Capítulo 1: Repartidora de desgracias
Distrito Federal, México, 13 de septiembre del año 1989.
El cielo en la ciudad, como era costumbre, se mostraba de tonalidades lúgubres. Las avenidas eran inundadas por un interminable cúmulo de vehículos estancados que alimentaban al —ya de por sí—, contaminado ambiente con toneladas de smog, cual si fuera dulce chocolate.
No habían pájaros lindos cantando alegremente, ni siquiera personas sonrientes. Después de todo, los sórdidos vecindarios llenos de pandillas intimidantes; la pobreza extrema que padecían ciertos sectores; el controvertido inicio de mandato presidencial y los delitos que se vivían a diario, amargarían hasta al más positivo samaritano.
Situado en los barrios bajos de la ciudad, nido de ratas y crímenes de primerísimo nivel, se hallaba un modesto establecimiento pizzero. De esos cuya higiene resultaba cuestionable, mas, por azares del destino, lo frecuentaban bastante.
Dicho local de comida rápida, era como cualquier otro en apariencia. Sin embargo, nunca juzgues a un libro por su portada. Y es que da igual dónde, las maldiciones no perdonan al tratarse de sus presas.
Eran las doce del medio día.
El tráfico alcanzó su punto crítico. Clientes iban y venían, mientras los empleados del turno vespertino recién empezaban sus turnos. De estos últimos, una joven mujer de corta estatura, vestida con ese típico uniforme rojo, acompañado de un pantalón negro, ingresó al establecimiento.
Esa tremenda postura encorvada de cuasimodo, la gorra escarlata que impedía apreciarle bien al rostro y —en general—, el aura fúnebre que emanaba su personita, hacía verla idéntica a un feo espectro errante.
Ninguno de los allí presentes le prestaba una pizca de atención. Claro, ¿por qué hacerlo?, si el reportaje acerca de niños muertos que se transmitía en la televisión, era mil veces menos depresivo:
Un día como hoy, hace seis años, se llevó a cabo uno de los peores eventos jamás registrados en la historia de México. Hablo de la famosa «masacre infantil del 83», en donde decenas de almas inocentes fallecieron a manos de un despiadado asesino que, hasta la fecha y por desgracia, sigue suelto en nuestras calles.
Hoy, conmemoramos éste hecho visitando los restos incinerados de lo que alguna vez fue la escuela privada «Pureza de la Cruz».
Adelante con el informe, señor Alcántara.
Luego de mirar unos segundos la vetusta TV del local, cabizbaja e indiferente, la joven arribó a una de las cajas registradoras y se dispuso a desempeñar su aburrido puesto de cajera.
El trabajo aconteció igual que siempre: comensales vinieron y se fueron, repartidores entregaban y regresaban al ruedo. Una queja por aquí, una queja por allá. Dinero que ella recibía, dinero que ella guardaba. Todo era monotonía en un ambiente tan gris como la propia ciudad.
Y en un parpadeo, ya eran cerca de las 20:30 p.m.
Los miembros del personal abandonaron el restaurante. Sólo quedaba la chica espectro, revisando que sus cuentas estuvieran correctas, y el viejo gerente del negocio, quien se acercó a su empleada con cara de pocos amigos.
—¡Ey, tú! —Le gritó el hombre grosero.
Entretanto, ella no pronunció ni pio, y no porque pretendiera faltarle el respeto al jefe, sino que ese era su estado «común». Es más, sus compañeros no se animaban a hablarle por esto mismo. A fin de cuentas, ¿quién querría dirigirle la palabra a un bicho tan callado y siniestro?
—Ni se te ocurra estarte calladita conmigo presente. ¿Cuántas veces te lo tengo que repetir? Es tu problema si no quieres hacer amigos, pero a mí me hablas por simple respeto, ¿lo captas?
La joven de aspecto deprimente, asintió lento como tortuga. Acto seguido, habló en voz baja e indecisa:
—S-Sí. Lo siento mucho, señor Rogers.
