Obertura (II)
Multimedia: vaso griego con las bacantes y Penteo.
Las princesas salieron de la Acrópolis por la puerta Elektra, bien entrada la noche. El vino suministrado a Ágave por las bacantes en la fuente Dirce había hecho su labor entre los guardias, los cuales dormían la borrachera apoyados en la muralla. De la ciudad baja subía, atenuado, el resplandor de muchas antorchas, enfilando el camino del sur, hacia el rio Asopo y la llanura que separaba Tebas del Citerón.
La noche, sin luna, obligaba a aguzar la vista al descender por la senda que partía de la puerta en los muros. Pronto se vieron inmersas en una riada de mujeres, excitadas y curiosas, preguntándose unas a otras sobre el carácter de los ritos a que habían sido convocadas. Las tres princesas no se cuidaban de ocultar su identidad y las demás, al reconocerlas, tampoco disimulaban risitas algo insolentes y burlonas, señalándolas.
-¡Mirad! ¡Las tres Cadmeas que negaban a su sobrino la categoría de dios! ¡Se han convertido en adeptas, en ménades como nosotras!
-¡Bienvenidas sean! -decía otra más conciliadora- ¡Al hijo de dios le agradarán sus conversiones!
La multitud de devotas caminaba a paso vivo, a la luz de las antorchas, pero aun así tenían por delante al menos una hora de camino. Hacia la mitad del trayecto cruzaron el puente sobre el rio Asopo, cuyas aguas fluían tumultuosas, con un sordo rumor. A partir de allí, algunas bacantes del séquito del dios, introducidas por Dioniso en la ciudad baja y aleccionadas para conducir a las que iban a iniciarse en los ritos, comenzaron a entonar canciones de alabanza mientras marchaban, acercándose cada vez más a la montaña.
Al cabo de otra media hora llegaron a las estribaciones del Citerón y comenzaron un penosa ascensión hacia la multitud de luminarias que brillaban, desperdigadas, en la parte alta del monte. Subían entre matorrales, peñas, encinas y abetos, por un paisaje más agreste y peligroso todavía por la nocturnidad. Pronto comenzaron a escuchar extrañas músicas, rítmicas y voluptuosas, hasta que desembocaron en un amplio rellano cubierto de hierba, despejado de árboles y con algunas afloraciones rocosas, ante la entrada de una gran cueva.
El espectáculo era singular y exótico pero no bullicioso ni desordenado o caótico. Antorchas colocadas en lugares estratégicos, mantenían iluminado el sitio. Sentadas en algunas peñas, un grupo de mujeres ejecutaba una rara y pulsante música, sostenida por el ritmo constante y sincopado de los panderos, los crótalos y las sonajas, mientras las flautas dobles desarrollaban melodías adornadas con tonos orientales. Algunas bacantes jóvenes danzaban a tiempo, contorsionando su cuerpo de manera asombrosa o moviendo sus caderas voluptuosamente. Otros grupos de mujeres conversaban tranquilamente tendidas sobre el césped mientras saboreaban poco a poco el líquido de unos cuernos utilizados como copas o tomaban algún alimento de canastas colocadas frente a ellas. Todo permanecía como en un compás de espera.
Aquellas mujeres vestían, sobre sus túnicas, la nebris o piel de cervato cruzada, aunque algunas lucían pieles de leopardo o pantera. La mayoría engalanaban su cabeza con coronas de hiedra o pámpanos de vid. Bastantes de ellas tenían su cuerpo tatuado y algunas jugaban con serpientes amaestradas. También se veían varias con máscaras de exagerados y grotescos rasgos. A su lado, descansaban los tirsos, recubiertos en parte de hiedra. Un aroma a incienso se desprendía de las hogueras en las que arrojaban, de cuando en cuando, puñados de aquella fragante resina aromática.
