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10. Crisis diplomática.

Segunda quincena del mes de mayo de 1520. Promontorio del río Loire. Château d'Amboise.

Después de la primera visión en meses, estas arrasaron a Sophie igual que el agua de un río al romperse el dique de contención. A veces observaba a su padre mientras se lamentaba por haber insistido en que fuera la amante de Enrique. Y en otras veía cómo se dirigía al resto.

¡Por la varita de Merlín! ¿Por qué habéis presionado tanto a Sophie? —el marqués de Dorset regañaba a sus tíos—. ¡Solo habéis conseguido que ella y Jane huyan de la familia!

     En otras ocasiones contemplaba a su madrastra cuando, cruel, humillaba a sus medio hermanos, aunque se consolaba al pensar que la horrenda mujer solo los veía unos pocos minutos a la semana. Y disfrutaba al máximo las relativas a su abuela Cecily porque, al contar con el mismo poder, las compartían.

     Esta dama sabía utilizar a la perfección las energías cambiantes del universo, de las plantas, de los animales y de los humanos. Y era la persona que le había transmitido estos conocimientos ancestrales.

     Todas las noches efectuaba un hechizo de protección para Jane y para ella y el amor que les demostraba ablandaba su duro corazón cuando pronunciaba con sentimiento:

Recordad, queridas nietas, que os amo más que a mi vida.

     Al escucharla se emocionaba. Y contemplaba con nostalgia los destellos de su varita al intencionar el encantamiento. Aspiraba, incluso, el aroma de la salvia que utilizaba para ampliar la potencia.

     Se planteaba perdonarlos, pero no por ello anhelaba volver. Se había integrado en la corte francesa y en las últimas fechas Margarita de Valois —que era escritora— le pedía que le tradujera al inglés algunos de sus cuentos. Y Ana Bolena la guiaba dentro de los entresijos de la corte gala y la ponía al tanto de los detalles que a Sophie se le escapaban. Cubría el hueco que dejaba Jane, quien dedicaba agotadoras horas a sus peleas con Bastian.

—¡¿Cómo osáis poneros un vestido de monja?! —El hermano de Guy se mostró anonadado cuando se reunieron para el almuerzo.

—Si consigue que no reparéis en mí, libertino, me lo pondré siempre. —Por la posición de las manos de Jane notaba que se contenía para no arañarlo—. ¡Aunque se convierta en harapos!

—Entonces sí llamaréis más mi atención. —Los ojos del muchacho chispeaban de alegría—. Estaré pendiente de los agujeros por si se os ven las suaves piernas. O quizá, vuestros grandes pechos. Sois pequeña y por eso siempre destacan, aunque llevéis corsé.

—¡Por el tocado de la emperatriz Matilde! Dejadme en paz, deslenguado. —Pero siguieron con el rifirrafe.

     Como a Sophie la hartaban estas peleas —y Guy todavía efectuaba unos recados para el rey— los dejó y se fue con Ana Bolena. Ellos estaban tan enfrascados en la discusión que no se enteraron.

—¡Llegáis justo a tiempo! Mirad cómo Luisa de Saboya se derrite por el condestable —le musitó la otra inglesa.

     Y la joven comprobó con estupor que su nueva amiga no se equivocaba, pues los ojos de la mujer mayor le brillaban al posar la vista en Carlos de Borbón.

     Ana esbozó una sonrisa de suficiencia y le explicó:

—Lo quiere para ella. Y no solo por lo obvio, que es muy apuesto. También la atrae que sea un destacado militar. Y, sobre todo, la seduce su riqueza y su poder. Tened por seguro que si alguna vez se queda viudo Luisa de Saboya le propondrá matrimonio —efectuó una pausa prolongada y agregó con dramatismo—: Y ahí cometería un error. Borbón no solo no la soporta, sino que jamás se casaría con una mujer mayor... La conozco muy bien y os aseguro que si la ignora, cuando no tenga la excusa de estar casado, esta dama enfocará sus esfuerzos en quitarle las riquezas, los títulos y hasta la vida. Os aseguro una cosa Sophie: aquí frente a nosotras se gesta un drama.

