Capítulo 3
—Vente mañana al Foro, hay competición de duelo.
—¿Habrá mucha gente?
—No, solo tú y yo. Algo íntimo porque sé que la gente te molesta.
Violeen no pudo evitar sonreír ante el sarcasmo. Ese chico, Milo Danes, le caía bien. Lo había conocido dos semanas atrás en una siniestra librería del Callejón Knocturn. No era muy alto, pero sí fuerte y bien parecido, de carácter calmado y abierto. Pertenecía a una familia que dejó de ser de sangre pura dos generaciones atrás y ahora sus descendientes hacían todo lo posible por recuperar su posición. Milo no estaba especialmente interesado en los ideales de pureza, principalmente ansiaba complacer a su familia. Tenía dos años menos que Violeen, pero ella había notado su fascinación por ella desde el principio.
—No me apetece mucho... —respondió la chica.
—Tienes que venir, me he apuntado para combatir —insistió su nuevo amigo—. ¿Por qué no te apuntas tú también? Es la mejor forma de conseguir poder y admiración, es lo que buscas, ¿no?
Sí, era el motivo que había inventado Violeen para desear unirse a los mortífagos. No era la mejor excusa, pero la obvia —pureza de sangre— no encajaba con sus orígenes... ni tenía ganas de ponerse a estudiar árboles genealógicos para estar al día.
Violeen aceptó finalmente y quedaron para ir juntos esa noche.
***
—¿Preparada? —preguntó Milo respirando hondo.
La chica asintió y su compañero extrajo una tarjeta negra con púas en las esquinas. Ambos se pincharon el dedo con una esquina para liberar una gota de sangre. En cuanto cayeron sobre la tarjeta, esta se activó como un traslador que los absorbió. Nadie sabía dónde se ubicaba el Foro, solo la sangre autorizada podía acceder. Violeen ya lo había visitado anteriormente con Milo, que llevaba tres meses yendo y fue quien solicitó una invitación para ella. Nadie sabía cómo funcionaba el proceso, pero una vez aceptados, podían volver cada semana (a no ser que les revocaran la invitación).
Aparecieron frente a lo que parecía un siniestro circo abandonado, la boca de un grotesco payaso hacía de entrada.
—Ya paso yo primero —ofreció Milo con caballerosidad, pese a que estaba claro que ese lugar le ponía los pelos de punta.
Violeen asintió, tampoco a ella le resultaba agradable. En cuanto cruzaban la entrada, lo único que había era un túnel estrecho por el que debían avanzar completamente a oscuras. La bruja sentía como diversos encantamientos se aplicaban sobre ellos mientras andaban. Escuchaba también el pitido de arcos de detección: todo para asegurarse de que no eran enemigos ni entraban disfrazados o con objetos prohibidos. Dumbledore tenía razón: en cuanto la proximidad a Voldemort aumentaba, la seguridad se multiplicaba.
—Menos mal —suspiró Milo cuando salieron al otro extremo y escucharon el barullo y los gritos de la gente.
El Foro consistía en una especie de coliseo (Violeen sospechaba que subterráneo) rodeado de un anillo de fuego verdoso con gradas para los espectadores. En los laterales había celdas con bestias —desde trolls hasta hombres-lobo— a las que a veces soltaban para dar emoción a los combates.
Aun así lo más inquietante era el palco presidencial, a seis metros de altura sobre el coliseo, lo ocupaban los mortífagos de alto rango. Siempre llevaban máscaras y túnicas, accedían por otro lugar y jamás se mezclaban con el público ni intervenían directamente. Estaban ahí para observar, reclutar y divertirse a costa de otros. Un gesto suyo bastaba para alterarlo todo: eran ellos los que exigían, por ejemplo, que liberaran a alguna bestia si el combate se les hacía largo o aburrido.
—Hoy hay más gente que la otra vez —observó Violeen sentándose en una grada lateral.
—Sí, hay ambiente. Es que mira, está Mulciber, el campeón —susurró Milo señalando un banco junto al ring.
—¿Va a pelear? La otra vez también estaba y no hizo nada.
—En todo caso combatiría el último, lo tienen como reclamo porque de los habituales es el mejor, para elevar el nivel si hace falta.
Violeen asintió y miró la hora, faltaba poco para el comienzo. Las gradas ya estaban casi llenas y tanto el juez de mesa como el juez de pista estaban en sus puestos. No eran jueces de verdad, sino mortífagos que actuaban como tales: Avery, el de mesa, daba las órdenes, controlaba el evento y proclamaba al ganador; Goyle, el de pista, era sencillamente un mantón que evitaba que los combatientes cometieran irregularidades o huyeran. Porque cuando se veían ante un hombre-lobo que llevaba cuatro días sin comer, todos trataban de huir.
