Yrene XXXVIII
La dulzura que te cubre.
La fecha se quedaría en su memoria, treinta y uno de julio del año dos mil veinte, uno de los peores cumpleaños de su historia.
Una supuesta sobreviviente a «Jane, la destripadora» había salido a la luz, primero en los periódicos, luego en la policía.
Señalando con dedo acusador a Genevieve Oh, la supuesta víctima incluso tenía en su poder una pequeña libreta con la caligrafía de Ginny, argumentando que en el forcejeo desgarró un bolsillo de la gabardina de la oficial y dicha pertenencia cayó al suelo y la conservó. También tenía la gargantilla que todas las víctimas llevaban.
El abogado que contrató para Genevieve estaba tentado a abandonar un caso que se volvía tan mediático.
Mientras subía las escaleras al departamento de Ginny no podía parar de pensar en todo lo que esta última le había dicho, que sospechaba de Jill de Rais, que había indagado en su pasado en Jersey y que le habían prometido hacerle llegar las cajas con archivos. Si sus matemáticas eran correctas y usualmente lo eran, las cajas deberían estar fuera de su puerta, Philip Moon, hijo de un vecino siempre subía los paquetes con la esperanza de una buena propina.
Llegó al cuarto piso y lo primero que vio fueron unas doce cajas de buen tamaño, llegó a la puerta y la abrió, de inmediato también se abrió la puerta de los Moon y salió el muchacho.
—Señorita Adler, no pensé que sería usted, yo escuché ruido —dijo el muchacho.
—Tu paga, por supuesto —respondió—. ¿Doscientas coronas te parece bien?
—Si a usted le parece bien, las aceptaré, incluso le ayudo a meterlas —contestó.
El muchacho le agradaba, era asistente en una imprenta y un ávido lector, le había ofrecido becarlo en un colegio pero él prefirió que esa beca fuese a su hermana, él decía que deseaba darse los estudios solo. Lo cierto es que no quería deberle nada a nadie, aunque era orgulloso Yì Rén podía respetarlo, lo dejó meter las cajas, al principio pretendió querer ayudarlo pero lo cierto es que no tenía intención de hacerlo y al notarlo él le pidió con cortesía que mejor entrara a la casa, ella fue directo a la cocina de Ginny, que tenía limas, agua y poco más en el refrigerador.
—¿Te apetece una limonada, Philip?
—Se la agradecería, señorita Adler —gritó el joven—. A propósito, antier que volvía del trabajo, había una mujer esperando a la señorita Oh, le dije que le daría un mensaje pero se negó y se fue deprisa.
Escuchó mientras cortaba las limas y las exprimía en una jarra. La casa de Ginny era un desastre pero no tenía tiempo de arreglarlo.
—¿Y cómo era?
Philip metió la última caja y se sentó con poca comodidad al borde del sillón, Yì Rén llevó la limonada.
—¿La mujer? Alta y más o menos delgada...
El joven dio un sorbo. ¿Jill de Rais?
—Y pelirroja —concluyó—. Bonita.
Necesitaba saber que estaba pasando entre Dahlia y Jill. Pero primero tenía una montaña de documentos para leer. Abrió la primera caja a su alcance, tenía la fecha del veintitrés de agosto de 1933. Lo primero que se encontró fue un periódico con la noticia del asesinato de una actriz de teatro, encontrada sin corazón y con la garganta abierta, su nombre: Jolene de Rais
Maldijo a Jill de Rais, desde que le había permitido que entrara a su vida todo se había ido cuesta abajo. Se maldijo a sí misma. ¿Cómo no se había dado cuenta del tipo de persona que era? ¿Cómo se había olvidado de que los almohadones suaves asfixian y los dulces matan? Al menos McKenzie ya tenía el plan trazado para deshacerse de la asesina de su hermana, un plano de la casa y tres hombres temerarios y bien armados. No debería hacer falta más, la ley no le daría justicia, el cinturón para ella era prueba suficiente pero sabía que para un jurado no lo sería jamás.
—¿Qué piensa, señorita Adler?
—Nada, Philip, sólo estoy preocupada por Genevieve —respondió y fingió retomar la lectura por un segundo.
