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Show de falsedades

Ambos norteamericanos miraron como Sieglinde estaba siendo acosada por un hombre, al parecer borracho, quien intentaba abrazarla entre los forcejeos de la menor.

Sieglinde intentaba ser condescendiente como la dama que era, pero si ese hombre intentaba hacer algo más, no dudaría golpearlo en la entrepierna. No era que no supiera defenderse, por el contrario, Ludwig le había enseñado cómo hacerlo en caso de que él no estuviera presente, pero sabía que podría generar un escándalo en el lugar y era algo que ella quería evitar. Si todo el mundo se enteraba ella sería el hazmerreír de la fiesta, y eso no le gustaría para nada a Hitler.

Thomas se acercó a la pareja con una copa en la mano, por detrás del hombre y, aprovechando que nadie le estaba viendo, le tiró la champaña en el blazer. Apenas el hombre volteó para reclamarle, el americano comenzó a fingir.

—¡Oh, por Dios!, ¡lo lamento tanto! Alguien me tropezó por detrás y se lo regué por accidente. Permítame que lleve el blazer a la tintorería y se lo llevamos a su residencia, cubriré todos los gastos. —Vio a uno de los camareros y lo llamó diciéndole —. Acompañe al señor al baño para que se arregle y no se pierda del resto de la fiesta, y lleva mañana el blazer a la tintorería. Que lo adjunten a mi cuenta.

Tanto el camarero como el hombre se retiraron dejando a los chicos solos. Al escuchar las tonadas de la nueva canción, Thomas le pidió su mano para bailar a lo que ella aceptó. Cuando puso una de sus manos en la cintura de la mujer, se dio cuenta que Sieglinde era un poco más pequeña de lo que creía, pero era tan hermosa que no le importaba. Le recordaba a las muñecas que tenía su hermana, que cuidaba celosamente para que no se rompieran. Así estaba Thomas con Sieglinde en ese momento, la consideraba una muñeca de porcelana que, si llegaba a apretar de más, podría romperse.

—No debió haber hecho eso, pudiste haber formado un escándalo. Estaba a punto de resolverlo, no tenías que haberme salvado —Sieglinde reclamó.

—Sé que no necesitabas ser salvada, pero quería hacerlo. —La menor sonrió al escuchar eso de Thomas.

—Te lo agradezco. Perdone mi intromisión, ¿puedo preguntar la inspiración de ese emocionante discurso? —preguntó Sieglinde.

—Lo tengo frente a mí. 

La chica se sonrojó y siguieron bailando en su mundo utópico. En cambio, Ludwig miraba la escena desde lejos, recostado en la pared. Había decidido ser solamente un espectador del baile, en un lugar donde pudiera observar todo lo que Sieglinde y Thomas hacían. Se veía bastante serio y llamó a uno de sus escoltas con un simple gesto de la mano.

—Está viendo lo mismo que yo, ¿cierto? —El escolta asintió.

—¿Quiere que los separe? —preguntó el escolta. Ludwig levantó la mano indicando que no, pero aun así no lo miraba. Estaba más enfocado en cualquier acción que Thomas podría hacer contra su señora.

—Avisa todo lo que está pasando en este momento al Führer, de inmediato.

El hombre se retiró mientras que Ludwig seguía mirando la escena.

Al día siguiente Sieglinde fue llamada de urgencia a la oficina del Führer, algo extremadamente raro para la mujer, y más aún cuando apenas eran las dos de la tarde, hora en la que Hitler empezaba a trabajar. Aunque era frecuente que Hitler la llamara a esa hora, los mensajes de urgencia significaban que se había enterado de algo incluso antes de que ella le informara.

Se anunció con la secretaria y, al entrar a la elegante oficina de doscientos cuarenta metros cuadrados, detalló el interior. De por sí mismo la oficina era no sólo grande en área sino en altura, se podía dar cuenta por las grandes y pesadas cortinas carmesí que caían a los lados del gran ventanal que estaba frente a ella y finalmente descansaban en el piso de mármol. Varios muebles adornaban el lugar, algunos formando una sala. Cuando comenzó a caminar haciendo resonar sus tacones, se dio cuenta de que había una gran puerta de madera, frente a ella había una mesa de madera de roble y, en medio de ellos, un hombre sentado en una gran silla.

Se encontró con Ludwig sentado frente a él, el hombre más poderoso de Alemania. Tenía su cara totalmente seria como siempre, erguido, tal como le gustaba, sus fríos ojos azules eran un poco más oscuros que los de Sieglinde, pero sentía que en cualquier momento arderían. Era él, su jefe y amado Führer: Adolf Hitler.

Al estar en la distancia indicada se enderezó y alzó el brazo derecho cortando el aire, a lo que fue respondida por Hitler. El mayor de los presentes le indicó que se sentara a lo que le hizo caso.

—Me extrañó esa llamada de urgencia, ¿sucedió algo, mi Führer? —dijo con una pequeña preocupación en su rostro.

—Me comentaron que la fiesta en honor a Herr. Roosevelt estuvo bien, ¿cómo te pareció? —Hitler respondió, hablando con confianza hacia Sieglinde. La chica relajó su rostro al escuchar esa pregunta. Simplemente estaba interesado en conocer todo lo que había pasado en el lugar.

Sieglinde era los ojos de Hitler, ella observaba todo lo que sucedía fuera de la cancillería y lo informaba después. En cambio, Ludwig era sus manos, él ejecutaba todas las órdenes que Hitler le daba.

—Fue bastante buena. La fiesta estuvo entretenida y conocí nuevas personas. Nadie como para acercarlo a usted, pero vi nuevos rostros y la música estaba bastante animada. Aun así, no creo que me haya llamado solo para saber los pormenores del evento, ¿cierto? —Hitler asintió.

—Me comentaron que ese chico, Thomas, estaba buscando tener confianza contigo, pero sabes no es la persona que estoy buscando para usted, motivo por el cual le prohíbo que vuelva a ver a ese hombre.

Sieglinde estaba algo sorprendida por esa prohibición, Ludwig ni se inmutó ante eso, eran las órdenes de su Führer. Por algún motivo que no sabía, el corazón de la chica dolía de tristeza. 

¿Ya empezamos el drama? Neh, creo que el drama aun ni se asoma por aquí, pero ya estamos viendo la desconfianza de Hitler ante Thomas, y con toda la razón. Espero verlos en el siguiente capítulo a ver cómo termina la reunión. 

Bye-bye 

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