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Capítulo uno:


Sí, ya lo sé. Cuando lean que me morí entre terribles dolores dirán: "¡Vaya! ¡Magnus, increíble! ¿Puedo morirme yo también entre terribles dolores?"

No. En serio, no.

No salten de ningún tejado. No se metan corriendo en la carretera ni se prendan fuego. No es así como funciona. No acabarán como yo acabé.

Además, no les conviene pasar por lo que yo he pasado. A menos que tengan el absurdo deseo de ver a emperadores zombis con piromanía, espadas cortando a gigantes metálicos desnudos, soles caídos en desgracia cubiertos de basura, ni deberían plantearse encontrar a enanos, elfos o magos.

Me llamo Magnus Chase. Tengo dieciséis años. Ésta es la historia de cómo mi vida fue de mal en peor justo antes de morir.







El día empezó con bastante normalidad. Estaba durmiendo en la acera debajo de un puente del parque cuando un tipo me despertó de una patada y me dijo:

—Vienen por ti.

Por cierto, durante los dos últimos años he vivido en la calle.

Algunos pensarán: "Oh, qué pena". Otros pensarán: "¡Ja, ha, vaya muerto!". Pero si me vieran en la calle, noventa y cinco por ciento de ustedes pasaría de largo como si fuera invisible. Rezarían por qué no les pidiera dinero. Se preguntarían si soy mayor de lo que aparento, porque un adolescente no estaría envuelto en un apestoso saco de dormir, durmiendo a la intemperie en Boston en pleno invierno. "¡Alguien debería ayudar a ese chico!"

Luego se irían caminando.

En fin. No necesito de su compasión. Estoy acostumbrado a que se rían de mí. Estoy más que acostumbrado a que hagan como si no existiera. Pasemos a otra cosa.

El vagabundo que me despertó se llamaba Blitz. Como siempre, tenía pinta de haber pasado por un huracán de basura. Su tieso pelo oscuro estaba lleno de pedazos de papel y ramitas. Su cara era del color del cuero de una silla de montar y estaba moteada de hielo. Su barba se rizaba en todas las direcciones. Llevaba la orilla de la gabardina cubierta de nieve y la arrastraba alrededor de sus pies—Blitz medía un metro sesenta y cinco—, y tenía los ojos tan dilatados que sus iris eran sólo pupila. Su expresión de alarma permanente hacía que pareciera que iba a gritar en cualquier momento.

Me quité las lagañas de los ojos parpadeando. La boca me sabía a hamburguesa del día anterior. En el saco de dormir se estaba calientito, y no tenía ganas de salir.

—¿Quién viene por mí?

—No estoy seguro—Blitz se frotó la nariz; se la había roto tantas veces que la tenía en zigzag, como un relámpago—. Están repartiendo hojas con tu nombre y foto.

Solté un juramento. Podía ocuparme de los ocasionales policías o guardias del parque. De los inspectores de absentismo escolar, voluntarios de servicios a la comunidad, universitarios borrachos, adictos en busca de alguien pequeño y débil a quien atracar... Todos ellos habrían sido tan llevaderos a primera hora de la mañana como unos pastelitos y un jugo de naranja.

Pero si alguien conocía mi nombre y rostro, la cosa se veía mal. Eso significaba que me buscaban a mí en concreto. Tal vez la gente del refugio se hubiera enfadado conmigo por estropearles el equipo de música. (Aquellos villancicos me habían estado volviendo loco). Tal vez una cámara de seguridad había registrado la última cartera que había robado en el barrio de los teatros. (Eh, necesitaba dinero para pizza).

O tal vez, por inverosímil que parezca, la policía seguirá buscándome para interrogarme por la muerte de mi madre.

Tardé unos tres segundos en recoger mis cosas. El saco de dormir bien enrollado y guardado en la mochila con mi cepillo de dientes y una muda de calcetines y ropa interior. Aparte de la ropa que llevaba a la espalda, esas eran todas mis pertenencias.

Con la mochila al hombro y la cabeza cubierta con la capucha en la chaqueta, podía mezclarme bastante bien con los transeúntes que circulaban por las calles. Boston está lleno de universitarios, y algunos eran todavía más flacuchos y aparentaban menos años que yo.

Me volví hacia Blitz.

—¿Dónde has visto a la gente de los papeles?

—En Beacon Street. Vienen hacia aquí. Un hombre blanco de mediana edad y una chica, probablemente su hija.

Fruncí el ceño.

—No tiene sentido. ¿Quienes...?

