Capítulo 1
Brighton, 1817
«¿Azul, bígaro o marfil?».
De pie frente al espejo, Suelyn tomó entre sus dedos las muestras de tela una vez más y las pegó a su cuello para elegir el que quedara mejor con su tono de piel.
—¿Qué color cree que me favorezca, señora Vallier?
La modista se la quedó mirando un momento, pensativa, y le acercó la muselina verde.
—El verde le sienta muy bien, lady Suelyn.
No pudo sino estirar los labios en una mueca. Pensó, no sin cierta amargura, que esos tonos solo les quedaban bien a personas como sus hermanas. Ya podía imaginarlas: el azul para Hailey, el bígaro para Tracy y el marfil para la tía Marjorie.
A ella ninguno le quedaba bien. Ninguno.
—El verde será, entonces. Como siempre —añadió por lo bajini—. Voy a necesitar seis pares de guantes: un par de piel que combinen con el traje de amazona del que le hablé, y los demás para los vestidos de noche, tarde y paseo. Un par de redingotes sin estampado, medias nuevas (las anteriores tuvieron un accidente); también pamelas nuevas, sencillas, no necesito que la vista de nadie se quede en mi cabeza. ¡Ah! Y vestidos de tarde. Al parecer, he crecido un par de centímetros en invierno y los míos no me quedan bien.
—Respecto a eso, lady Suelyn...
—¡Tiene razón! Casi olvido lo más importante: los vestidos de noche. Pero el diseño y color lo hablaremos en unos días, aún no tengo las ideas del todo claras y antes debo hablar con L... Lady Marjorie, mi tía.
Con el ánimo renovado, Suelyn se bajó del taburete de pruebas de un salto. Tal vez no fuera la más bonita, talentosa o agradable de sus hermanas, pero sin duda podría resaltar entre el montón de señoritas si tan solo se esforzaba un poco. Y tenía algunas ideas sobre cómo hacerlo.
Se colocó los guantes y se acomodó el cabello.
—Lady Suelyn, si me permite hacerle un comentario...
—Son muy pocos redingotes, ¿verdad? No le pido muchos porque pretendo combinar con los estampados. L... La tía Marjorie me dio algunas ideas muy buenas.
—No se trata de eso, es que hay algo que...
—¡Ay! ¡Es verdad! —Chasqueó los dedos—. También he omitido los chales. Aunque por ellos no hemos de preocuparnos; tengo más de una docena, y como siempre visto los mismos colores, nadie lo notará.
—Lady Suelyn, no me refería a eso, sino a...
—Camisones y ropa de dormir aún no necesito. Y si los necesitara, siempre puedo dormir en ropa interior. Es más cómoda, ¿sabe? Y con este clima...
—¡Lady Suelyn!
Suelyn dio un respingo y detuvo la labor de atarse los cordones de las botas. La miró a la cara con una mueca de disculpa.
—Estaba usted por decirme algo, lo siento —musitó con boca pequeña.
—Me temo que no podré entregarle este pedido.
—Le estoy dando muy poco tiempo, ¿no? Con un par de vestidos de tarde puedo apañármelas. No es como si saliera de paseo todas las tardes. Me aburriría demasiado, esto no es Londres, ni yo tengo tanto tiempo.
—No se trata de eso, lady Suelyn. No puedo entregarle este pedido ni ningún otro hasta que no me cancele la deuda. Me temo que la cuenta es demasiado elevada, y los rumores...
—¿Qué rumores? —espetó, fuera de sí—. Los Cavendish jamás hemos dejado una deuda sin saldar. Si no se ha pagado debe ser porque... porque mi padre no ha podido ver a su administrador. Ha estado delicado de salud.
—¿Tanto tiempo? No quiero ser impertinente, milady, pero si no veo el dinero, no le entregaré nada. No puedo fiarles más. Ni un listón.