—Bien... Sí, como sea. ¿Sabes manejar motos?
—¿Eh?
El viejo canoso soltó un refunfuño de aquellos y replicó en alto:
—¡Que si sabes manejar una pinche moto! ¿No oyes o sólo te haces la desentendida?
—Y-Yo...—Juntó sus manos y las acarició con las yemas de los dedos—. Sí, señor. Sí lo escucho, en serio.
—Ajá, pues, ¿adivina qué?, no lo parece. Otra cosa, ¿te puedes levantar aunque sea un poco esa maldita gorra? Nunca lo haces, incluso cuando ya está oscuro.
»Da muy mal rollo no verte bien a la cara. ¡Qué va! Un día de estos, no te sorprendas que esa cosa termine en el basurero.
—¿Mi... M-Mi Scarlett? —Usando ambos brazos, presionó su preciado accesorio para la cabeza, y se retrajo igual que los moluscos a su caparazón.
—¿Scarlett? ¿Le pusiste un nombre? ¡La puta madre que me parió! —Con los párpados bien abiertos, se dio una palmada en la frente—. Sí que estás zafada... ¿Sabes qué? No seguiré tu jueguito estúpido. Haz lo que tus ovarios te digan, pero contéstame lo que te pregunté.
Hubo un breve silencio.
—Este... la verdad yo...—Ella veía al piso, de lado a lado, en un intento desesperado por hallar una respuesta que pudiese librarla de esa situación—... N-No. No sé manejar motos.
—¡Pues qué gran oportunidad acabas de obtener! —exclamó burlón—. Verás, un sujeto medio raro me pidió que le lleváramos un pedido a cierta dirección.
Aquel arisco veterano, se sacó del bolsillo un papel de baño arrugado, y, sin dirigirle ni la mirada, lo aproximó al rostro semi encubierto de la fémina. Ella lo tomó enseguida, dudosa de si recibiría más regaños. Por suerte, al contrario de lo que pensaba, él sólo cruzó sus brazos para continuar la explicación:
—Justo como ves, la casa se encuentra a las afueras de la ciudad. Está algo lejos, pero no importa. A estas horas casi no hay tráfico, y sólo es cuestión de seguir un par de letreros y ya.
—¿Qué? P-Pero... Pero yo no sé manejar. Solo soy una cajera.
—¿Pero? ¿Has dicho... «pero»? ¡Mierda!, sí que los tienes bien puestos, ¿no? Niña, tú bien sabes cómo detesto que mi personal me diga esa palabrita tan molesta. Y que de entre todos, me la digas tú, sólo lo hace peor.
»¿Ya olvidaste el enorme peligro que corro contigo aquí? ¿O qué me dices de mis demás empleados? Ninguno sabe lo que yo sé. ¡Qué va!, de los que sabían de ti, ¡soy el único imbécil que queda! —Similar a un oso furioso con aires de querer pelear, se impuso a dos dedos de distancia de la fémina.
»Y a pesar de eso, te di un sitio donde hospedarte. Un hogar. Yo te di trabajo, y con ello mi confianza también... aunque sólo fuera para pagar un mísero favor. —Inclinó la vista, y masculló esto último.
»Como sea. Tienes la sangre maldita recorriendo las venas de tu cuerpecillo de porquería. —Esbozó una miserable sonrisa—. Y eso es, precisamente, lo que te hace tan útil para mí.
»¿Que solo eres una «cajera»? ¡Una puta mierda de excusa! Con el simple hecho de mirar a tu alrededor, eres capaz de aprender cómo funcionan las cosas en un santiamén.
»Y no me vengas conque se te olvidó, o algo así, porque no me importa quién fuiste en el pasado, te soltaré una buena bofetada por mentirosa, ¿lo captas?
La joven, teniendo cero comentarios que añadir a la lluvia de verdades que le cayó encima, se limitó a agachar —sumisa— su mirada.