Algo aparte, un grupo de hombres de dudosa catadura, algunos con cascos de cuero que incorporaban un par de cuernos cortos, afilaban las puntas de lanza usadas para sustituir las piñas secas en el extremo del tirso. La mayoría llevaba el torso desnudo y se vestían con pantalones de piel de macho cabrío. En la oscuridad podrían haberse tomado por fantásticos seres semihumanos. Aunque el rellano parecía ser el punto de concentración de aquella masa, las luces desperdigadas por los alrededores, dejaban entender que se trataba de un numeroso ejército de seguidores. Negras siluetas de las acémilas, asnos y mulas utilizadas para el transporte de los enseres comunes, se apreciaban entre las peñas y matorrales.
El gran grupo de recién llegadas fue acogido cordialmente y, entre sonrisas, las bacantes veteranas se repartieron con las novicias para impartirles ciertas instrucciones y enseñanzas, como la manera de preparar su tirso, para lo cual tenían acumuladas ya las fuertes varas y las ramas de hiedra, así como el fruto seco del pino para colocarlo en el extremo. Les ofrecieron también un poco de dulce vino de los odres amontonados en un hueco entre peñascos, unos bocados de queso recién hecho y unos pocos higos.
Las tres princesas quedaron solas en medio del espacioso descansillo frente a la cueva. Era evidente que para ellas reservaban algo especial. Y así era. En la puerta iluminada de la caverna hizo su aparición la figura adorada del dios, acompañado de su viejo preceptor y su inseparable pantera, más oscura todavía en la noche. Las tres nodrizas situadas en la entrada, las fieles sacerdotisas de Nisa que cuidaron su infancia, demostraron la fascinación ejercida por su pupilo de apariencia divina, situándose a su lado, acariciando sus largos cabellos ornados por la hiedra y fijando amorosamente sus ojos en el suave y casi femenino rostro siempre hermoseado por una sutil y enigmática sonrisa.
A un lado de la entrada de la gruta, en una especie de sitial parecido a un trono tallado en la roca y acolchado con suaves pieles moteadas de leopardo, fue a aposentarse Dioniso para, a continuación, hacer una señal a las tres princesas que aguardaban en pie, no sin cierto temor.
-Acercaos, queridas tías -exclamó sonriendo y abriendo los brazos en un pacífico gesto acogedor-. No temáis, esta ya es vuestra casa.
Ágave, Ino y Autónoe, se acercaron temerosas y se sentaron recogidamente en algunos tocones, frente a su sobrino. Este hizo un gesto mudo a sus nodrizas, las cuales no tardaron en servir a las nuevas ménades sendos cuernos con el líquido rojo y algunas porciones de alimento.
-Saboread el dulce vino nuevo, tías -habló despacio su anfitrión-. Es suave, mezclado con agua, solo para elevar el ánimo. Hoy dormiréis aquí, en mi cueva. He preparado unos lechos para vosotras, pero quiero que despertéis temprano listas para los ritos y el sacrificio, al amanecer.
Autónoe, con voz temblorosa, se atrevió a hablar.
-Querido sobrino, sabrás qué tormento padecí al perder a mi hijo Acteón, por su ofensa a Artemisa. No quiero volver a soportar la cólera de los dioses, la tuya tampoco...
-¿Aceptas, pues, mi naturaleza divina? -sonrió, no sin dureza, Dioniso.
Autónoe dudó unos momentos antes de contestar.
-Yo...quiero creer en ti, pero ni siquiera sé cuáles son tus enseñanzas y que es lo que pides de tus seguidores...
-Hoy creerás que soy hijo de Zeus y que mi madre decía la verdad -repuso Dioniso con gesto grave y serio. Luego prosiguió en tono amargo-. Ayer visité su tumba y la limpié de zarzas y matojos. Fue doloroso comprobar el estado en que vosotras, sus hermanas, la teníais...
-Penteo, el rey...-musitó Ino.
