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Yrene XXIX

Había dos grupos de personas, quiénes vestían con elegancia y simplicidad y quiénes habían usado la ocasión para la extravagancia y la creatividad.

Le gustaba creer que estaba entre los segundos, pese a ello se sentía fuera de lugar en la sala junto a príncipes, princesas y la comitiva de Iulius quiénes vestían de forma un poco más sobria.

Mientras la comitiva leía la propuesta una y otra vez, ella miraba a los demás. La princesa Isabel giraba un bolígrafo entre sus dedos y parecía indecisa, el príncipe de York y el de Gales no estaban muy investidos, tampoco la de Irlanda estaba muy presente pero igualmente primaba la incertidumbre. El asiento vacío que habría correspondido a la princesa de Escocia parecía hacerlos pensar en su destino.

—¿A qué se refiere con un matrimonio ventajoso para la Señorita Nilsa Mærsse? —preguntó Iulius.

—Matrimonio con el noble de su elección aquí en Londres, una residencia aquí en Mayfair y doscientas mil coronas al año para ella —contestó la princesa Isabel.

Quieren una rehén. Iulius jamás se las daría.

—No —contestó de forma tajante—. Mi hija es la única en este tipo de cláusula.

—¿Le parece poco? Podría ofrecer a mi hijo mayor como esposo para su hija si nuestra nobleza le parece poco —El príncipe de York no parecía entender el problema.

Los matrimonios concertados no eran una rareza pero conocía la opinión de Iulius respecto a ellos.

—No entregaré a mi única heredera —afirmó—. ¿A quién heredaría si mi hija se convierte en Nilsa Harrington?

Fue entonces cuando los ojos se posaron en ella por un instante. No le agradaba del todo lo que implicaban.

—Aún puede engendrar hijos —respondió la princesa Isabel—. Esperábamos que en su vuelta, la señorita Adler pudiese acompañarlo.

—Y ceder su primogenitura a Dahlia Adler —completó Iulius—. Olvida usted que la señorita Adler se encuentra comprometida.

—Un compromiso no es un matrimonio, ministro Mærsse.

—Parecen haber olvidado que sigo aquí —intervino finalmente—. En estas cláusulas no hay nada para mi.

Isabel Lancaster le extendió una hoja.

—Esperaba este momento para entregarle esto.

Yrene la recibió.

Treinta mil barcos.

Quinientas mil coronas anuales.

Todo para que vaya a Islandia a convertirse en esposa y madre, no estaba escrito de esa manera pero había una prohibición de que ocupara cargos públicos, la apertura de beneficencias o cualquier otra actividad de índole pública.

Deslizó la hoja hacia Iulius. Él la leyó y le dedicó una mirada que le decía que era una oferta mediocre, incluso insultante.

—Mi princesa, es una oferta generosa pero muy irrespetuosa y también muy ingenua si creen que me venderé por tan poco —afirmó.

—Usted siempre ha sido vocal respecto a su deseo de ser más grande que la Weaver Naval Company —respondió Isabel—. Esos barcos le ayudarían a superarla y si la suma le parece mediocre podemos negociarla.

—Tampoco voy a casarme por dinero.

—¿Es eso lo que le molesta de nuestra propuesta? La teníamos por una mujer pragmática —inquirió el príncipe de York—. Tampoco pensábamos que el ministro le fuese indiferente.

—Iulius Mærsse —dijo para que él la mirara—. ¿Quieres casarte conmigo y hacerme un hijo o dos?

Su crudeza pareció escandalizar al resto pero él le sonrió.

—Te haría cientos de hijos en otras condiciones, en estas no me apetece —contestó él y ella quiso reír—. Ni siquiera entiendo por qué esto es parte de la negociación.

—¿Qué es lo que quieren? —preguntó la princesa finalmente—. Quizá con eso debimos empezar.

—Traemos esto —Iulius recibió de Emilie un documento que extendió a la princesa—. Nuestra contraoferta.

