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Capítulo III. "La casa de los juegos".

En el interior de la capital, la vieja Nahava se caía en pedazos por el desgaste de su triste realidad. Rodeada por las grandes torres y edificios de la zona más rica de todo el reino, se encontraba un precipicio circular, producido posiblemente por un cráter, o la mano humana en la naturaleza. Las casas amontonadas, a riesgo constante de derrumbes hacia el fondo del profundo abismo, albergaban a las facciones más extremistas y delincuentes fugados de la guardia real, resguardados entre los túneles y guaridas disfrazadas de hogares abandonados y destrozados.

Era increíble como el ser humano podía vivir en esas tristes condiciones, trabajando hasta el cansancio en el otro lado de Nahava, para luego ir exhaustos a sus hogares destruidos, dormir bajo el frío de la noche y rezar por no amanecer muertos en el fondo del precipicio.

Nahava era el distrito uno, más la zona roja del abismo era llamada como Distrito Cero, o la vieja Nahava. El gobierno no era capaz de combatir contra la fiereza natural y humana que ahí habitaba, por lo cual recurría a la extorción y amenazas para mantener a raya a sus habitantes. Sin embargo, aquello no era más que una cárcel disfrazada en todos los sentidos, con puntos de control vigilados las veinticuatro horas del día por la guardia.

Guardia misma que incitaba al tráfico ilegal de sustancias y mercancías dentro y fuera del Distrito Cero, y usaba a sus hombres y niños para sus podridos asuntos. Porque si, el mal social no venía de la mano directa de los pobres hambrientos que harían lo que fuese por comida; venía de nobles aprovechados que les daban uso a esos pobres para sus negocios sucios y así llenar más sus bolsillos.

Y ahí estaba Leo, “el Triana”, ya pasado los treinta y con tanta fuerza en su léxico como en su brazo, burlando uno de los puntos de controles para introducirse en la vieja Nahava, a reunirse con los suyos.

Era un hombre de temperamento calmado, inteligencia emocional excepcional y mucha paciencia. Bajito, eso sí. Fornido, pero de baja estatura, lo cual podría ser para otra persona un complejo a cargar, pero para él no era más que un beneficio incorporado a sus habilidades y ventajas. Fue un antiguo miembro de la guarda que, hacía años atrás, fue sacado de la comodidad de la sede real para enfrentar el Distrito Cero, lo que provocó que sus ojos se abrieran a la cruda realidad.

Reencontrarse con amigos de su infancia, comiendo basura o huyendo de la justicia, cambió su vida y su mente al punto de pasar de apoyar a un reino dictador, a confabular para su derrota.

Por eso unió fuerzas con los viejos líderes de la vieja Nahava, y le dio a cada habitante dispuesto a cambiar su vida, un nuevo propósito. No les reguló ni manipuló o extorsionó; cada uno siguió con la libertad de escoger si formar parte del cambio, o seguir siendo títeres de la guardia real corrupta y entretenimiento de los monarcas.

—Escuché que ya están preparando las carpas y puestos para la celebración por el “Aniversario del Triunfo” —le había comentado uno de sus hombres infiltrados en la servidumbre de la sede—, llegó hace unos días un navío del distrito ocho, lleno de armamento bélico para controlar que no ocurra nada. También llegó ayer otro barco de Fordail con donaciones; ya sabemos qué harán con todo, una vez lo desembarquen.

—Lo de siempre, mentirle al pueblo y echarse gloria —espetó con desdén.

Cada año era lo mismo, mucha ayuda de parte de reinos vecinos, y luego hacerle creer al pueblo que la monarquía era quien se quitaba de lo que tenía para dárselo a su gente, mientras esos reinos eran acusados de ser una amenaza. Y el pueblo les creía aquella farsa, o por lo menos las personas más adoctrinadas y conservadores extremistas.

Sabía qué hacer con dicha información.

