14. Solsticio de verano.
17 a 24 de junio de 1520. Guînes, Calais.
«¡Nunca pensé que encubrir un asesinato requería tanto trabajo!», pensó Sophie mientras, en la tienda de campaña del conde de Brienne, intentaban colocarle a este el segundo guardabrazos de la armadura. «Pero reconozco que, pese al esfuerzo, si retrocediese en el tiempo repetiría mis acciones del mismo modo contundente. ¡No hay duda de que este malnacido se merecía lo que le ha ocurrido!»
Y las quejas estaban más que justificadas. Les había insumido largas horas ponerle los demás elementos y solo les faltaban los guanteletes, aunque dada la rigidez del fallecido les costaría más que el resto.
—Mi señor —preguntó el sirviente del conde desde el otro lado de la tela que ejercía de puerta—, ¿queréis que os ayude a poneros la ropa de dormir?
—No, id a disfrutar de la fiesta con la servidumbre. —Guy imitó a la perfección el tono quebrado y pastoso del occiso cuando hablaba en estado de embriaguez—. Me entrenaré para destacar en mi participación de la justa... Pero deseo estar solo.
Y el hombre no insistió. Se notaba que no le tenía ningún aprecio, actitud que no era de extrañar dado el carácter déspota del muerto.
—¡Nos vamos sin los guanteletes, mon rêve! —la apremió su marido con un susurro; acto seguido levantó al conde y se lo echó sobre el hombro—. Estaba borracho como una cuba, nadie reparará en esta pequeña omisión. Seguro que todos lo vieron beber litros de vino en las fuentes como si fuese un náufrago que regresa de una isla desierta.
—Entonces primero investigo si hay alguien a la vista. —Por fortuna estaban solos, ya que las diversiones esa noche se llevaban a cabo del lado inglés.
Salieron de la tienda y caminaron hasta la zona arbolada como si los persiguiese el demonio. Y zigzaguearon de modo tal que siempre quedaban protegidos por la espesa vegetación.
—Escucho que alguien viene, esposo mío —lo alertó Sophie y se llevó la mano a la garganta—. Resguardaos bien detrás de este roble y no os mováis. Iré a distraer al intruso y luego regreso.
—Tened mucho cuidado, ma raison d'être —le pidió, preocupado—. Je ne peux pas vivre sans toi!
—Ni yo puedo vivir sin vos, vida mía. —Sophie le dio un beso sobre los labios, que por la calidez y por la manifiesta ternura guardaba millones de promesas.
La joven se separó de su fiel pareja y observó la raya que le quedaba a la luna, pues pronto sería el novilunio. Y, como buena bruja, sintió que el satélite la absorbía y que sus poderes se magnificaban.
—¿Quién va? —preguntó la voz de una mujer.
La joven enseguida la reconoció: se trataba de la reina Catalina de Aragón. «¡¿Cómo puedo tener tan mala suerte para encontrármela justo ahora?!», pensó desesperada. «¡Esta noche el Universo me pone a prueba!»
—Soy lady Sophie Grey de Longueville, Majestad. —Se identificó enseguida.
—¡Ah, lady Sophie! ¡Qué alegría coincidir con vos! —la saludó, cortés, la soberana mientras se le acercaba—. Os he visto de lejos durante las celebraciones, siempre al lado de vuestro gallardo esposo... ¿No os atemoriza estar sola aquí?
—No demasiado. Caminábamos juntos, me he despistado un poco y lo he perdido. Justo lo buscaba. —La chica le sonrió con timidez—. ¿Cuál es vuestro motivo, Majestad, para adentraros en la temible oscuridad?
—Aunque parezca una ironía, pretendía alejarme de mi marido. Hoy está tan insoportable como un oso herido por la saeta de una ballesta... Y también precisaba poner distancia con mis damas, que desean enterarse de los pormenores de su nuevo desplante. Por eso me he escabullido —le confesó la soberana, entristecida—. No deseo una boda francesa para Mary y mis aprensiones le han sentado muy mal.