—Independencia, libre comercio, amnistía —comenzó a leer—. ¿Qué le hace pensar que puede solicitar esto?

—Ese es mi precio —concluyó Iulius —. Me ofrecen el principado de Islandia, si lo acepto me convierto en uno de ustedes, me convierto en más de lo mismo.

—Y esa perspectiva lo disgusta —respondió la princesa Isabel—. Le ofrecemos una posición en la que puede hacer mucho bien.

—Deshágase de toda cláusula que involucre matrimonio —concluyó—. En la oferta para mí y en la oferta a la señorita Adler, sí acceden a ello, mis compañeros y yo discutiremos lo demás.

—Que así sea —concedió el príncipe de York—. ¿Por qué no disfrutan un rato, discuten y nos volvemos a reunir a las diez?

Iulius miró al resto, quiénes asintieron y se levantaron.

—Señorita Adler —Isabel Lancaster la llamó—. Quédese conmigo un minuto.

—Por supuesto.

Iulius tendría una larga discusión con Lilja Jóhandóttir por lo sucedido, a Lilja le parecería poco el dejar a Nilsa en Londres. Era peculiar que no hubiesen pedido también a uno o dos de sus hijos, por supuesto no lo pedirían, ella había accedido a vender a Iulius.

Y con la prohibición de vida pública pretendía sacarla de la partida.

Esa negociación más que beneficiosa para Islandia, lo era para Lilja y su estirpe de bastardos, hijos de otro traidor.

—Dígame, mi princesa —indicó una vez estando solas y a puertas cerradas.

—Se sintió ofendida, cuénteme la razón —solicitó.

—Usted propuso darme dinero a cambio de estancar el progreso y retener el potencial de la persona que creo puede cambiar el destino de su nación y sentar un precedente para un mundo nuevo —contestó—. E infortunadamente y aunque lo ponga en duda, tengo principios y creo en el progreso, jamás me atrevería a soñar con detenerlo.

—La guerra no crea mundos nuevos, solo destruye los que ya hay.

—Dígame, Isabel Lancaster, ¿ha visitado Islandia alguna vez? —Le preguntó pese a saber la respuesta.

—Desde luego que no, ningún británico que ha pisado esa isla ha vuelto con vida en los últimos años, además de usted evidentemente.

—Le diré que ese mundo está destruido, madres ahogaban a sus hijos antes de las heladas para no verlos morir de enfermedad, hipotermia o hambre —respondió—. Esposos y padres se sumergían en aguas heladas para pescar, gracias al frío muchos perdían extremidades, niños y niñas vendían sus cuerpos a marinos y nobles británicos para poder comer, usted tiene razón, la guerra destruye mundos y afortunadamente ese fue destruido. Diga lo que desee de Iulius Mærsse pero gracias a ese hombre al que ustedes le tienen tanto asco, ningún niño ni niña es abusado, ninguna mujer tiene siquiera que pensar en matar a sus bebés y los padres pueden poner pan en la mesa.

—No desacredito la labor titánica de Iulius Mærsse, por el contrario, le ofrecimos el principado porque puede hacer mucho bien como príncipe —contestó—. Y aún más con usted a su lado, sí alguien hay a la altura de la tarea, esa es usted, usted ha visto imperios alzarse y caer, aunque ha intentado borrar su rastro podemos encontrarla en libros de historia y yo respeto eso, use su experiencia y tiempo en algo más provechoso que jugar a ser detective en Lone Iland.

—Los libros de historia no significan nada para mi, mi ego no reside en la imagen que los otros tengan de mi, puede rastrearme en la historia sólo porque no tengo interés suficiente en cubrirlo y tampoco me avergüenza el pasado pero en él no hay nada de interés o valor para mi persona —contestó—. Cada quien desperdicia su tiempo como lo prefiere, sí me complace jugar a ser detective, seguiré haciéndolo.

