
Capítulo siete:
"Vaya, Magnus"—estarán pensando—. "Pero qué... ¡Estupidez!"
Gracias. Tengo mis momentos.
Aunque normalmente no atravieso muros de llamas, tenía la sensación de que no me haría daño. Sé que suena raro, pero de momento no me había desmayado. El calor no me parecía tan insoportable, aunque la calzada se estaba derritiendo bajo mis pies.
Nunca me han molestado las temperaturas extremas. No sé por qué. Hay personas que tienen articulaciones muy flexibles. Otras pueden mover las orejas. Yo puedo dormir a la intemperie en invierno sin morirme congelado o poner la mano encima de una cerilla encendida sin quemarme. Gracias a eso había ganado apuestas en los albergues, pero nunca había considerado mi aguante algo especial..., algo mágico. Desde luego nunca había puesto a prueba mis límites.
Atravesé la cortina de fuego y golpeé a Surt en la cabeza con la espada oxidada. Ya saben, siempre intento cumplir mis promesas.
La hoja no pareció hacerle daño, pero el remolino de llamas se interrumpió. Surt me miró fijamente una milésima de segundo, totalmente sorprendido. Acto seguido me dio un puñetazo en la barriga.
Me habían dado puñetazos antes, pero no un peso pesado envuelto e llamas cuyo sobrenombre era el Negro.
Me doblé como una tumbona. Se me nubló la vista y empecé a ver triple. Cuando logré enfocar de nuevo, estaba de rodillas, mirando un charco de leche, pavo y galletas dañadas regurgitaras que humeaba en el asfalto.
Surt podría haberme arrancando la cabeza con su espada llameante, pero supongo que no le parecía digno. Se paseó por delante de mí chasqueando la lengua.
—Débil—dijo—. Eres un chico blando. Dame la espada por tu propia voluntad, hijo de Vanir. Te prometo una muerte rápida.
"¿Hijo de Vanir?"
Conocía un montón de buenos insultos, pero ese no lo había oído nunca.
La espada corroída seguía en mi mano. Notaba mi pulso contra el metal, como si la espada hubiera empezado a latir como un corazón. Un tenue zumbido similar al del motor de un coche resonó por la hoja hasta mis oídos.
"Puedes restaurarla"—me había dicho Randolph.
Casi creí que la vieja arma estaba despertando. Surt debía de haberme dado muy fuerte para hacerme alucinar al borde de la muerte. Treinta metros más arriba, vi a una chica con armadura montada en un caballo hecho de niebla que daba vueltas como un buitre sobre la batalla. Iba armada con una lanza de luz pura. Su cota de malla brillaba como un espejo. Llevaba un yelmo cónico de acero encima de una tela verde, como un caballero medieval. Tenía una cara preciosa pero severa. Nuestros ojos coincidieron durante una fracción de segundo.
"Si eres real"—pensé—. "Ayúdame".
La chica se deshizo en humo.
—La espada—exigió Surt, con el rostro de obsidiana alzándose por encima de mí—. Para mí tiene más valor si me la entregas por voluntad propia, pero si no me queda más remedio, la arrancaré de tus dedos inertes.
A lo lejos aullaban unas sirenas. Me preguntaba por qué todavía no habían aparecido los equipos de emergencias. Entonces me acordé de las otras dos explosiones gigantescas que se habían producido en Boston. ¿Las había provocado Surt también? ¿O se había llevado a unos amigos aficionados al fuego? En el borde del puente, Hearth se puso en pie tambaleándose. Unos cuantos peatones inconscientes habían empezado a volver en sí, pero Annabeth seguía sin dar señales de vida.
Sentí como si un puño en llamas me estuviese estrujando el corazón. No había visto a mi prima en diez años, y aún así ella se había enfrentado a un señor satánico del fuego para salvarme, ¿y ahora moriría por mi culpa?
No iba a permitirlo.
Tampoco veía a Randolph ni a Blitz por ninguna parte. Con suerte, a esas alturas estarían fuera de peligro.
Si conseguía mantener al Hombre Ardiente ocupado, tal vez al resto de los peatones también les diera tiempo de escapar.
Me las arreglé para levantarme.
Miré la espada y... sí, decididamente estaba alucinando.