—Lo imagino, Majestad, el rey es un hombre muy difícil de complacer —efectuó una pausa y continuó—: Como habéis podido advertir os hice caso. Aproveché la primera oportunidad que se me presentó de escapar y abandoné a Enrique.
—¡Difícil no, imposible! Y es lógico que os haya ido mucho mejor que a mí al encontraros lejos de él. —El gesto era una mezcla de comprensión y de pesar.
Sophie veía a Guy, pero Catalina no porque le daba la espalda, aunque esperaba que se distrajera con la conversación y que no se girase. Porque el duque intentaba esconder mejor el cadáver y la tarea se le dificultaba debido a que se hallaba rígido como una tabla. Incluso una parte del brazo del abogado rebasaba el ancho del robusto roble.
—Creo que es hora de reconocer que no es el mismo hombre con el que me casé —bufó la española, Sophie nunca la había visto así.
—O tal vez al principio disimuló muy bien ante vos su naturaleza cruel... No deberíais estar sola en medio de las tinieblas, es peligroso. Mejor os acompaño hasta donde os esperan vuestras damas —y aprovechó para confesarle—: Deseo que sepáis que todavía me avergüenzo mucho del daño que os causé. Aunque estuviese arrodillada implorándoos perdón lo que me resta de vida no sería suficiente.
—No os martiricéis, lady Sophie, no ignoro que nunca pretendisteis causarme dolor, sino que fuisteis el peón de las ambiciones de otros. —Se detuvo y la contempló, era una sombra difusa—. Sé que no tuvisteis opción, cuando Enrique se propone un objetivo ninguna barrera lo detiene... Seré sincera con vos. Mi esposo envidia al rey Francisco porque consiguió el milanesado. Su mayor logro fue capturar a vuestro marido y a otros aristócratas en la Batalla de las Espuelas, que poco tuvo de batalla. —Sophie comprendió que hablaba así porque estaba furiosa—. Mientras Enrique se divertía y jugaba a la guerra, yo sí combatí contra los fieros escoceses y los vencí. Desde ese instante me mortifica por opacar sus «triunfos». Tanto vos como las otras damas sois el instrumento de castigo... Y, pese a todos sus defectos, sigue siendo mi esposo. —Efectuó una pausa—. ¿Habéis reflexionado en que los caminos de Dios son infinitos, aunque en ocasiones parezcan torcidos? Porque si no hubierais sido la amante del rey jamás hubieseis conocido al duque de Longueville. Os aconsejo que no os arrepintáis de vuestro pasado, pues es quien os ha hecho ser como sois ahora y conseguir la felicidad.
Y Sophie le hizo caso a la reina. Meditó en esta paradoja mientras ayudaba a Guy a cargar el cadáver de Brienne. Y, todavía más, al dejarla su esposo en una cueva cuando fue a indagar dónde se encontraba la cabalgadura del muerto. Y también cuando regresó con el corcel y colocaron al conde sobre él, lo azuzaron y el fallecido cayó a tierra en una posición falsamente natural... Y, por supuesto, prosiguió con las reflexiones cuando regresaron a la tienda de campaña que compartían.
—Si queréis os dejo y voy a dormir a otro sitio, ma petite. —Le dio un beso cariñoso en la frente—. No os quiero imponer hoy mi presencia, sé cuán difícil es para vos asumir nuestras acciones.
—Por el contrario, esposo mío, hoy os necesito más que nunca. No consigo desprenderme del hedor del vino rancio del conde. Creo que jamás volveré a beber. —Recostó la cabeza contra el musculoso pecho masculino y lo ciñó entre los brazos, sentía que de este modo ambos compartían el peso de los remordimientos.
—Si es vuestro deseo estaré feliz de acostarme a vuestro lado y de abrazaros mientras dormís.
La cargó como si fuese una niña pequeña y la recostó con un cuidado infinito sobre el lecho.