—Como pensé... De acuerdo. Ahora que al fin estamos en el mismo barco, ve a tomar la llave número trece del estante. La motocicleta con el pedido que enciende esa llave, debe de estar estacionada hasta el final de la hilera.
—Eh... Bueno, yo... Sí, supongo.
—¡Excelente! —Procedió a darle la espalda—. Desde hoy, oficialmente formas parte del equipo de repartidores. Pero antes de que te vayas...
Él, preservando unos intimidantes ojos de matón a sueldo, mirándola por encima del hombro cual si mirase a un insecto insignificante, le dijo:
—Bien sabes que no me ando con jueguecillos. Cualquier objeto que rompas, será descontado de tu salario. Y si la motocicleta regresa teniendo tan solo un pequeño rayón, prepárate, porque no desayunarás en un largo rato.
Una vez más, de ella puro silencio.
—¿Y bien? ¡¿Qué putas esperas?! ¡Lárgate!
Cabizbaja, aquella fémina salió corriendo hacia el estante que guardaba la llave de la motocicleta. A continuación, siguió las órdenes de su jefe al pie de la letra.
Ni bien ella se sentó en el vehículo de dos ruedas y lo encendió, a pesar de jamás haber tocado uno, su cuerpo entero supo qué acciones tomar de inmediato.
Aunque parezca absurdo o imposible de creer, fueron apenas cinco minutos de práctica los que requirió para convertirse en toda una experta. Y así, la nueva repartidora se fue a entregar la susodicha pizza.
Ya en plena expedición vehicular por las calles, comenzó una charla algo peculiar consigo misma:
—Maldito gerente. ¿Acaso no sabe qué día es hoy? En serio, ¿no pudo elegir una peor fecha para pedirme que me volviera su repartidora?
»Los cólicos están insoportables. Ese viejo avaro, no me deja faltar al trabajo, ¡y ahora esto! Todo lo malo se está juntando, y no me gusta. No es buena señal para nada.
»Él sabe muy bien que éste día es peligroso. Se supone que debo permanecer lo más apartada del mundo posible. Se lo he explicado cientos de veces, pero al parecer no entiende.
«Oye, ¿y qué esperabas? El señor Rogers nos odia. Además, por más que quieras, no puedes replicarle, ni contradecirlo. Es su ayuda, son sus reglas. Ese hombre tiene toda la razón, así no te parezca».
—Tal vez. —Lanzó un fuerte soplo de aire por el coraje—. Aunque lo que más me saca de quicio, es que ni siquiera la persuasión funcionó. En serio que el viejo es muy astuto cuando hay dinero de por medio. ¡Me desenmascaró al instante!
«Le dijiste que sólo eras una cajera. No fue un mal intento de engaño, ya que es simple lógica humana. Pero vaya si serás tonta que olvidaste que la "lógica humana" no aplica en nosotras».
—Bueno, ¡pues lo siento, Yo! Al menos debía intentarlo.
«Lo sé. No necesitas decírmelo, mucho menos a gritos».
—¡Ash! Sí, sí, sí, como sea.
«De acuerdo. Entonces, "doña quejumbrosa", en vez de reclamar por tonterías, ¿por qué no mejor me explicas qué vamos a hacer? Hasta el momento, no ha sucedido nada terrible, pero sospecho que nuestra maldición ya no tarda en hacer efecto».
—No... lo sé. —Pese al potencial peligro de causar un accidente, desvió la vista para la izquierda del camino, y silenció unos instantes—. En serio que no lo sé. Ese «sujeto medio raro» que el señor Rogers mencionó, no me da muy buena espina.
«Y que lo digas. ¿Por qué alguien pediría una pizza a altas horas de la noche? Y peor, hasta el otro lado de la ciudad. No tiene sentido».
