Capítulo 6 El Espíritu de la Casa Vieja
El sol aún dormía, pero una luz dorada se colaba entre la neblina que jugaba a las escondidas entre los árboles de Maparari. El susurro de las hojas y el canto de los arroyos anunciaban un nuevo día. Los niños, con la emoción a flor de piel, esperaban a su madre. Antonieta, la mayor, apretaba una ramita de canela, creyendo que su aroma traería buena suerte. Rafael, con el pelo revuelto y los ojos brillantes, se balanceaba en un tronco caído, soñando con aventuras en los bosques cercanos.
De pronto, una figura apareció entre la neblina. Era Mary, la madrina de Antonieta, con su cabello blanco como la nieve. "Bienvenidas, queridas", dijo con voz dulce, y las hojas de los árboles parecieron saludar a las recién llegadas.
Rosa sintió un vuelco en el corazón al ver a sus hijos. Una sonrisa iluminó su rostro y sus ojos se llenaron de lágrimas de alegría. Corrió a abrazarlos, y los niños la rodearon con cariño. "¡Mamá, te extrañamos mucho!", gritaron felices, y Rosa los besó y abrazó con fuerza, sintiendo el amor que los unía.
La situación económica de Rosa y Carlos era cada vez más difícil. Carlos, que trabajaba como jornalero, había perdido su empleo, y Rosa, que cuidaba a sus hijos, no encontraba trabajo. La falta de dinero los obligaba a vivir en una casa de alquiler, donde apenas podían comprar comida y ropa. La incertidumbre sobre el futuro los llenaba de angustia.
La finca de los padres de Rosa, ubicada en un valle fértil, era un lugar lleno de recuerdos para ella. Allí había crecido, jugando entre los árboles y los animales, y había aprendido el valor del trabajo y el amor por la tierra. La casa, construida con adobe y paja, tenía un patio grande donde solía reunirse con sus hermanos y amigos.
La anécdota de "la becerrita toncha" era una de las favoritas de la familia. Cuando Antonieta era pequeña, le encantaba meter la cabeza en el cubo de leche recién ordeñada y tomar hasta saciarse, dejando su carita cubierta de espuma blanca. Los ordeñadores, al verla, no podían evitar reír y la llamaban cariñosamente "la becerrita toncha". Esta anécdota, que siempre provocaba risas, recordaba a todos la conexión especial que Antonieta tenía con la leche y la naturaleza.
La relación de Rosa con su hermano siempre había sido complicada. Él era un hombre sensible al que le molestaba cualquier ruido. Rosa, por su parte, era una niña inquieta y juguetona. Las discusiones entre ellos eran frecuentes y dolorosas. Un día, después de una fuerte pelea, Carlos le propuso a Rosa que se fueran a vivir a otro lugar.
Monterrey era un caserío árido, donde el clima era cálido y la vegetación escasa. Las calles eran de tierra y las casas, construidas con adobe y paja, se veían humildes. El río El Limón era la principal fuente de agua para los habitantes. Rosa, al llegar a Monterrey, sintió nostalgia por la finca de sus padres, donde la naturaleza era exuberante.
La familia de Carlos, que vivía en Monterrey, estaba compuesta por su madre y sus cinco hermanos. Todos ellos recibieron a Rosa y Carlos con cariño. La convivencia en Monterrey no fue fácil, pero poco a poco Rosa se fue adaptando a las costumbres de la familia de Carlos.
Tito, el hermano mayor de Carlos, les ofreció un pequeño rancho hecho de adobe y paja, con un techo de palma. El rancho era pequeño, pero tenía un patio grande donde los niños podían jugar.
Gregoria, a quien todos llamaban "Golla", era una mujer mayor que ayudaba a las mujeres a dar a luz. Era una comadrona experimentada, que conocía los secretos de la naturaleza. Antonieta la llamaba "madrina Golla" y la quería mucho.
Antonieta recordaba la noche del nacimiento de Rafael. Había visto a su madre Rosa quejándose de dolor. Su padre Carlos la había sacado de la habitación, pero ella aún recordaba los gritos de su madre. Al día siguiente, Rafael ya estaba en casa, en brazos de su madre. Casi dos años después, nació su segunda hermana, Carlota.