—Siempre me habéis dicho que el sexo no es tan horrible como tuve la desgracia de experimentar. —Las pintitas miel de la mirada de la chica emitían unos brillos inusuales—. ¿Me podéis enseñar cómo es cuando realmente se ama?
—¡¿Acaso me pedís que os haga el amor?! —la interrogó, incrédulo.
—Sí, cariño mío, habéis sido demasiado paciente conmigo y os lo agradezco. —La joven tiró de Guy y este cayó con suavidad encima de ella—. Pero es hora de avanzar y de profundizar en nuestra relación. Quizá mañana nos ejecuten por haber asesinado al conde de Brienne y quiero conocer la plenitud antes de abandonar la vida... Confío en vos, nunca me habéis mentido.
—Nada me haría más feliz que seamos uno en cuerpo y en alma, ma chérie. —Conectaron las miradas como si el mundo empezara y terminase en ellas—. Pero no deseo que os entreguéis porque sentís que me debéis algo, sino porque de verdad me amáis.
—Je t'aime de tout mon coeur! —Lo besó con pasión para demostrárselo—. ¡Os amo con todo mi corazón y como nunca pensé que era posible amar! Nada anhelo más que dejar de ser vuestra «falsa duquesa».
—¡Jamás lo habéis sido! —negó el caballero enseguida con cálida entonación—. Desde el primer instante en el que os vi con vuestra naricilla levantada supe que seríais mía hasta el final de los tiempos. Y me da igual que seáis bruja, para mí es una ventaja añadida.
—Siento haber sido tan cruel con vos. —Sophie se hallaba próxima a llorar—. ¿Me habéis perdonado?
—No hay nada que perdonar. —Guy le retiró con habilidad las mangas y en un parpadeo se deshizo del vestido de corte cuadrado y del resto de la ropa, solo le dejó las joyas ducales puestas—. Relajaos y disfrutad —le pidió mientras le besaba y le mordisqueaba el cuello con pasión.
No se detuvo solo en besos, como las ocasiones anteriores, sino que el resto de la madrugada se dedicó a demostrarle las maravillas del sexo cuando existían de por medio sentimientos. Y, en especial, de qué forma se comportaba un hombre cuando lo único que lo motivaba era el placer de la mujer a la que idolatraba.
Cómo sería de intensa la experiencia que, minutos después de escalar la montaña del éxtasis, los invadió una visión conjunta. Ambos fueron testigos de que un Enrique VIII anciano y obeso —tan lejos del joven, guapo y esbelto caballero actual— vociferaba en dirección al conde de Surrey. De hecho, solo lo reconocieron por la altura y por el tono de voz que empleaba, pues emanaba un hedor a putrefacción tan fuerte como si viviera en una cloaca.
—¡Os juro por Dios que promulgaré una ley contra todas las brujas! ¡Jamás volveré a caer en las garras de otra! —Se detuvo y enfocó los ojillos, más malévolos que nunca, en el otro noble—. Castigaré con la muerte usar invocaciones y cualquier tipo de magia para causar el mal a otro, para quitarle dinero o para subvertir las leyes de nuestro Creador... O, pensándolo mejor, haré que solo por el hecho de ser bruja le corresponda la pena de muerte.
—Apoyaré cualquier decisión vuestra, Majestad. —El conde de Surrey, servil, bajó la mirada con la intención de esconder lo que era evidente para Sophie y para Guy: que se hallaba tan aterrorizado como el resto de los súbditos.
