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Capítulo 2

Llegó a su casa entrada la tarde.

Se detuvo a un lado de la verja y exprimió la parte inferior de las enaguas. Calculó que ya sería la hora del té, así que entró por la puerta de servicio. Prefería no arriesgarse a que su padre la viera de esa guisa o tendría mucho que explicar.

Cruzó la cocina con la mente en blanco. Extrañada de no encontrar a ninguno de los hermanos Rogers al lado del fogón, se sirvió un poco de agua.

—Parece que milady disfruta del clima dándose un baño con ropa —escuchó a sus espaldas.

La voz del mayordomo la sobresaltó. No dudaba ni por un momento que ese fuera su objetivo. Cerró los ojos para serenarse y dejó el vaso sobre la encimera.

—Señor Rogers.

—Lady Suelyn —saludó e hizo una reverencia burlona.

—No sabía que mis gustos personales debían ser aprobados por usted.

—Y no tienen que serlo. Pero sería una pena que milord se enterase de que ha vuelto usted a las andadas. Ya sabe que no le gusta que se comporte como una niña pequeña.

—¿Cuánto me costará su silencio esta vez?

El señor Rogers pasó por su lado evaluándola de pies a cabeza.

—Milady tiene fango hasta detrás de las orejas —observó—. Como mis servicios son completos, debe saber que me costará ocultar la información del estado de su ropa a lady Marjorie y encargarme de ella.

—Le costará convencer a su cuñada de no hablar con mi tía. A eso se refiere, ¿no?

—Palabras más, palabras menos. —Le restó importancia con una mano—. ¿Qué me ofrece?

Suelyn pensó con vaguedad en que si un día acababa enferma sería por culpa de ese condenado hombre que la exprimía hasta dejarla sin nada.

—Mi postre de esta noche —ofreció.

—Esta noche no hay postre. Ni el resto de la semana. —Cabeceó, sirviéndose agua—. Aunque ya me debe sus postres de la próxima quincena, si no recuerdo mal.

—Mi cena de mañana. Los jueves es día de estofado.

—¿Por qué no la de hoy? Tengo entendido que habrá pastel de carne.

—Porque no como desde ayer por la mañana —respondió con rencor—. Tal vez, señor Rogers, usted haya olvidado que le debía mi desayuno de hoy por el incidente del lechón.

—¡Qué desconsiderado soy! Y qué desconsiderado es el mundo... ¿La cena del sábado? Serán trufas especiales de Connie.

Su estómago protestó, pero a Suelyn no le quedó más remedio que rendirse ante los chantajes del mayordomo. A fin de cuentas, era preferible pasar la noche sin comer que darle explicaciones a su padre y tolerar estoica la reprimenda.

—Es un trato —aceptó, teniéndole la mano derecha.

El señor Rogers le dio un trapo.

—Primero límpiese la suciedad.

Suelyn bufó, se lavó el fango seco para sellar el negocio.

—Dejaré la ropa donde siempre.

Se alzó un poco las faldas y salió de allí. No había dado ni tres pasos fuera de la cocina cuando la voz del mayordomo la detuvo en seco:

—Para que vea que hoy me siento generoso, le aviso de que tenemos visita y su padre la ha estado buscando. Envió a mi cuñada al bosque a por usted. Si me acepta una sugerencia, corra a cambiarse el vestido y baje a secar el reguero de agua que deja a su paso antes de que alguien lo note.

—¿No lo hará usted?

—No entra en el trato. Aunque puedo hacerlo por unos suculentos huevos a la benedictina —sugirió.

—Ni hablar.

Suelyn pasó directa a las escaleras de servicio y subió a su recámara, la última del pasillo.

Cruzó el tramo de puntillas, sabiendo que cualquier movimiento en falso haría crujir las moquetas de madera. No porque pesara demasiado —dándole su comida al mayordomo, menos—, sino porque la ropa mojada no ayudaba en nada.

Apenas hubo entrado, la puerta se cerró tras de sí, sobresaltándola. Gruñó al pensar que todo el mundo parecía haberse puesto de acuerdo para pegarle sustos de muerte.

—Papá está buscándote desde hace horas. Parece enfadado.

Suelyn se soltó la capa y movió los hombros.

—¿No te han enseñado que entrar sin tocar es de mala educación?

—Toqué la puerta, pero como no estabas, entré.

—Se lo diré a tía Marjorie.

—Me delatas y yo le cuento que vienes llena de fango. También podría decirle que haces tratos con Rogers.

—¿Me estás chantajeando, Remington Cavendish?

Como única respuesta, su hermano menor sacudió la cabeza y bajó del gabinete en el que estaba sentado.

—Tómalo como quieras, Sue. Pero si yo fuera tú, me apresuraría a cambiarme el vestido.

—Hay visita, ¿no? ¿De quién se trata?

—Del pretendiente de Hailey. ¿Quieres ayuda? —Asintió y le ofreció la espalda a su hermano—. No entiendo cómo os podéis mover con las varillas del corsé clavándose en las costillas.

Suelyn contuvo el aliento mientras Remi soltaba los corchetes traseros del vestido. Sintió las manitas de su hermano desatando los lazos del corsé.

—Yo tampoco entiendo cómo nos podemos mover con esta ropa. No tienes idea de lo que cuesta. Tú tienes suerte de solo necesitar los pantaloncillos y las medias.

—Muy pronto usaré calzas. Como papá —acotó con orgullo—. ¿Ya estás tras el biombo? ¿Puedo mirar ya?

Suelyn, que aún caminaba hacia una esquina, se apresuró a esconderse detrás de la pantalla de madera para que su hermano abriera los ojos.