—No sólo no tiene sentido, ¡es absurdo! En serio, ¿qué rayos tenía el gerente en su cabeza al aceptar este pedido? Además, ¿por qué yo, habiendo tantos repartidores?
«Quizás todo sea parte de una broma».
—¿Una broma? ¡Ja!, lo dudo. ¿Alguna vez lo has visto bromear con alguien? Porque yo no.
«Touché».
—Sí, touché —suspiró, resignada—... Bueno, supongo que no pasa nada. Digo, mínimo tengo con qué defenderme en caso de emergencias.
«"Tenemos", en plural. Llevas todo el rato equivocándote con eso. Que no se te olvide que aquí sigo. ¿O qué? ¿Acaso estoy pintada para ti?».
—¡Oh, por favor! No empieces con eso, ¿sí? Tú eres yo. Yo soy tú. Ambas existimos y bla, bla, bla. ¡No importa! Las palabras que uses o use para referirnos tampoco importan.
»Si decidí darte una voz propia, era para tener con quién hablar, no para que me contradijeras. ¡Es más!, mejor «callémonos», en plural, y «disfrutemos», en plural, lo que resta de este tonto viaje. ¿Te parece bien así?
«Loca».
—¡Púdrete!
México, un país hermoso en cuanto a paisajes y culturas ricas se refiere, es —a su vez—, uno de los más peligrosos al llegar la noche. Donde si no mueres a manos de ladrones de poca monta que buscan dinero fácil, lo haces por culpa de secuestradores, vagabundos muertos de hambre, mafias de trata de personas e incluso, dependiendo las circunstancias, el propio gobierno.
No importa la época, las veladas de México —y América Latina en general—, fueron, son y serán siempre el símbolo intachable del infierno. Uno muy sutil y astuto, capaz de disfrazarse de serenidad con tal de atraer a los ilusos hacia sus garras. Ilusos iguales que la pobre repartidora quien, sin enterarse, estaba siendo asechada por un auténtico monstruo.
El reloj de muñeca que traía la muchacha, marcaba las diez en punto, hora exacta de su arribo a la dirección de la nota que le dieron. ¿Y qué fue lo que encontró?, sino un inmenso terreno baldío.
—No es cierto...
Todo indicaba que, en efecto, la engañaron. El pecho, que no dejaba de presionárselo con la palma de su mano, se le encogió de preocupación.
«Oye, tranquila. Sé que se ve mal, pero aún es muy pronto para que te alteres».
—¿Muy pronto? ¡¿Muy pronto?! ¡No me vengas con esa estupidez! ¿Cuántas veces no he pasado por lo mismo? En serio, ¡¿cuántas?! La mala suerte, me va a atacar otra vez. Puede que hasta esté vigilándome por ahí...
La respiración, se le oía súper entrecortaba. El sudor, transpiraba de pies a cabeza. Un mareo descomunal provocaba que su mente diera mil vueltas. Ansiaba arrancarse los mechones del pelo. No podía mantenerse quieta. Era la paranoia absoluta arremetiendo contra ella sin piedad.
—Esto está mal, muy mal, ¡demasiado mal!
«¡Que te calmes! Vas a tirarnos de la motocicleta. Por favor, debes tranquilizarte, que necesito decirte algo».
—Bien. —Tragó saliva para recuperar un poquito el control de su ansiedad—. E-Está bien, te escucho.
«De acuerdo. Para empezar, ¿ves a alguien por los alrededores?».
Obedeciendo a la voz de su conciencia, miró de derecha a izquierda, después de arriba para abajo. Meramente, se apreciaba el territorio abandonado, paralelo a la carretera que recorrió minutos atrás. Ambos tan oscuros como un agujero negro del espacio, y tan silenciosos cuales cabañas en los cerros.
Una triste farola sobre ella, era el único alumbrado en kilómetros.
—No, p-pero el lugar parece sacado de una película de terror.
«Es correcto. Esta parece una situación que se viviría en una película como esas, pero eso es todo. Realmente, no hay nada por lo que debamos preocuparnos».
