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Obertura (I)

Nota: La imagen de arriba corresponde a una fotografia de la fuente de Dirce con la cueva del supuesto dragón que mató Cadmo. Al fondo, Tebas.

Apoyado en el alféizar de la ventana, hendida por una roja columna adelgazada en su base, un alto joven de largos cabellos deslizaba su mirada hacia la hondonada, más allá de la potente muralla que ceñía la acrópolis. Su rostro presentaba manifestaciones cambiantes: por momentos lo tensionaba un rictus de su mandíbula para volver a dulcificarse enseguida, retornando todo su encanto. De facciones perfectas, de un atractivo casi hipnótico, su cabeza se veía resaltada por una diadema vegetal, una corona de verde hiedra que acentuaba el carácter sutilmente femenino de su figura.

La luz de media mañana entraba por el vano orientado hacia el sureste y reverberaba en su larga túnica de color azafrán, orlada en los bordes por artísticas grecas. Desde aquellas alturas del palacio de Cadmo se advertían, en la distancia, las cumbres agrestes del Citerón, donde acampaban los suyos. Abajo, más allá de los fuertes bastiones que defendían la loma, al final de la ladera, la cinta verde del rio Strophia corría hacia el norte en una amplia curva hasta unirse con las aguas del Dirce.

Un suave estremecimiento, al sentir la mano sobre el hombro, lo sacó de su abstracción. Se giró para mirar a la anciana y esta se dedicó, feliz, a acariciarle los cabellos. Él la dejó hacer antes de hablar. Una sonrisa lánguida acompañó sus palabras:

-Sigues teniendo porte de reina, abuela.

Ella sonrió a su vez, encandilada por la apostura y el magnetismo del joven, y contestó con voz dulce y cálida:

-Después de tantos pesares, los dioses me han permitido ver tu rostro, mi querido Dioniso. Has estado fuera tanto tiempo...

-Toda la vida... -aseguró el joven con un ligero tono de sorna. Luego recuperó su actitud inocente y apartó un poco a la anciana para observarla mejor.

-A pesar de tus años, haces honor a tu estirpe y a tu nombre, Harmonía. Estos cabellos blancos no son capaces de eclipsar la belleza que aún mantienes, mi señora reina y abuela.

Harmonía sonrió algo escéptica pero, agradecida y fervorosa, hizo sentar a su nieto en un escabel, haciendo ella lo propio sobre el lecho. Realmente, Harmonía conservaba aún restos de su esplendidez pasada y las joyas que lucía en su cabello blanco, alrededor de su cuello, o en el cinturón que adornaba su cintura le añadían un toque más de elegancia. El joven acercó la mano al cuello de su abuela y levantó el collar que lo ornaba, una maravillosa obra de joyería en oro labrado, con un broche en forma de dos serpientes enlazadas. Los ojos de Dioniso brillaron de admiración y la anciana reina, al verlo, comentó:

-Fue el regalo de bodas que me hicieron los artesanos del santuario de Hefesto -exclamó con añoranza- Me aseguraban con él una perenne juventud y hermosura...

-Parece el regalo de un dios, desde luego -dijo Dioniso, cuya mirada se oscureció bajo la sombra de su corona de hiedra-. Pero los regalos de los dioses a veces traen la desgracia...

Harmonía se entristeció de pronto y un velo de lágrimas cubrió sus ojos.

-Tu madre...-suspiró-, mi pobre nieto Acteón..., mi único hijo, Polidoro...

Dioniso tomó las manos de la anciana y le sonrió, lo que pareció reconfortarla. Harmonía secó una lagrima fugaz y poco a poco se fue aliviando del dolor ocasionado por aquellos penosos recuerdos. Finalmente terminó animándose y exclamó:

-¡Si nos hubieras visto el día de nuestra boda a Cadmo y a mí, rodeados de tantos señores de ciudades, vasallos de tu abuelo, sacerdotes y sacerdotisas de los santuarios de toda Aonia...! ¡Parecía una reunión de dioses y diosas! Y las tejedoras de Potnia me ofrecieron un precioso vestido que aún conservo, espera...

Harmonía, como si hubiera vuelto a su juventud, se dirigió hacia un baúl en uno de los rincones de la pieza y sacó un atuendo muy colorido, repleto de volantes y abierto en el pecho, complementado con un chaleco igualmente florido. Dioniso lo contempló largamente y luego observó a la anciana que parecía casi ausente, reviviendo quizá aquellas horas felices. Tras unos momentos de silencio, el joven se levantó, abismado en sus pensamientos, y se puso a mirar de nuevo por la ventana. Apoyó su brazo en la pared y dejando descansar la frente sobre él, habló. Esta vez su voz sonó cortante y fría.

