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Epílogo






















El emperador Hongyang murió a la avanzada edad de setenta años, tras haber reinado durante cincuenta largos y memorables años. Su muerte marcó el fin de una era de grandes reformas y prosperidad para el imperio Qing, una época que parecía interminable bajo su mando. Bajo su reinado, el imperio alcanzó una estabilidad que pocos gobernantes en la historia habían logrado siquiera imaginar, pero con su partida, dejó un vacío que ni el poder ni las riquezas podían llenar. El dolor que invadió la corte fue palpable, no solo porque habían perdido a un emperador, sino porque sentían que una parte de ellos mismos había sido arrancada junto con él, dejándolos solos frente a un futuro incierto.

Hongyang fue sucedido por su hijo Yonqi, quien tomó el nombre de emperador Hongyi. Aunque el nuevo emperador trató con toda su voluntad de seguir el legado de su padre, la sombra del antiguo emperador siempre estuvo presente, un recordatorio constante de la grandeza que había sido y que ahora parecía inalcanzable. A su lado, la emperatriz viuda Jingyi, quien había sido su esposa fiel y devota durante más de cinco décadas, fue nombrada emperatriz viuda Xiaoxi. Pero, a pesar de su nuevo título y su aparente posición de poder, la tristeza la devoraba lentamente, día tras día.

Jingyi había perdido no solo a un emperador, sino a su compañero de vida, el hombre con quien había compartido las decisiones más difíciles del reino, así como los momentos más íntimos y silenciosos de su corazón. Con él se habían ido las risas que compartían en la soledad de sus aposentos, las miradas cómplices en medio de los banquetes, y las palabras que solo ellos entendían. Tres años después de la muerte de Hongyang, incapaz de soportar la soledad que le oprimía el pecho cada día, Jingyi dejó este mundo. Su muerte fue vista por muchos como un acto de amor, un último sacrificio para unirse a su amado en la eternidad. En su honor, fue nombrada póstumamente emperatriz Xiaoxianchun, una figura que, incluso en la muerte, seguiría siendo recordada como el símbolo de una era dorada para el imperio Qing, una era que ahora parecía solo un susurro del pasado.

La consorte Yuexian, quien había compartido el corazón del emperador Hongyang en sus últimos años de vida, fue elevada a la posición de emperatriz viuda de segundo rango. A diferencia de Jingyi, Yuexian vivió una vida larga y plena, un viaje marcado por sabiduría y serenidad. Ayudó al emperador Yonqi durante su reinado, guiándolo con una mano firme y a la vez delicada, ganándose el amor y respeto no solo del nuevo emperador, sino también de todo el pueblo, que veía en ella una figura de estabilidad en medio del cambio. Al morir a los noventa años, fue nombrada póstumamente Xiaoyichun de segundo rango. Su legado fue uno de amor y tranquilidad, un contraste suave frente a las tormentas emocionales que muchos otros habían enfrentado.
























Lejos del imperio Qing, en las tierras del sultán Aslan, se vivió una historia de gloria y prosperidad similar. Aslan fue un sultán benevolente, amado y respetado por su pueblo. Sus hijos continuaron el legado de grandeza, mientras que sus hijas encontraron su lugar en la historia a través de matrimonios poderosos, acumulando riquezas y poder para su dinastía. Aslan compartió su vida con su esposa, la haseki Harika, en un matrimonio que fue ejemplo de armonía y colaboración, una unión que trascendió más allá de las tareas del reino. Juntos, formaron la columna vertebral de un imperio que florecía bajo su liderazgo.

El sultán Aslan vivió hasta la avanzada edad de noventa años, superando a muchos de sus contemporáneos, incluyendo a su querida hermana Hülya, cuyo fallecimiento lo había marcado profundamente. Se dice que en su lecho de muerte, las últimas palabras que murmuró fueron los nombres de su madre y de su hermana, recordando los lazos eternos que lo unieron a las mujeres más importantes de su vida, un recordatorio de que, incluso en el poder, el corazón de un hombre sigue atado a su familia. Aunque Aslan murió rodeado de gloria y admiración, su partida dejó una profunda tristeza en los corazones de aquellos que lo amaban y seguían.

El trono otomano pasó a manos del príncipe Selim, quien, bajo la atenta y sabia guía de su madre Harika, ahora la valide sultana, mantuvo el imperio en pie con dignidad. Harika, quien había sido una esposa fiel y devota durante tantos años, continuó sirviendo al imperio hasta el final de sus días. Cuando la valide sultana falleció, Selim ordenó la construcción de una majestuosa mezquita en su honor, una joya arquitectónica que se convirtió en símbolo del respeto y amor eterno que sentía por su madre. El funeral de Harika duró dos meses, un testimonio de la importancia de su figura en el imperio y de la devoción incansable de su hijo.















Al mismo tiempo, en el lejano oriente, la noticia de la muerte de la emperatriz Xiaoxianchun conmovió al mundo. Se dijo que, al morir, los tulipanes florecieron en todo el imperio Qing, como si la naturaleza misma quisiera rendirle homenaje a aquella mujer que había sido la más poderosa y amada de su tiempo. Con su partida, dejó una huella imborrable en la historia, marcando un antes y un después para la dinastía Qing.

El sultán Aslan también murió rodeado de tulipanes, en medio de una campaña militar, bajo el cielo que tanto amaba. Su muerte en aquel jardín de flores se convirtió en un símbolo para toda la familia otomana, un recordatorio de que incluso en la muerte, la belleza y el legado de los grandes líderes florecen y perduran. Y así, con la partida de estos dos grandes gobernantes, se inició lo que los historiadores llamaron la *Era de los Tulipanes*, un tiempo de paz y prosperidad en ambos imperios, donde las sombras de sus líderes seguían caminando entre los jardines, en cada rincón de sus reinos.

Hülya y Minho, hermanos y herederos de una historia de gloria y sacrificio, fueron recordados como dos líderes que, aunque separados por imperios y culturas, compartieron una sangre común y una profunda historia de amor, sacrificio y poder.


























El cielo azulado y el peculiar y cálido aroma de los tulipanes se podía sentir por todo el lugar, cuatro voces reían sin parar, una voz gruesa contaba un chiste y tres más jóvenes reían sin cesar. Era esa la familia que el cielo había designado, dos padres amorosos y dos hijos que crecieron bondadosos y fuertes.

—Cuenta otro, padre —la mayor de los hermanos habló con entusiasmo, y el mayor sonrió.

—Lo que mi precioso tulipán ordene —el mayor se colocó en una pose divertida, exagerando con alegría.

—Te vas a torcer el cuello —la voz madura de la fémina mayor de la familia resonó con cariño.

—Torcido pero divertido —exclamó el menor, riendo.

Hülya, Minho, Kabuto y Aslan: aquella era la familia que los cielos habían designado, una llena de amor y felicidad, la familia perfecta que siempre debería ser.

Hasta la eternidad, la era de los tulipanes, Minho y Hülya.

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