—¿Ja? ¡Pero si fuiste tú la que dijo que mi maldición no tardaría en hacer efecto! Y adivina, tenías razón. ¡Ya está haciendo efecto!
«¡No me grites!».
—¡No te estoy gritando!
«¡Ash! Bueno, ¿sabes qué? No pienso discutir contigo. Solo acuérdate de nuestro pacto, ¿sí? Yo soy la "voz de la razón", así que presta atención:
Sé que siempre nos han pasado cosas horribles este día, en serio que sí. Pero no puedes dejar que eso te destruya. Además, ya no estamos en el orfanato, y las personas que nos hicieron daño se han ido. Todos se fueron».
—¿Todos? No, no, ahí sí que te equivocas. No todos se fueron. Todavía queda una persona.
«Una persona que está demasiado ocupada con los asuntos del país. ¿Cuándo aceptarás que nosotras ya no somos su prioridad? Entiéndelo, debes entenderlo: ¡Estamos a salvo!».
—Ajá... ¿Sabes qué? Esto es ridículo. Hablar contigo es absurdo. ¿Voz de la razón? ¡Ja! Más bien, deberías llamarte la «voz de la incoherencia». En serio, ¿cómo puedes afirmar que estoy a salvo después de todo lo que he sufrido?
«Eres demasiado fatalista».
—Y tú, una completa estúpida.
Harta de esa interminable discusión, eligió dar marcha a la motocicleta para largarse. Pero vaya que no mentía respecto al infortunio que le atormentaba.
Veinte metros...
Solamente hicieron falta veinte metros de recorrido, para que la cadena entera de la moto se soltara de su sitio. Lo que provocó que perdiera el equilibrio, y una colisión abrupta se produjo.
Idéntico a que si azotaran un costal de papas al suelo, el organismo de la muchacha se estrelló contra el pavimento. Esa bonita camiseta roja de manga larga, quedó rasgada de cabo a rabo. Un montón de feísimos raspones la atiborraron, y para cuando su consciencia regresó luego de cinco segundos agónicos, susurró:
—Esto... tiene que ser un chiste.
Por desgracia, no lo era.
Del motor de aquella motocicleta, se elevaba una espesa nube de humo negro que indicaba su descompostura total.
Al ver semejante desastre, ella no se contuvo, y de su boca ensangrentada surgió un gran grito de desespero. No lo podía creer. ¡Quería que la tierra se la tragase! Al fin y al cabo, sus malos augurios acertaron: la maldición del trece de septiembre, volvió a ganar el duelo.
—¡Maldito gerente! ¡Maldito día! ¡Maldita suerte! ¡Maldita Yo! —Se desgarró la voz exclamando a los cuatro vientos, a la par que reventaba a golpes el pavimento—. Te lo dije. Te dije que esto pasaría. ¡Yo sabía que esto iba a pasar!
«Espera».
—Nada de espera. ¡Púdrete! Y lo digo en serio, ¡púdrete!, ¡púdrete!, ¡púdrete!, ¡PÚDRETE!
«¡Que te esperes! ¿Escuchas eso?».
—¡¿Qué?!
«Eso... un auto».
En un santiamén, los pelos se le pusieron de punta. La joven volteó rápido a su retaguardia, mas no advirtió ni un alma en las negruzcas lejanías.
Y de repente, cual infame pesadilla sacada de las más atroces leyendas urbanas, unas luces de automóvil aparecieron de entre la oscura carretera. Estas, por alguna incomprensible razón, permanecían quietas en la distancia. No era buena señal.
«Oye, ¿no crees que es un buen momento para ponerte de pie?».
Esforzándose en realizar un mísero movimiento de brazos, expulsó un gran quejido adolorido, y contestó:
—No... M-Me duele todo mi cuerpo.
«¡Pues entonces cúranos, maldición!».