-No debísteis alejarme de este reino -dijo secamente.

Harmonía se estremeció y, dejando el vestido sobre el lecho, le contestó, angustiada ahora:

-¿Crees que no nos dolió a tu abuelo y a mí? ¡Eras solo un niño recién nacido...! ¡Con un padre dudoso y desaparecido y una madre que se fue al Hades entre los dolores de un parto prematuro!

Dioniso esbozó una sonrisa entre amarga y socarrona.

-¿Tampoco tú crees que Zeus sea mi padre? -dijo, mientras sus pupilas se teñían con un nuevo brillo acerado- ¿Niegas mi naturaleza divina?

-Yo...no... -tartamudeó la anciana con algo de temor-, no lo podía saber entonces...Tu madre, Sémele, así lo aseguraba, pero todos en palacio tenían sus dudas. Tu abuelo y yo terminamos aceptándolo, pero los demás, tus tías, los sacerdotes y sacerdotisas, especialmente los de Zeus y Hera, estaban escandalizados y hablaban de superchería. Incluso a los espartos teníamos en contra, sobre todo a Equión, quien pensaba que Cadmo te prefería a ti como heredero, en lugar de a su hijo Penteo, tu primo, hoy rey de Tebas... Te consideraban un bastardo y tu vida estaba en peligro, debíamos llevarte lejos, donde no pudieran encontrarte...

-¿Y ahora qué piensas? -preguntó Dioniso, sin dejar de mirar las montañas lejanas a través del vano iluminado.

-¡Yo te creo! -declaró la anciana reina con énfasis-. ¡Creo en tu extraordinaria predicación a lo largo de tantas tierras extrañas y la multitud de fieles que te siguen no puede estar equivocada! Si no fueses un ser divino no podrías obrar las maravillas que se cuentan de ti...Pero también se relatan cosas horribles, como lo sucedido en el reino de Licurgo y yo temo por Tebas...¿Por qué has vuelto ahora? ¿Qué pretendes?

Dioniso se volvió hacia su allegada y colocó ambas manos sobre sus hombros. La anciana levantó la cabeza para encontrar la mirada sonriente de su nieto y escuchó, fascinada, sus palabras.

-Las sacerdotisas de Nisa, a quienes encargasteis mi crianza, allá en las tierras cananeas de dónde procedía mi abuelo, me hablaron mucho de vosotros, de Cadmo y de ti, y siempre con alabanzas. Veo que no se equivocaron. Por eso te vaticino que los dos terminaréis vuestros días, felices, en el Paraíso de los Bienaventurados...-luego el tono de su voz cambió y su expresión se hizo más dura-. No debéis temer nada, pero hay otros que no han creído ni creen en mí, torturaron a mi madre con murmuraciones, quisieron apartarla de los cultos y ahora rechazan los míos. Mi padre Zeus no está satisfecho...

-Temen ese extraño séquito tuyo, hablan de desorden y locura...

-El Destino me ha elegido para liberar a los hombres y mujeres de Grecia y de toda la tierra -ahora Dioniso hablaba como en un trance-. Les ofrezco el dulce don del vino que trae el olvido de las penas y el sueño. Les doy el encanto de la música y la voluptuosidad de las danzas, las caricias de Afrodita...Gracias a todo esto, quienes me siguen rompen las cadenas que atan a los miserables humanos a su miseria y esclavitud diaria. Les abro el cielo de la dicha y la alegría vital...

-Pero también se habla de muertes y de cosas muy crueles...-insistió Harmonía.

-Solo de los incrédulos y burlones, mi reina. Escúchame bien, Tebas finalmente creerá en mí, el hijo de Zeus, el dios de Nisa... Ahora debo irme, querida abuela, Sileno me espera abajo -terminó el joven, acariciando suavemente la mejilla de la anciana.

Dejando a la reina emocionada, pero también inquieta, Dioniso bajó las escaleras y cruzando un largo pasillo accedió al porche sostenido por dos columnas, espacio que antecedía al megarón. En el patio, una curiosa escena le aguardaba y el joven insinuó una sonrisa algo torcida al contemplarla: su viejo preceptor, Sileno, vestido apenas con una moteada piel de leopardo, se esforzaba en contener una imponente pantera negra que mostraba los dientes al círculo de guardias congregado a su alrededor.

