En una zona apartada del campamento en donde yacía el fuego bailoteando con violencia, cuatro Mayers rodeaban a una Inkál... Anaír. La mujer portaba dos pequeñas hachas en su cadera, pero parecía no tener apremio de usarlas.
En cambio, dos de los cuatro Mayers tenían largas hachas de dos manos; el tercero portaba una espada y un escudo; mientras que el cuarto sostenía un gran mazo lleno de picos. Todos ellos superaban en estatura a Anaír, pero ella parecía tranquila, aunque siempre atenta a cada uno de los movimientos de sus rivales.
En sus ojos claros no había rastro de miedo o urgencia.
Anaír permaneció en silencio mientras se quitaba la piel del lobo blanco que descansaba sobre sus hombros, dejándola caer sobre la nieve. Entre tanto, sus adversarios caminaban; pretendiendo rodearla como lobos al acecho. Pero Anaír no esperó a que sus enemigos iniciaran, por lo que decidió dar el primer paso en todo eso.
Con sus manos desnudas se acercó a uno de ellos con una... extraña velocidad diferente a lo que normalmente puede notarse. Los Mayers no esperaron que Anaír cortara distancia tan rápidamente.
Uno de ellos, reaccionando tan pronto como pudo, agitó su hacha de lado a lado en un ataque mortal, pero la gran Adalid de Inkál no era cualquier guerrero. El ataque del Mayer era horizontal; de derecha a izquierda, por lo tanto; Anaír se agachó levemente y giró; propinándole una patada en la parte posterior de la rodilla con el talón.
Este gran hombre cayó, y Anaír en ese mismo momento apoyaba sus manos sobre el suelo para atacar con una segunda patada con su otra pierna... justo en la frente del alto Mayer. Este se desplazó casi un metro hacia atrás, cayendo sobre su espalda, completamente noqueado.
El impacto de la patada fue directo y conciso, y fue tan perfecto, que haber añadido más fuerza en ello habría quebrantado toda la gracia, y la elegancia en la ejecución misma.
Anaír, todavía agachada, reaccionó justo a tiempo dando vuelta sobre uno de sus hombros, pues estaba siendo atacada por el Mayer que portaba el escudo y la espada.
El afilado metal silbó cortando el aire muy cerca de la Adalid, incrustando su punta en el suelo. En todo aquello, la respiración de la maestra era completamente normal y tan tranquila que era inquietante.
En lo que el Mayer sacaba su espada de la tierra para ponerse en guardia, el otro, el que tenía el mazo, intentó encajar un brutal ataque en vertical desde la espalda de aquella rubia guerrera. Pero antes de que pudiera ejecutar su movimiento, Anaír le tiró una bola de nieve directamente a los ojos, seguido de un golpe de látigo certero y fugaz, con la punta de sus dedos en los testículos del salvaje.
Entonces, en el segundo en el que dejaba caer a un lado su mazo para limpiar sus ojos y saborear el dolor que la maestra le provocó, Anaír se subió a su fornido cuerpo apoyando uno de sus pies en la rodilla de este, casi como si lo escalara. Rodeó su cuello con sus piernas con un movimiento tan rápido como el de una serpiente, y fluido como el agua. Al completar la llave restringiendo uno de sus brazos y empezar a aplicar presión, ambos cayeron.
Para la buena suerte de él, el Mayer con el escudo arremetió yendo de frente, por lo que la maestra no tuvo más opción que liberar su llave antes de que pudiera romperle el brazo.
Ella se puso en pie para que, con soltura y sencillez, decidiera sacar sus pequeñas hachas al fin. Uno de los cuatro Mayers seguía noqueado. El otro se estaba levantando, y los dos que quedaban se ponían lado a lado.
A posteriori, el estruendo de una explosión en el campamento resonó con tanta fuerza, que troncos de los árboles más cercanos se alzaban en el aire envueltos en llamas. Tanto los Mayers como la Inkál voltearon su vista en esa dirección.
Entonces, ahí, los invasores sonrieron complacidos.
—Tu gente muere, —le recordó uno de los salvajes hombres. Anaír atentamente oyó.
—Mi gente está preparada para encarar a la muerte —contestó la Adalid devolviéndoles la sonrisa, mientras que su cabellera áurea era mecida por la helada brisa de Zelster.
