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Capítulo tres:


Pues me deseaba a mí mismo un feliz cumpleaños.

¿Era 13 de enero? Sinceramente, no tenía ni idea. El tiempo vuela cuando duermes debajo de puentes y comes de los contenedores de basura,

Así que tenía oficialmente dieciséis años. Y como regalo, acabé arrinconado por mi tío rarito, quien me anunció que estaba destinado a ser asesinado.

—Respuestas, Randolph—exigió Annabeth, mientras sus manos instintivamente trataban de buscar algo que no tenía consigo.

—Sí, eso mismo—añadí, sin verme ni de cerca tan peligroso como ella—. ¿Quién? O, ¿por qué? O... ¿sabes qué? Olvídalo. Me alegro de verte, Randolph. Me largo.

Randolph permaneció en la puerta, bloqueando la salida. Me apuntó con su bastón. Juro que noté como me presionaba el esternón desde el otro lado de la estancia.

—O nos dices lo que queremos saber o estamos fuera—dijo Annabeth con dureza.

—Tengo que hablar con Magnus—repuso él—. Y sólo con él, por favor, retírate.

Annabeth lo fulminó con la mirada.

—Tenemos un problema aquí, anciano—gruñó—. Yo no voy a ninguna parte sin él. Magnus, hay que irnos.

Intenté seguirla, pero aún sentía esa extraña opresión sobre mi pecho.

—Magnus, escúchame—me pidió Randolph—. No quiero que te atrapen, después de lo que le pasó a tu madre...

Un puñetazo en la cara habría sido menos doloroso.

En mi cabeza empezaron a dar vueltas recuerdos de aquella noche como un vertiginoso caleidoscopio: nuestro edificio temblando, un grito procedente del piso de abajo, mi madre—que había estado tensa y paranoica todo el día—arrastrándome hacia la escalera de incendios, diciéndome que huyese. La puerta se hizo astillas y se abrió de golpe. Del pasillo salieron dos bestias, con la piel del color de la nieve sucia y los ojos de un azul brillante. Se me resbalaron los dedos de la barandilla de la escalera de incendios y me caí, y aterricé sobre un montón de bolsas de basura que había tiradas en el callejón. Momentos después, las ventanas de nuestra casa estallaron escupiendo fuego.

Mi madre me había dicho que huyese, y eso hice. Había prometido que me encontraría, pero no lo hizo. Más tarde, en las noticias, me enteré de que habían rescatado su cuerpo del incendio. La policía me estaba buscando. Tenían preguntas que hacerme: indicios de incendio provocado; mi historial de problemas disciplinarios en el colegio; declaraciones de los vecinos, que afirmaban haber oido gritos y un fuerte estallido en nuestra casa justo antes de la explosión; el hecho de que yo hubiera escapado de la escena. En ninguna de esas declaraciones se hacía mención a unos lobos de ojos brillantes.

Desde esa noche había estado escondiéndome, intentando pasar desapercibido, demasiado ocupado sobreviviendo para llorar la muerte de mi madre como era debido, preguntándome si aquellas bestias habían sido una alucinación..., aunque sabía que no era así.

Entonces, después de todo ese tiempo, el tío Randolph quería ayudarme.

Agarré tan fuerte la pequeña ficha de dominó que me corté la palma de la mano.

—No sabes lo que le pasó a mi madre. Nunca te ha importado ninguno de nosotros.

Randolph bajó el bastón. Se apoyó pesadamente en él y se quedó mirando la alfombra. Casi creí que le había ofendido.

—Le supliqué a tu madre—dijo—. Yo quería que te trajera aquí, a vivir donde pudiera protegerte, pero se negó. Cuando murió...—sacudió la cabeza—. Magnus, no tienes ni dea del tiempo que hace que te busco ni del peligro que corres.

—Estoy bien—le espeté, aunque el corazón me latía con fuerza contra las costillas—. He cuidado bastante bien de mí mismo.

—Pude, pero eso se acabó.—La certeza de la voz de Randolph me provocó un escalofrío—. Ahora tienes dieciséis años, la edad de la madurez. Escapaste de ellos una vez, la noche que murió tu madre. No te dejarán volver a escapar. Esta es nuestra última oportunidad. Déjame ayudarte o no acabarás el día con vida.

La tenue luz invernal se desplazó a travez del montante con vidriera y bañó el rostro de Randolph con colores cambiantes, como si fuera un camaleón. No debería haber ido allí. Tonto, tonto, tonto. Mi madre había transmitido una y otra vez un mensaje claro: "No acudas a Randolph". Y, sin embargo, allí estaba.