-Ah, sí, mi primo Penteo, claro...De todas maneras, él también vendrá al sacrificio -interrumpió Dioniso, sonriendo enigmáticamente. Y sus bellos rasgos se oscurecieron durante unos instantes. Luego prosiguió-: Pero queréis saber algo sobre mis predicaciones, sobre mis enseñanzas... Mirad alrededor, a mi gente... ¿Qué veis? ¡Libertad! ¿Cómo permanecéis las mujeres, allí, tras las murallas de la ciudadela? Prisioneras las que antes erais reinas, sojuzgadas por los hombres cuando en otro tiempo vosotras elegíais al consorte anual, vosotras, otorgadoras de la cosecha bajo el amparo de la Gran Diosa, de Rea, de Cibeles...Ella me enseñó los antiguos misterios de la tierra, que es mujer, y mis ménades, bacantes y ninfas ya los conocen muy bien. Nosotros no restringimos ni encadenamos a Afrodita, tampoco la violentamos, podéis verlo...
Mientras decía esto, sonreía, extendiendo el brazo y señalando algunos grupos de fieles donde se prodigaban caricias amorosas cedidas gustosamente. En otros, varios sátiros velludos recibían serios bastonazos con el tirso, al intentar sobrepasarse sin licencia.
-Sabéis lo que es el Hades -prosiguió el bello joven, con expresión melancólica esta vez-. Nadie quiere cruzar la laguna Estigia, pero todos los mortales lo harán algún día. La inmortalidad está reservada a los dioses, ellos tienen su mundo luminoso y los hombres se quedaron con Tánatos. Yo les traigo el consuelo, el olvido de todo esto y la alegría de las fiestas, del dulce fruto de la vid, de la música y la danza, el amor de Afrodita, disfrutar la vida como si fuese un sueño dichoso...Y todo esto en común, aquí no hay privilegios, tampoco yo habito en un palacio.
Algo se removía en el interior de aquellas mujeres, el instinto matriarcal, el orgullo de una época a punto de perderse, al escuchar aquellas palabras. Quizá este dios venía a devolvérselo, a liberarlas de la reclusión y el sojuzgamiento patriarcal, ahora que todavía la resistencia femenina conservaba alguna fuerza y las diosas seguían teniendo un prestigio y un poder difíciles de menoscabar.
-Querido Dioniso -dijo Ino-, tienes que perdonar nuestra falta de confianza. No conocíamos tu poderío, eras un recién nacido, no habías recorrido aún medio mundo con este séquito para extender tu predicación, para ofrecernos tantos dones...Ahora te siguen y te veneran en muchos pueblos, y nosotras también queremos ser tus humildes servidoras.
Dioniso sonrió a su tía y repuso:
-Sé que te ofreciste a acogerme cuando quedé huérfano de madre, noble Ino. Pero mi abuelo prefirió enviarme lejos, a Nisa, al cuidado de las tres nodrizas que ves aquí. Tienes un alma generosa e indomable y sufrirás por ello, ya te requieren como sacerdotisa y esposa para supeditarte a Atamante, para abrogar las antiguas leyes y disminuir los cultos de la Gran Madre. En Orcómeno tu destino será trágico, los hombres intentarán arrebatar a la mujer los misterios de la cosecha, los ritos y sacrificios que hacen posible la fecundidad de la tierra, todo lo que constituye el poderío de las matriarcas...Sufrirás, pero al final serás una diosa como Selene, blanca Leucotea...
-¿Cómo puedes asegurarlo, sobrino? -intervino Ágave-. Me gustaría creer que tienes el don profético...
-Soy un dios, tía, lo comprobarás al amanecer -contestó Dioniso, con un rictus de cólera, rápidamente suavizado-. Los dioses tenemos ese y otros dones, incluso podemos hacer entrega de él a algunos mortales. Voy a hacerte otra profecía...¡Orfeo!
Al escuchar aquel grito, un joven agraciado salió del interior de la cueva. Sus rubios rizos enmarcaban un rostro muy bello y espiritual. Llevaba una lira de nueve cuerdas en sus manos.