Fueron las únicas palabras que intercambiaron antes de que, por segunda vez, Anaír cargara sobre ellos, y en esta oportunidad con la intención de poner fin de una vez por todas al encuentro.
Y así, tras el velo del «¿qué pasará?», el desenlace de esta guerrera de Inkál permanece ajeno a ustedes, pues ahora era un nuevo día, y esto significaba que también era un nuevo comienzo.
En el amanecer siguiente al altercado en Zelster, los ojos de un chico se abrían luego de una de sus peores noches.
Temblorosos sus parpados se movían como si su mente permaneciera aún en una pesadilla. Kérian se hallaba débil, pero también se hallaba a salvo. Con parsimonia se fue dando cuenta de lo lejos que ahora estaba de la ciudad que lo vio nacer; del infierno que había dejado atrás.
Despierto, se percató que estaba sobre una estrecha pero reconfortante cama dentro de una acogedora habitación. Delante de la cama se hallaba un mueble con un gran espejo cuya forma era la de un semicírculo. Kérian, ajustando su visión, notó las vendas en su cuerpo y rostro.
El chico se rebulló en la cama buscando cambiar de posición, pero, al mínimo intento de moverse, en todo su cuerpo se disparaba una sensación punzante; recordatorio de lo sucedido hace no mucho en el Mundo Entendible. Aun así, hizo un esfuerzo para sentarse y apoyar su espalda sobre el respaldar de la cama.
La parte superior de su cuerpo yacía desnuda, solamente envuelto por vendas que evidenciaba el cuidado con el que había sido tratado. Mirando su reflejo en el espejo, llevó una de sus manos a su cara y tocó levemente.
Al hacer contacto, decenas de fragmentadas imágenes pasaron por su mente en rápida sucesión. Recordó la panadería de aquella buena persona, el frío y la lluvia antes de una pesadilla, resonó la figura de Lucy y el vidrio destrozado de una ventana cuando se lanzó por ella. Revivió cada golpe, y mientras lo hacía volvía a saborear cada una de sus heridas, justo cómo cuándo despertó en la madrugada, solo y en un callejón, antes de intentar terminar con su propia vida en el mar.
Cerró sus ojos y apretó los parpados con fuerza, pero, mientras fruncía el ceño un delicioso aroma llegaba a él. Con extrañeza miró a un costado notando una bandeja con comida: Había algo de pan, frutas y cierta bebida humeante que con solo mirar le hacía agua a la boca.
Sin querer, la mano de Kérian se extendió hacia la bandeja, pero por alguna razón no quería tomarla sin permiso. La inocencia del chico fue lo que lo detuvo, pues creía que esa bandeja era para alguien más.
Con su mano a un par de centímetros se oyó la voz de un hombre.
—Sírvete con toda confianza —le dijo—. En realidad, lo preparamos para ti.
Kérian sintiéndose apenado de algún modo, retrajo su brazo y alzó la vista en la dirección que provenía la voz. Hizo contacto visual con un hombre de piel oscura, calvo, y que daba la impresión de rondar los cuarenta años, o un poco más.
Este hombre se hallaba de pie fuera del cuarto, o, mejor dicho, fuera de la casa. Lo miraba desde la ventana, apoyando su codo en el borde de ésta, mientras descansaba la barbilla en la palma de su mano.
—Anda, come, o me lo comeré yo —dijo con naturalidad, denotando despreocupación en su madura voz.
Kérian, como si fuese un cachorro asustado, no se movió ni dijo algo. El hombre en la ventana con una sonrisa, moviendo la cabeza le insistió que comiera. El chico lo hizo, y poco a poco acercó su mano para tomar una fruta que nunca en su corta vida había visto.
El hombre lo observaba atentamente. Kérian miraba la fruta en su mano. Notó la dureza de su amarillenta cáscara.
—Esa es mi favorita —comentó el agradable moreno—. Solo presiona un poco con tu pulgar en cualquier parte hasta romperla. El joven hizo caso y apretó.
Al hacerlo, la zona en donde ejerció presión se rompió, emanando instantáneamente una dulce fragancia. Llevó la fruta a su boca y sorbió su interior.