—No lo sé, chico, pero tengo que largarme—entornó los ojos y miró la salida del sol, que estaba tiñendo las ventanas de los rascacielos de naranja. Por motivos que nunca había acabado de entender, Blitz odiaba la luz del día. Tal vez era el vampiro más bajo y rechonco del mundo—. Deberías ir a ver a Hearth. Está en Copley Squere.

Procuré no enojarme. La gente de la calle decía en broma que Hearth y Blitz eran mi madre y mi padre, porque siempre parecía tener cerca a uno o el otro.

—Gracias—dije—. No me pasará nada.

Blitz se mordió la uña del pulgar.

—No sé, chico. Hoy es distinto. Tienes que tener muchísimo cuidado.

—¿Por qué?

Él echó un vistazo por encima de mi hombro.

—Ya vienen.

Yo no vi a nadie. Cuando me volví otra vez, Blitz había desaparecido.

No soportaba que hiciera eso. De repente, puf. Ese tipo era como un ninja. Un vampiro ninja sin hogar.

Tenía que elegir: Ir a Copley Square y quedarme con Hearth o dirigirme a Beacon Street y tratar de localizar a la gente que me estaba buscando.

La descripción de Blitz despertó mi curiosidad. Un hombre blanco de mediana edad y una chica buscándome al amanecer de una mañana de frío de mil demonios. ¿Por qué? ¿Quiénes eran?

Avancé sigilosamente por la orilla del lago. Casi nadie tomaba el sendero inferior por debajo del puente. Podía pegarme a la ladera de la colina y divisar a cualquiera que se acercase al camino superior sin que me vieran.

El suelo estaba cubierto de nieve. El cielo era tan azul que hacía daño a la vista. Parecía que las ramas sin hojas de los árboles se hubieran sumergido en cristal. El viento atravesaba todas mis capas de ropa, pero no me molestaba el frío. Mi madre solía decir en broma que yo era mitad oso polar.

"Maldita sea, Magnus"—me regañé.

Después de dos años, mis recuerdos de ella todavía eran un campo de minas. En cuanto tropezaba con uno, mi calma se iba enseguida al garete.

Traté de concentrarme.

El hombre y la chica se acercaban por allí. Al hombre le llegaba el cabello rubio al cuello; no de forma intencionada, sino como si no le diera la gana cortárselo. Su expresión de desconcierto me recordó a la de un profesor suplente: "Sé que me ha dado una bolita de papel, pero no tengo idea de por dónde ha venido". Sus zapatos de vestir eran totalmente inadecuados para el invierno de Boston. Sus calcetines eran de distintos tonos marrones. Parecía que se hubiera hecho el nido de a corbata mientras daba vueltas totalmente a oscuras.

La chica era sin duda su hija. Tenía el pelo igual de tupido y ondulado, aunque de un rubio más claro. Ella iba vestida con mayor acierto, con unas botas de nieve, unos vaqueros y una parka, por cuyo cuello asomaba una camiseta naranja. Su expresión era más decidida, furiosa. Sujetaba un fajo de hojas de papel como si fueran trabajos que le hubieran calificado injustamente.

Si me estaba buscando, no quería que me encontrase. Daba miedo.

No los reconocía ni a ella ni a su padre, pero algo tiró del fondo de mi cráneo, como un imán tratando de extraer un recuerdo muy viejo.

Padre e hija se detuvieron donde se bifurcaba el sendero. Miraron a su alrededor, como si acabaran de darse cuenta de que estaban en medio de un parque desierto a una hora intempestiva y en pleno invierno.

—Increíble—dijo la chica—. Tengo ganas de estrangularlo.

Suponiendo que se refería a mí, me agaché un poco más.

Su padre suspiró.

—Deberíamos evitar matarlo. Es tu tío.

—Pero ¿dos años?—preguntó la chica—. ¿Cómo es posible que no nos haya dicho nada durante dos años, papá?

—No puedo explicar los actos de Randolph. Nunca he podido, Annabeth.

Inspiré tan bruscamente que temí que me oyesen. Aquello me había arrancado una costra del cerebro y había dejado al descubierto recuerdos de cuándo tenia seis años.

Annabeth... eso significaba que el nombre rubio era... ¿el tío Frederick?

Me retrotraje al último día de Acción de Gracias que habíamos celebrado: Annabeth y yo escondido en la biblioteca de la mansión del tío Randolph, jugando al dominó mientras los adultos se gritaban abajo.

"Tienes suerte de vivir con tu madre"—Annabeth colocó otra ficha de dominó en su edificio en miniatura. Era increíble, con columnas en la parte delantera, como un templo—. "Yo me voy a escapar".