-Os presento a Orfeo, mi discípulo más adelantado -explicó Dionisio con voz donde se advertía cierto tono burlón-. Cuando él madure y yo me haya ido, tomará mi lugar y mi cetro, mi sacerdocio, pero es bastante independiente y su doctrina no será exactamente la mía. Es lo que sucede siempre entre maestros y discípulos. Deberá tener cuidado con la ira de las bacantes si osa tergiversar demasiado mis enseñanzas. Él me sigue porque cree que yo puedo convertirlo en dios, que es posible para los hombres la resurrección, la inmortalidad...Pero yo os digo que la respuesta a Tánatos debe darse con este cuerno en la mano, con esas danzas, esas caricias y esa música...A propósito, Orfeo, demuestra a mis tías tu genio musical, entonando un ditirambo.
El adolescente no se hizo de rogar y pulsando algunas cuerdas como introducción, empezó a cantar con voz cautivadora. De inmediato las danzarinas dejaron sus pasos y se reclinaron en el suelo. Las otras músicas cesaron, los sátiros dejaron de perseguir a las ménades y los amantes interrumpieron sus caricias. Un silencio total acogió de fondo a la maravillosa melodía devolviendo solamente el eco, rebotando en las cañadas, barrancas y peñas. Incluso las bestias de carga dejaron de ramonear en la hierba.
Así transcurrieron varios minutos, con todos los presentes hechizados por la música y cuando ésta terminó, todo pareció despertar de un sueño. Dioniso sonreía ante los rostros embelesados de sus tías y poniéndose en pie se dirigió a ellas y a sus adeptos:
-Amadas compañeras de viaje, demos las gracias a Orfeo por su canto incomparable. Él se va ahora a Orcómeno a preparar mi llegada. Nosotros hemos de rendirnos ya a Hipnos, durmamos y estemos listos para el sacrificio de mañana...
A un gesto del divino Dioniso, las ninfas de Nisa acompañaron a las princesas hasta las profundidades de la cueva donde estaban sus lechos dispuestos. El resto del séquito dionisíaco se acomodó donde mejor pudo, directamente en la hierba o sobre pieles animales. La noche era cálida y ya estaban acostumbrados a esta vida ruda, aunque no siempre dormían así. A veces se adueñaban de algunas aldeas en las cuales, además, podían aprovisionarse de diversos recursos, ya fuese mediante donaciones o por la fuerza. Dioniso hizo un aparte con Sileno.
-Coloca algunas bacantes y sátiros de vigilancia. Cuando vengan, al amanecer, ya habremos sacrificado y estaremos dispuestos. Pero es mejor prevenir cualquier mal -le ordenó, con ojos brillantes, al viejo preceptor.
***
Faltando una hora para que llegase el alba, Sileno y las tres nodrizas, a la luz de las antorchas en el fondo de la cueva, ayudaron a Dioniso a vestir su coraza de lino reforzada con placas de bronce. Tiñeron de sombra sus párpados y sustituyeron su corona de hiedra por un fuerte casco de cuero. La expresión del joven no era ya dulce y afeminada, sino dura y salvaje. El afilado bronce relucía en el extremo de su tirso. En el interior de varias ánforas repletas de vino puro, alineadas contra la pared de la gruta, sus ayudantes dejaron caer el polvo reseco de un extraño hongo que el ser semidivino les ofreció, abriendo una caja artísticamente taraceada. Luego, las tres ninfas sacaron las vasijas al exterior y se distribuyeron por las laderas y peñascales, con la ayuda de algunas bacantes, a fin de ofrecer aquellas primicias a la multitud que empezaba a despertar y desperezarse. En el interior de la cueva, Dionisio señaló al viejo sátiro sus tres tías dormidas y salió afuera también. Sileno sabía qué hacer: preparó tres cuernos del divino néctar y se dispuso a despertar a las princesas.