—¡Comenzamos! —anunció Avery con la varita apuntando a su garganta para amplificar su voz.
Mientras los primeros combatientes salían al escenario, Violeen observó que en el siniestro palco había seis mortífagos. Habitualmente eran tres como máximo, solían estar ocupados con las misiones que les encargaba Voldemort. Ese día debían de tenerlo libre y por eso estaban ahí. Violeen le había preguntado a su amigo si sabía quiénes se escondían tras las máscaras, pero él solo negó con la cabeza sin atreverse siquiera a mirar en esa dirección.
—Recuerden que solo el asesinato está prohibido... a no ser que se indique lo contrario —informó Avery y con ello empezó el combate.
Se trataba de una bruja y un mago, ambos apenas mayores de edad y visiblemente nerviosos. La bruja ganó y se enfrentó al siguiente. Así se sucedieron cuatro combates —en la opinión inexperta de Violeen bastante aburridos—, hasta que llamaron a su amigo.
—Verilor contra Lucifer —anunció el juez.
Debían usar pseudónimos, preservar la identidad entre los partidarios de Voldemort también era crucial. Según le había contado a Violeen, Verilor era el nombre del abuelo de Milo, por eso lo había elegido. Y bajo ese nombre se enfrentó a un mago y después a una bruja que salieron voluntarios. Los venció a ambos. Era buen duelista y no había un gran nivel esa noche. Por eso los mortífagos debieron de aburrirse y le hicieron desde el palco un gesto a Avery.
—Verilor gana de nuevo. Ya no hay más inscritos, necesitamos a un nuevo voluntario... y este duelo será a muerte.
El anuncio del juez fue acogido con gritos de sorpresa; no había miedo sino emoción. Excepto en Milo, claro. Violeen vio el terror en su rostro: no deseaba matar y mucho menos morir. La chica creyó que estaba salvado al ver que nadie levantaba la varita, pero entonces comprendió que si no había voluntarios, los mortífagos elegirían. Y entonces Milo seguro que moría. No le tenía tanto cariño al chico, pero respetaba que lo hiciese por ayudar a su familia, así que sin pensarlo mucho levantó su varita. La gente la miró con incredulidad y su amigo todavía más.
—¿Tu nombre? —inquirió Avery.
—Acuario —inventó sobre la marcha.
—Aceptada. Adelante. Verilor contra Acuario.
Mientras pisaba la arena con restos de sangre de combates anteriores, Violeen sintió más incomodidad que miedo. No le gustaba toda esa gente desagradable mirándola y cuchicheando. Nadie la conocía, nadie sabía quién era... y de no ser por la maldita misión de Dumbledore hubiese seguido así.
Milo la miró casi regañándola, ella podía haberse salvado... pero ya era tarde. El combate comenzó y empezaron a lanzar ataques y a defenderse. Pronto encontraron un ritmo de intercambio de hechizos en el que estaban cómodos; ninguno parecía superior al otro, no había posibilidades de victoria ni tampoco de derrota. Ni por asomo iban a usar la maldición asesina. Pero los mortífagos se cansaron e hicieron un gesto. Veinte segundos después en la pista había un hombre-lobo y una arpía. Milo gritó con horror.
—¡Déjame al hombre-lobo! —le gritó Violeen al momento.
Era más peligroso, pero ella los controlaba mejor. Su amigo no tuvo ninguna queja y se enfrentó a la arpía. Tras pocos minutos Violeen consiguió sumir al lobo en un sueño tan profundo que ni Goyle logró despertarlo, así que lo devolvieron a su celda. La arpía, con cabeza de mujer y cuerpo de pájaro, resultaba tremendamente desagradable. Por eso, cuando Violeen le ayudó aturdiéndola, Milo reunió valor para seccionarle la cabeza con un maleficio. Cayó al ring empapándolos a ambos en sangre.
—¡Lo hemos conseguido! —exclamó Milo sin lograr contener la emoción.
Violeen le dedicó una sonrisa nerviosa, no tenía claro que con eso acabase el combate. Y la imagen de la arpía decapitada le resultaba grotesca.
—Seguid —les ordenó Avery.
No se atrevieron a rechistar, el público empezaba a enfadarse y a silbar porque no parecían intentar matarse.
—¡Lo hacen mal aposta! —gritó un mago entre el público.
—¡Con las bestias sí que han podido! —se le sumó otro con rabia.
—¡Que los maten a los dos! —chilló una mujer entre el público.