—Entiendo, señora Vallier —musitó, intentando imprimir seguridad a su voz—. Hablaré con mi padre y este malentendido se solucionará. No tiene de qué preocuparse.
Cuadró los hombros y terminó de colocarse los guantes y la capa.
—Que tenga buen día, lady Suelyn.
Demasiado conmocionada para responder algo, hizo un movimiento de cabeza a modo de despedida y salió del local sin detenerse a saludar al resto de señoras que seguían en el mostrador.
Salió del camino principal y se adentró en los callejones del casco urbano de Brighton.
En silencio, siguió andando sin rumbo hasta que empezaron a dolerle los pies.
Soltó un suspiro resignado y deshizo lo andado para volver a Royston Place. Debía hablar con su padre y aclarar el malentendido. Si bien la situación económica no era la mejor, aún podían considerarse una familia de cierto poder adquisitivo. Aún eran una familia respetable.
Pensó, no sin ganas de reír, que al menos la señora Vallier había tenido el primer atisbo de benevolencia con alguien en al menos veinte años, y había sido prudente al no cobrarle frente a las demás damas que estaban en su local. No habría soportado esa humillación frente a algún miembro de la socialité de Brighton.
No quería ni imaginar lo vergonzoso que sería que aquel incidente llegara a oídos de los Corbyn. Su padre no se lo perdonaría jamás.
Otra de las tantas cosas que no le perdonaría.
La residencia familiar de los Cavendish estaba en el otro extremo de la costa, y, al parecer, tendría que andar al menos media hora. O más, considerando su calzado.
A Brighton había llegado en la calesa, con su padre. Estúpidamente creyó que se ofrecería a esperarla o mandaría buscarla, pero una vez más se equivocó, porque no solo tendría que regresar andando, sino que lo haría sola. De no haber sido porque conocía esos caminos mejor que la palma de su mano —porque los había recorrido más veces que nadie—, estaría asustada.
Sostuvo la capa con la mano libre y empezó a andar. Era una tarde soleada con mucho viento, de esas que le recordaban a su infancia y los juegos con sus hermanas en el jardín antes de que todo se torciera. Los últimos días habían sido tormentosos, dando como resultado que el polvo del camino se hiciera fango y se llenara de charcos, a cada cual más grande que el anterior.
Por aquel camino no pasaba casi nadie, además de estar bastante lejos de la zona habitada por la socialité. Los pocos vecinos que tenían se habían marchado a celebrar las festividades navideñas a Bath y a sus casas de retiro en la campiña, lo que ya era un constante recordatorio de la situación familiar. Y por si fuera poco, los Cavendish casi nunca recibían visitas, así que esperar a que alguien la viera y la llevara a casa sería una pérdida de tiempo.
Después de un rato andando, los tacones de sus botas —las mejores que tenía— empezaron a hundirse a cada paso, haciéndosele casi imposible avanzar. Frustrada, lanzó un gritito histérico y zapateó un charco.
Lo único que Suelyn quería era llegar a casa, limpiarse el polvo del camino y hablar con su padre para ponerlo al tanto de la situación. Solo él podría aclarar el asunto con la modista.
Al lado del camino había una banca de piedra. Suelyn decidió sentarse y descansar. Como si su permanente mala suerte hubiera decidido que todavía podía sorprenderla más, una ráfaga de viento le voló la pamela.
—Te debes estar divirtiendo mucho hoy, ¿no? ¡Seguro que amaneciste con ganas de reírte y me tomaste a mí como tu bufón personal! —vociferó al cielo. Dio otro zapatazo y el tacón se partió—. ¿¡Es en serio!? —gritó—. No se me ocurre un dios más cruel que tú. ¿Qué te he hecho? ¿Es porque me duermo en el sermón? ¿O porque me negué a colaborar con tía Marjorie en el orfanato? ¡Si lo único que me falta es que me llueva!
Un trueno en seco rasgó el silencio.