No me cabía duda de que hablaba en serio. Me asombraba su seguridad. Entonces el tío Frederick apareció en la puerta. Tenía los puños apretados. Su expresión seria desentonaba con el reno sonriente de su jersey.

"Nos vamos, Annabeth".

Ella me miró. Sus ojos grises eran un poco demasiado intensos para una niña de primer grado.

"Cuídate, Magnus"—haciendo un movimiento rápido con el dedo, derribó su templo de fichas de dominó.

Esa era la última vez que la había visto.

Después, mi madre se había cerrado en banda: "Vamos a mantenernos lejos de tus tíos. Sobre todo de Randolph. No pienso darle lo que quiere. Jamás".

No me explicó lo que quería Randolph ni el asunto por el que ella, Frederick y Randolph habían discutido.

"Tienes que confiar en mí, Magnus. Estar cerca de ellos... es demasiado peligroso".

Yo confiaba en mi madre. Ni siquiera después de su muerte había mantenido contacto con mis parientes.

Y en ese momento, de repente, me estaban buscando.

Randolph vivía en la ciudad, pero, que yo supiera, Frederick y Annabeth seguían viviendo en Virginia. Y, sin embargo, allí estaban, repartiendo hojas con mi nombre y foto. ¿De dónde habían sacado una foto mía?

Me daba tantas vueltas la cabeza que me perdí parte de la conversación.

—...encontrar a Magnus—estaba diciendo el tío Frederick. Consultó su smartphone—. Randolph está en el refugio del South End. Dice que no ha tenido suerte. Deberíamos probar en el centro de acogida para jóvenes que hay al otro lado del parque.

—¿Cómo sabemos que Magnus está vivo?—preguntó Annabeth con tristeza—. Lleva dos años desaparecido... ¡Podría estar congelado en una zanja!

Una parte de mí sintió la tentación de salir de mi escondite y gritar: "¡TACHÁN!"

Aunque hacía diez años que no veía a Annabeth, no me gustaba verla tan agitada. Pero, después de pasar tanto tiempo en las calles, había aprendido por las malas: no debes meterte en un problema hasta que sepas de qué se trata.

—Randolph está seguro de que Magnus está vivo—dijo el tío Frederick—. Está en alguna parte de Boston. Si su vida corre peligro de verdad...

Se encaminaron a Charles Street; sus voces se vieron arrastradas por el viento.

Yo estaba temblando, pero no de frío. Quería correr detrás de Frederick, interceptarlo y exigirle que me contara lo que pasaba. ¿Cómo sabía Randolph que yo seguía en la ciudad? ¿Por qué me estaban buscando? ¿Por qué mi vida corría más peligro entonces que en cualquier otro día

Fue como si algo se apoderase de mi cuerpo, y de forma involuntaria e incontrolable comencé a salir lentamente de mi escondite.

Mi mente trabajaba en el asunto tan rápido como podía. Me acordé de lo último que me había dicho mi madre. Yo me había mostrado reacio a usar la escalera de incendios, a abandonarla, pero ella me había agarrado por los brazos y me había obligado a mirarla. "Huye, Magnus. Escóndete. No confíes en nadie. Te encontraré. Hagas lo que hagas, no le pidas ayuda a Randolph".

Y entonces, antes de que hubiera salido por la ventana, la puerta de nuestra casa se había hecho astillas. Dos pares de brillantes ojos azules habían surgido de la oscuridad...

Volví al presente y observé como el tío Frederick y Annabeth se alejaban.

El tío Randolph... Por algún motivo, se había puesto en contacto con Frederick y Annabeth. Los había hecho ir a Boston. Durante todo ese tiempo, ellos o habían sabido que mi madre había muerto y que yo había desaparecido. Parecía imposible, pero, si era cierto, ¿por qué se los diría entonces Randolph?

En ese momento, sucedió algo extraño.

Como si hubiese habido un cambio en el viento, un silbido resonó brevemente en mis oídos, como salido de ningún lado. Annabeth y Frederick estaban desviándose hacia el este, hacia el parque de Common, cuando mi prima pareció detectar el mismo sonido.

No debería ser posible estando a tanta distancia, pero juraría que vi sus ojos grises relucir, como los de un ave de presa, cuando volvió la cabeza y me miró de reojo.

—¿Magnus...?

Giró sobre sí misma a toda velocidad, me quedé helado por un momento y tardé demasiado en reaccionar.

Para cuando comencé a correr en la dirección contraria, ya me había reconocido.

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