Dioniso, sin dejar de sonreír, tomó el tirso confiado a Sileno, y acarició el lomo del salvaje animal. Este, al sentir aquel contacto, se calmó de inmediato y comenzó a lamer la mano de su amo, ante el asombro y la estupefacción de los soldados. Luego, el extraño grupo cruzó entre la guardia, la cual le abrió paso, retirando sus lanzas, con un respeto supersticioso y reverencial. El joven y sus acompañantes animal y humano se dirigieron a la puerta Elektra en la muralla de la acrópolis y se perdieron tras ella en dirección al Strophia.

***

-¡Estuvo aquí, Cadmo! ¡Con gran osadía se introdujo en palacio sin que nadie lo detuviese! Mientras yo me encontraba en Hama, aprovechó mi ausencia para emprender oscuras acciones contra el reino...

Penteo, rey de Tebas, se paseaba a grandes zancadas por el megarón, furioso, mientras su interlocutor, el anciano, pero todavía majestuoso fundador de la ciudad, trataba de apaciguarlo.

-Ten calma, querido nieto, para los mortales son incomprensibles los poderes de los dioses. Ya Dioniso ha demostrado en otras partes de la Hélade que es hijo de Zeus. ¿Por qué te niegas a aceptarlo y a rendirle culto?

-¡Bah, no voy a rendir honores divinos a un embaucador! ¡Ya me informaron que fue tu esposa, abuelo, quien ordenó que se le facilitase la entrada y mi estúpida guardia cumplió ese mandato, en lugar de llevarlo a las mazmorras!

-¡Un embaucador, dices! -se horrorizó Cadmo ante lo que consideraba una gran blasfemia- ¡Desdichado, atraes el mal sobre ti hablando de esa manera! -luego el tono del anciano se hizo implorante-: ¿Que te cuesta, aunque Dioniso no fuese un dios, reconocerlo como tal? Al fin y al cabo es tu primo, tu pariente, y procurarías gran honor a su madre, mi hija Sémele, muerta por el rayo de Zeus, y gloria a toda nuestra casa...

-¡El rayo de Zeus! -refutó irónicamente Penteo-. Incineraste a tu hija para simular el famoso rayo y que el pueblo no viese un cadáver normal y corriente. Ya mis tías Ino y Autónoe y hasta mi misma madre, me dejaron claro que Sémele murió a causa de un parto difícil...No pretendas engañarme.

-Sea como sea, reflexiona. Nuestra familia se verá engrandecida si reconoces que hay un dios en ella. -insistió el anciano rey.

-¡Nunca rendiré culto a un dios de esa clase! -respondió airado Penteo-. ¿Has oido algo sobre su séquito? ¡Dicen que la mayoría son mujeres ebrias, lidias y frigias adoradoras de Cibeles, allá en Asia, bacantes que propagan las ideas de las matriarcas, la liberación, la orgía y el desenfreno, la disolución de la familia...! ¡Incluso las casadas dejan atrás los lazos familiares y el cuidado de sus hijos para entregarse a cualquier sátiro en las montañas donde realizan sus ritos y misterios abominables! ¡Ya nos cuesta bastante imponer la adoración a Zeus, el orden y el progreso en nuestra ciudad, para volver ahora al pasado!

-Debes aprender a contemporizar, Penteo -siguió Cadmo intentando hacerle cambiar de opinión-. Regulariza los cultos, encáuzalos...¿Crees que Tebas existiría si yo no hubiera hecho de mediador entre las tribus que habitaban Aonia, enzarzadas en luchas interminables? Cinco líderes me escucharon y decidieron aunar esfuerzos para construir nuestra gloriosa ciudad, de la que me hicieron rey. Eran adoradores del dragón de Ares, entre ellos tu padre, Equión. Fueron mis Seguidores y continúan hoy siendo los tuyos. Mira, aquí llega uno de sus hijos, Licos...

Efectivamente, en ese momento entraba en el gran salón del trono uno de los más aguerridos y fieles compañeros del rey, aproximadamente de su misma edad. Armado livianamente con una espada y un escudo de madera, acompañaba a un niño de unos diez años, fatigado pero con actitud orgullosa, provisto del mismo material que su instructor.

El semblante de Penteo se dulcificó al ver a su hijo. Se acercó a él y se inclinó para acariciar la pequeña cabeza sudorosa.

-¿Ha ido bien tu práctica hoy, Óclaso? -preguntó el rey cariñosamente.

El pequeño afirmó con un gesto y Licos lo corroboró con sus palabras.

-Será un gran guerrero -exclamó el Seguidor, sonriendo-, mejora día a día...

-¡Licos ha dado una lección a unas mujeres extrañas que encontramos en el camino! -interrumpió el niño muy excitado- ¡Las expulsó de la ciudad después de golpearlas!

