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Capítulo cinco:


—¡No puedes soltar una bomba como esa y largarte!—grité cuando Randolph se alejó.

A pesar del bastón y la pierna anquilosada, se movía muy bien. Parecía un medalla de oro olímpico en cojeo. Siguió adelante y subió a la acera del puente de Longfellow, Frederick se adelantó para darle alcance mientras yo y Annabeth trotábamos detrás de él, con el viento resonando en mis oídos.

—¡¿De qué demonios se trata todo esto?!—chillé, buscando una respuesta clara por una vez.

Annabeth me miró.

—Sé que es difícil de creer—dijo—. Pero los dioses son reales, son seres que representan las distintas fuerzas del universo de una forma u otra. Y, usualmente, estos dioses descendían a la Tierra y tenían hijos con los mortales. Estos hijos eran como nosotros, no humanos. Medio humanos.

Sus palabras me hacían sentido de una retorcida manera, pero al mismo tiempo era como si estuviese hablando en otra idioma, decía las cosas de un modo que sonaban extranjeras en mi mente.

—¿Medio humanos?—me miré los brazos, temiendo que me saliesen garras, aletas o qué sé yo.

—El termino apropiado es semidioses—asintió Annabeth—. La cuestión es que... bueno, incluso siendo ambos de la misma especie, parece ser que nuestras razas son distintas.

—¿Y eso qué demonios quiere decir?

—Según dice Randolph, eres un semidiós nórdico—explicó—. Admito no saber mucho de las culturas escandinavas, seguramente serás distinto a mí en varios aspectos, pero...

—¡Dense prisa!—gritó Randolph, estando casi cinco metros por delante de nosotros.

Los trabajadores matutinos estaban llegando de Cambridge. A lo largo del puente, se extendía una caravana de coches que apenas se movían. Cualquiera pensaría que yo y mi familia de locos seríamos los únicos lo bastante estúpidos para cruzar el puente a temperaturas bajo cero, pero al tratarse como se trataba de Boston, había media docena de corredores que avanzaban resoplando, como focas esqueléticas con sus bodas de lacra. Por la acera de enfrente caminaba una madre con dos niños arrebujados en un cochecito. Sus hijos parecían compartir el mismo entusiasmo que yo.

Me volví hacía Annabeth.

—Perdón, ¿qué ibas a decir?

—Decía que...

—¡¿Es esa una espada?!—preguntó uno de los peatones.

Annabeth gruñó exasperada.

—Adelántate, Magnus—me pidió antes de volverse hacia el sujeto, chasqueando los dedos—. No, no lo es, es un bolígrafo...

No entendí lo que pretendía hacer, pero no me detuve para averiguarlo.

—¡Randolph!—grité—. ¡Estamos hablando contigo!

—La fuerza del río—murmuró—. Los residuos de las orillas..., teniendo en cuenta mil años de pautas cambiantes de las mareas...

—¡Eh!—atrapé la manga de su abrigo de cachemir—. Rebobina hasta la parte del dios nórdico que es mi padre.

Randolph escudriñó los alrededores. Nos habíamos detenido ante una de las torres principales del puente: un cono de granito que se alzaba quince metros por encima de nosotros. A la gente, las torres les recordaban a saleros y pimenteros gigantes, pero yo siempre había pensado que se parecían a los Dalek de Doctor Who. (Soy un friki. ¿Qué se le va a hacer? Y sí, hasta los chicos sin hogar ven la tele a veces: las salas de recreo de los refugios, en las computadores de las bibliotecas públicas... tenemos nuestros medios).

A treinta metros por debajo de nosotros, el río Charles relucía con un tono gris acerado, su superficie salpicada de manchas de nieve y hielo, como la piel de una enorme pitón.

Randolph se inclinó tanto por encima de la barandilla que me puso nervioso.

—Qué ironía—murmuró—. Tenía que ser precisamente aquí...

—En fin—dije—, volviendo a mi padre...

Randolph me agarró por el hombro.

—Mira allí abajo, Magnus. ¿Qué ves?

—Agua.

—No, los adornos grabados, justo debajo de nosotros.

Volví a mirar. En mitad del lado del estribo, un saliente de granito asomaba por encima del agua como un palco de teatro acabado en punta.

—Parece una nariz.

—No, es... Bueno, desde este ángulo, sí que parece una especie de nariz, pero es la proa de un barco vikingo. ¿Lo vez? El otro estribo tiene otro. Al poeta Longfellow, que dio nombre al puente, le fascinaban los nórdicos. Escribió poemas sobre sus dioses. Como Eben Hosford, Longfellow creía que los vikingos habían explorado Boston. De ahí los diseños del puente.