Como impulsada por un resorte y sabiendo que quedarse un segundo más sería tentar demasiado a su suerte, Suelyn se puso de pie intentando que el tacón no se desprendiera de la suela.
Apenas había dado unos pasos cuando se escuchó el eco de unos cascos de caballo por el camino. Se detuvo a un lado con la esperanza de que la notaran. Tal vez alguna amiga de su tía fuera de visita y tuviese la gentileza de llevarla sin hacer preguntas.
Esbozó su mejor sonrisa y se quedó al lado del camino, intentando domar los rizos que se habían escapado del moño cuando la pamela se voló.
Suelyn admitió para sus adentros que, de haber esperado a sus hermanas, no estaría en esa situación. A ellas, su padre les dejaría el carruaje o enviaría traerlas. Todo era culpa de su afán por ser la primera en ver las telas nuevas de la modista y, con suerte, tener vestidos más bonitos que sus hermanas.
Al menos una vez.
El carruaje iba tan a prisa sobre el camino que apenas tuvo tiempo de hacerse a un lado para no ser arrollada. No se fijó en el charco sobre el que pasó y que la bañó de pies a cabeza. Por si eso fuera poco, el tacón de la bota terminó de separarse de la suela por el movimiento brusco. Pero la peor parte se la llevó su capa beis, la mejor que tenía.
La mezcla del fango y la maleza del camino resultó letal para su vestido de organdí. Quieta como una estatua, intentó parpadear varias veces antes de sacarse los guantes y limpiarse los ojos. Sintió un trozo de tela entre los dedos y se lo pasó por el rostro, haciendo énfasis en el agua que le quedaba entre las pestañas, y parpadeó con lentitud.
—Mi cochero no la ha visto. Me disculpo.
Aún sin moverse de su sitio, se irguió tanto como las varillas del corsé se lo permitieron y alzó el mentón en un gesto altivo muy propio de ella.
—¿Cree que una disculpa puede solucionar esto?
Terminó de abrir los ojos para ver bien a quien le había tendido el pañuelo. Se quedó sin habla cuando descubrió en su interlocutor unos vivaces ojos celestes y una sonrisa extraña.
—Solucionar desde luego que no. Pero podría hacer algo por...
—¿Ve mi vestido? —interrumpió—. Mi precioso vestido... Seguro que no lo ve hermoso porque ya no lo es.
—Permítame...
—¿De dónde ha salido el cochero? Porque debería tener un mínimo de experiencia antes de que alguien le diera las riendas de un vehículo. ¡Podría haberme matado!
—Le reitero...
—¿Tiene idea de cuán malo ha sido este día? Seguro que no. ¡Usted y su cochero han terminado de arruinarlo!
Suelyn se cuidó de mencionar lo difícil que le sería moverse ahora que su ropa semimojada pesaba más de cuatro kilos. ¡Sentía húmedos hasta los calzones!
—Déjeme llevarla a su destino. O al menos acercarla —sugirió.
Escuchar su voz rasposa la distrajo de su objetivo, que no era otro que seguir despotricando hasta desahogarse.
—¿Llevarme? ¿En ese carruaje? —señaló, incrédula— ¿Con ese cochero? Ni loca.
Sonrió de lado.
Suelyn apretó los puños para no gritar.
¿¡Qué le causaba tanta gracia!?
—Entonces podría acompañarla hasta donde vaya —ofreció con tiento.
—¿Aunque mi destino quede a dos horas andando?
Lo vio dudar.
Suspiró y bajó la guardia. La humedad en las medias de lana le causaba cosquillas, y por nada del mundo se iba a reír.
—Debo solidarizarme con usted. Es mi culpa. Además —añadió, echándole un vistazo de pies a cabeza que la estremeció—, con la ropa interior tan mojada, dudo que sola llegue muy lejos.
Sintió un ramalazo de ira subiéndole por el esófago. Crispó los puños.