Penteo, con gesto de preocupación, ordenó a Óclaso que se retirase y seguidamente se encaró con Licos.

-¿Es cierto eso? Si es lo que imagino...

-Eran dos de las ménades devotas de Dioniso. Se reconocían fácilmente, pues portaban el tirso, vestían pieles de cervato y adornaban sus cabezas con coronas de hiedra. Eran muy belicosas y me dieron que hacer para doblegarlas. Están acampadas en el Citerón, junto a un ejército de sátiros, vagabundos y bandidos que han encontrado un jefe muy capaz en tu primo, el cual tiene ahora una multitud de fanáticos y sobre todo fanáticas, a su servicio.

-¿Y qué hacían en Tebas? -preguntó el rey, inquieto.

-Se han desplegado varios grupos de ellas, principalmente por la ciudad baja, aunque algunas lograron penetrar dentro de las murallas emborrachando a los guardias de una de las puertas. Al parecer están convocando a una de sus ceremonias nocturnas en el monte, en honor a quien llaman dios -contestó Licos.

-¡Da orden inmediata de apresarlas y cargarlas de cadenas! -exigió, airado, Penteo-. ¡Y refuerza la vigilancia para que nadie salga esta noche de la Acrópolis!

El Seguidor hizo un gesto de asentimiento y abandonó el megarón dispuesto a cumplir lo ordenado. Penteo salió también, seguido de Cadmo. Cruzaron los dos el porche y ya en el gran patio de entrada al palacio encontraron a Ágave, cargada con un cántaro de agua. Penteo frunció el ceño y preguntó con brusquedad:

-Madre, ¿es que no tienes sirvientas y esclavas que hagan estas tareas pesadas por ti?

-Sí, hijo, pero a veces me apetece salir y conversar un poco con las otras mujeres de Tebas, en la fuente -contestó fatigadamente Ágave, dejando la vasija en el suelo. Una esclava acudió rápidamente a un gesto suyo y retiró el cántaro, al tiempo que Cadmo preguntaba:

-¿Vienes de la fuente Dirce, hija? ¿Hiciste el rezo prescrito, en la cueva?

-Sí, padre -contestó Ágave-. Creo que Ares ya olvidó la muerte de su serpiente, no tengas cuidado.

-Basta, abuelo -intervino Penteo-. Ahora no es el momento de volver a la historia del dragón. Mi madre parece algo alterada con esta salida...¿Qué se cuenta en la fuente? ¿Sucede algo que debamos saber?

Ágave no soportó la inquisitiva mirada de su hijo y repuso, bajando un poco la cabeza con cierto temor:

- Había hoy allí algunas ménades del cortejo de mi sobrino Dioniso. Preparan un sacrificio esta noche para festejar la llegada a Tebas de nuestro divino pariente. Estaban convocando a las mujeres de la ciudad baja para que asistan...

-¿Tú también, madre? -se enojó Penteo-. ¿Ahora Dioniso ya no es un impostor ni un farsante para tí?

Ágave se encogió, atemorizada.

-Cuentan cosas milagrosas sobre él, le siguen gentes de todos los países de la tierra...esas mujeres tan extrañas...Y lo que le sucedió a Licurgo...Ya no estoy segura, temo por ti y por Tebas...-dijo la princesa, acongojada.

-Bien -aseguró con firmeza Penteo-. Te prohíbo que salgas esta noche de tus habitaciones. Y comunica esta decisión a tus hermanas Ino y Autónoe. También les afecta a ellas.

Con un gesto de rabia, el rey despidió a sus dos familiares y a continuación dio a sus servidores algunas indicaciones. Estos se dispersaron por la ciudad y al poco comenzaron a llegar al salón del trono, donde esperaba Penteo sentado, la mayoría de sus seguidores.

Una vez reunidos los miembros de las cinco familias más nobles de Tebas, los espartos de la liga del dragón y sus descendientes incluido el padre del rey, fue Ctonio, flanqueado por sus hijos Licos y Nicteo, el primero en preguntar:

-Dinos, Penteo, ¿a qué se debe esta convocatoria tan apresurada?

-Supongo que estáis informados de que han llegado gentes extrañas a nuestro reino...-contestó el rey.

Hubo un murmullo general y el grupo se revolvió, algo desconcertado.

-Yo he oído -aseguró Hiperenor-, que se trata de una celebración religiosa o algo parecido...

-Nada de eso -afirmó el rey-. ¡Se trama la destrucción de Tebas! ¡Por eso os emplazo a que preparéis vuestras tropas y carros y estéis preparados porque mañana, con la aurora, partiremos con el ejército hacia el Citerón!

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