Los abucheos se hicieron tan intensos que Milo se puso nervioso y Violeen lo desarmó casi sin querer. Se quedó con una varita en cada mano y miró a los jueces. Los gritos de «¡Mátalo, mátalo!» se multiplicaron. Su amigo la miraba lloroso, suplicando pero intentando conservar la dignidad. Aun así pensaba que mejor que lo matase Violeen que cualquiera de los sádicos ahí reunidos. Solo que la chica parecía incapaz de moverse. El juez de pista Goyle se acercó a ellos:
—Mátalo —le ordenó a Violeen.
—No —respondió la chica.
—Es un combate a muerte —gruñó Goyle.
—Ya ha muerto la arpía —indicó Violeen señalando (sin mirarlo) el cadáver segmentado.
Ya nadie gritaba, parecía que la gente ni siquiera respiraba. No hubo gestos desde el palco, la gente deseaba saber cómo terminaba eso: por fin la velada se ponía emocionante.
Muy furioso porque le replicara una chica con mechas moradas, Goyle la apuntó a ella con la varita y le repitió:
—Uno debe morir. O mejor aún: los dos.
Violeen comprendió que no iban en broma. Que aquello no era una pesadilla ni una alucinación provocada por una poción; estaba sucediendo de verdad e iban a morir. Ella nunca había matado, ni siquiera se lo había planteado. Sintió terror, náuseas y un enorme vértigo al comprender que no tenía opción. Trató de calmarse y al final tuvo que afrontarlo:
—De acuerdo —respondió con una calma que no sentía—. Avada kedavra.
Fue el primer hechizo que pronunció en voz alta y lo hizo con el mismo tono suave con el que había hablado. Goyle apenas vio el rayo de luz verde antes de caer al suelo. Hubo unos segundos de silencio incrédulo y entonces la gente empezó a rugir. Violeen no tuvo claro el motivo, pero agarró a su amigo (casi más paralizado que el cadáver), le devolvió su varita y le indicó:
—¡Lárgate de aquí!
Le dio un empujón hacia la salida y por pura inercia, el chico reaccionó y salió corriendo. Nadie le siguió, a nadie le interesaba él. Todos estaban centrados en la misteriosa chica que seguía en pie en el ring. Eso nunca había pasado, nadie había osado matar al juez (un mortífago de alto rango). Avery, el otro juez, miró angustiado hacia el palco en busca de indicaciones. No hubo ninguna. Se arriesgó y decidió proseguir:
—Acuario es la ganadora. ¿Quién quiere enfrentarse a ella por el premio de cincuenta galeones?
Hubo murmullos, pero de nuevo ningún voluntario. Desde el palco hicieron un gesto y Mulciber, el actual campeón, fue obligado a salir. Era un hombre de unos cuarenta años, con cicatrices en el torso y expresión burlona.
—Acuario contra Mulciber —anunció el juez y el combate comenzó.
A la bruja no le hacía ninguna gracia verse en esa situación. Ese mago era mejor duelista que ella, aunque solo fuese por su vasta experiencia. Ella apenas había entrenado una semana... aunque había sido con el mejor.
—¡Incendio! —bramó Mulciber.
Las llamas apenas empezaron a brotar porque Violeen era muy buena con los hechizos que involucraban elementos y lo cortó al instante. Su otra fortaleza era la magia no verbal: no necesitaba pronunciar ningún hechizo. Mulciber era mejor duelista, pero no tenía ni idea de qué conjuros usaba ella hasta que veía sus efectos.
El combate se prolongó varios minutos y ahí la gente sí que jaleaba y la emoción se palpaba. Mulciber insultaba a la chica y se reía mientras atacaba, pero se le notaba tenso. Un momento en que quedó frente a ellos, Violeen observó que incluso en el palco los mortífagos estaban cuchicheando entre ellos. Prefería no saber sobre qué.
—¿Quién es? —preguntó en voz baja uno de los encapuchados inclinándose sobre el borde del palco para ver mejor.
—Ni idea, es nueva —respondió otro mago con la voz ligeramente metálica que salía tras la máscara.
—Es muy buena duelista —murmuró el primero.
Todos se mostraron de acuerdo hasta que una bruja que no había hablado respondió casi en un siseo:
—No. No es buena duelista. No creo que tenga ninguna experiencia.
—¡Mírala! —replicó otro—. Mulciber es el mejor y le está costando...
—No es buena duelista —repitió la voz femenina—. Es buena con la magia.
—Es lo mismo, ¿no?
—No tiene nada que ver, Lucius —espetó la bruja con desprecio—. Hay algo extraño en ella...
—¿Está haciendo trampas? —quiso saber un tercero.
—No... No trampas, pero... hay algo que no...
La mujer se interrumpió ahí porque Mulciber cayó al suelo. Al ser un mortífago y al haber escuchado sus burlas, Violeen tenía menos reparos:
—¿Me lo cargo también? —le preguntó a Avery espoleada por la adrenalina.