Cuanto más lo escuchaba, más aterrado estaba y mas desesperadamente quería oír lo que tenía que decirme.

—Alto ahí—pidió Annabeth—. ¿De qué están hablando? Randolph, ¿de qué va todo esto? ¿Quienes son "ellos"?

—Te dije que esto no te concernía, Annabeth—respondió él—. Lo mejor será que tú y tu padre vuelvan a casa. Ya hicieron más que suficiente. Pero sí se quedan estarán en peligro.

—No vas a asustarme tan fácilmente—gruñó Annabeth—. Magnus, ¿sabes de lo qué está hablando?

Estaba temblando, pero me las arreglé para dejar la extraña pieza de dominó en la mesa.

—No necesito tu ayuda, Randolph—dije—. No quiero...

—Sé lo de los lobos.

Me quedé congelado de golpe.

—¿Qué...?

—¿Qué lobos?—cuestionó Annabeth, cada ves se notaba más alterada y miraba alrededor como si esperase que nos fuesen a bombardear—. Magnus, sea lo que sea, tienes que decírmelo ya.

Su voz me llegaba como un eco distante. Alcé la mirada hacia Randolph.

—Tú...

—Sé lo que viste—aseguró—. Sé quién envió a esos animales. Al margen de lo que piense la policía, sé como murió realmente tu madre.

—¿Cómo...?

—Magnus, tengo que contarte muchas cosas sobre tus padres, sobre tu herencia... Sobre tu padre.

Un alambre helado descendió por mi columna vertebral.

—¿Conociste a mi padre?

Annabeth me tomó por los hombros de golpe y me obligó a verla, sus ojos estaban oscurecidos.

—No conociste a tu padre—murmuró, recordando.

—Sí, pero por lo visto...—me volví hacia Randolph.

—Sí, Magnus—confirmó—. Lo conocí.

La expresión de Annabeth se transformó. Parecía que hubiera abierto una ventana esperando ver una piscina y se hubiera encontrado con el océano pacífico.

—Magnus... Oh, dioses.

—¿"Dioses"?—advirtió Randolph, con un repentino nuevo interés hacia su sobrina—. ¿En plural? Annabeth, ¿tú sabes...?

—Sí—lo interrumpió ella.

—¿Cuánto...?

—Lo suficiente.

Comenzó a pasearse entre Randolph y yo con las manos juntas, como si estuviese rezando.

—Debería habérmelo imaginado. Por eso no parabas de hablar sobre lo especial que era nuestra familia, de lo mucho que llamábamos la atención—se volvió hacia mí, como si me estuviese viendo de verdad por primera vez en su vida—. No tenía idea de que tú... siento tanto no haberme dado cuenta antes. Podría haberte ayudado.

—¿De qué están hablando ustedes dos?—quise saber, preguntándome si no sería mi familia de lunáticos el verdadero peligro que Randolph tanto presagiaba.

Annabeth me sujetó con fuerza.

—Ahora lo entiendo—dijo—. Puedo ayudarte. Conozco un sitió donde estarás a salvo.

Me aparté.

No tenía idea de lo que estaba sucediendo, pero un hormigueo de alarma recorrió todo mi cuerpo. Algo me decía que era una oferta sincera, y se lo agradecía, pero aun así... esas palabras: "Conozco un sitio donde estarás a salvo". Nada activaba más rápido el instinto de huida de un chico sin hogar que oír eso.

—Ni hablar—intervino Randolph—. Magnus tiene que venir conmigo, lo necesito para que juntos podamos recuperar lo que es suyo. Es lo único que podrá protegerle.

—No tengo idea de lo que estás diciendo—repuso Annabeth—. Pero Magnus viene conmigo.

—¡Yo no voy con ninguno de los dos!—solté de golpe, mientras me alejaba lo máximo posible de ambos—. Y menos si siguen hablando de mí com si fuese un objeto.

Annabeth me miró con dureza.

—Al principio no lo entendía, Magnus, pero Randolph tenía razón en algo—murmuró—. Esto es algo de vida o muerte.

—La identidad de tu padre, el asesinato de tu madre, el motivo por el que rechazó mi ayuda..., todo está relacionado—añadió Randolph, señalando su vitrina de artículos vikingos—. Llevo toda mi vida trabajando con un solo objetivo. He estado tratando de resolver un misterio histórico. Hasta hace poco no podía ver el panorama en conjunto. Ahora ya puedo verlo. Todo ha conducido a este día, tu decimosexto cumpleaños.

