que aparecieron cuando se pasó la mano por los rizos, peinándose hacia atrás.

—Se llamaba Lou. —Dijo—. A los diecisiete años dejó fascinado a un predicador holandés, tanto por su belleza como por su inteligencia, y la tomó como aprendiz.

—Era una mujer que sabía aprovechar oportunidades. 

—Y tanto. 

Asintió con la cabeza, y la miró con una sonrisa suave.

—Quiso entrar en la universidad, pero no admitían a mujeres. Entonces acudió al holandés, y lo manipuló para que firmara una carta de recomendación. De esa manera entró en la universidad, leyó y conoció a Freud, pero siempre rehuyó de él. A los veintiuno enamoró por accidente a Paul Rée, un filósofo alemán, pero lo rechazó. Así que él llamó a su amigo para que lo ayudara a superar ese rechazo.

—¿Nietzsche tenía amigos?

—Unos pocos. —Frunció el ceño, asintiendo con la cabeza—. Él no tardó en caer por Lou. Intentó hablar con ella, intentó conquistarla pero fue una ilusión. Ella consideraba que si se casaba perdería su libertad.

—Chica lista. —Susurró ella, asintiendo con la cabeza mientras lo miraba a los ojos—.

—Aunque admiraba la inteligencia y pensamiento de Nietzsche, jamás lo amó como hombre. Y él, cuando perdió sus esperanzas de conquistarla, se encerró a escribir. En pocos días, compuso "Así habló Zaratustra", que habla del desengaño y la frustración por un amor no correspondido.

Ava frunció el ceño, algo intrigada, con sed de un poco más.

—¿Y qué pasó con Lou? ¿Terminó casándose con alguien, o se graduó?

Jonathan sonrió, ahogando una risa, y se subió las gafas.

—Si te lo cuento, estaríamos aquí toda la noche. —La disuadió, cruzándose de brazos—. Pero el amor y la devoción de Nietzsche por Lou nunca se esfumaron. Sólo se aplacaron a través de la filosofía, en uno de sus versos escribió: "Yo no creé el mundo, aunque ojalá lo hubiera hecho: entonces podría soportar toda la culpa por el modo en que sucedieron las cosas entre nosotros".

A Ava le faltó el aliento. Era una buena frase, una gran cita. ¿Podría ella imaginarse que alguien la quisiera tanto, incluso después de rechazarlo, como para maldecir al mundo y al destino por cómo terminaron las cosas?

Aunque su lado racional planteaba una cuestión mejor: ¿por qué ese alguien debería maldecir a un supuesto destino si no aceptó su rechazo y no aprendió a dejarla ir?

—¿Cómo es posible? —Planteó ella, con sus cejas castañas muy juntas, e infeliz por la historia inacabada. Jugó con el pañuelo en su bolsillo—. Le dijo que no, lo rechazó. ¿Por qué hizo que recordásemos a Lou escribiéndola en sus libros?

El profesor West tomó una respiración profunda, hinchando su pecho, y se encogió de hombros, mirándola en frente suyo

—Dicen que las musas de un artista están condenadas a no caer en el olvido.

Ava exhaló un suspiro, entreabriendo sus labios, y pestañeó antes de enfocar su rostro. Se sintió ínfima. Como una niña frente a un adulto. Sabía tantas cosas que ella nunca aprendió y nadie le enseñó... Tanto conocimiento y dedicación para intentar enseñar a los demás. 

Seguía intentándolo aunque sus alumnos no participaran, y seguía intentándolo con Ava, aunque ella solía responderle mal. ¿Qué se suponía que esperaba? ¿Que se cansara? ¿Que renunciara y prefiriese rendirse con ella? 

A él y su paciencia los encontraba admirables, siendo honesta consigo misma. La mitad de profesores se limitaban a explicar el tema copiando el libro en diapositivas y dejando veinte horas de deberes semanales a sus alumnos. ¿Dónde quedaba la dedicación? ¿Dónde estaba esa pasión que él sí demostraba en su asignatura?

—¿Pasa algo? —Jonathan intervino en sus pensamientos—. Te has quedado callada de repente.

Se incorporó, dejando de cruzarse de brazos, y le dio la espalda para sacar la botella de agua. El reflejo de las luces pintó el cristal de sus gafas.

—Si quieres irte, por favor. —Señaló la puerta abierta, con un tono suave—. No te quedes por educación. Si necesitas irte, por favor, hazlo.