—Deberías organizar visitas—dije—. Los fanáticos de Longfellow pagarían buen dinero.

—¿No lo ves?—Randolph todavía tenía la mano en mi hombro, cosa que no me tanquilizaba nada—. Muchas personas lo han sabido a lo largo de los siglos. Lo han sentido de forma instintiva, aunque no tuvieran pruebas. Esta zona no sólo era objeto de visita para los vikingos. ¡Para ellos era sagrada! Justo debajo de nosotros (cerca de esos barcos decorativos) están los restos de un barco vikingo que contiene un cargamento de valor incalculable.

—Sigo viendo agua. Y sigo queriendo oír cosas sobre mi padre.

—Magnus, los exploradores nórdicos vinieron aquí buscando el eje de los mundos, el tronco del árbol. Y lo encontraron...

Un débil "bum" resonó a través del río. El puente se sacudió. A un kilómetro y medio, en medio de la maraña de chimeneas y chapiteles de Back Bay, una columna de humo negro oleaginoso ascendía con forma de hongo hacia el cielo.

Mantuve el equilibrio apoyándome en la barandilla.

—Ejem, ¿eso no estaba cerca de tu casa?

La expresión de Randolph se endureció. Su barba incipiente emitía destellos plateados a la luz del sol.

—Se nos acaba el tiempo. Estira la mano por encima del agua, Magnus. La espada está allí abajo. Llámala. Concéntrate en ella como si fuera lo más importante del mundo: lo que más deseases.

—¿Una espada? Mira, Randolph, sé que estás teniendo un día duro, pero...

—HAZLO.

La severidad de su voz me hizo estremecerme. Randolph tenía que estar loco, hablando de dioses y espadas y antiguos barcos naufragados. Y, sin embargo, la columna de humo que se alzaba sobre Back Bay era muy real. Las sirenas gemían a lo lejos. En el puente, los conductores asomaban la cabeza por la ventanilla para mirar, haciendo fotos con sus smartphones.

Y, por mucho que quisiera negarlo, las palabras de Randolph tuvieron eco en mí. Por primera vez, me sentía como si mi cuerpo emitiera la frecuencia correcta, como si por fin me hubieran afinado para acompañar la banda sonora cutre de mi vida.

Estiré la mano por encima del río

No pasó nada.

"Pues claro que no ha pasado nada"—me reprendí a mí mismo—. "¿Qué esperabas?"

El puente se sacudió con más violencia. En la acera, un corredor tropezó. Detrás de mí se oyó el crujido de un coche al chocar contra otro por detrás. Sonaron cláxones.

Por encima de los tejados de Back Bay se elevó una segunda columna de humo. Vimos saltar por los aires una nube de ceniza y brasas naranjas, como si un volcán hubiera entrado en erupción y las hubiera arrojado desde el suelo

—Nos... nos ha ido de un pelo —observé—. Es como si nos estuviera apuntando algo.

Esperaba que Randolph dijera: "Qué va. ¡No seas tonto!".

Parecía que estuviera envejeciendo delante de mis narices. Las arrugas se le oscurecieron. Sus hombros se hundieron. Se apoyó pesadamente en el bastón.

—Otra vez no, por favor—murmuró para sus adentros—. Como la última vez, no.

—¿La última vez?

Entonces me acordé de lo que había dicho sobre la pérdida de su mujer y sus hijas: una tormenta surgida de la nada, fuego...

Randolph me miró fijamente.

—Inténtalo otra vez, Magnus. Por favor.

Alargué la mano hacia el río. Me imaginé que se la tendía a mi madre, tratando de arrancarla del pasado; tratando de salvarla de los lobos y la casa en llamas. Buscaba respuestas que explicasen por qué la había perdido, por qué desde entonces toda mi vida no había sido más que una espiral de desastres.

Justo por debajo de mí, la superficie del agua empezó a desprender vapor. El hielo se derritió. La nieve se evaporó y dejó un agujero con forma de mano: mi mano, pero veinte metros más grande.

No sabía lo que estaba haciendo. Había experimentado la misma sensación cuando mi madre me había enseñado a montar en bicicleta: "No pienses en lo que estás haciendo, Magnus. No dices o te caerás. No te detengas".

Moví la mano de un lado al otro. Treinta metros más abajo, la mano humeante emuló mis movimientos y derritió la superficie del río Charles. De repente me detuve. Noté un punto de calor en la palma de la mano, como si hubiera interceptado un rayo de sol.

Allí abajo había algo: una fuente de calor enterrada en el frío lodo que estaba en el fondo del río. Cerré los dedos y tiré.

