Capítulo 3
Si en un sitio como Brighton hubiera más cosas que hacer que sentarse a ver la vida pasar, Norman estaría impaciente por la cantidad de minutos perdidos esa tarde. El conde de Royston se estaba demorando más de la cuenta por sabría Dios qué razón.
Si a los casi quince minutos que llevaba sentado en el sillón le sumaba los cincuenta y dos que había desperdiciado en la carretera cuando su cochero bañó a la joven, llevaba más de una hora de ocio innecesario desde que salió de casa de su abuela.
Sonrió al recordar el incidente y a la joven: una criatura fascinante que albergaba suficiente necedad para espantar al más paciente. Pero lo que de verdad le había hecho gastar casi una hora intentando convencerla de recibir su ayuda fue el brillo colérico en sus preciosos ojos verdes. Que la tela empapada del vestido se ciñera de manera casi pecaminosa a su cuerpo juvenil era un detalle más que añadir a las razones por las que se había arriesgado a llegar tarde a una cita tan importante.
Le habría gustado ver bien sus rasgos, pero dadas las circunstancias y la cantidad de agua y fango que había entre su vestido y su cabello, fue casi imposible.
Tamborileó los dedos sobre el brazo del sillón cuando escuchó un molesto rechinido al abrirse la puerta. El repiqueteo de la porcelana sobre una bandeja esclareció que quien entraba era una doncella.
—Lamento la tardanza —escuchó que decía—. Traigo té para ambos.
No le tomó más de tres segundos reconocer la voz de la joven que acababa de entrar: la misma a la que su carruaje había bañado apenas una o dos horas antes. A diferencia del tono mordaz que utilizó con él, ahora pronunciaba las palabras de una manera conciliadora y mesurada que no habría creído escuchar de la pequeña víbora.
Se puso de pie dispuesto a hacerle ver que estaba allí. Recostado en la pared y con los brazos cruzados, le echó un rápido vistazo por la espalda: llevaba un sencillo vestido de tarde de un dudoso color naranja pálido y el cabello húmedo apenas sostenido en un moño flojo. Se fijó que con la luz de la tarde parecía rubia, aunque no estaba seguro.
—Me dijo Rogers que me buscaba. Supongo que olvidó que estaría en el taller de la señora Vallier. Usted me dejó allí esta tarde. ¿Era para algo importante?
Apenas pudo pensar antes de hablar.
—¿Ve como sí debió aceptar mi ofrecimiento de llevarla?
La muchacha dejó caer la cucharilla sobre el escritorio. Supuso que ya lo había reconocido. Se divirtió al verla tensarse de manera casi imperceptible y alzar el mentón con arrogancia. En cuanto se giró, atisbó la incredulidad y la rabia brillando en sus llamativos ojos verdes.
—¡¿Usted?!
Norman se separó de la pared, muy consciente de que, si daba un paso en falso, la joven se le echaría encima.
Esbozó una sonrisa vaga y la rodeó.
La duda de si era una de las doncellas de los Cavendish cruzó por su mente. Después de conocer a ese burlón mayordomo que custodiaba con pereza la puerta, teniendo un ayuda de cámara tan cínico como el que tenía y tratando a diario con la molesta dama de compañía de su abuela, no le extrañaría nada toparse con una doncella altanera.
—Hasta hace unos momentos seguía siendo yo —respondió en voz muy baja.
La joven se tensó aún más. Se preguntó si seguiría enfadada o era verdad ese destello de timidez que vislumbró en la carretera.
—¿Qué hace aquí?
—Esa misma pregunta pensaba hacerle a usted.
—Yo he preguntado primero.
—Pero yo estaba aquí antes... ¿Qué hace aquí, señorita? ¿O debo llamarla señora?
La muchacha se separó apenas susurró la última pregunta a su oído. Le satisfizo notarla cohibida por su cercanía. Se preguntó si su afortunado marido sería el molesto mayordomo o algún hombre tan mayor como para parecer su padre o abuelo. No se molestó en ocultar que le parecía atractiva, dejando la vista un par de segundos de más en el recatado pero ceñido escote del vestido. Daba la impresión de haberle quedado bien alguna vez, y quien decía «bien» lo hacía en el estricto y decente sentido de la palabra, porque en su opinión era así como resultaba más llamativo: con el escote a punto de soltarse por un botón flojo.
