13. Cómplices de asesinato.
7 a 17 de junio de 1520. Guînes, Calais.
Sophie reptó por el lecho —se asemejaba a una cancha de jeu de paume— y, gracias a la rapidez con la que efectuó los movimientos, consiguió eludir a Enrique.
—¡Pretendéis haceros rogar, hermosa mía! —E intentaba cogerla bajo la equivocada creencia de que se trataba de un simple juego—. ¡Jamás me rendiré con vos, amada mía!
Tenía una opinión tan elevada de sí mismo que no advertía las señales de asco de la joven ni el odio que le inspiraba. Ni comprendía, tampoco, que prefería que la matara a serle infiel a su esposo. «¿Cómo permitir que me toque este monstruo si todavía por su culpa ni siquiera he sido capaz de consumar la unión con el caballero al que amo?», pensaba horrorizada. Por fortuna, la profundidad de sus sentimientos le daba las fuerzas requeridas para enfrentarse al monarca. Ya no se sentía una débil damisela como cuando eran amantes, asfixiada por las expectativas que sus familiares —vivos y muertos— le cargaban sobre la espalda. Además, Enrique era tan alto que se movía con torpeza mientras se le escurría como una anguila entre las manos.
—¡Pronto os atraparé, sirena! —De nuevo Sophie lo evitó y el rey se cayó, solo, sobre el lecho—. ¡Cada vez os deseo más!
Pero cuando iba a ir de nuevo en pos de ella se oyó un movimiento detrás de la puerta y luego el vozarrón de Francisco mientras, a todo pulmón, le anunciaba al guardia:
—¡Hoy seré el ayuda de cámara de vuestro soberano!
—Rápido, mujer —le susurró Enrique—, escondeos debajo de la cama y no os mováis de allí hasta que os lo ordene.
Sophie siguió las instrucciones con celeridad y le agradeció a Dios que impidiese que el ogro la pudiera atrapar.
—¡Hoy sois mi prisionero! —La joven escuchó la voz del monarca francés mientras este avanzaba por la estancia hasta llegar al lado del lecho, de modo que sus negras y brillantes botas casi le rozaban la nariz—. Os vengo a ayudar a vestir y no aceptaré un no por respuesta.
—¡Dios mío, esta es una verdadera sorpresa! —Por el tono daba la impresión de que Enrique se sentía honrado, aunque le hubiese arruinado el encuentro sexual—. Hermano mío, podéis contar conmigo desde este momento, soy vuestro prisionero para todo el día de hoy. —La muchacha oyó el tintineo de las numerosas cadenas que el monarca llevaba al cuello—. Tomad este collar de vuestro prisionero como una muestra de afecto.
Por la colocación de los pies Francisco le daba la espalda, así que Sophie no resistió la curiosidad y asomó la cabeza. Se sorprendió al observar que Enrique le regalaba el collar de rubíes que usaba a diario. Según se decía valía una fortuna de treinta mil ducados venecianos.
—¡Pues yo no seré menos! —Francisco se quitó el que había pertenecido a un duque de Borgoña y que había formado parte de la herencia de su suegra—. ¡Tomadlo, Enrique, es mi regalo para vos!
Su antiguo propietario lo había mandado elaborar para conmemorar el ingreso en la Orden del Toison de Oro y solo había convocado a los más reputados orfebres. Estos habían utilizado las más valiosas gemas, pues lo decoraban rubíes, diamantes, zafiros, perlas y alrededor de treinta eslabones de oro. El valor era incalculable y superaba con creces el obsequio espontáneo del rey inglés. Resultaba evidente que hasta en este detalle competían.
Sophie se percató de que Enrique le clavaba la vista y de que, con disimulo, le hacía señas para que se agazapara de nuevo debajo de la cama. Tenía razón porque se había confiado demasiado y si Francisco la pillaba sacaría conclusiones que distaban de la realidad como la distancia que separaba el Valle de Oro del Nuevo Mundo.
—Os ruego que os quedéis a desayunar conmigo, Francisco —lo invitó Enrique, más por obligación que por verdaderas ganas.
«¡¿Qué pretende este mentecato?!», se enfadó Sophie. «¡¿Acaso su intención es que permanezca debajo de la cama todo el santo día?!»
—Me encantaría, pero no es posible. Debo entrenarme para la próxima justa —se disculpó y la joven suspiró, aliviada, mientras se escuchaba el ruido de las sedas al vestir al otro monarca—. Y vos también debéis prepararos.
El rey francés permaneció en la estancia un cuarto de hora más y luego se fue.
—¡Esta humillación no se repetirá! —Sophie salió de su escondite, reprimía las ganas de echar sapos y culebras por la boca—. ¡Renuncio, nunca más os serviré de espía!
Catalogarse como «espía» era muy exagerado porque aparte de robar una carta y de cotillear con Ana Bolena qué hacía o qué dejaba de hacer «La Trinidad» poco había investigado.