En lugar de un trozo de chatarra, sostenía un arma de verdad. La empuñadura, revestida de cuero, tenía un tacto cálido y confortable en mi mano. El pomo, un simple óvalo de acero bruñido, ayudaba a compensar la hoja de siete centímetros, que tenía doble filo y punta redondeada, más adecuada para cortar que para clavar. En el centro de la hoja había una estría ancha decorada con runas vikingas, como las que había visto en el despacho de Randolph. Emitían un brillo plateado más claro, como si hubieran sido grabadas mientras se forjaba la hoja.
Definitivamente la espada estaba vibrando, como una voz humana tratando de dar con el tono adecuado.
Surt retrocedió. Sus ojos de color rojo lava parpadeaban nerviosamente.
—No sabes lo que tienes, muchacho. Y no vivirás para averiguarlo.
Blandió su cimitarra.
Yo no tenía ninguna experiencia con espadas, a menos que cuentan las veintiséis veces que vi "La princesa prometida" de niño. Surt me habría partido por la mitad... pero mi arma tenía otros planes.
¿Alguna ves han sostenido un trompo en la punta de un dedo? Se nota cómo se mueve impulsado por su propia energía, inclinándose hacia todos lados. La espada hacía algo parecido. Se balanceó e interceptó la hoja en llamas de Surt. Luego describió un arco arrastrando mi brazo consigo y le hizo un tajo a Surt en la pierna derecha.
El Negro gritó. La herida de su muslo empezó a arder y prendió fuego a sus pantalones. Su sangre chisporroteaba y brillaba como el torrente de un volcán. Su espada llameante se deshizo.
Antes de que pudiera recuperarse, mi espada saltó hacia arriba y le cortó en la cara. Surt lanzó un aullido y retrocedió tambaleándose al tiempo que se tapaba la nariz con las manos.
A mi izquierda, alguien gritó: la madre de los dos niños.
Hearth estaba tratando de ayudarla a sacar a los dos pequeños del carrito, que entonces echaba humo y estaba a punto de quemarse.
—¡Hearth!—grité, antes de recordar que era un esfuerzo inútil.
Aprovechando que Surt seguía distraído, me acerqué cojeando a Hearth y señalé más adelante.
—¡Vete! ¡Saca a los niños de aquí!
Él me leyó los labios a la perfección, pero no le gustó el mensaje. Negó terminantemente con la cabeza, cogiendo a uno de los niños en brazos. La madre estaba meciendo a la otra criatura.
—Váyanse—le dije—. Mi amigo le ayudará.
La madre no vaciló. Hearth me lanzó una última mirada:
"Esto no es buena idea"
A continuación la siguió, mientras el niño daba brincos en sus brazos y gritaba.
Otros inocentes continuaban atascados en el puente: conductores atrapados en sus coches, transeúntes que deambulaban aturdidos, con la ropa hechando humo y la piel roja como langostas. Las sirenas se oían ya más cerca, pero no veía cómo iban a poder echar una mano la placía o los paramédicos si Surt seguía hecho una furia.
—¡Muchacho!—en lugar de gritar, parecía que el Negro estuviera haciendo gárgaras con jarabe.
Se apartó las manos de la cara, y comprendí por qué. Mi espada autodirigida le había arrancado la nariz. Por las mejillas le corría sangre que salpicaba la calzada con gotas chisporroteantes. Se le habían quemado los pantalones y se había quedado con unos bóxers rojos con estampado de llamas. Entre eso y la nariz recién cortada, parecía una versión diabólica del cerdito Porky.
—Ya te he aguantado lo suficiente—dijo haciendo gárgaras.
—Yo estaba pensando lo mismo de ti—levanté la espada—. ¿La quieres? Pues ven a buscarla.
Ahora que echo la vista atrás, aquel fue un comentario bastante estúpido.
Por encima de mí, atisbé de nuevo la extraña aparición grisácea: una chica montada en un caballo que daba vueltas como un buitre, observando.
En lugar de atacar, Surt se inclinó y recogió asfalto de la carretera con las manos. Le dio la forma de una esfera candente de pringue humeante y me lo lanzó como una bola rápida.
Otro juego que no se me da bien: el béisbol. Blandí la espada con la esperanza de desviar el proyectil. No le di.