Para el nacimiento de ella, Antonieta y Rafael viajaron al pueblo de Maparari junto a su mamá, para dar a luz en el hospital. El autobús avanzaba por un camino de tierra, levantando una nube de polvo. Antonieta y Rafael, sentados en un asiento duro, observaban por la ventana los paisajes: montañas, valles y ríos. El traqueteo del autobús, el olor a gasolina y el calor no lograban empañar la emoción que sentían.
Mary Pineda, la madrina de Rosa, era una mujer amable y cariñosa. Rosa la quería mucho y la consideraba una segunda madre. Mary había estado a su lado durante el embarazo de Carlota, brindándole su apoyo.
El día del nacimiento de Carlota, Antonieta y Rafael se quedaron en casa de su madrina, esperando noticias de su madre. La espera se hizo larga, pero finalmente, Rosa llegó con Carlota en brazos. La bebé era chiquitita, una negrita linda con el cabello rizado y los ojos oscuros. Llevaba puesto un vestido rojo que la hacía ver adorable. Antonieta y Rafael corrieron a abrazar a su madre y a su nueva hermana, llenos de alegría.
Al año siguiente, nació Librado. El parto fue una experiencia angustiante para Rosa y Carlos. Las contracciones eran intensas, pero el bebé no lograba salir. Carlos, con la ayuda del hermano de Rosa, intentaba calmarla. De repente, apareció una partera que logró liberar a Librado, quien nació sano y salvo.
Los problemas con la familia de Carlos habían sido una constante en la vida de Rosa. Las discusiones eran frecuentes, y Rosa se sentía incomprendida. La situación se había vuelto insostenible, y Rosa sentía que necesitaba alejarse de ese ambiente tóxico. Carlos, aunque amaba a su familia, comprendió la necesidad de Rosa y juntos tomaron la difícil decisión de mudarse.
María Díaz era un pueblo pequeño y aislado. El paisaje era árido, con suelos secos y rocosos. La casa alquilada era una construcción humilde de adobe, con pocas habitaciones y un patio polvoriento. La falta de agua era el principal problema, y los habitantes debían caminar kilómetros para conseguir el líquido vital. El ambiente era caluroso y seco, y el viento levantaba remolinos de polvo.
La falta de agua en María Díaz se había convertido en un problema insostenible. Rosa y sus hijos debían caminar kilómetros para conseguir agua, y la situación afectaba su salud. Además, Rosa se sentía aislada y triste en ese lugar, lejos de su familia. Un día, Rosa tomó la decisión de irse de María Díaz en busca de un futuro mejor. Empacaron sus pocas pertenencias y, con la ayuda de un vecino, lograron conseguir transporte hasta Maparari.
La casa de Mary López era un lugar lleno de recuerdos para Rosa. Allí había crecido y compartido momentos felices con su familia. Mary era una mujer amable y cariñosa, que siempre estaba dispuesta a ayudar a los demás. Rosa la quería mucho y la consideraba una segunda madre. Mary recibió a Rosa y a sus hijos con los brazos abiertos, ofreciéndoles su hogar y su apoyo.
El nacimiento de Sabina fue un momento especial para Rosa. El "Manto de la Virgen" fue un hecho que la llenó de fe y esperanza. Rosa creía que su hija había nacido bajo la protección divina, y que este hecho marcaría su vida de manera especial. El parto fue difícil, pero al final, Sabina nació sana y salva.
La casa en ruinas, ubicada cerca de la carretera, era un lugar que atraía a Rosa. El patio grande y lleno de vegetación ofrecía un espacio para que sus hijos jugaran. La casa, aunque en ruinas, tenía un encanto especial, y Rosa sentía que allí podría construir un nuevo hogar para su familia. La idea de tener un lugar propio la llenaba de ilusión.
La casa, con sus paredes de ladrillo y el techo de tejas resquebrajadas, parecía un fantasma de piedra. El patio, invadido por la maleza, guardaba la memoria de juegos y risas. Rosa, al recorrer cada rincón de la casa, sintió una conexión especial con ese lugar, como si la casa la estuviera llamando.
La parcela de sorgo, ubicada en un terreno cercano, era el sustento de la familia. Carlos cultivaba la planta con esmero, esperando que la cosecha fuera generosa. El sorgo, con sus tallos altos y sus granos dorados, era un regalo de la tierra.
La cosecha de ese año fue excepcional. Los granos de sorgo eran abundantes, y Carlos sintió una gran alegría. Con el dinero obtenido por la venta de la cosecha, Rosa y Carlos pudieron comprar la casa en ruinas que tanto les gustaba.
