Prólogo
El portazo retumbó en mis oídos mientras salía de la casa. Mamá, con su voz de trueno, me había castigado de nuevo. ¿Mi crimen? Dejar que los perros disfrutaran de la leche recién ordeñada. ¡Otra vez lo mismo! La llegada de la Abuela Bárbara fue mi excusa perfecta para escapar al patio. El sol calentaba la tierra, y el aire olía a yuca recién cosechada. Papá aún no regresaba del conuco, donde seguramente estaría sacando yuca y calabazas para los cerdos. Aún tenía que dar de beber a los animales y llenar las tinajas.
Quise correr un poco y alejarme de mamá, limpié mis lágrimas con las manitos sucias llenas de carbón y lodo por jugar con tierra, después de trabajar para ayudar en los quehaceres de la casa, me senté en mi lugar preferido justo bajo unos árboles de fruto de Naranja y Guayaba, escuché el cantar de los pájaros, mientras parloteaban en las ramas, alejado de mi madre. Y pensé, ¡Otra vez lo mismo! ¿Por qué siempre tengo que hacer los quehaceres? Quiero salir a jugar con las otras niñas, quiero explorar el bosque detrás de la casa. ¿Por qué tengo que estar siempre encerrada en esta casa?
Mi madre estaba en el fogón, preparando la comida para papá. Mientras jugaba, me quedé contemplando con una mirada absorta, una mariposa azul, con tonalidades negras y tornasol se posó en mi mano, y luego decidió volar rápidamente, la seguí y llegamos directamente a un viejo tronco ubicado cerca de un corredor que conducía directamente a la cocina. La hermosa mariposa se topó sobre un frasco de vidrio. Mis ojos se agrandaron de emoción al ver a la mariposa posada sobre el frasco de vidrio. Con cuidado, busqué una silla de madera vieja y astillada y la arrastré hasta el tronco. Me subí con torpeza y estiré mi mano, tratando de no asustarla. La mariposa, con sus alas iridiscentes, parecía una joya viviente.
Me subí al tronco y observé la mariposa dentro del frasco, posada sobre un capullo de forma extraña, como si fuera una pequeña crisálida de cristal. Al intentar sacarla, el capullo se abrió de repente, engulléndola en un instante. ¡Qué susto me llevé! Sobresaltada, retiré mi mano del frasco, sintiendo una punzada aguda en la yema del dedo. Una espina afilada, como una aguja diminuta, se había clavado en mi piel. Una pequeña perla de sangre escarlata se deslizó por mi piel y se perdió en el agua turbia que llenaba el fondo del frasco, creando una mancha roja que se expandía lentamente. Asustada, creyendo que se comería mi mano, impulsé mi cuerpo hacia atrás y casi me desplomo, solo pude sentir los brazos de alguien que me sostuvo por detrás.
... ¡Era papá!
Escuché gritar a mamá: —A comer Jesús, ¡y trae a la niña que aún está castigada...!
Nos sentamos en la mesa a comer frijoles con yuca y carne asada de Venado, todos en silencio solo se escucha el ruido que hacen la cucharilla al rozar el plato. De pronto tocaron la puerta y mamá mencionó: —Mija, asómate a ver quién toca. —Me levanté de un salto para no molestar a mamá y abrí la puerta de golpe, pero no había nadie. Volví a la mesa, indicando que no hay nadie fuera: —seguro fue el viento... madre, —le sugerí, Pero, de inmediato volvieron a tocar y mamá dijo: —Esperen aquí, yo voy... —y se levantó y salió hacia el patio frente a la casa. Una brisa cálida y húmeda acarició mi piel, arrastrando consigo el dulce aroma de tierra mojada y hojas en descomposición. Las hojas secas, crujientes como papel viejo, danzaban en el aire, formando remolinos dorados que se perdían en la distancia. Un olor intenso a frutas cítricas, como limones recién exprimidos, me invadió las fosas nasales, mezclándose con el aroma más suave y misterioso de alguna flor nocturna, que para el momento no sabía de qué se trataba.
Seguí en la mesa y papá aún comía sin mencionar una palabra, siempre me decía que, en la mesa a la hora de comer, no se habla, mamá se tardaba en regresar y resolví levantarme y asomarme por la ventana. Y ahí estaba, justo frente a una señora más alta que ella, delgada y vestida muy elegante.
Escuché decirle: —Ya está listo, ahora cumple con tu parte, —y se dio la vuelta y se retiró. Mamá, con el rostro pálido y los ojos desorbitados, se precipitó por el corredor como una sombra. La seguí con la mirada, mi corazón latiendo con fuerza en mi pecho. El corredor era un laberinto oscuro y húmedo, con apenas un rayo de luz que se filtraba por una ventana alta y polvorienta. Las paredes, cubiertas de una fina capa de humedad, estaban adornadas con grietas que parecían antiguas cicatrices. El suelo, de madera desgastada, crujía bajo los pies como huesos secos, mientras un débil goteo de agua resonaba en el silencio, como el latido constante de un corazón oculto.
El viento ululaba por las rendijas de las ventanas, arrastrando consigo el aroma a tierra mojada y hojas en descomposición. Al llegar al final del pasillo, se detuvo en seco frente al viejo tronco. Allí, como un faro en la oscuridad, brillaba el frasco de vidrio. Con un grito agudo que heló mi sangre, exclamó: —¡Jesús, ven! ¡El capullo se ha abierto! Su voz, cargada de asombro y temor, resonó en el aire, envolviéndome en una nube de inquietud.
¡Un silencio fantasmal invadió la casa! Rosa,con la mirada fija en el punto rojo que aparecía y desaparecía en su dedo desdeel nacimiento de Sabina, susurró: —Solo fue un recuerdo...!
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