—¡Tampoco puedo! Hace meses que dejé de hacer eso. Mis habilidades especiales están fallando, ¡y lo sabes!
Entonces, los distantes faros atravesaron muy despacio la penumbra del entorno nocturno. Pareciera que el autor de tan macabro escenario se divertía, como un felino hacia su comida.
«¡Apresúrate!».
—¡Cállate!
Utilizando lo que restaba de sus energías, la chica consiguió levantarse a duras penas para huir. No obstante, el desconocido no dejaría que su preciada víctima se le escapara tan fácil de las manos.
Recias, las llantas derraparon en el asfalto, y un chirrido ensordecedor resonó por todo aquel terreno baldío. No cabían dudas, una injusta persecución iba a dar comienzo.
«Oh, no... Oye, sé que nuestra habilidad de curación está fallando, pero para defendernos todavía puedes usar "eso" que comentamos hace rato. De hecho, viendo lo visto, vas a tener que usarlo. ¡No podemos morir aquí!».
—¡Que te calles! ¿Qué no ves que yo...?
La mala suerte, cruel e inmisericorde, de nueva cuenta le jugó chueco a la muchacha, haciendo que ésta se tropezara con una piedra y cayera de hocico al piso. Asimismo, por si no fuese ya suficiente castigo psicológico, la espera terminó. ¡Ese loco motorizado soltó los frenos y pisó a fondo el acelerador!
«No puede ser... Oye, ¿qué haremos? ¿Qué piensas hacer? Vamos, ¡responde! ¡Tienes que responder, maldición!».
—¿Qué voy a hacer? —Apreciando sus manos raspadas, entre ligeras risas de abatimiento, respondió—: Pues eso es obvio... Nada.
«¿Qué?».
Ese espeluznante vehículo, corría a una velocidad idónea para matar de un único impacto, y la joven lo sabía de sobra. Ella comprendía perfecto que la dulce muerte al fin tocó a su puerta.
Luego de tantos largos años, su destino fue sellado. Así pues, sin oponer ningún tipo de resistencia, se colocó de rodillas, cerró los ojos y —tranquila—, anticipó el momento.
«No... No, no, no. No puedes hacernos esto. ¡No te atrevas a hacernos esto ahora! Nuestra vida debe continuar. ¡No puedes rendirte!, y menos luego de haber hecho una promesa».
—Ah, ¿no? Eso díselo a Gustav. Díselo a Tony. Díselo a Liz. Díselo a los miembros de L.A.R o los que consideraba mis amigos. A todos ellos les hice una promesa, y a todos ellos... les fallé.
»Acéptalo. Ya es tiempo de aceptarlo. Mi vida, nunca ha tenido ningún sentido, ni propósito. Vivir siempre fue... mi verdadera maldición.
Así no se le notase demasiado debido a la gorra, una laguna de lágrimas inundó esa maltrecha fisionomía, seguida por el máximo llanto de resignación que jamás tuvo en toda su miserable vida.
«¿Qué hacer? ¿Qué no hacer?». Ya no importaba. Ese era el final del camino para la repartidora. Uno piadoso, dentro de lo que cabía.
El claxon del auto se escuchaba ya cerca. Unos cuantos metros más y acabaría el sufrimiento.
¿O no?
De la completa nada, una contundente jaqueca asaltó su cerebro al grado de tumbarla en posición fetal. ¡Y los alaridos de dolor acudieron al toque nomás!
Todo... daba... vueltas.
ToDo
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Un bullicio de voces distorsionadas, que penetraba en lo más profundo de sus pensamientos, le hacían retorcerse cual sanguijuela. Y el claxon de tajo se desvaneció.
Al abrir los párpados para dilucidar aquella situación sinigual, la joven presenció una locura de magnitudes bíblicas. Y es que ella se vio rodeada por cantidades industriales de agua salada.
¡Se estaba ahogando en mitad del mar!
«¿Eh?».
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