Ava levantó la mirada al escucharlo, y se encontró con su rostro, con su nariz quizá demasiado grande, donde se apoyaban sus gafas, y su barba canosa recortada. Era un hombre mayor, pero no la incomodaba.

—No. —Lo disuadió—.

Al contrario.

—No es nada de eso, lo siento. Simplemente... —Pestañeó, levantando la mirada, y él dio un trago al agua fría—. Estaba pensando en lo que has dicho. ¿Qué sería el amor para Lou? 

Le preguntó, encogiéndose de hombros. 

—¿Se permitiría enamorarse o rehuiría siempre del sentir para centrarse en su carrera?

Jonathan la miró en silencio, asintiendo levemente con la cabeza, y abrió la cremallera de su bandolera de cuero. Sacó una de sus tizas, y le dio la espalda para acercarse a la pizarra.

Se escuchó el ruido de la tiza deslizándose, y los pasos silenciosos de Ava al acercarse. Lo miró con curiosidad mientras escribía de espaldas a ella, borrando algunos tramos de tiza con los dedos. Cuando el profesor terminó retrocedió unos pasos de la pizarra, y los dos miraron el retrato que dibujó. 

Era el rostro de una mujer; tenía los pómulos ligeramente caídos, sus labios eran dos líneas finas sin arco de Cupido, su nariz curvada, de ojos pequeños. Ava frunció el ceño, y ladeó la cabeza.

—Es... —Dejó la palabra en el aire, y volvió a enderezar la cabeza, dándose cuenta en ese momento de lo bien que la había dibujado—. Normal.

—Esa mujer fue a la que Nietzsche pretendió, Rée amó y Freud admiró. —Le contó, con el resto de tiza entre los dedos, y observando con ella el dibujo—. Una musa... Y mucho más que un cuerpo.

—No es nada del otro mundo.

—¿Te esperabas unos rasgos finos? ¿Una nariz pequeña? ¿Labios carnosos?

—Sí. —Dejó de mirar la pizarra para contestarle, teniendo que levantar la mirada—. Sí, la imaginaba más... Guapa.

—La belleza es subjetiva.

—"Todos somos arte ante los ojos de un artista".

Jonathan asintió levemente con la cabeza, mirándola a su lado. Sus hombros estaban cerca, casi se rozaban, y ambos escucharon el silencio. Solos en el aula. 

De nuevo hizo eso, bajó sus ojos. ¿Le estaba mirando los labios? Ava tragó saliva, y se percató de que le estaba costando respirar. No podía ser la única de los dos que notara eso.

Cuando le apeteció volvió a mirarla a los ojos, y ella entreabrió los labios para exhalar ese suspiro silencioso que estuvo conteniendo. Olía bien. Olía a perfume de hombre, y también olía a las páginas de los libros añejos. Como el saber y la poesía.

—Si no era tan guapa... ¿Qué atrajo a Nietzsche de Lou? —Le preguntó, bajando su tono sin saber muy bien porqué—.

Era como un peso que le presionaba el pecho, cortándole la respiración cada vez que lo miraba de cerca. Él la miró a los ojos, reteniendo el contacto visual, y le contestó en el mismo tono de voz, como si estuviesen compartiendo un secreto a voces.

—Su inteligencia.

A Ava le hormigueó la espalda, como un deseo intenso que le cedió un escalofrío. Estaban tan cerca... Uno al lado del otro. Y, plácidamente, no la molestó. 

Tragó saliva, y su garganta estaba seca. Osciló su atención entre sus ojos marrones, a resguardo tras el cristal de sus gafas. ¿Seguían hablando de Lou y Nietzsche?

Esa vez fue ella quien le miró los labios, distrayéndose por su barba recortada y canosa. Y pareció que, como a ella, no le importó que lo hiciera.

—¿Puedo hacerte una pregunta? —Continuó con ese tono suave, llamándola para que lo mirase de nuevo a los ojos—.

Ella retrocedió un paso, enderezando la cabeza. Jonathan también se giró para mirarla de frente, rompiendo la proximidad que habían formado sin darse cuenta.

—Una pregunta por una pregunta.

Jonathan apretó los labios, y asintió con la cabeza.

—Lo veo justo. —Agachó un momento la cabeza, subiéndose las gafas—.

Ava también asintió, retirándole la mirada, y se tomó ese momento para respirar. Hinchó sus pulmones lentamente, y no pudo evitar un bostezo.

—Oh, no voy a entretenerte mucho más.

—No, por favor, hazlo. —Contestó ella, secándose rápidamente las lágrimas que hormiguearon sus ojos—.