Retrocedí hasta la ventana, me sentía como un animal acorralado.

—Miren, no entiendo el noventa por ciento de lo que dicen, pero si saben algo sobre mi padre...

El edificio se sacudió como si a lo lejos hubieran disparado una descarga de cañones; un rumor tan grave que lo noté en los dientes.

—Dentro de poco estarán aquí—advirtió Randolph—. Se nos acaba el tiempo.

—¿Quién estará aquí?

—Eso no es importante—terció Annabeth—. Sea lo que sea, tenemos que irnos.

Randolph avanzó cojeando, apoyándose en su bastón. La pierna derecha no parecía responderle.

—Te estoy pidiendo mucho, Magnus. No tienes motivos para fiarte de mí. Pero tienes que venir conmigo. Sé dónde está tu patrimonio—señaló los antiguos mapas extendidos sobre la mesa.

Eché un vistazo por encima del hombro a través de la ventana. En la alameda de Commonwealth, Hearth había desaparecido. Yo debería haber hecho lo mismo. Mirando al tío Randolph, traté de ver algún parecido entre él y mi madre, algo que pudiera impulsarme a confiar en él. No encontré nada. Su imponente cuerpo, sus intensos ojos oscuros, su cara seria y actitud rígida... Era lo contrario de mi madre.

Sin embargo, quien sí me inspiraba aunque fuese un poquito de confianza era Annabeth.

—¿Tú le crees?

—No completamente—respondió—. Pero sí sé que debemos largarnos. Prometo que te explicaré todo lo que pueda.

—Tengo el coche atrás—dijo Randolph—. Annabeth, no tengo idea de cuanto sepas realmente, pero tú y tu padre tienen que irse.

—Yo no voy a ningún sitio que no sea con ustedes—repuso Annabeth.

—El peligro al que nos enfrentamos...

—No me interesa.

Mi prima tomó una vieja espada vikinga medio oxidada de la colección de Randolph, la balanceó de un lado a otro como para acostumbrarse a su peso y la asió como si llevase haciéndolo toda la vida.

—¿Nos vamos?

Randolph hizo una mueca.

—Tú padre nunca me creyó... siempre creí que no me había creído. Y ahora resulta ser que tú...

El edificio volvió a temblar. Esta vez el "bum" se sintió más cerca y más fuerte. Yo quería creer que venía de alguna obra en las inmediaciones o de una ceremonia militar o cualquier cosa fácilmente explicable. Pero mi instinto me decía lo contrario. El ruido sonaba como la caída de un pie gigantesco, como el ruido que había sacudido mi casa hacía dos años.

—Por favor, Magnus—insistió Randolph, le temblaba la voz—. Yo también perdí a mi familia a menos de esos monstruos. Perdí a mi mujer y a mis hijas.

Annabeth y yo lo miramos al mismo tiempo:

—¿Tú?

Sacudí la cabeza.

—¿Tuviste una familia? Mi madre nunca me dijo nada...

—No, ella no te lo diría. Pero tu madre... Natalie era mi única hermana. La quería. Me dolió perderla. Y no puedo perderte a ti también. Ven conmigo. Tu padre dejó algo que deberías buscar: algo que cambiará los mundos.

Demasiadas preguntas se agolpaban en mi cerebro. No me gustaba el brillo demencial de los ojos de Randolph. No me gustaba la forma en la que había dicho "mundos", en plural. Y no creía que me hubiera estado buscando desde que había muerto mi madre. Yo tenía la antena puesta continuamente. Si Randolph hubiera estado preocupado por mí, alguno de mis amigos de la calle me lo habría dicho, como había hecho Blitz esa mañana con Annabeth y Frederick.

Se había producido algún cambio: algo que hizo que Randolph decidiera que merecía la pena buscarme.

—¿Y si huyo?—pregunté—. ¿Intentarán detenerme?

Annabeth miró a los alrededores con nerviosismo.

—Si huyes, te encontraran—respondió, sin especificar quienes eran esos "ellos".

—Te mataran—confirmó Randolph.

Tenía la garganta como si estuviera llena de bolitas de algodón. No me fiaba de Randolph. Por desgracia, creía que hablaba en serio sobre la gente que trataba de matarme. Su voz sonaba sincera.

—Pues entonces vamos a dar un paseo—dije.

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