—Ya —musitó mientras se quitaba el vestido y se aseaba con un paño—. ¿Puedes pasarme el vestido salmón?

—¿Salmón? ¿Qué color es ese, Sue?

—Entre rosa y naranja. Muy pálido.

—¿Este? —Señaló. Suelyn asomó la cabeza mientras se cambiaba los pololos. Remi hurgaba en un baúl—. ¡Los veo todos iguales!

—Es porque eres hombre. El primero que has lanzado al suelo.

Remi zapateó y se lo arrojó. Suelyn se lo puso en menos de dos minutos. La ventaja de ese era su botonadura delantera. Salió de detrás del biombo justo cuando su hermano lo metía todo por la fuerza en el baúl.

—¿Tan pronto estás lista? ¿Entonces por qué te demoras tanto por las mañanas?

Suelyn puso los ojos en blanco y dejó la ropa sucia en una canasta de mimbre que, según los negocios con el mayordomo, debía dejar en las escaleras de servicio.

—Mejor dime de qué pretendiente hablamos esta vez. Rogers me comentó algo.

Remi abrió la puerta para que saliera con la canasta en brazos y, silbando, caminó a su lado.

—¿De verdad no lo recuerdas?

—¿Recordar qué?

—Papá dijo ayer que esta tarde vendría el pretendiente de Hailey. Nos quería a todos en el salón.

Intentó recordar, pero la noche anterior se había ido a la cama sin cenar y de muy mal humor después de perder a las damas con sus hermanas.

—No lo sabía. ¿Papá estaba muy enfadado?

—Creo que sí, porque empezó a hablar solo en voz baja.

Suelyn dejó la canasta al pie de las escaleras y suspiró.

—¿Puedes hacerme un favor?

—Depende. ¿Voy a ensuciarme? —Ella negó—. Entonces te escucho.

—Asómate al salón y mira si queda alguien.

Suelyn bajó a la cocina y tomó un trapo para secar el rastro de agua que había dejado al llegar. Las gotas se mezclaban con las huellas del mayordomo, cosa que no dudaba que fuera adrede. Se puso de rodillas y empezó a limpiar, muy consciente de la reprimenda que le esperaba. Si había algo que el conde de Royston —su padre— detestaba más que encontrar manchas de lodo en los pasillos, era que no se presentaran a la hora del té. O cuando había visitas.

Suelyn había faltado a ambas, por lo que casi podía asegurar que sería castigada.

Pensó que al menos nunca se enteraría del motivo de su retraso.

Sonrió al recordar al sujeto del carruaje. Ahora que estaba más calmada podía meditar al respecto, y se sorprendió a sí misma rememorando la sonrisa torcida, el cabello castaño y las elegantes facciones del desconocido. No era el hombre más apuesto que había visto, porque los turistas que visitaban el paseo marítimo de Brighton en verano no estaban de mal ver, pero sin duda era lo suficientemente atractivo para que se lo hubiera quedado mirando como un pasmarote. Lo más llamativo de aquel conjunto sin duda había resultado ser su voz rota.

—No hay nadie en el salón. Papá debe estar en su despacho. Ve a buscarlo. ¿Qué haces limpiando?

—Si tía Marjorie ve el reguero, hará preguntas. —Le restó importancia con un ademán—. ¿Dónde está todo el mundo?

Remi sacó del bolsillo una libreta y un carboncillo. Empezó a pasar hojas hasta chasquear la lengua.

—Hailey y tía Marjorie en el salón de música. Tracy está en el jardín. El señor Rogers al lado de la puerta; el otro señor Rogers podando el jardín. La señora Rogers debe seguir buscándote.

Suelyn terminó de secar el agua del camino y encendió el fogón para calentar agua.

Aquella no era una actividad propia de una señorita, menos aún de la hija de un conde. Estaba segura de que muchas damas ni siquiera conocían la cocina de sus casas, pero dada la inestable condición económica de los Cavendish, tanto ella como sus hermanas sabían encargarse de algunos de los quehaceres para no cargarle la mano a la señora Rogers, que además de cocinera hacía las veces de ama de llaves, lavandera y mucama.

Cuando el agua estuvo caliente, preparó té para dos y lo puso todo en una bandeja. Se cuidó de no dejar la cocina sucia y no derramar ni una gota sobre las servilletas. La señora Rogers tendía a ponerse furiosa si ensuciaban después de la hora de la limpieza.

Caminó despacio hasta la biblioteca y dejó la bandeja sobre la mesita. Admitía que usar el carrito era más sencillo, pero hacía un ruido bastante molesto y prefería no alertar a toda la casa. Contaba con el factor sorpresa para aplacar los ánimos. Le sudaban las manos y le temblaban los brazos. Solo esperaba no lanzarle encima el té a su padre si llegaba a tropezar.

Se armó de valor y giró el pomo. Tomó la bandeja y empujó la puerta, que chirrió de manera casi imperceptible.

—Lamento la tardanza —empezó mientras avanzaba hacia el escritorio—. Traigo té para ambos.

Localizó la silueta de su padre en el sillón alto que le daba la espalda a la entrada. Supuso que estaría leyendo, así que sirvió la infusión y la endulzó.

—Me ha dicho Rogers que me buscaba. Supongo que olvidó que estaría en el taller de la señora Vallier. Usted me dejó allí esta tarde. ¿Era para algo importante?

—¿Ve como sí debió aceptar mi ofrecimiento de llevarla?

Suelyn soltó la cuchara sobre el escritorio, tragó saliva y se giró tan despacio como pudo, intentando entender si estaba o no alucinando.

Lo encontró recostado en la pared, con los brazos cruzados y esa molesta sonrisa de suficiencia con la que la miraba de arriba abajo una y otra vez.

—¡¿Usted?!

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