En el exterior la música había comenzado, pero esta vez no era suave y melodiosa, sino agitada, con un ritmo persistente y repetitivo, violento y salvaje. El retumbar de los panderos se transmitía en eco por las quebradas, llamando a los adoradores al rito procesional. Poco a poco fueron subiendo hasta la meseta frente a la cueva, portando antorchas y tirsos transformados en agudas lanzas, sus rostros pintados o cubiertos con máscaras atroces, y se situaron en un gran círculo en cuyo centro Dioniso aguardaba frente a un altar improvisado, con los brazos abiertos y mirando a los cielos donde las estrellas empezaban a palidecer.
El efecto del brebaje ingerido comenzaba a hacer efecto, sobre todo en el círculo interior de danzantes, formado al recibir una señal de la música, repentinamente exacerbada hasta el delirio. La danza de las bacantes se hizo frenética, con contorsiones salvajes y casi imposibles. Muchas de ellas comenzaron a entrar en una enajenación vertiginosa, un trance revelado a través de sus ojos en blanco, jaleadas por las voces de la multitud, cada vez más excitada, gritando sin cesar ¡evoé!.
Cuando las princesas salieron de la gruta, su mirada ya aparecía velada y una extraña agitación las consumía. No tardaron en verse arrastradas por el clímax que las rodeaba y pronto se sumaron al griterío general, invadidas por una misteriosa potencia que les traía visiones nunca experimentadas. El vocerío y el volumen de la música llegó al máximo cuando irrumpieron en el círculo unos servidores con el cordero listo para el sacrificio. Entonces, una vez la víctima estuvo sujeta sobre el altar, Dioniso hizo un gesto con sus brazos y el silencio más absoluto se adueñó del lugar, al tiempo que las danzantes se derrumbaban exhaustas.
-¡Una vez más, Gran Madre -gritó con fuerte voz-, nos reunimos para honrarte y ofrecerte este sacrificio! ¡Concédenos tú una larga y dichosa vida, llena de juventud y alegría, de música y vino! ¡Intercede por nosotros ante Afrodita para que nos regale sus dones! Y ahora, mis amados seguidores...¡la victima es vuestra!
Al decir esto se retiró unos metros para dejar espacio a la rabiosa multitud de mujeres y sátiros que se abalanzó, presa del delirio, sobre la víctima indefensa. Autónoe fue la primera en llegar, fuera ya de sí y, agarrando una de las piernas traseras del cordero, la desencajó y de un fuerte tirón se quedó con ella en la mano, chorreando sangre. No supo de dónde sacó las fuerzas para un empuje tan descomunal pero tampoco se lo preguntó, como ninguna de las ménades de su alrededor, dedicadas igualmente a desgarrar con sus propias manos las carnes palpitantes de la víctima y a devorarlas en un rojo frenesí sangriento. Un frenesí acompañado por la salvaje percusión retumbante y el horrísono grito ¡evoé!, mientras Dioniso, con una sonrisa entre enigmática y feroz contemplaba su exaltación y gloria.
Aquel grito salvaje llevó sus ecos en el aire diáfano de la noche, hacia las tropas tebanas que ya habían traspasado el puente sobre el Asopo y se acercaban al Citerón a marchas forzadas.
-¿Oyes, Penteo? Desde aquí se ven ya las luces de las hogueras y las antorchas... -exclamó Licos, mientras caminaba a caballo al lado del carro real.
-¡Parecen poseídas por Lita! -confirmó Penteo-. Mi madre, mis tías...¿cómo han podido burlar la vigilancia? ¡Y la mayoría de las mujeres de la ciudad, fuera de las murallas! ¿Qué locura se ha apoderado de ellas? ¡Maldito sea Dioniso! ¡Pero yo acabaré con su rebelión femenina y volveré a asentar el orden en mi reino, si es preciso las enviaré a todas al Hades, incluso a Él!
-Una buena parte del ejército está con Everes en Tanagra y otra la hemos tenido que dejar como guarnición en la ciudadela, al mando de mi padre y los otros espartos -continuó diciendo Licos- Solo hemos podido reunir unos cincuenta hombres...¿No crees que es arriesgado enfrentarnos a Dioniso solo con esta tropa? Recuerda lo que se dice de él, cómo destrozó a Licurgo, su campaña en la India...