La negociación con los dueños de la casa fue un proceso largo y difícil. Los dueños, dos ancianos que vivían en un pueblo vecino, no querían vender la casa, pero finalmente accedieron ante la insistencia de Rosa y Carlos. La firma de los papeles de compra fue un momento emocionante para la familia. Rosa y Carlos se sintieron felices y aliviados al saber que por fin tenían un hogar propio.
Se trataba de una casa en completa ruina que en tiempos anteriores cuando los caminos eran solo monte y culebra y aún no existían las carreteras de asfalto; la casa funcionaba como una posada o parada de los arrieros a mula o a caballo quienes eran comerciantes que transitaban desde una zona o lugar a otro, para hacer trueque o vender los productos que producían.
Estos viajeros, hacían paradas en ese lugar para pasar la noche y dar descanso a su cuerpo y a los animales, y pagaban a los dueños de la posada por el cuarto y alimentos con morocotas de Oro. Una Morocota, es una moneda que según la historia son originarias de América del Norte, llegan a Venezuela circulado en el país para los años 1830. Para ese tiempo entre la colonización e independencia, no existía en el país una moneda oficial.
Por lo que, se comenzó a utilizar esa moneda de los Estados Unidos para comercializar, hacer negocios, comprar y vender productos. Para ese entonces, cada moneda tenía un valor de 20 dólares, fabricada con los estándares de aleación de un 90% de oro puro y un 10% de cobre, con una pureza de 21 quilates.
Hoy en día, varias personas han sido privilegiada al encontrar cofres o valijas con tesoros de Morocotas, como una gran fortuna, debido al alto valor del Oro. Durante años, se han escuchado cuentos, mitos y leyendas sobre entierros sobre casas viejas de Bajareque, y que ha hecho ricos a quién tienen la suerte de conseguirlas. Según cuentan los habitantes del pueblo de Maparari, que los dueños de la vieja posada y ahora el nuevo hogar de Rosa y sus hijos, eran dos viejos de avanzada edad que no tuvieron hijos y que antes de morir enterraron un cofre lleno de Morocotas y otras joyas de Oro en algún lugar del patio o dentro de la casa.
En ese rincón olvidado por el tiempo, donde los suspiros de los árboles tejían historias y las piedras guardaban secretos, Rosa y Carlos encontraron su refugio. La casita, con sus paredes de adobe y tejas desgastadas, parecía un eco de tiempos pasados. Los arrieros, con sus sombreros raídos y miradas cansadas, habían dejado huellas en el suelo de tierra, como si la memoria de sus viajes aún flotara en el aire.
Rosa, con Sabina en brazos, cruzó el umbral. El viento susurró bienvenida, y las vigas crujieron como ancianos al despertar. — "Aquí viviremos", dijo, y su voz resonó en las vigas, como si la casa misma aprobara su decisión. Carlos, con su mirada de sueños y manos curtidas por la tierra, asintió. — "Es nuestro pedazo de cielo".
La cocina, con su fogón de leña y ollas de barro, exhalaba aromas de nostalgia. Rosa imaginó a las mujeres de antaño, con sus faldas amplias y risas enredadas, preparando guisos y cuentos. — "En este fuego, cocinaremos más que alimentos" Corriéndose los rumores por las calles del pueblo de que, la casa de Rosa guarda un gran y misterioso tesoro escondido y que aún nadie ha podido descubrirlo y sacarlo, debido a que detrás del destierro de dicho tesoro se debe hacer un ritual para pedir permiso al muerto. Otros cuentan que el muerto que enterró las Morocotas de Oro escoge a quién se las quiere dar, de esta forma al sacarlas, el difunto ya se iría a descansar en paz, pero mientras las mismas permanecían enterradas, el difunto permanecerá en pena. Además, se cree que quién lo saque, tiene como castigo la muerte en corto tiempo.
En las noches tranquilas de Maparari, cuando el viento soplaba suavemente entre los árboles y la luna iluminaba el paisaje con su luz plateada, Rosa a menudo se encontraba despierta, acunando a Sabina. El silencio de la noche era profundo, roto solo por el ocasional canto de un búho o el crujido de las ramas.