—Creo que vos seríais una mejor embajadora que vuestro padre —la halagó la muchacha—. Y tomo nota de vuestras palabras y seré más amable todavía con la madre del rey.

—Es lo correcto si deseáis vivir en la corte. —Ana movió la cabeza de arriba abajo—. ¿No pensáis regresar a Inglaterra?

—Desearía quedarme en Francia por el resto de mis días —y Sophie se estremeció al añadir—: Cuanto más lejos de Su Majestad esté, mejor. ¡Nunca volveré a ser su amante!

     Por desgracia, Thomas Bolena le recordó las obligaciones como espía —días más tarde— al pasarle de forma subrepticia una carta de Enrique. No se sintió con fuerzas para leerla sola y le pidió a Guy que la acompañara a sus aposentos. Allí se acomodaron sobre la cama como todas las noches.

     La misiva decía:

«A la dama que me ha ignorado:

     Ya he notado que la ausencia ha mermado vuestro afecto hacia mí porque ni siquiera os habéis molestado en responder mi anterior nota. Por este motivo doy por finalizada nuestra relación como amantes, aunque todavía soy vuestro soberano y tenéis una tarea ineludible que cumplir. ¿O acaso le dais la espalda, también, a vuestras obligaciones? Recordad que vuestra familia vive en Inglaterra y actuad con celeridad».

     La parte positiva era que el hechizo que había hecho con Jane funcionaba. La negativa, que tendría que realizar las tareas de espionaje que había postergado y de las cuales casi se había olvidado.

—No os sintáis obligada, l'amour de ma vie. —Guy le dio un beso en la frente y le acarició la negra y brillante cabellera—. Estáis muy lejos de él, ya no puede haceros daño.

—Pero sí es capaz de dañar a mi familia. ¡Y hasta encontraría placer en ello, dada su brutalidad! —Sophie lanzó un suspiro—. La amenaza es clara.

—Sois mi duquesa, no le debéis nada a ese perverso. —El odio opacaba los ojos azules de Guy—. ¡Desearía borrar de vuestra memoria todas las aberraciones que os ha hecho!

—Os prometo que solo será una vez. Le daré algo mientras esté en la «Fiesta de las Armas». Y espero que luego nos deje en paz. —Sophie lo tranquilizó, angustiada—. ¡Porque jamás volveré a hacerlo!

     El duque la abrazó muy fuerte y el calor que le traspasaba la ropa la consoló mejor que cualquier hechizo.

     Otro día Ana Bolena la cogió del brazo, y, con apremio, le pidió:

—¡Seguidme!

—¿Qué hac...

     Y la arrastró sin permitirle acabar la pregunta. Luego observó a derecha y a izquierda. Y, en el instante en el que el pasillo se quedó despejado, la empujó dentro de una pequeña sala con olor a humedad y a lavanda. Primero trancó la puerta con llave. Luego quitó un par de cuadros y se puso el índice sobre los labios.

—Debemos ser silenciosas, esta es la única manera de enterarnos de la verdad —le susurró Ana en el oído.

     Sophie constató que a través de unos agujeros —que las pinturas habían disimulado— se observaba del otro lado la biblioteca real. Y, lo más desconcertante: en esos instantes Luisa de Saboya y Thomas Bolena mantenían una conversación.

—Insisto, embajador, hablamos de la violación de un importante tratado internacional —pronunció la madre de Francisco muy seria—. Enrique se comprometió a lucir la barba sin cortar hasta el encuentro con mi hijo[*]. ¿Cómo es posible que haya roto su promesa? ¡¿La palabra de un soberano inglés no vale nada?! Francisco la lleva a pesar del desaire, pues un compromiso es una obligación.