—¡¿Acaso os olvidáis de quién manda y de quién obedece en nuestra relación?! —vociferó el soberano, iracundo—. Y, por supuesto, os quedaréis en Francia hasta que os ordene volver.
—¡Jamás regresaré a Inglaterra! —Sophie perdió los estribos y el miedo que siempre la embargaba cuando se hallaba en su presencia—. Y si me hacéis daño o si se lo hacéis a mi familia haré que poderosos brujos os echen una maldición para que no tengáis un heredero varón.
—¡¿Osáis amenazarme?! —Enrique no daba crédito a lo que escuchaba—. ¡Podría mataros con mis propias manos! U ordenar que os corten la cabeza por Alta Traición y nadie movería un dedo para impedirlo.
—No os amenazo, Majestad, solo os prevengo —insistió la muchacha sin amilanarse—. Lo único que pretendo es que me liberéis de cualquier servicio.
—¡Claro que pronto os dejaré libre, bruja! —gritó fuera de sí, pero se calmó a duras penas para suplicarle—: Antes de abandonarme, os ruego que me ayudéis por el bien de Inglaterra. Hay vientos de guerra entre Francia y el Imperio y necesitamos de vuestros servicios como espía más que nunca. Nuestra intención es ser neutrales y analizar cómo se desarrollan los acontecimientos. Recibiremos más beneficios si empleamos esta estrategia que si nos posicionamos del lado de uno de los bandos. El día once de junio me reuniré con el emperador Carlos en Calais y conoceré sus intenciones. Y os aclaro que me da igual que la reina Catalina insista con que rompa el contrato matrimonial entre el delfín y mi hija María porque nunca lo haré.
—¿Para qué me contáis esto si acabo de renunciar? —Se sentía poderosa y comprendía que el hecho de que Guy la adorara la hacía amarse más a sí misma—. Estoy casada con el duque de Longueville, que es francés. Y a mi esposo lo une una fuerte amistad con Francisco —efectuó una pausa y luego le mintió—: Además, estoy embarazada. Debo cuidarme, mi estado me impide continuar con la ardua tarea que me habéis encomendado. Si me encarcelaran por Alta Traición, ¿qué sería de mi bebé? —Por fortuna el duque de Suffolk había conseguido que soltara embustes sin que se le notase.
—¡No me lo puedo creer, os ordené que fuera un matrimonio solo de nombre! —El monarca recorrió la habitación a grandes zancadas—. Me habéis traicionado de la forma más cruel. ¡¿Cómo pudisteis acostaros con ese fanfarrón, que se vanagloriaba de jugar mejor que yo al jeu de paume y de conquistar a cualquier dama si se lo proponía?!
—Juré mis votos ante el cardenal Wolsey y en presencia de testigos. Y mi conciencia entiende que son sagrados. —Para contradecirlo empleó los mismos argumentos que Enrique utilizaba con la finalidad de desembarazarse de su esposa—. Deberíais comprenderme, puesto que vuestra conciencia ahora mismo duda de que estéis casado con la reina Catalina porque fue primero la mujer de vuestro hermano mayor.
—¡Abandonad esta estancia u os juro por Dios Todopoderoso que os mato! —Cogió un cofre que tenía a mano y lo estrelló contra el suelo: se desparramaron como si fuesen basura cientos de esmeraldas, de brillantes, de rubíes, de amatistas, de turquesas, de ágatas, de ópalos.
Sophie no esperó a que se lo pidiera dos veces, y, rauda, abandonó la habitación.
Días después se entretenía al observar las justas con Guy. A diferencia de la edad oscura anterior —en la que las consideraban entrenamiento militar en tiempos de paz—, en esta época del renacer los torneos y las justas constituían una moda para reafirmar a la nobleza en sus privilegios. Porque solo podían participar los caballeros desde el título de esquire hacia arriba.
—Enrique todavía sigue enfadado con vos, chérie. ¡Bendito sea Francisco por interrumpiros! —Se notaba que Guy deseaba propinarle una paliza, pero por precaución Sophie le había hecho jurar que no participaría en la competencia—. Si las miradas asesinaran, yo ya estaría muerto.
Y no exageraba. Los ojos amarronados del rey resplandecían por la furia salvaje. Competían, inclusive, con el brillo de su armadura de acero.
La sobrevesta de oro lo confirmaba porque lucía el siguiente lema:
Mi corazón está libre de servidumbres. Ninguna bruja me ata.
Y sostenía la lanza dorada con la mano derecha, que se sujetaba mediante cierres para que no la perdiese al primer encontronazo. Mientras la pareja deseaba que el enorme francés que combatía contra él lo desnucara al desmontarlo o que le acertase en plena frente, se escuchó el agudo clangor de las trompetas. Era estridente y más punzante que las puntas con las que los participantes competían.