Dio un paso en su dirección, sabiendo que tentaba a su suerte flirteando —inocentemente— con la muchacha.
No necesitó tocarla ni acercarse demasiado para hacerla retroceder. De pronto, toda esa valentía y necedad desaparecieron dando paso a la modestia propia de la inocencia de las más jóvenes.
«Interesante».
Decidió tensar la situación un poco más y se acercó hasta que se topó con el respaldo de un sillón. Estiró el brazo para acariciar un mechón que se le había soltado del moño. No era rubio, pero tampoco castaño, sino una mezcla bastante interesante de ambos. Le acomodó el cabello detrás de la oreja, rozando su lóbulo de manera superficial. Le hubiera gustado no llevar guantes.
Se arriesgó un poco más acariciándole la mejilla. Batió las palmas mentalmente al notar que no se retiraba ni él la aterraba. Había algo llamativo en ella y en sus ojos cerrados que le impidió pensar con claridad. Cuando estaba listo para acercar su rostro al de ella y robarle un beso como pago por los minutos perdidos, la puerta chirrió anunciando que estaba siendo abierta.
Norman no se lo pensó dos veces al retirarse y quedar a una distancia prudente de la muchacha, a quien debía admirarle el reponerse en apenas dos segundos de la turbación inicial.
—Aquí estás.
Por la mirada molesta que el recién llegado le dedicó a la joven, Norman no necesitó que aclarara a quién se estaba dirigiendo. Parecía listo para soltar una reprimenda que prometía toda clase de tormentos cuando reparó en él y en que lo había dejado solo un buen rato.
El conde rodeó el escritorio y enarcó una ceja.
—Sí, yo... Eh...
—No los he presentado, aunque veo que ya se han conocido —escuchó que mascullaba entre dientes. Soltó en voz baja algo parecido a un juramento—. Lord Bollinger, esta es mi otra hija, lady Suelyn Cavendish. Suelyn, el caballero es lord Norman Winikus, conde de Bollinger.
La joven pareció tragarse una mueca de asombro, una maldición y un bufido. Contrario a esos instintos que destilaba, hizo una venia perfecta y murmuró algo parecido a «bienvenido, milord» y que él respondió con un educado y sincero «encantado de conocerla».
Norman ahogó una sonrisa divertida y venció la distancia tomando su fina mano desnuda y depositando en ella un casto beso. De no haber estado allí el conde, lo habría demorado lo más posible por el gusto de verla rabiar.
Solo cuando soltó su mano, cayó en cuenta de que Royston la había presentado como lady Suelyn Cavendish. Su hija. La hija a la que nombraba con aprensión y que causaba incomodidad entre sus hermanas por algo parecido al recelo; la misma que lo había encolerizado hacía menos de una hora por su ausencia.
Una que, en parte, era su culpa.
La habían mencionado un par de veces por su desastroso carácter, y era de quien habían contado algunas travesurillas.
Buscó en el rostro de Suelyn algún parecido con lady Hailey, con la otra hermana o con su tía que hubiera pasado por alto, pero no lo encontró más allá de la nariz perfecta.
—Veo que nos has traído té —habló el conde—. Puedes retirarte, hablaremos después.
Lady Suelyn hizo otra perfecta reverencia para despedirse. Atisbó a ver el enfado bullendo en sus ojos. Sin embargo, lo único que hizo antes de retirarse fue colocar las tazas de té en sus respectivos sitios.
—Ambos están endulzados.
Norman asistió por el rabillo del ojo a su retirada y a la palpable tensión del padre. Hasta que la puerta no chirrió, el conde no dejó caer los hombros y se sentó frente al escritorio.
—De antemano me disculpo por cualquier comentario inoportuno de Suelyn —escuchó que le decía—. Es bastante imprudente y no mide sus palabras en la mayoría de los casos, pero no es una mala niña.
Guardó silencio, intentando no transmitir lo que pensaba —que de niña tenía más bien poco— y lo que sabía: que era apenas uno o dos años menor que lady Hailey.