Esta vez el distrito escogido para la feria principal era el cuatro, reconocido por su gran devoción a la corona y radical posición a la facción aliada de la casa real. Había demasiados nobles en esas tierras dispuestos a aplaudir el circo de corrupción y seguir con el espectáculo. Para ellos no era más que otra vía de dominio y engrandecimiento.

—¿Qué hacemos, Triana? —preguntó otro de sus hombres.

Se encontraban dentro de uno de los túneles que conducían a una de las tantas casas abandonadas del Distrito Cero. No era seguro seguir ahí parados hablando, lo mejor era llegar al punto de reunión con los líderes y compartir la información. Tenían menos de veinticuatro horas para elaborar el plan que, quizás, fuera el inicio de una contienda que indicaría un antes y un después en el reino, luego de sesenta y tantos años de duro yugo opresor.

Siguieron caminando hacia el destino, donde ya todos estaban esperando a su llegada. Se escuchaba entre tanto silencio la gotera recurrente a un costado de la habitación sin puertas que les servía de refugio y guarida. El suelo mohoso olía a oud; desagradable a madera podrida y tierra que alertaba del próximo derrumbe de aquella casa. No era un lugar seguro para seguirlo utilizando de base, pero algo era mejor que nada. En todo el año que llevaban viéndose a escondidas, habían pasado por más de siete guaridas diferentes, cada una más apartada de la superficie del distrito.

—¡Hasta que llegaron! —reclamó Matilda, una tosca mujer de tes negra y ojos felinos. Recostada a la pared y con una mano en su vientre se quejaba del malestar en su espalda producto a su evidente embarazo—, unos minutos más y me largaba a casa a descansar.

—Puedes irte si quieres —le dijo Leo en tono neutro.

—No creo que esa sea forma de hablarle a la madre de tu futuro hijo, enano —contrarrestó ella con el mismo todo y actitud.

Parecían no llevarse nada bien, a pesar de la causa en común y el bebé creciendo en el vientre de ella. Aun así, apartando cualquier desacuerdo o diferencias entre ambos, y el hecho de no estar juntos, Matilda y Leo eran el equipo perfecto y muy buenos amigos.

—Tenemos que partir mañana al distrito cuatro para la celebración. Con los coches nos será fácil llegar en menos de doce horas, en la tarde —organizó Triana a su gente una vez que todos prestaron atención y compartió la información de ambos barcos.

—¿No es mejor partir hoy mismo y así llegar temprano al amanecer? —preguntó uno de los líderes.

—A estas horas todavía siguen activos los puntos de control. No tenemos cómo sacar todo el armamento que disponemos. Tengo entendido que piensan movilizar a las tropas en la mañana para resguardar los pueblos aledaños al distrito.

Triana asintió. Sacó un cigarro de la caja en un bolsillo del pantalón y lo encendió con un mechero. Fumar agudizaba más sus pensamientos, haciendo más fácil para él pensar.

—Vamos a dividirnos en dos grupos —explicó—, el primero saldrá a Nahava Alta, y se infiltrará en la sede aprovechando la locura que habrá por la feria. Para este grupo los quiero a… ti. —Señaló a uno de los hombres en la habitación, luego a los demás—, y ustedes.

—Yo voy contigo entonces —dedujo Matilda.

—No, conmigo irá el resto, excepto tú. Tienes que quedarte a descansar, que en cualquier momento das a luz —le ordenó—. Y no me mires así que no podemos tener bajas innecesarias en el equipo, Mati —le dijo antes de que ella le interrumpiese.

—Disculpe, Triana, pero ¿qué haremos una vez nos infiltremos en la sede? No será fácil llegar a los reyes de todas formas —preguntó uno de los hombres.

—No hace falta que lleguen a los Trocass, ellos son problema de otro día. Y por dios juro que me las va a pagar el que se atreva a intentar matarlos por su cuenta —advirtió, alto y claro—. Lleguen al túnel que conecta la sede con la prisión de Saritma saquen a todo el que puedan de ahí. Hace unas semanas envié a Paco, el hijo de un amigo, directo para allá por desacato a una autoridad. Confío que él haya preparado todo lo que le indiqué para la llegada de ustedes. El resto se los irá informando el jefe. —Dio varias palmadas en el hombro de uno de los líderes del Distrito Cero, encargado de ese grupo y misión.