La vieja silla de madera crujió bajo el peso de Rosa, un gemido lastimero que resonó en el silencio de la noche. La luna, como un ojo de plata en el cielo oscuro, proyectaba sombras danzantes en las paredes de adobe, transformando objetos familiares en monstruos acechantes. De repente, El susurro respondió, pero esta vez no eran solo palabras, sino una melodía fantasmal, como si el viento arrancara notas de una guitarra antigua. Era una voz que acariciaba el alma, pero que también helaba la sangre, una mezcla de anhelo y misterio que resonaba en lo más profundo de su ser. Las palabras se deslizaban como dedos sobre el mástil de una guitarra, creando melodías que hablaban de tesoros ocultos y espíritus errantes. Cada nota parecía vibrar en su interior, despertando recuerdos y emociones que creía perdidos. Rosa comprendió que estaba en presencia del espíritu del antiguo dueño de la casa, un ser que había vivido y amado en ese lugar, y que ahora la llamaba desde el más allá. No era el viento, ni el crujido de las ramas. Era una voz fantasmal, que parecía surgir de las profundidades de la casa, llamándola por su nombre con una mezcla de anhelo y misterio. "Rosa... Rosa...", susurró la voz, como un lamento que se colaba entre las rendijas de la puerta.
Un escalofrío recorrió la espalda de Rosa, erizando los vellos de sus brazos. Su corazón latió con fuerza, como un tambor frenético, y un nudo se formó en su estómago. Miró a su alrededor, pero solo vio sombras que se movían al compás de la luna. El aire se volvió pesado, cargado de una energía invisible que la hacía sentir observada. El susurro persistía, cada vez más claro e insistente. "Rosa... ven...", la llamó la voz, como un eco que resonaba en su mente.
Con cuidado, colocó a Sabina en su cuna, temiendo despertarla. Se levantó, siguiendo el sonido fantasmal. Cada paso que daba en la casa vacía resonaba como un latido en sus oídos, y el susurro la guiaba hacia el patio trasero. La luna brillaba intensamente, iluminando el camino con una luz espectral. Al llegar al patio, el susurro se hizo más fuerte, como si el viento estuviera hablando directamente a su oído. "Aquí... aquí...", susurró la voz, con un tono de anhelo y urgencia.
Rosa se detuvo junto a un viejo árbol, cuyas raíces se extendían como dedos retorcidos en la tierra, agarrándose a la vida con desesperación. Sintió una extraña conexión con el lugar, como si el árbol guardara secretos antiguos, grabados en su corteza rugosa. De repente, una ráfaga de viento más fuerte sacudió las ramas, haciendo que las hojas susurraran con más intensidad. Rosa sintió una presencia a su alrededor, una fuerza invisible que la observaba desde las sombras. "¿Quién eres?", preguntó en voz baja, su voz temblando ligeramente.
El susurro respondió, pero esta vez no eran solo palabras, sino imágenes que se formaban en su mente: un cofre enterrado, monedas brillantes que brillaban bajo la luz de la luna, y una figura anciana que la miraba con ojos llenos de sabiduría y tristeza. Rosa comprendió que estaba en presencia del espíritu del antiguo dueño de la casa. Un escalofrío recorrió su cuerpo al reconocer al anciano del sueño. "¿Quieres que encuentre el tesoro?", preguntó, sintiendo una mezcla de miedo y curiosidad. El susurro pareció asentir, y Rosa supo que tenía una misión. Pero también recordó las advertencias: el tesoro solo podía ser desenterrado con un ritual para pedir permiso al difunto.
Con el corazón latiendo con fuerza, Rosa regresó a la casa, decidida a hablar con Carlos y planear su próximo paso. Sabía que no sería fácil, pero también sentía que el espíritu la había elegido por una razón. — "Debemos ser cuidadosos", —pensó, — "pero también debemos ser valientes".
Esa noche, mientras se acurrucaba junto a Carlos, le contó sobre los susurros y las visiones. Carlos la escuchó atentamente, su rostro serio y pensativo. — "Si esto es real, debemos hacerlo bien", —dijo finalmente. — "No podemos arriesgarnos a despertar la ira del espíritu."
Y en medio de esa conversación, Escucha el llanto de la beba y despertó. Se había quedado dormida en la mecedora y había tenido un extraño y corto sueño. La aventura que les esperaba estaba llena de incertidumbre, pero también de esperanza. Y así, bajo el manto de la noche y los susurros del viento, la familia se prepara para enfrentar el misterio que podría cambiar sus vidas para siempre.
¡Que miedo!! ¿Qué sucederá, Rosa sí podrá sacar el difunto de pena y logrará encontrar las codiciadas Morocotas de Oro enterradas en la casita recién comprada?
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