-¡Bah, patrañas! -replicó el rey cuya voz resonaba a través del casco de colmillos de jabalí, reforzado con bandas laterales de cuero. Solo se veían a través de él una pequeña parte del rostro y los ojos inyectados en sangre por la furia que le dominaba-. ¡Son mentiras y rumores para asustar a las gentes de los lugares adónde llegan! ¿Qué podrán hacer una banda de débiles mujeres y unos cuantos forajidos contra nosotros?
La última estrella desaparecía del firmamento cuando el contingente tebano llegó a las estribaciones del Citerón. Era evidente que no se podía seguir con la caballería. Penteo bajó del carro, armado de pies a cabeza con la coraza de lino, las grebas, el escudo y una amenazante lanza en la mano. Cuando acabó de dar instrucciones para que algunos soldados permaneciesen con los caballos al pie de la montaña, Nicteo llamó su atención sobre un hecho singular.
-¡Mira, Penteo, casi todas las luces han desaparecido! -exclamó el seguidor-. ¡Los gritos han cesado y el silencio es total!
El rey dudó unos momentos y luego ordenó:
-¡Ya llega la aurora, podremos ver dónde pisamos! ¡Subamos, hay que llegar a ese lugar donde todavía parecen brillar unas antorchas!
El escaso ejército comenzó la ascensión y no tardaron en llegar al gran rellano frente a la cueva. Las antorchas se habían consumido pero ya no eran necesarias, pues la luz del amanecer iluminaba la escena.
-¡Nadie! -exclamó Nicteo asombrado-¡Se han llevado todo menos esos odres! ¡Mirad en la cueva!
Unos soldados entraron en la gruta y al poco volvieron a salir moviendo la cabeza negativamente.
-¡Por Zeus, vamos Licos, exploremos un poco esa ladera! Es el camino que parece más favorable para una huida! -dijo el rey, dejando atrás el llano e internándose en la espesura.
Licos y unos cuantos guerreros siguieron al rey, pero el terreno era muy accidentado y lleno de oquedades, lento y difícil de revisar. Al cabo de un rato, Penteo desistió.
-Volvamos -ordenó-. ¿Se habrán llevado a las tebanas o estas habrán vuelto a la ciudad por otro sendero?
Nadie supo contestar y, desconcertados, volvieron al llano. Allí su ira se desató al contemplar el bochornoso espectáculo desplegado ante su mirada: la mayoría de la soldadesca había dado buena cuenta del vino puro contenido en los odres y la mayoría se encontraba en plena borrachera. Todavía permanecían muchos con los cuernos llenos en las manos, y los ofrecieron a los recién llegados.
-¡Vamos, mi rey, hemos vencido! -gesticulaban con los ojos vidriosos-. ¡Bebe un poco, Penteo!
El rey entró a patadas en el círculo de hierba, lleno de furia, alanceando los odres y abofeteando a los borrachos, gritando:
-¡Despejaos, estúpidos, estáis poniendo en peligro la expedición!
Penteo estaba muy en lo cierto, pues al terminar de decir esas palabras, el promontorio rocoso por encima de la cueva se llenó, como por ensalmo, de figuras con máscaras y pinturas guerreras, entre las que destacaba una bien armada, de apariencia casi divina. A su gesto imperativo, un alarido escalofriante resonó por los montes, el sagrado ¡evoé!, y desde arriba de aquella prominencia comenzaron a saltar y a caer sobre los soldados, ebrios y adormecidos, furias femeninas armadas con sus tirsos transformados en agudas lanzas.