Enrique espoleó su magnífico corcel de guerra —tan blanco como las alas de los ángeles— para que avanzara a trote rápido. Y, así, liberó la rabia y la ferocidad que lo inundaba. Cuando se encontró con el rival, su lanza se hundió en la armadura que a este lo protegía. Y fue tanta la fuerza que el infortunado se cayó a tierra igual que una tortuga sobre el caparazón.
—¡Dios salve al rey! —gritaron los ingleses y aplaudieron frenéticos.
Su Majestad triunfó por partida doble, ya que Francisco se hirió en un ojo en el enfrentamiento contra el conde de Devon. Tuvo que usar un parche negro, que le otorgaba un atractivo peligroso. Y que resultó ser un éxito rotundo cuando, más tarde en el banquete, se paseó entre las damas inglesas y las besó una a una. Solo evitó a las mayores y a las feas.
Incluso se acercó a Sophie —que se situaba entre las nobles francesas— y después de efectuar una floritura con la mano le plantó un beso en la mejilla. La muchacha no supo a quién le molestó más el atrevimiento, si a su esposo o a Enrique.
Quizá por eso antes de la comida el rey inglés le soltó a Francisco:
—Hermano, desearía luchar con vos. —Y, sin esperar respuesta, le enredó el cuello con el brazo como si fuese a estrangularlo.
Pero el galo le efectuó una zancadilla y se liberó, mientras Enrique se resbalaba sobre el suelo y vociferaba:
—¡Quiero mi revancha ahora mismo!
—La mesa está preparada y sería una descortesía hacer esperar a los demás —lo frenó Catalina de Aragón y más bajo y en inglés añadió—: Medid vuestras palabras, no deseamos que los franceses piensen que sois un niño que hace un berrinche porque lo han vencido.
—Cierto, esposo mío, es hora de comenzar —la apoyó Claudia, quien enredó el brazo en el de su marido—. No debemos dilatar más el inicio. —Y, con este proceder, las reinas evitaron una declaración de guerra.
Pero el soberano inglés era de naturaleza rencorosa y debía vengarse de alguien para sentirse satisfecho. Así que, cuando Sophie regresó a su tienda para cambiarse de camisa y de vestido, dentro la esperaba el conde de Brienne.
—¿Creíais que, siendo una espía novata, el rey Enrique os dejaría a vuestro libre albedrío? —La sujetó del brazo con fuerza—. Contaba conmigo para que controlara cómo cumplíais vuestro trabajo.
—¿Y sabe Francisco que vos, su abogado de confianza, lo traicionáis con el enemigo? —le replicó la muchacha—. Abandonad rápido mis aposentos y mantendré vuestro secreto.
—No lo sabe ni lo sabrá por vos. ¿Qué le diréis, que también lo espiáis? —Lanzó una risotada y el hedor del vino rancio le llegó hasta las fosas nasales—. Sois mayorcita como para saber que la justicia se vende al que mejor pague. —Le clavó los ojillos negros, tan separados como los de una babosa—. Vuestro soberano me dijo, también, que cuando os trataba como a una mula tozuda era cuando más lo satisfacíais. Y que si me comporto con rudeza quizá ayude a que perdáis al mocoso que lleváis dentro y a que volváis al redil.
Y le propinó tal puñetazo en el vientre que la derribó sobre el suelo al lado de la cama. Luego se le echó encima.
—¡Guy! —gritó Sophie mientras estiraba el brazo e intentaba coger el pesado orinal de hierro—. ¡Guy!
—Por más que os desgañitéis vuestro falso esposo no acudirá. Le he encargado al conde de Fleur que lo entretenga para daros a vos una lección de parte de Enrique. —Lanzó una carcajada cruel.
La palabra «falso» para calificar su matrimonio actuó como acicate, pues le proporcionó la habilidad para coger la bacinilla y estrellársela al conde en plena sien, tal como el duque de Suffolk le había enseñado.
—¡Guy es mi verdadero esposo y yo soy su duquesa! —le gritó mientras le daba en la cabeza una y otra vez.
Un minuto después su marido entró, muy agitado, y la ayudó a levantarse.
—¿Estáis bien, mon aimée? —La abrazó como si se le hubiese fugado la vida del cuerpo.
—¡Sí, gracias a Dios! —Ocultaba las lágrimas en el pecho del hombre—. Enrique lo envió para castigarme, pero por suerte no consiguió lo que pretendía.
—¡Malditos rufianes! —El duque se agachó al lado del traidor y le llevó la mano al cuello—. Por desgracia está muerto, me ha quitado el placer de rematarlo.
—¡¿Ay, y qué hago ahora?! —Sollozó atemorizada al pensar en las consecuencias penales de sus actos.
—No me dejéis de lado, ma petite duchesse. —La ciñó con más energía contra su cuerpo—. Deberías decir, mejor, «qué haremos». Porque entre los dos pensaremos en la mejor forma de deshacernos de esta basura.
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