Era una bravata, le temblaba la mano y estaba rezando porque le dijeran que no. Pero necesitaba asentar su poder y encajar en el ambiente.
El juez dudó. Los mortífagos negaron con la cabeza y al momento un par de asistentes retiraron al mago inconsciente.
—Acuario es la ganadora. Si no hay más rivales, le hago entrega de...
El juez se interrumpió. Al ver su expresión de sorpresa y casi temor, Violeen se inquietó. Siguió la dirección de sus ojos y observó que por la escalera lateral del palco descendía una figura alta, oscura, imponente. Se hizo un silencio tan gélido que incluso las bestias que rugían en las celdas se callaron.
La figura se colocó frente a la chica y se quitó la máscara. Pese a sus escasas nociones de la actualidad, Violeen la reconoció. Había visto la cara de esa mujer en las contadas ocasiones en que visitaba el mundo mágico: Bellatrix Lestrange era conocida y buscada en el mundo entero por sus crímenes durante la primera guerra. Logró esquivar Azkaban, pero aun así había la rodeaba un halo de locura y oscuridad profundamente inquietante.
Violeen apenas distinguía sus rasgos, se había dado cuenta en ese momento de que no quería morir. El instinto de supervivencia era más fuerte de lo que creyó. Y por eso ahora solo sentía miedo. Veía una piel muy pálida, mechones oscuros ondulados que escapaban bajo la capucha y sentía (más que veía) una mirada penetrante y casi mortífera como la de un basilisco. Pero nada más. Eran todo rasgos aislados y emociones incontroladas.
—¿Es...? —susurró alguien entre el público.
En cuanto la bruja se bajó la capucha, los gritos de sorpresa, admiración y terror se superpusieron. El juez no dijo nada, estaba también paralizado; eso nunca había sucedido, los mortífagos de alto rango jamás bajaban del palco ni mucho menos mostraban su rostro. Avery no hizo ningún gesto, pero hubiese dado igual porque Bellatrix no lo miraba. Tenía sus ojos casi negros fijos en las pupilas violetas de la chica, que la miraba cual víctima hipnotizada (no por deseo propio).
Tras unos segundos, Madame Lestrange ejecutó el saludo inicial. Con elegancia, con seguridad y casi con burla. Violeen la imitó con torpeza. «Para qué voy a necesitar saber saludar, Albus» había protestado ante el director... Ahora se arrepentía.
El combate comenzó sin mediar palabra. Bellatrix atacó y Violeen se defendió; así durante quince minutos. La mortífaga era superior y estaba claro, no obstante, no resultaba aburrido. Porque Bellatrix no podía (o no deseaba todavía) derrotarla. Su estilo era agresivo, muy enérgico y creativo con los conjuros. No obstante, cuando eran maleficios complejos Bellatrix prefería pronunciarlos. Violeen no, ni una vez abrió la boca.
—Es verdad que hay algo en esa chica...—susurró uno de los mortífagos del palco.
—Es la magia... —añadió otro sin especificar.
Nadie lo comprendía bien, pero Violeen era una con su magia: sus hechizos eran más rápidos, más certeros, más potentes. Manejaba la varita con ligereza, sin ningún esfuerzo; mientras que la mortífaga agarraba la suya como una extensión de su cuerpo. No obstante, los pocos conjuros ofensivos que la chica utilizó no alcanzaron su objetivo. El combate terminó cuando la varita de Violeen acabó en manos de Bellatrix.
La gente vitoreó eufórica a la mortífaga, pero esta seguía mirando a la chica. El conjuro que había empleado debería haberla dejado inconsciente, no solo desarmada. Pero eso nadie lo supo. Tampoco nadie —excepto Bellatrix— tuvo la impresión de que Violeen se rendía y reconocía su superioridad... pero no parecía indefensa.
Violeen miró a la mortífaga en espera de la conclusión, de saber si la mataba o le permitía vivir. El juez también la miraba. Bellatrix le hizo un gesto breve y seco al mago y seguidamente tiró con desprecio su varita. La joven dudó, pero se agachó a recogerla e hizo una extraña reverencia incómoda ante Bellatrix. La mortífaga no apartó la vista de ella ni un segundo.
—¡La ganadora de la velada a excepción de este último duelo es Acuario! Aquí tienes el premio.
A Violeen le sorprendió que le diesen el premio, con conservar su vida se daba de sobras pagada. Pero se obligó a acercarse al juez y aceptar la bolsa de cuero con los cincuenta galeones. En cuanto se la entregaron, la gente se empezó a levantar de sus asientos para salir o comentar la velada con sus amigos. Viendo que bastantes personas querían hablar con ella, Violeen se escabulló a toda velocidad. En todo momento mientras atravesaba el túnel para salir sintió que la mirada de la mortífaga quemaba en su espalda.
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