—Yo iré recibiendo entonces a los heridos o débiles aquí junto a mis hermanas —se ofreció Matilda—, a ver si recuerdo cómo era la medicina. Lo que bien se aprende nunca se olvida.

Uno de los ancianos y su mujer, ahí presentes pero callados hasta el momento se ofrecieron a ayudarla con total disposición. La oposición contaba con mano bruta, pero también con personas preparadas y estudiadas, que hacía años tuvieron que abandonar sus sueños para poder subsistir. Todos estaban dispuestos a arriesgar para ver el cambio de una vez.

Camill se alistaba esa mañana para salir por fin al pueblo donde se haría la feria.

Su opulento vestido de tela fina y pomposidades no le era tan cómodo como pretendía arreglarse, pero su padre exigió las mejores prendas para lucir a su bella hija en el pueblo. La intensión de Sir Esteban estaba clara: buscar un pretendiente entre los altos mandos de la guardia real. Un militar de estatus podría tener tanto o más dote para ellos que cualquier otro noble del mismo estatus que él. Era una opción segura para afianzar su devoción a la alianza y los Trocass.

Ella no estaba tan dispuesta a cumplir los caprichos de su padre, pero debía obedecer callada hasta salir de sus tierras. Llevó escondidas bajo la tela unas tijeras, varias ligas para el cabello y zapatos de tacón bajo. Camuflado debajo del asiento del coche estaba la maleta con sus cuadernos, el viejo diario y unas cuantas monedas que había estado ahorrando. Lo tenía todo listo para huir, incluso sin la ayuda que pensó tener hacía dos noches atrás.

Rumbo al pueblo podían divisarse caravanas por los alrededores, y mas coches que estarían a esas horas llevando todavía mercancía o las donaciones de ese año. Muchos negocios administrados por la aristocracia se lucrarían ese día entre ellos mismos en el trueque de productos y mercado estrafalario y sin vergüenza.

Ya podía escucharse la música, el bullicio y el ambiente de fiesta y felicidad, en contraste con toda el hambre que había los días anteriores, y seguiría los días venideros. Para Camill, con un poder de entendimiento muy avanzado para su edad y casi nula experiencia fuera de sus dominios, le resultaba ridículo pensar en cómo podía ser tan fácil manipular a tantas personas con meras migajas de lo que realmente un gobierno debía de asegurarles.

«¿Acaso no les parece injusta esta farsa?», se preguntaba para sí misma mientras más se adentraba a aquel pueblo del distrito cuatro, custodiado en cada esquina por guardias que vigilaban con desdén y asco a los pueblerinos del montón y servidumbre de los puestos de venta.

Le daba pena ajena, pero nunca perdió la falsa sonrisa de su rostro, ni la palabra precisa hacia su padre, más feliz que de costumbre por pensar en el beneficio que podría sacar ese día de llevar a su querida hija a ver la festividad.

—Recuerda saludar con cordialidad —le indicaba por enésima vez—, no mirar directamente a los ojos, pero sonreír…

—Pero sonreír y tener un cumplido siempre listo —siguió ella, de memoria como un muñeco de cuerda a concluir la frase—. Una dama debe impresionar por su gracia y buen porte, inteligencia y palabra precisa.

—Muy correcto, mi princesa —le felicitó con cariño. Acarició su cabello y siguió mirando hacia afuera la calle concurrida, ansioso por llegar a su destino.

—Me educó muy bien, Sir Esteban —dijo, ampliando su falsa sonrisa. Por dentro, sin embargo, sentía desdén y tristeza.

Era una lástima haber perdido el respeto por sus padres hacía ya un tiempo. Ningún cumplido, por más amor que tuviese, le podía complacer luego de evidenciar la verdad detrás de ellos. Su padre no era para Camill una figura de admiración; se había convertido en un extraño ruin dentro del que hasta un día consideró su hogar.

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