—Yo sé como era con usted, ¿cuál es la razón de que aún se preocupe? —Era una pregunta audaz.
—No es una mala mujer —afirmó—. Y está enferma, no importa cuan enojada estoy con ella, no permitiré que pague por algo que no hizo.
—Es cierto, no es una mala persona —concordó él—. Dígame, ¿qué son todos estos documentos?
—Una investigación de Ginny —respondió vagamente, eran muchas cajas y ella no tenía tiempo suficiente para examinarlas, debía volver a la estación pronto, por millonesima vez estaban tomando la declaración de la victima, Diana Northon.
Pronto sería el interrogatorio a Genevieve y no estaba segura de que su estado mental fuese a soportar la presión. Bebió de su limonada, tal vez necesitaría algunos testigos en favor de la detective y quizá un poco de intimidación para la mentirosa.
Había dejado que todo ese asunto llegara demasiado lejos, era hora de ponerlo bajo control.
—Dime, Philip, ¿qué harías por dar un paso más largo hacia tus metas?
—Nada que comprometa la seguridad de mi familia —aseveró—. Ni matar o lastimar a alguna persona, tampoco mentir.
«Entonces no me sirves.» Pensó pero pronto entendió que aquello no era del todo cierto.
—Jamás te pediría nada que ponga en riesgo ni a tu familia ni tus principios, Philip, sólo necesito que recojas unos niños de la escuela más tarde, su madre trabaja para mi y me está ayudando con una mudanza, no podrá ir a por ellos, te enviaré el nombre de la escuela con un mozo —contestó, le incomodaba un poco mentir pero lo encontró necesario—. Ve con ellos al parque y luego llevalos a mi pastelería a eso de las cinco treinta, lo apreciaría mucho.
Philip no pareció creer del todo aquella mentira, lo veía en sus ojos cetrinos y sus manos juntas, apretadas.
—¿Cómo se llaman los niños?
—Luke y Mark Northon —respondió, la mujer había sido lo suficientemente estulta e incauta como para permitir que sus niños fueran mencionados en un reportaje y captados en una fotografía, como si la maternidad le diese un aire de inocencia.
—De acuerdo, así lo haré, señorita Adler.
Tenía nauseas, no sabía si por el disgusto o por el hambre, no había probado bocado en todo el día y sus entrañas parecían haber comenzado a devorarse a sí mismas pero después de seis horas de tres horas de riguroso interrogatorio, papeleo y soltar mucho dinero sobre el escritorio de Sallinger, Ginny había conseguido que le permitieran irse a casa. La prensa y las familias fueron la parte más dificil de evadir, los periodistas eran carroñeros que esperaban darse un festín con la maltrecha y patetica existencia de la anterior detective, que además de enfrentar los cargos, tendría una baja deshonrosa. Y las familias, Edward Frey había sido lo peor, le había escupido y amenazó con incendios y vejaciones que jamás haría, no los podía culpar pero tampoco los podía entender.
Permitió a Genevieve tomar una habitación de su casa, le sirvió una taza de té y dos tabletas para dormir, la mujer cayó presa del sueño con rapidez y abrazada de un felino curioso que había ido tras de ellas al llegar a la casa.
Cuando estuvo en calma, envió a un mozo por Diana Northon y a otro a casa de Philip, averiguar la escuela había sido sencillo pese a que no podía adjudicarse el mérito, todo se lo debía a un oficial, a veces le sorprendía lo fácil que se vendía la gente pero haciendo uso de ello, no podía quejarse. Abrió la pastelería con desgano pero necesitaba despejarse, sin embargo pronto se encontró interrumpida por George McKenzie golpeando el cristal con una moneda.
Le abrió.
—¿Está todo listo? —preguntó.
Pero el hombre pareció disgustado por la premura, entró con calma, se quitó el saco y tomó asiento.
—Tengo el mapa de la casa, sus cerraduras son simples, hasta un niño las podría forzar —comentó—. Sin embargo, mañana día primero no se podrá realizar.
Yí Rén se pasó la mano por el cabello, era menester que se hiciera pronto.
—¿Y la razón?
—Mis hombres llegarán el dos en la noche y necesitan descansar, me temo —contestó pero ella sabía lo que quería.