Era la fruta más sabrosa del mundo, o al menos es lo que Kérian pensaba mientras gozaba su contenido. Por su parte, el hombre en la ventana sonrió con agrado, y sin cruzar palabra saltó sobre la ventana hasta el interior de la habitación.
Su estatura se aproximaba al metro con ochenta y cinco centímetros, sus ojos eran marrones claros y lucía una barba al ras bien definida.
—Por favor, sigue —insistió el hombre mientras se dirigía a la puerta—. No tardo.
Kérian agarraba aquella taza de líquido humeante mientras que el tipo que había entrado se dirigía hacia la puerta para abrirla. Cuando lo hizo, sacó su cabeza y chifló para llamar a alguien.
Luego se metió nuevamente para verificar qué hacía el chico. Después, volvió a sacarla para oírle decir en un tono jocoso:
—¿Adivina quién despertó?
No hubo respuesta por parte de esta persona que solo el hombre podía ver. Pero, no permaneció oculta por mucho tiempo. Abriendo paso, el calvo la invitó con un ademán.
Era una mujer, más joven que el hombre recostado en la puerta, pero del mismo tono de piel. Ella, al poner un pie en la habitación, se detuvo y conectó su mirada verdosa con la azulada de Kérian. El chico, con ojos esquivos, y ella con ojos curiosos.
—Estaba en medio de la merienda —dijo Elyas de pie tras ella.
—Ya veo —contestó Demíra sin voltear.
—Y al parecer le ha gustado —añadió el hombre, y, la mujer, como reparando en la obviedad misma, contestó.
—Eso también lo veo.
—Le encantó la granadilla —volvió a agregar.
—Y seguramente le habrás dicho que es tu favorita, ¿verdad? —contestó ella rodando los ojos.
Nadie dijo más. Entonces la mujer caminó hasta ponerse al lado de la cama, tomando asiento en el borde, al costado de las piernas de Kérian mientras este escudriñaba con sus ojos.
Tanto la mujer como el hombre vestían con ropa blanca; aunque para el chico era una vestimenta un tanto inusual, a decir verdad.
Botas de cuero marrón hasta una cuarta por encima del tobillo. El torso era cubierto por una prenda manga larga, de tela fina que añadía cierto frescor al complemento, y una capa que salía del cuello hasta la mitad de sus espaldas; aunque estas eran más decorativas que funcionales. En la zona inferior unos pantalones pegados al cuerpo. La única diferencia entre ambos era que la mujer no llevaba mangas.
Eso sí, en ciertas partes de su cuerpo la ropa era sujeta por correas de cuero, y esto a Kérian le recordaba las películas de caballeros y hechiceros que solía mirar cuando pasaba cerca de un lugar donde reparaban televisiones, allá en la jungla de concreto.
—¿Descansaste bien? —dijo la mujer, trayendo de vuelta al chico. Y tras un momento contestó:
—Sí, siento que dormí mucho —dijo Kérian.
—Dormiste casi once horas... — repuso Demíra con una levísima sonrisa.
—Nunca había dormido tanto —contestó el chico.
—¿En serio jamás? —añadió Elyas desde su posición.
—En serio —afirmó el joven.
La mujer volteó y echó una mirada al hombre, este asintió con los brazos cruzados y una mueca amigable en la comisura de sus labios. Luego, ella llevó su mirada nuevamente hacia el chico.
—Sí, es cierto, estuvimos conociéndote desde hace tiempo, Kérian. —El joven alternó su mirada de uno hacia el otro, pero ellos permanecían bajo esa aura de amabilidad y compasión.
—Pero... yo no los conozco. Nunca le dije mi nombre a alguien. —Luego de la última palabra se mostró un tanto incomodo.
—Sí, eso es verdad —agregó el hombre que ahora se aproximaba a la cama para detenerse al lado de la mujer —. Pero los nombres no te hacen conocer a una persona... Eso es valor agregado en mi humilde opinión.
—Lo que él quiso decir es que, —repuso la mujer levantando su mano, señalando con el pulgar al hombre—, él se llama Elyas, y yo soy Demíra.
—Elyas Orfwin, y Demíra Zaéntil, —corrigió Elyas. Demíra carraspeó.