Él pareció alegrarse cuando lo dijo, levantó una ceja sin percatarse, y dibujó una media sonrisa que desapareció al instante.

—Mucha gente no le encuentra el sentido.

—Yo tampoco. —Se limitó a decir, encogiéndose de hombros mientras se rascaba el ojo—. Pero las clases son dinámicas, nos escuchas y nos dejas hablar. Voy a negar que lo he dicho, pero... Creo que quizá me guste la filosofía.

Esa vez sí que levantó ambas cejas, admitiendo estar sorprendido por su confesión.

—¿Te gusta? —Quiso que lo repitiera—.

Ava apretó los dientes, y levantó la mirada al techo, dejando caer la cabeza hacia un lado.

—Bueno. Me gusta si tú lo explicas.

—¿Te gusto? —Le preguntó, arqueando una ceja—.

—Quizá. 

Se encogió de hombros, arqueando los labios hacia abajo.

—No lo sé, aún no hemos tenido suficientes clases.

—¿Crees que soy buen profesor? —Se tocó el pecho, desplegando una sonrisa suave al final de esa frase—. ¿No decías que los de ciencias sois mejores que los de letras?

—¿Puedo hacerte la pregunta ya? 

El profesor West se relamió el labio inferior y lo mordió, controlando esa sonrisa de satisfacción para no reírse.

—Cuando quieras. —La alentó, apoyando la baja espalda en el escritorio—.

Ava suspiró por la nariz, relajando sus hombros de esa tensión constante que era su cuerpo, y lo miró delante de ella.

—Es una estupidez. —Se justificó, negando con la cabeza—.

—Te dije que me gustan las estupideces.

—Es solo... —Frunció el ceño—. Por curiosidad.

—Adelante.

Ava curvó los labios hacia abajo, y le formuló la pregunta.

—¿Cuántos idiomas hablas? —Le dijo, curiosa por la respuesta—.

Él encaró ambas cejas, y se tomó un momento para responder.

—Pues... —Se acomodó las gafas, entrelazando las manos—. El latín y el griego clásico no cuentan. Hablo inglés obviamente, alemán, francés de París, y nací en Tel Aviv, así que el árabe es mi lengua materna.

Asintió con la cabeza, pasándose una mano por la barba.

—¿Eres...?

—Judío, sí. 

Tiró de la cadena que colgaba de su cuello, cubierta por la camiseta gris. Era una estrella de David plateada.

—Me llamo Jonathan Ali West. —Le explicó, al verla confundida—. Es un nombre...

—Hebreo.

Aunque trató de evitarlo Ava se quedó en blanco. Lo miró tanto a los ojos que no se dio cuenta de que llevaba un collar. No se esperó eso, ¿cómo un creyente de un supuesto Dios podía ser tan laxo y comprensivo con todos esos pensamientos ajenos?

—Es...

—¿Te sorprende? —Leyó su expresión, volviendo a guardarse la estrella de seis puntas—.

—Un... Un poco. Pero es interesante. Nada suele sorprenderme.

Dejó de mirarle la silueta de la cadena bajo la ropa, y subió de su pecho hasta sus ojos: de un marrón que se difuminaba tras el cristal de las gafas. Apretó los dientes, temiendo haberlo ofendido, pero él no cambió su expresión amable.

—¿Puedo hacerte yo la pregunta? —Le pidió permiso—.

—Por favor. —Tomó aire cuando le volvió a hablar, quitándose un peso de encima—.

Jonathan la miró algo más serio, y dejó las manos apoyadas en el escritorio, sentándose ligeramente en él.

—Si no te importa... ¿Cuál es tu segundo apellido? 

Ava frunció el ceño.

—¿Mi segundo apellido?

—Sí. No he encontrado tu expediente en la lista, y nadie me ayuda a buscarlo.

Buscó una reacción, sospechando que Pedro le ocultaba algo, pero al preguntárselo a ella no pareció alterarse. Se mantuvo tranquila, y respondió.

—Collymore. —Dio dos pasos en frente, acercándose a él de nuevo. Sacó la mano del bolsillo, y extendió el brazo para tenderle la mano—. Me llamo Ava Verona Collymore.

Jonathan la miró a los ojos, buscando algún atisbo extraño en su mirada, pero no hubo nada. Explícitamente nada. Luego miró su mano tendida en el aire y dejó de apoyarse en el escritorio para aceptarla, escurriendo su pequeña mano entre la suya.

—Y es un nombre inglés. —Le sonrió ella—.

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