—El cariño que se tienen ambos monarcas no reside en las barbas, sino en sus corazones —el embajador recalcó las palabras—. Y, si me guardáis el secreto, os confieso que la situación no es culpa de Su Majestad. La responsabilidad recae sobre Catalina. Espera un nuevo bebé real y le suplicaba una y otra vez a Su Majestad que se la quitase porque no le gustaba y le daban arcadas. Debido a la cantidad de abortos y de mortinatos que ha tenido la reina, Enrique por prudencia se la afeitó.

—Ya que hablamos en confianza y que el contenido de esta charla no se repetirá os diré qué creo. —Luisa de Saboya esbozó una mueca de escepticismo—. Considero que Catalina está en contra de la boda de mi nieto el delfín y su hija María. Prefiere que se comprometa con el emperador Carlos, su sobrino.

—Pues no le demos el gusto —insistió Thomas Bolena con la habilidad de una serpiente acostumbrada a reptar por caminos pedregosos—. Reflexionad: la reina Catalina fue la esposa del hermano mayor de Enrique, y, aunque el Papa les concediera una dispensa, Dios conoce el pecado. La conciencia del rey duda de la validez de este matrimonio. Puede ser, incluso, que no estén casados. ¿Y qué mejor segunda esposa que una noble francesa?

—Espero que la intención de Enrique solo sea divorciarse. Porque si busca la anulación del matrimonio su hija María sería ilegítima. —Luisa de Saboya frunció el ceño—. Y mi nieto nunca se casaría con una bastarda.

—Su Majestad lo tiene en cuenta. —Bolena la tranquilizó—. Y os prometo que se dejará crecer la barba de nuevo, le agrade o no a la reina Catalina. Al arribar a Calais, rubio como es, parecerá que lleva el vellocino de oro en la cara.

—Decidle que lo haga a la brevedad —Luisa de Saboya enfatizó las palabras—. No me gustaría que trascienda a nuestros súbditos que Inglaterra y Francia inician una nueva guerra porque el rey Enrique incumplió su palabra de dejarse la barba.

     Ana Bolena le efectuó una señal y volvió a colocar los cuadros en su sitio. Luego arrastró a Sophie hasta la salida. Como no había nadie a la vista abandonaron el escondite. Y recorrieron los pasillos del château de Amboise como si jamás los hubiesen abandonado.

     Cuando por la noche Guy se sentó en su cama para la última charla del día, Sophie le comentó hasta el menor detalle sobre la conversación que había escuchado a escondidas.

—¿No os parece una irresponsabilidad amenazar con iniciar una guerra por un tema tan baladí como un par de barbas? —inquirió al finalizar.

—Los reyes son unos déspotas y acostumbran a hacer su voluntad. —Guy puso gesto de desagrado—. Recordad que Enrique me encerró durante meses en una mazmorra solo por haberle ganado al jeu de paume. Y sin que pudiera bañarme y apenas comer.

—¿Sabéis lo que creo, esposo mío? —A Guy se le calentó el pecho al escuchar por vez primera que lo consideraba suyo—. Pienso que no deberíamos estar gobernados por gente así.

—Los soberanos inician las guerras por ambición personal y es el pueblo el que muere —pronunció el duque de Longueville con desagrado—. Recordad las miles de vidas que costó que Francisco recuperase Milán. En Francia tenemos un refrán con el que no estoy de acuerdo porque da por hecho que la gente aceptará lo que venga: «Jacques Bonhomme tiene fuertes espaldas y cargará con lo que sea». Prestadle atención a mi vaticinio, ma belle: tarde o temprano el pueblo se rebelará y los aristócratas recibirán lo que han sembrado. ¿Por qué no podrían gobernarse mediante una república, como en la Antigua Roma? Los humanistas, por una cuestión moral, creemos que es mejor tratar a todos, nobles o no, con consideración.

     Sophie sintió que el corazón le explosionaba de tanto cariño. Y, lo más importante, que admiraba a su marido.

[*] Parece una broma, pero el incidente ocurrió en la realidad.



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