—Es un gusto conocerte, Kérian, —añadió la mujer luego de la intervención de Elyas, extendiendo su mano hacia él. Pero este simple gesto provocó que algo se agitara en el corazón del chico. No, en el alma. Agitándose como un mar embravecido.
Fueron cuestión de segundos para que los estragos en su interior salieran hasta la superficie.
—No —dijo con voz quebrada—. Yo no, —su voz se rompía más y más, y su labio inferior temblaba—. Perdón —espetó tapándose la cara con sus manos, pues las lágrimas emanaban desconsoladamente—. Perdón —alcanzó a decir una vez más antes de encorvarse olvidándose del dolor que lo atenazaba segundos antes.
Demíra, despacio retrajo su mano. Agachó su cabeza un segundo mientras Kérian sollozaba. Elyas tocó el hombro de Demíra y ella volteó.
En sus miradas no había ápice de desconcierto, como si la reacción del chico no les provocara extrañeza. No, de hecho, estaban muy seguros del porqué de su llanto. Lo que sí había era congoja; reflejando en sus ojos el nudo en sus gargantas.
Demíra se aproximó más a Kérian, y Elyas siempre manteniéndose cerca de ella.
—Kérian, —murmuró Démira con voz calma, poniendo una mano en la espalda del chico—. Mi niño... Has pasado por mucho, ¿no? —Kérian lloraba, pero ella seguía susurrando—. Kérian, tú ya estás lejos de eso. Podrás superar todo ese tormento, pero, esta vez no será solo... porque estaremos contigo.
Demíra llevó su mano de la espalda a la cabeza. La posó sobre el alborotado cabello de Kérian. Lo acarició mientras este se desahogaba. Luego, con paciencia, con su otra mano levantó la cabeza de Kérian sujetándolo de la barbilla. Seguidamente apartó las manos, y, con uno de sus pulgares, secó sus lágrimas.
—Pero, no quiero que cedas y que la derrota te invada. Mucho menos me gustaría verte consumido por ella —dijo Demíra a un joven con ojos humedecidos.
—Mi esposa tiene razón, chico. Ella y yo sabemos que eres fuerte —habló Elyas con firmeza, pero también con solemnidad—. Incluso tú lo sabes en el fondo, pero apostaría que no tienes idea de cuánto.
—Por eso es por lo que te ayudaremos, Kérian. Necesitas abrir los ojos para que veas lo que realmente eres... —Demíra tomó las manos del chico y las envolvió en las de ella—. Alguien muy especial.
—Pero... yo —dijo Kérian esforzándose para hablar—. No quiero que alguien más muera por mi culpa.
En la expresión de Demíra hubo dureza, pero era una dureza causada por algo que apretaba su pecho y que guardaba como un secreto que solo ella sabía. Ella tocó esa zona y agachó la cabeza. Entonces Elyas intervino.
—Kérian —repuso el hombre—, decir que nadie va a morir sería ir en contra de la realidad. A todos nos llegará la hora un día. Pero, sé a qué te refieres con eso. —Camina pasando a un costado de Demíra para a posteriori agacharse, quedando cerca del borde de la cama, mirando desde una distancia más corta a Kérian—. Aun así, te prometo algo... Nadie morirá.
Elyas miraba fijamente al chico. Había algo en los ojos de ese hombre que te hacía sentir la seguridad con la que hablaba, como si de verdad no hubiese cosa en el mundo capaz de romper dicha promesa.
Demíra permanecía en silencio, aún con su mano en el pecho, siempre cerca del corazón.
—Quieras o no, —habló por fin Demíra, pero en un tono más bajo de lo habitual—, esto ya ha comenzado, y no hay vuelta atrás.
—Sí, —terció Elyas poniéndose en pie, atisbando algo en su esposa que solo es capaz de notar alguien que la conozca a la perfección—. No podemos dejarte, no después de comerte mi granadilla favorita. —Fingió severidad imponiendo dureza a su voz y facciones, dándole la espalda al chico—. Serás castigado con una vida placentera. Deberás ser aprisionado en esta cómoda habitación, disfrutando de lo que hay fuera solo si prometes volver y no meterte en problemas. —Siguió caminando aún con las manos en su espalda. Se dirigió a la puerta—. Sé que será duro, pero tendrás que ser torturado todos los días comiendo granadilla hasta que deje de gustarte. —Antes de salir de la recamara, se detuvo y giró para decir—: Y comenzaré ahora mismo. En este instante iré a la cocina y buscaré una granadilla para iniciar tu suplicio, así que... Cariño, no lo dejes escapar, ya vuelvo.