De la espesura que rodeaba el rellano, comenzaron a surgir también nuevas combatientes, bacantes ya experimentadas en luchas anteriores y reforzadas por el misterioso brebaje consumido poco tiempo antes. La soldadesca imprudente, que había trasegado vino sin parar, no podía hacer nada frente a aquella marea salvaje y fueron cayendo uno a uno con el vientre traspasado o arrancados sus miembros a la fuerza, cuando un grupo de aquellas ménades se dedicaba concienzudamente a acuchillar y desgarrar algún caído.
-¡Retirada, Penteo, todo está perdido! -gritó Licos, mientras unos pocos soldados sobrios intentaban contener a los feroces sátiros, con poca fortuna, pues a duras penas lograron cubrir la huida del rey y de sus seguidores.
El grupo real dejaba atrás ya las primeras peñas que enmarcaban el rellano, cuando la figura de una bacante enmascarada apareció de repente tras un árbol y acertó con un corte profundo del tirso en el muslo del rey. Penteo gritó y cayó al suelo, retorciéndose de dolor y manando abundante sangre. Aquello fue la señal para que un numeroso grupo de enardecidas mujeres, enajenadas y fuera de sí, con Ágave al frente, se lanzara sobre el desgraciado rey y mientras la princesa le seccionaba el cuello, sin oídos para las súplicas de su víctima, las demás en trance y poseídas por la locura, se dedicaban a arrancar sus miembros a viva fuerza, convirtiendo su cuerpo en una masa sanguinolenta. Agave, desprendida ya la cabeza, irreconocible por el casco y la sangre, la insertó en la lanza de su tirso y volvió al llano, esgrimiéndola en son de triunfo. El ¡evoé! victorioso resonaba en el Citerón mientras Licos y Nicteo eran llevados al sacrificio ante el altar.
Allí esperaba un Dioniso de ojos resplandecientes y rostro transfigurado. Parecía imbuido por un halo divino, completada ya su victoria. Entonces, cuando los demás pedían el martirio para los dos únicos supervivientes, dio muestras de su magnanimidad. Miró a las tres princesas cuyos ojos aún giraban en un espacio lleno de quién sabe qué visiones y luego a los dos prisioneros arrodillados esperando su ajusticiamiento.
-Levantaos, Nicteo, Licos. Por hoy ya ha habido suficiente muerte en esta montaña. Sé que Tebas, tarde o temprano, elegirá otro rey para habitar la ciudadela. Por eso te pregunto a ti, Nicteo, como primogénito. ¿Crees ahora que soy un dios?
El aludido, lleno de terror, hizo un gesto afirmativo, sin levantar la cabeza.
-Te dejo pues, la tarea de instaurar mi sacerdocio en Tebas, mi santuario y el tiempo de mis ritos, estos que han visto aquí mis ilustres tías -determinó señalando con cierta ironía, a las tres perturbadas, aún inconscientes en realidad de lo acontecido en el monte-. Para que puedas realizar todo esto, dado que mi primo Lábdaco todavía es pequeño, te encargo la regencia de Tebas, ayudado por tu hermano Licos. ¿Estás dispuesto a servirme?
-Lo estoy, mi dios -afirmó Nicteo, con solemnidad, aún estremecido de horror..
-Bien. Ahora nos vamos, pero recuerda, un dios siempre ve lo que hacen los mortales. No me hagas volver. -concluyó Dioniso, con una mirada relampagueante.
Alguien trajo un cuerno lleno de líquido a rebosar y el joven semidivino lo puso en las manos del nuevo regente.
-Da esto a las princesas cuando nos hayamos ido.
A continuación hizo el gesto de partir a la multitud de seguidores y pronto en el rellano solamente quedaron las cinco figuras derrotadas. Ino, Autóno y Ágave parecieron despertar de un sueño cuando bebieron el brebaje que Nicteo les ofrecía. Esta última, lúcida ya, comprendió lo que había hecho al mirar hacia el extremo de su tirso. Licos y Nicteo sintieron un horrible escalofrío al escuchar el grito espeluznante de una madre reconociendo al hijo muerto por sus propias manos. El sol se levantaba en esos momentos y las tres mujeres lloraron amargamente.
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