—Y deberíais, pues sois consciente de los problemas que me ocasionó vuestra difunta sobrina —bufó despreciativo y la pareja pensó que se asemejaba a un demonio de más de mil años—. Aquella mujer me sedujo con artes mágicas y me obligó a anular mi matrimonio con Catalina para que la desposara. Y, no contenta con ello, me causó impotencia y me obnubilaba el cerebro con su risa estridente de maléfica —efectuó una pausa, y, al apreciar que el conde de Surrey no intervenía, prosiguió—: Mientras cometía adulterio con todos los hombres del reino, intentó envenenar a Catalina y a mi hija María. ¡Y, encima, me recriminaba que buscase consuelo en otras damas! Ni los cortesanos ni el pueblo la querían porque la veían tal como era: orgullosa, soberbia, entrometida en los asuntos públicos del Estado. Reconozcámoslo, no aceptaba el papel subordinado que deben tener las reinas de Inglaterra. ¡Con ella todo eran peleas y discusiones! No se parecía a mi actual esposa, que es una rosa sin espinas[*]. —Enrique lucía grotesco al sentirse embargado por la emoción, pues le daba el aspecto de un jabalí con dolor de estómago.
De improviso, una espada de doble filo desplazó al resto de las imágenes. Y el ruido del acero sustituyó a la conversación. Así, la visión culminó de manera abrupta, tal como si el arma la hubiese cercenado.
—¡¿Qué ha sido esto?! —preguntó Guy en shock—. ¡Nunca me ha sucedido algo similar!
—¡Hemos compartido una visión del futuro! —exclamó, pasmada—. Cuando un miembro masculino del clan Grey se casa la esposa adquiere su poder. Vos tenéis el privilegio de ser el primer marido al que le ocurre lo mismo, imagino que porque tanto me amáis que estáis dispuesto a dar vuestra vida por mí —le explicó con voz emocionada—. Debemos ir de inmediato a hablar con mi padre. Si no tomamos medidas todos los brujos correremos un peligro extremo.
Después de poner al tanto a su progenitor, este convocó una reunión ejecutiva de urgencia a la que asistieron también Sophie y Guy. Su madrastra, por desgracia, había sobrevivido a duras penas al arcón, pero no participaba porque la habían castigado. Por su deslealtad la confinarían en uno de los torreones del castillo de Chillingham y les encomendarían la vigilancia a los fantasmas —que la odiaban— y a una decena de guardias. Le habían anulado su poder y en esos momentos navegaba hacia Inglaterra.
Fue por eso por lo que, sin la discordante voz de lady Margaret, el clan Grey aprobó por unanimidad la moción de lady Cecily. Consistía en que aprovecharían el poder de Litha —la celebración del solsticio de verano, que sería la madrugada del veinticuatro de junio— para efectuar un hechizo de protección y prevenirse de la perversidad del rey Enrique. Y el veinticinco —luna nueva— lo reforzarían con otro de destierro contra el monarca. Invitarían a los Tancarville, la rama francesa de la familia. Vivían en Normandía, pero estaban en la zona con motivo de la «Fiesta de las Armas». Y de paso purificarían a Jane y a Bastian para la próxima boda.
Con tantas inquietudes los días transcurrieron más rápido de lo habitual. Quizá porque Sophie y Guy le dedicaban largas horas al placer y este constituía la única medicina que necesitaban. Por fortuna no hubo interrogatorios acerca de la muerte del conde de Brienne, se cerró como accidente. Debido a que nadie lo soportaba le dieron más trascendencia a la situación de que el viento arrastrase por los aires la gran tienda que utilizaba Francisco para las recepciones reales. Hubo que levantar un nuevo salón, que resultó más popular que el anterior. Además, todos estaban pendientes del malhumor del soberano francés porque Enrique no lo había convidado al baile de máscaras que había organizado en Calais para el emperador Carlos, por más que le hubiese suplicado al cardenal Wolsey por una invitación.
La madrugada del veinticuatro de junio el clan Grey al completo se reunió en un claro que había en el medio del bosque. Todos usaban túnicas blancas para atraer la energía de Litha, el momento en el que el velo entre el mundo de los vivos y el de los muertos se volvía tan delgado como una hostia. Y cuando más los amparaban los ancestros.
