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Capítulo catorce:


Para gran desilusión de Apolo, los Jackson no tenían ni un arco ni un carcaj para prestarle.

—Se me da fatal el tiro con arco—explicó Percy.

—Sí, pero a mí no—repuso Apolo—. Por eso siempre deberías tener en cuenta mis necesidades.

Sin embargo, Sally les prestó a él y Meg unos forros polares en condiciones. También me ofreció uno a mí, pero lo rechacé tan amablemente como pude. Aunque... admito que esperaba poner a prueba mi resistencia a las temperaturas.

Mientras salíamos del departamento, noté que me daba un poco de vergüenza ir por las calles con una brillante espada ancha, así que mantuve una conversación con mi arma. (Algo muy normal).

—¿Podrías convertirte en algo más pequeño, como la espada de Percy?—le pregunté—. Un bolígrafo, o algo así.

—Hmmm...—murmuró la espada—. Se me ocurre una mejor idea.

La espada se encogió en mi mano y se transformó en una piedra rúnica colgada de una cadena de oro. La pequeña piedra blanca estaba adornada con un símbolo negro, el mismo que había visto en el despacho de Randolph, similar a una efe estilizada.

—No soy muy aficionado a las joyas, pero está bien.

Me abroché la cadena alrededor del cuello. Descubrí que la piedra se sujetaba mágicamente al enganche, de modo que podía quitarla de la cadena con facilidad. En cuanto lo hice, se convirtió en espada. Si quería que recobrara la forma de colgante, sólo tenía que imaginármelo. La espada se transformaba en una piedra, y podía volver a sujetarla al collar.

—Esto me gusta—reconocí.

Dudaba que alguien mirara dos veces mi nuevo medallón.

Apolo, Meg y yo terminamos apretujándonos en la parte trasera del Prius de la familia de Percy, mientras que él y Annabeth ocupaban los asientos del conductor y el pasajero respectivamente.

—Los dioses no viajan en la parte trasera—murmuró Apolo por lo bajo—. ¿No puedo seguirlos en un Maserati o un Lamborghini que me presten?

—Lo siento, pero no tenemos ninguno de esos modelos—respondió Percy.

Comenzamos a movernos a través del tráfico, moviéndonos lentamente por la autopista a Long Island. Percy frenaba y avanzaba a sacudidas. No era cómodo, pero era un mejor viaje que el que había tenido con Randolph esa mañana.

Aún sí, no pude evitar sentirme incómodo, en parte por cómo había terminado mi último paseo en coche.

—¿No tiene lanzallamas el Prius?—preguntó Apolo—. ¿Láseres? ¿Ni siquiera unas cuchillas hefestianas para el parachoques? ¿Qué clase de coche económico es este?

Percy miró por el espejo retrovisor.

—¿Tienen coches así en el Olimpo?

—No tenemos atascos—contestó—. Eso te lo aseguro.

Meg tiró de sus anillos de medialuna. Se volvió y miró por el parabrisas trasero, seguramente para ver si nos seguía algún bulto brillante.

—Por lo menos no nos...

—No lo digas—le advirtió Annabeth.

Meg resopló.

—No sabes lo que iba a...

—Ibas a decir: "Por lo menos no nos siguen"—dijo Percy—. Eso da mala suerte. Enseguida nos daremos cuenta de que nos están siguiendo. Luego acabaremos en una batalla campal que dejará el coche de mi familia para el arrastre y probablemente destruya toda la autopista. Y después tendremos que ir corriendo el resto del camino al campamento.

Meg abrió mucho los ojos.

—¿Pueden ver el futuro?

Percy cambió de carril a uno que avanzaba un poco menos despacio.

—No hace falta—dijo Annabeth—. Pasa todo el tiempo. Además—le lanzó una mirada acusadora a Apolo—, ya nadie puede adivinar el futuro. El Oráculo no funciona.

—¿Qué Oráculo?—preguntó Meg.

Nadie contestó.

—¿Sigue sin funcionar?—preguntó Apolo con una vocecilla.

—¿No lo sabías?—replicó Percy—. Claro, has estado seis meses, pero pasó durante tu guardia.

—Yo sólo... creía... esperaba que ya se hubiera resuelto.

—¿Te refieres a que unos semidioses se embarcaran en una misión para recuperar el Oráculo de Delfos?—quizo saber Percy.

—¡Exacto! Supongo que a Quirón se le olvidó. Se lo recordaré cuando lleguemos al campamento para que envíe carne de cañón... digo, héroes...

—Oye—le interrumpió Annabeth—. A ver si lo entiendes. Para ir de misión, necesitamos una profecía, ¿no? Esas son las reglas. Si no hay Oráculo, no hay profecías, así que hemos caído en una...

—Una trampa 88—suspiró Apolo.

Meg le tiró una pelusa.

—Es una trama 22.

—No—explicó el ex-dios—. Esto es una trampa 88, que es cuatro veces peor.

No tenía idea sobre de qué demonios estaban hablando, pero me figuré que no obtendría demasiadas respuestas si seguía tan callado.

—¿A qué se refieren?—pregunté—. ¿Qué es eso del Oráculo?

—Sí, perdona, Magnus—dijo Apolo—. Verás, el Oráculo de Delfos es un antiguo...

—Eh, ustedes—Meg nos lanzó pelusas a todo el mundo. ¿De dónde las sacaba?—. Ahora hay tres bultos brillantes.

—¿Qué?—preguntó Percy.

Ella señaló detrás de nosotros.

—Miren.