—¿Sabe qué? ¡Váyase al diablo! ¡Usted y su... y su... incompetente cochero!
No esperó una contestación y se giró, molesta.
Le costó lo indecible empezar a caminar, en especial sin el tacón de una bota. Cuadró los hombros con toda la dignidad que fue capaz de reunir y siguió su camino sin mirar atrás.
No habían transcurrido ni cinco minutos cuando el carruaje pasó por su lado muy despacio. Fulminó al cochero con la mirada, intentando imprimir en ella toda su molestia, que no era poca. El hombre la saludó quitándose el sombrero y le sonrió. ¡A ella!
—¿Ya se ha cansado, o debo esperar a que dé otros cincuenta pasos?
Movió la cabeza solo para fulminarlo a él también. Se topó con una estampa que en otra ocasión la habría hecho reír: llevaba la portezuela abierta e iba de pie sobre la escalerilla, sosteniéndose con una mano del interior.
—No me voy a subir a ningún sitio sola con usted. No —deletreó.
—Puede ir sola y yo voy en el pescante, ¿qué dice?
Abrió la boca y quiso decir que sí. La tela de las enaguas era endemoniadamente pesada y le dolían las piernas por el esfuerzo. Aún faltaba más de medio camino. Sin embargo...
—No. Puedo llegar sola a mi destino.
—No lo dudo —escuchó que le decía—, pero ¿a qué hora? Puede incluso anochecer y usted seguir caminando.
Titubeó de nuevo.
—Es asunto mío, ya le he dicho que puedo sola.
—No sea terca y déjeme al menos acercarla un poco. Es lo menos que puedo hacer por su vestido.
—Mi vestido y mi capa —corrigió de mal humor—. Pero he dicho que no.
—Seguiré aquí para cuando se canse.
Suelyn se tragó un bufido.
Claro que estaba cansada.
Claro que quería llegar ya a casa.
Claro que quería que la ayudaran.
Pero no lo iba a admitir en voz alta por orgullo y porque no sabía quién demonios era ese hombre. Podía ser todo lo imprudente que su padre y tía decían, pero no hasta el punto de quedarse a solas con un desconocido o subirse a su carruaje por voluntad propia. Si no era un demente —o peor— pero llegaba a oídos de su padre, también le esperaría una reprimenda.
En los siguientes doscientos pasos que dio, no respondió a ninguno de sus intentos de conversación. Toda su atención estaba en mover las piernas y no tiritar por el frío que empezaba a calarle.
—Espero que se dé cuenta de que es usted quien ha rechazado mi ofrecimiento de llevarla a su destino. Estoy intentando ser un caballero, ¿sabe?
—Nadie le ha pedido que lo sea, así que váyase sin pena. Le aseguro que no me puede pasar otra cosa peor en estos caminos.
Se giró en el momento exacto en que le dedicó una sonrisa encantadora que le arrancó un sonrojo.
Llevaba todo ese rato evitando mirarlo a la cara o de soslayo. El par de minutos que lo había tenido frente a frente le bastaron para comprobar lo apuesto que era. En otro momento incluso habría intentado llamar su atención con un abanico o un pestañeo coqueto.
—Aún está a tiempo de cambiar de opinión.
—No cambiaré de opinión —afirmó—. Puede irse tranquilo.
Escuchó que balbuceaba un par de palabras, cerraba la portezuela de golpe y el carruaje se alejaba a toda prisa.
Solo cuando los perdió de vista dejó de caminar. Le costaba andar. Se recordó que no había aceptado ser llevada por las consecuencias de su reputación...
Le dolían la cintura y la cabeza, estaba empapada, con el vestido lleno de fango, el tacón roto y en medio del camino.
Sola.
Quiso gritar de frustración, y, sin embargo, lo único que pudo hacer fue abrir la boca y murmurar:
—Esto solo puede pasarme a mí.
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