En el río se formó una bóveda de agua y se rompió como una burbuja de hielo duro. Un objeto semejante a una tubería de plomo subió disparado y cayó en mi mano. No se parecía a una espada. La sostuve por un extremo, pero no tenía empuñadura. Si alguna vez había tenido punta o un filo agudo, ya no los tenía. El objeto era del tamaño de una espada, pero estaba tan lleno de marcas y tan corroído, tan incrustado de percebes y reluciente de barro y lodo, que ni siquiera estaba seguro de que fuese de metal. En resumen, era la chatarra más patética, endeble y repugnante que había sacado de un río por arte de magia.

—¡Por fin!

Randolph alzó la vista al cielo. Me dio la impresión de que, de no haber sido por la rodilla mala, se habría arrodillado en el suelo y habría dedicado una oración a los inexistente dioses nórdicos.

—Sí—levanté mi nuevo premio—. Ya me siento más seguro.

Frederick, que se había estado muy cayado hasta el momento, miraba a Randolph con unos ojos abiertos como platos.

—No puede ser...—murmuraba—. Esto es... ¡Increíble! Cuando publiques un estudio de esto... con las nuevas pruebas... tu reputación. ¡Randolph, tenias la maldita razón!

Genial, ahora eran mis dos tíos los que estaban locos.

Annabeth aprovechó ese mismo momento para llegar con nosotros, mientras el transeúnte de antes se alejaba con los ojos vidriosos.

—¿Qué es eso?—preguntó, señalando mi nuevo trozo de chatarra.

—Es un pedazo de basura—respondí.

—¡Puedes restaurarla!—insistió Randolph—. ¡Inténtalo!

Le di la vuelta a la hoja. Me sorprendía que no hubiera desintegrado ya en mi mano.

—No sé, Randolph. Este trasto parece imposible de restaurar. Ni siquiera creo que se pueda reciclar.

No me malinterpreten si parezco poco impresionado o desagradecido. Me alucinaba la forma tan increíble en la que había sacado la espada del río. Siempre había querido tener un superpoder. Sólo que no esperaba que el mío consistiera en sacar basura del fondo del río. Los voluntarios de los servicios a la comunidad me iban a adorar.

—¡Concéntrate, Magnus!—dijo Randolph—. Rápido, antes de que...

A menos de cinco metros, el centro del puente estalló en llamas. La onda expansiva me empujó contra la barandilla. Noté el lado derecho de la cara como si lo tuviera quemado por el sol. Los transeúntes gritaban. Los coches viraban bruscamente y chocaban unos con otros. Por alguna estúpida razón, eché a correr hacia la explosión. Era como si no pudiera evitarlo. Randolph y Annabeth me siguieron arrastrando los pies y gritando mi nombre, pero sus voces parecían lejanas, sin importancia.

Las llamas danzaban por encima de los techos de los coches. Las ventanillas se hacían añicos debido al calor y salpicaban la calle de cristales rotos. Los conductores salían con dificultad de los vehículos y huían.

Parecía que hubiera impactado un meteorito en el puente. Había un círculo de asfalto de tres metros de diámetro carbonizado y humeante. En el centro de la zona del impacto se hallaba una figura de tamaño humano: un hombre oscuro con traje oscuro.

Cuando digo oscuro me refiero a que tenía la piel del tono negro más puro y bonito que había visto en mi vida. La tinta de calamar a medianoche no habría sido tan negra. Su ropa era igual: un chaqueta y unos pantalones bien entallados, una camisa impecable y una corbata; todo de la tela de una estrella de neutrones. Su rostro tenía un atractivo inhumano, como obsidiana tallada. Tenía el cabello largo peinado hacia atrás como una inmaculada marea negra. Sus pupilas brillaban como diminutos círculos de lava.

"Si Satanás fuera real, se parecería a este tipo"—pensé. Entonces me corregí:—. "No, Satanás sería un pringado al lado de este tipo. Ese tipo es más bien el estilista de Satanás".

Aquellos ojos rojos se clavaron en mí.

—Magnus Chase—tenía una voz profunda y resonante, y un ligero acento alemán o escandinavo—. Me has traído un regalo.

Entre nosotros había un Toyota Corolla abandonado. El estilista de Satanás lo atravesó de lleno derritiendo el centro del chasis como si fuera un soplete que fundiera cera.

Las mitades chisporroteantes del Corolla se desplomaron detrás de él, con las ruedas convertidas en charcos.

—Yo también te voy a hacer un regalo—el hombre estiró la mano. De su manga y sus dedos negros salió un humo ensortijado—. Si me das la espada, te perdonaré la vida.

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