Abriéndose paso entre el tráfico, cercándose rápido a nosotros, había tres relucientes apariciones vagamente humanoides, como columnas de humo pero de color dorado.

—Me gustaría viajar tranquilo una sola vez—gruñó Percy—. Agárrense. Vamos a ir por campo traviesa.

Admito que cuando Percy dijo "campo traviesa" me imaginé cruzando un campo real. En cambio, nos metimos disparados por la vía de salida más cercana, atravesamos zigzagueando el estacionamiento de un centro comercial y luego pasamos como un rayo por delante de la ventana de autoservicio de un restaurante mexicano sin pedir nada. Nos desvíanos a una zona industrial de almacenes desvencijados, con las apariciones humeantes pisándonos los talones.

—¿Tu plan consiste en evitar pelear muriendo en un accidente de tráfico?—preguntó Apolo, con los nudillos blancos por agarrar el tirante del cinturón de seguridad.

—Ja, ja.—Percy dio un volantazo a la derecha. Nos dirigimos al norte a toda velocidad, y los almacenes dieron un paso a una mezcla de bloques de pisos y centros comerciales abandonados—. Estoy yendo a la playa. Lucho mejor cerca del agua.

—¿Por Poseidón?—preguntó Meg, equilibrándose contra el tirador de la puerta.

—Sí—asintió Percy—. Esa frase resume mi vida entera: "Por Poseidón".

Meg se puso a dar saltos de emoción, cosa a la que no le hallé mucho sentido, considerando que ya estábamos dando suficientes saltos.

—¿Te volverás como Aquaman?—preguntó ella—. ¿Harás que los peces luchen para ti?

—Gracias—dijo Percy—. Todavía no he oído suficientes bromas sobre Aquaman.

—¡No bromeaba!—protestó Meg.

Miré por la ventana trasera. Las tres columnas brillantes seguían ganando terreno. Una atravesó a un hombre de mediana edad que cruzaba la calle. El peatón se desplomó en el acto.

—¡Ah, yo conozco a esos espíritus!—gritó Apolo—. Son... esto...

—¿Qué?—preguntó Annabeth—. ¿Qué son?

—¡Se me olvidó! ¡No soporto ser mortal! Cuatro mil años de conocimientos, los secretos del universo, un mar de sabiduría... ¡perdido porque no puedo contenerlo todo en esta tacita que tengo por cerebro!

—¡Agárrense!—gritó Percy.

Cruzamos volando un paso a nivel, y el Prius se elevó por los aires. Meg gritó al darse con la cabeza contra el techo. Luego empezó a reírse como una tonta sin poder controlarse.

El paisaje se abrió a una campiña real: campos en barbecho, viñas aletargadas, huertas de árboles frutales sin hojas.

—Sólo falta un kilómetro y medio más o menos para la playa—informó Percy—. Además, casi hemos llegado al lado oeste del campamento. Podemos conseguirlo.

En realidad no pudimos. Una de las nubes de humo brillantes nos jugó una mala pasada y se elevó de la calzada justo delante de nosotros.

Instintivamente, Percy dio un volantazo.

El Prius salió de la carretera, atravesó una alambrada de púas y entró en un huerto. Percy evitó chocar contra los árboles, pero el coche patinó en el barro cubierto de hielo y se atascó entre dos troncos. Milagrosamente, los airbags no se activaron.

Percy se desabrochó el cinturón de seguridad.

—¿Están bien?

Annabeth empujó contra la puerta del lado del pasajero.

—No se abre,

Percy intentó abrir la puerta de su lado. Estaba firmemente atrancado contra el lado de un melocotonero.

—Aquí detrás—dije—. ¡Pasen por encima de los asientos!

Abrí la puerta de una patada y bajé tambaleándome; tenía las piernas como unos amortiguadores gastados.

Las tres figuras humeantes se habían detenido en el linde del huerto. Ahora avanzaban despacio mientras adquirían forma sólida. Les salieron brazos y piernas. En sus caras se formaron ojos y bocas abiertas hambrientas.

Apolo y Meg bajaron detrás de mí, mientras que Percy y Annabeth estaban teniendo problemas para bajar del Prius. Necesitaban tiempo.

Desenganché mi espada, que cobró forma en mi mano.

—¡Atrás!—ordené.

—¡Sí, alto!—añadió la antigua deidad—. ¡Soy el dios Apolo!

Los espíritus se detuvieron. Se quedaron flotando a unos doce metros de nosotros.

Oí gruñir a Annabeth mientras saltaba del asiento trasero. Percy salió con dificultad detrás de ella.

Apolo avanzó hacia los espíritus, el barro cubierto de hielo crujió bajo sus zapatillas. Su respiración formaba vaho en el aire frío. Alzó la mano e hizo un gesto levantando tres dedos en forma de garra.

—¡Dejadnos o pereced!—les dijo a los espíritus—. ¡BLOFIS!

Las siluetas humeantes temblaron brevemente. Comencé a esperanzarme, pero de inmediato se solidificaron y se transformaron en cadáveres macabros con los ojos amarillos. Iban cubiertos con harapos y tenían las extremidades llenas de heridas abiertas y llagas supurantes.

—Vaya, hombre—Apolo tragó saliva—. Ahora me acuerdo.

Meg, yo, Percy y Annabeth nos pusimos dos a cada lado suyo. Percy convirtió su bolígrafo en una hoja reluciente de bronce celestial con un sonido metálico.

—¿De qué te acuerdas?—preguntó—. ¿De cómo matar a estas cosas?

—No—contestó Apolo—. Me acuerdo de lo que son: nosoi, espíritus de las plagas. Y también... de que no se los puede matar.

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