A Thomas Grey, marqués de Dorset, le correspondió el honor de oficiar la ceremonia. Como música de fondo contaban con el maullido de los gatos, con el ulular de las lechuzas y con los aullidos de los lobos, tradicionales y fieles aliados de los brujos y de las brujas. Iluminaban la negrura de la noche con un par de fogatas que, gracias a los robles centenarios que los rodeaban, no se distinguían desde ninguno de los dos campamentos.
El fresco aroma de la leña de encina, de nogal, de abedul y de fresno al quemarse se transformaba en un sutil perfume que impregnaba la atmósfera. Y a este mágico toque se unía el revitalizante olor de la pimienta negra, de la ruda, del orégano, del sándalo, de la canela, del tomillo, de la salvia, del laurel, del anís y de la manzanilla utilizados para ampliar la potencia del hechizo de protección.
Después de los rituales de limpieza y de renacimiento el padre de Sophie cogió una vela negra y pronunció:
—Hoy la familia elige deshacerse del miedo y se protege contra los males de las futuras acciones de otros. El control es nuestro, elegimos eliminar el peligro. Por eso determinamos que el rey Enrique de Inglaterra no tendrá ningún heredero varón que viva más de diecisiete años. Los brujos del clan Grey decretamos que los Tudor se extinguirán en la próxima generación, pues sus descendientes mujeres serán estériles. ¡Invocamos a la emperatriz Matilde!
La tierra crujió y la dama salió por un agujero. Usaba el mismo vestido púrpura y de cuello cuadrado de la vez anterior. Este se movía de forma irreal, pues no había brisa.
Pronunció con voz apenada:
—Mi buena amiga Elizabeth Woodville no estará hoy aquí. Entiende que la medida es necesaria, pero no unirá su poder al nuestro porque es la abuela materna de Enrique —y, en dirección a Thomas Grey, añadió—: Continuad, por favor.
—Para los que sois nuevos os diré que repetiremos el hechizo cuatro veces, una por cada punto cardinal —les aclaró el marqués—. ¡Empecemos!
Lord Thomas recitó mientras miraba hacia el norte:
Rey perverso y manipulador,
alejaos del clan Grey.
Desgracias pasadas que nos provocasteis,
alejadlas de nosotros.
Desgracias futuras
no nos causaréis.
Y, como castigo,
un hijo varón tardaréis en engendrar.
Y este solo durante un breve período
podrá gobernar,
porque el trono será de las mujeres
a las que vos tanto despreciáis.
El caballero encendió la vela con la mano derecha y todos pronunciaron en silencio el hechizo. Incluso Guy y Bastian, que al efectuarlo se sentían resarcidos por las afrentas y por las privaciones a las que los había sometido el brutal monarca.
Después de que lo repitieron cuatro veces y de que la vela se consumió por completo, el progenitor de Sophie les advirtió:
—Volved a vuestros aposentos y estad más pendientes que nunca de las señales. Es habitual que al finalizar esta oración algo importante descubráis.
Lo que ni Sophie ni Guy esperaban era que, al pasar por delante de la tienda de Ana Bolena, se enterasen de un hecho insólito. La racha de viento —más cálido de lo normal— primero levantó con fuerza la puerta de lona y luego la desprendió.
La dama inglesa se hallaba arrodillada y repetía una y otra vez:
—A alguien poderoso deseo enamorar.
Este ritual sellará nuestra unión
y nuestra felicidad.
Y olieron cómo se consumía dentro de un pequeño caldero un trozo de pergamino vegetal impregnado con aroma a rosas. Tan concentrada estaba Ana que, al principio, ni siquiera se percató de que la observaban pasmados.
Cuando los vio lanzó una alegre y estridente carcajada y les rogó:
—¡Ay, por favor, guardadme el secreto! No se lo digáis a nadie porque pensará que soy una bruja y me condenará sin escucharme. Pero ¿para qué desaprovechar la magia de Litha por simples prejuicios?
[*] La rosa sin espinas era su quinta esposa, Catalina Howard, la segunda a la que le mandó cortar la cabeza.
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