La bala de cañón de asfalto se me habría incrustado en el estómago si Annabeth no hubiese intervenido, como salida de la nada, deteniendo el golpe con su vieja espada.
—Aún... no hemos... terminado...—decía ella, con una expresión salvaje.
Sin embargo, no se veía nada bien, tenía la mirada desenfocada, los ojos vidriosos y sangraba de un lado de la cabeza. Había sufrido una contusión, o algo peor.
A muy duras penas se sostenía en pie, y la espada que había tomado de la colección de Randolph se estaba derritiendo tras el contacto con la bola de fuego, cayendo al suelo como gotas de metal líquido.
—Annabeth, tienes que salir de aquí—le dije.
Ella soltó un gruñido. No entendía de dónde sacaba tanta fuerza, ni de dónde venía toda esa habilidad luchando, pero sí entendía que el calor la estaba matando.
—No... voy... a dejarte—logró pronunciar.
La mirada de Surt refulgió brevemente y la temperatura a nuestro alrededor aumentó aún más.
Annabeth apoyó una rodilla en el suelo.
—Sabía... que debí... traer el filtro... solar... de Medea...
Me temía que ya estaba alucinando por el calor. Pero no tenía idea de qué hacer. Debía sacarla de ahí, pero no podía darle la espalda a Surt, quien nos mataría también si nos quedábamos.
Hablando del negro, lanzó otro proyectil de asfalto contra mí.
Esta vez, en lugar de intentar desviarlo, me lancé hacia un lado, únicamente pensando en sacar a Annabeth de la zona de impacto.
Ambos caímos al suelo, ella se estaba asfixiando, mientras que yo había recibido el golpe en el hombro izquierdo. Sentí como el alquitrán líquido se filtraba entre mis músculos y se incrustaba en mis huesos: ardiendo, abrasando, destruyendo. El dolor era tan intenso que sentía que todas las células de mi cuerpo iban a explotar en una reacción en cadena.
Y entonces sucedió.
Una enorme sombra se cernió sobre nosotros, y una mole de varias toneladas aterrizó en el fuente creando un cráter a su alrededor.
Frente a mí, ahora se cernía un perro, un mastín, más grande que un tanque de guerra, de color completamente negro, pero con ojos de un bello rojo carmesí.
Me pregunté si era el día de trae a tu mascota de los modelos satánicos.
Sin embargo, el animal no nos atacó. Y por extraño que fuese, la descomunal bestia no era lo más aterrador que había llegado.
Un chico desmontó del lomo del perro, vestido con unos vaqueros raídos y una sudadera azul con las palabras "EQUIPO DE NATACIÓN AHS" cosidas en la pechera. Tenía unos tormentosos ojos verde mar, cabello moreno despeinado y unas facciones atractivas que podían pasar fácilmente del humor a la ira.
Su expresión daba casi tanto miedo como la de Annabeth.
—Creí que habíamos acordado no meternos en más problemas—dijo, el calor no parecía molestarle en lo más mínimo.
Annabeth se las arregló para sonreír.
—Cállate...
—Señorita O'Leary—dijo el chico—. Llévate a Annabeth a un lugar seguro.
El perro ladró en asentimiento, tomó delicadamente entre sus fauces a mi prima y con una gran zancada salió a toda velocidad lejos del puente.
Sólo entonces el sujeto pareció reparar en mí.
—Oh, Hades...—gruñó—. Está bien, amigo, quédate detrás.
Se volvió hacia Surt y sacó algo de su bolsillo, un pequeño objeto alargado, un lápiz o un bolígrafo, no estaba muy seguro, en especial porque cuando quise fijarme, esa cosa había desaparecido, remplazada por una espada de casi un metro de largo con una cuchilla de bronce brillante en forma de hoja.
Comparada con mi espada, el arma parecía delicada, casi pequeña, pero por la forma en la que el sujeto la empuñaba, no me cabía duda en que podría defenderse de cualquier cosa que Surt le arrojase.
Hablando de él, el Negro miró despectivamente al recién llegado.
—Un griego...—murmuró, frunciendo el ceño—. Estás un poco lejos de Nueva York.
El chico alzó su espada y le apuntó con ella.
—Estoy en donde mis amigos me necesitan—respondió—. Y déjame decirte una cosa: no me agrada que intenten asar a mi novia a la barbacoa.
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