—Cien mil más si el mismo dos se hace, no esperaré al tres en la noche —afirmó aunque no tenía un plan de respaldo.
—Doscientas mil más.
Se le escapó la carcajada, no era divertido. ¿Cuántos años llevaba ese hombre haciendo su trabajo sucio? Quizá doce o quince y aún trataba de obtener más de lo que su labor valía.
—Ciento cincuenta, ya que me haz hecho reír —negoció—. Y llevate un pastel para tus hijas y tu mujer, aunque son de ayer.
—Me llevo dos, de nueces y el que hace de mantequilla, naranjas y miel.
—Siempre te han gustado las cosas buenas, McKenzie, una pena que no quisieras dejar esta vida —respondió, bromeando a medias.
—¿A quién le pediría estos trabajos si yo no estuviera?
Era una buena pregunta pero la respuesta era simple: a cualquiera.
—Entonces, confío que el día tres en la mañana mis problemas estén resultos —dijo y se dirigió a poner los pasteles en cajas.
George McKenzie se levantó y se estiró para tomar su saco y aproximarse al mostrador.
—Al menos ese problema estará resuelto —comentó—. Aún tengo una pregunta, ¿qué tantas libertades pueden tomarse mis hombres?
Sabía lo que le estaba preguntando.
—No la pueden violar pero pueden tomarse su tiempo si eso les complace —afirmó aunque en realidad poco le importaba. Jill de Rais había tocado una de las cosas más sagradas para ella y pagaría el precio.
McKenzie asintió y una sonrisa sombría se dibujó en su cara, tomó sus pedidos y se retiró.
Tomó un trapo y un aspersor para comenzar a limpiar sus mesas, empezó con la labor y permitió a su mente perderse en el ritmo de los movimientos circulares de su muñeca. Suspiró y comenzó a pensar en Iulius, ya debería haber alguna noticia de lo sucedido en la emboscada, llevaba más de diez días en el mar y su barco se movía a once nudos por hora, ya tendría que haber recibido noticias, buenas o malas. Nunca había sido una mujer pero pedía que todo cayese en su lugar y rogaba por la seguridad de Iulius y Nilsa, también de Emilie.
Un par de horas transcurrieron antes de que Diana Northon llegara pero cuando finalemte la tuvo en frente, la invitó a sentarse y conversar, sin embargo la mujer fue renuente a dar información aún cuando vio a Philip Moon —para Diana un completo desconocido—, llevar de la mano a sus dos pequeños.
—Lo siento, señorita Adler pero ella me aterra más que usted —dijo la mujer mientras sus niños corrían desde afuera de la pastelería para ir a abrazarla.
—Entonces los perderá —contestó en un murmullo—. Philip, lleva a los niños por un helado o una seda de hadas a unas calles, su madre aún tiene cosas que decirme.
Los niños la miraron y luego a su madre, quien asintió.
—Vayan —indicó Diana y cuando se alejaron le dirigió una mirada indignada—. Usted no puede quitarmelos.
—Por supuesto que puedo, usted no es más que una puta con sifilis y adicta al opio, una palabra mía y no los volverá a ver, los puedo subir a un barco a cualquier lugar y los perderá.
—¡Hagálo! Prefiero que vivan lejos de mí a que ella los mate si yo hablo —Diana había elevado su voz—. Ella me dijo que le estrellaría la cabeza a mi hijo menor contra la pared y cortaría en pedazos al otro antes de matarme y le creo, por favor ya no me comprometa ni a mi ni a mis hijos, si ella me ve aquí...
La voz se le cortó a la mujer y Yí Rén sintió su propia fuerza flaquear, necesitaba pensar. Lo único que quedaba era que Diana desapareciera, sin testigos y sin evidencia mayor, Genevieve sería libre pero tampoco podría llegar a la verdadera asesina.
—Diana, ayúdeme y yo la ayudaré.
La mujer negó repetidas veces y luego tomó aire.
—La pondré junto a sus hijos en un barco mañana mismo pero necesito que me ayude —suavizó su tono con la esperanza de que aquello ayudara.
—No puedo, perdón.
Dicho aquello, Diana se levantó y salió de la pastelería para dar alcance a Philip y sus hijos.
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