Demíra solo podía reprimir una risa.
—A veces se comporta como un payaso, pero es algo que adoro de él. Qué puedo decir. —Dio un resoplido—. Él es una parte de mi corazón.
Kérian sonó su nariz, llevando sus mocos hacia dentro. Demíra hizo una mueca al oírlo, pero no en forma despectiva.
—Ten —dijo sacando un pañuelo celeste de su bolsillo—. Mejor usa esto.
Kérian un tanto apenado tomó el pañuelo y volvió a sonarse la nariz, ahora en cambió haciendo una mueca él, casi diciendo «asco».
Demíra rio e, inevitablemente, Kérian igual. Quizá era una de las pocas veces de los últimos años en la que tenía un motivo para sonreír.
—Entonces, Kérian, ¿no habría problema si vives aquí con nosotros? Este cuarto ha estado vacío desde hace tiempo, y me parece que le hace falta a alguien para que esté completo. Yo creo con toda seguridad que se llevarán muy bien. —Levantaba una de sus cejas al hablar, girando la cabeza a un lado—. Solo tendrías que mantenerlo limpio y ordenado.
Kérian, tomándose el tiempo, miró atentamente cada rincón de la habitación desde su posición. Se fijó nuevamente en la forma del espejo frente a la cama, y del mueble que lo sostenía y mantenía fijo en un arco de madera. El techo que, aunque no era perfecto porque presentaba irregularidades, sentía que era perfecto para él. Siempre le encantó el sonido de la madera al caminar sobre ella, y ese cuarto, al igual que el resto de la casa, tenía el piso hecho de madera. Notó el suave movimiento de las cortinas rosadas y blancas, casi transparentes, que se mecían por la brisa; era como si el oleaje de un apacible mar se materializaba en la tela.
Y como en todo ello, Kérian parecía perderse en sus fantasías y de la paz que le contagiaba ese lugar.
—Entonces, ¿qué dices? —preguntó Demíra—. ¿Qué tal si vuelves a empezar?
Kérian, regresando de su contemplación, no dijo palabra alguna.
Una vez más suspiró, y al hacerlo relajó sus hombros. Luego dio un respiro profundo mientras miraba las palmas de sus manos que descansaban sobre sus muslos. Y sin que Demíra se percatase, Kérian comenzó a moverse, tomando otra postura.
Hizo un esfuerzo para colocarse más cerca de la mujer, y, aunque le dolía, no parecía que tuviera deseos de detenerse. Luego, aproximándose a Demíra la abrazó como jamás había abrazado a alguien en toda su vida.
Cuando lo hizo, sus manos temblaban, su corazón volvía a latir fuertemente. Siendo la felicidad el motivo esta vez, y no el dolor ni el odio.
La abrazó con fuerza, acariciando con ambas manos la espalda de Demíra, imprimiendo el olor de esa mujer en su memoria para siempre. Lloró, pero con más control. Habló, pero su voz ya no se quebraba.
—Gracias... Mil veces gracias. Ustedes me han salvado. Gracias —musitó aliviado.
Demíra correspondió el abrazo de Kérian, permaneciendo tan cerca que casi podía sentir el fuerte latir del corazón del chico.
—No... Gracias a ti también, por aceptarnos.
Fuera de la habitación, de pie al otro lado de la pared se hallaba Elyas, quien había estado fisgoneando todo este rato. Al presenciar aquello optó por seguir su rumbo; había sido suficiente.
Evidentemente contento se apartó de la pared y, dando media vuelta, caminó ahora sí a la cocina.
Un nuevo comienzo para Kérian, en un nuevo lugar donde las noches son largas y mágicas. La vida que merecía estaba allí fuera, pero, como Demíra había dicho...
Esto ya ha comenzado, y no hay vuelta atrás. Solo ella conocía el significado detrás de sus palabras.
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