Royston le dio un sorbo al té y Norman lo imitó. Ahogó una mueca en cuanto probó la infusión más dulce de lo que podría considerarse bebible.
No creía haber estado tan distraído como para usar tantos terrones de azúcar...
«Ambos están endulzados».
Escondió una sonrisa divertida detrás de la taza.
Esa víbora...
—Me ha parecido una joven agradable —comentó por fin—. Encantadora, más bien.
Royston se atragantó con la bebida y tosió un par de veces. Norman se preguntó qué tan imprudente era la muchacha para que un halago provocara semejante reacción.
—Cuando no está causándome problemas, lo es, pero no creo que me haya pedido unos minutos en privado para hablar de mi hija. O no de esa hija. Lo escucho.
Norman se acomodó en el asiento y esbozó la sonrisa inocente que utilizaba de pequeño para convencer a su abuela de cualquier cosa, la misma que le hacía ganar favores en los círculos en que se movía y que debería servirle para salir de ese embrollo con su honor intacto, ahora que ya no estaba tan seguro de que fuera el momento ideal.
Si la encantadora lady Suelyn no hubiera entrado en ese salón o el anfitrión no lo hubiera dejado solo, propiciando el encuentro, no estaría pensando qué tan acertado sería no hacer lo que correspondía tras haber mostrado su interés durante algunas salidas y visitas autorizadas a lady Hailey. Y lo que procedía era un permiso para un cortejo formal.
Abrió y cerró la boca un par de veces antes de hablar.
—Como sabe, lord Royston, he llegado de recorrer el continente hace unos meses, y asuntos de gran importancia me retuvieron en Aquisgrán hasta hace un par de semanas. Ahora que estoy de vuelta con mi abuela, he tomado la decisión de...
Un estruendo y varios gritos interrumpieron su disertación. Royston reaccionó más rápido que él y se puso de pie como impulsado por un resorte.
Norman lo siguió sin saber qué más hacer.
Sentado en medio del recibidor estaba el único hijo varón de Royston, un niño de no más de diez años que lloraba y berreaba. Un hilo de sangre de la rodilla manchaba sus impolutas medias blancas y la alfombra. A su alrededor todo era caos: cristales rotos, tierra, macetas volcadas y un arco con flechas.
—¿Qué ocurre ahora? ¿Remi?
El aludido se quedó en silencio un par de segundos para mirar a su alrededor y a sus hermanas.
—¡¡Suelyyyyyyyyyyyyyyyn!! —gritó con todas sus fuerzas.
Y volvió a llorar.
El conde se pasó la mano por la cara, al parecer, más frustrado que molesto, e hizo una señal para que alguien fuera a buscar a la aludida. El mayordomo, que pasaba por allí, acostumbrado al desorden, fue el encargado de ir por la joven.
Norman retrocedió un par de pasos, no muy seguro de si debía marcharse o esperar en el despacho. No tenía hermanos, primos o sobrinos cercanos, y sus amigos tampoco, por lo que una situación común en casa de los Cavendish, lo sorprendió. Ni siquiera estaba seguro de que un niño de complexión, menuda debiera gritar con tanta fuerza.
Por el rabillo del ojo vio aparecer a lady Suelyn bajando las escaleras a prisa con las faldas del vestido levantadas. No pudo reprimir a tiempo el impulso de fijar la vista en los tobillos embutidos en unas muy desgastadas medias.
Lady Suelyn no se molestó en fingir que no había notado su indiscreción. Entrecerró los ojos de manera acusadora.
—¿Qué le has hecho a tu hermano? —preguntó el padre.
—¿Yo?
El niño se calló de golpe y se pasó las manos por la cara al escuchar la voz de su hermana. Como si quisiera demostrar que ella no era el problema sino la solución, estiró los brazos en su dirección y ella no dudó en acuclillarse a su lado y rodearlo en un abrazo. Se acomodó en la alfombra sin tomar en cuenta que se le subiría el vestido hasta las rodillas e hizo que él se en su regazo. Le acarició la cabeza y le susurró algo que logró calmarlo.
Norman tragó saliva y dio un paso atrás.
Murmuró una disculpa a Royston y se marchó.
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