—Encuentro peculiar que en todas sus negativas no haya mencionado aún a su prometida —Esa respuesta la tomó por sorpresa—. Dígame, señorita Adler, sino su futura mujer, ¿qué la retiene aquí?

Desde luego no iba a mencionar que su estadía en Lone Iland tenía los días contados.

—Nada, paso los días en los lugares en los que quiero estar —afirmó, mintiendo a medias—. Además debe admitir que me encuentro muy entretenida por la idea de atrapar una asesina en serie.

—¿Y si no puede hallarla? ¿O eso pone en riesgo su vida?

—Al menos habré tenido un final interesante —contestó—. Además, me subestima, tengo más recursos para garantizar mi supervivencia de los que puede imaginar, no estoy tan indefensa como muchos creen que lo estoy.

Ahí estaba, su propia oscuridad. Había construido cuidadosamente a la pastelera fría pero poco peligrosa que todos veían, el cuento se había vendido bien pero era la punta del iceberg, las gotas de lluvia que precedían a la tempestad. Era ella y aún así, no la veían como era.

—No presumo conocerla, ni sus capacidades pero pienso que quizá su larga vida ha hecho de usted una persona temeraria y con poca noción del peligro —Le respondió la princesa—. Quizá usted no esté tan indefensa como muchos podamos pensar pero no subestime a su enemigo, menos a uno que no conoce.

Sabía que hablaba de «Jane, la destripadora» pero también de los principados y sus líderes. Sin embargo, a diferencia de a la asesina, a ellos ya los conocía y los tenía perfectamente estudiados.

—Disculpará mi franqueza, mi princesa, pero usted es una pésima conversadora y estoy aburriéndome, sea directa.

—No deseo disgustarla —informó—. Pero usted es una traidora, no tendrá ninguna oferta mejor, no importa cuantos descansos tomemos, no hay más que ofrecer, les estamos obsequiando el título más alto, la posibilidad de construir algo grande.

—Cuando uno llega a cierta edad, mi princesa, no puede atar su lealtad a algo pasajero como una patria, un gobernante o un título —contestó—. Tiene que buscar algo más sólido, más duradero, algo en el interior a lo que permanecer leal.

—Pero le ha dado su lealtad a Iulius Mærsse —aseveró—. Tan leal que se rehúsa a ser razonable, de entre todas las cosas en las que podría creer, elige creer en una persona y su voluntad, la cosa más voluble sobre la tierra.

Yrene siempre se encontraba llamativo que gente tan joven hablara con tal amargura y desdén sobre sus pares, por supuesto que la humanidad podía ser cruel, volátil y engañosa pero ella sabía que había espíritus más grandes, manos más fuertes y voluntades inquebrantables. No tenía propósito decirlo, difícilmente podría hacer a otros ver lo que ella.

—Soy razonable cuando tengo que serlo y elijo la violencia cuando tengo que elegirla —dijo—. Usted no me ha dado una propuesta razonable e insinuó que puede comprarme, e infortunadamente y con todo el afán de ser reiterativa, tengo principios y no están en venta, hice toda la fortuna que poseo para que nadie piense que puede comprarme con dinero.

—Usted es demasiado arrogante, debería contemplar la derrota, señorita Adler.

—He visto la derrota —informó—. En Redstone, en Harbin, en San Petersburg, en Roma, en Siam.

—Y después volvió y bañó los campos de esas ciudades con sangre —La respuesta no la complacía pero era cierto—. Volvió por su victoria.

Era fácil hablar de sangre derramada cuando no fue vista, cuando sólo supo de ella por libros e historias. Yrene recordaba el olor a hierro en las calles y los campos, también en su piel al tallarse la sangre seca de sus muertos, aún podía sentir en su brazo el peso de una espada y la sensación de clavarla en alguien  y ver la luz abandonar los ojos del que ya no era un oponente, sino una victima. El dolor en su mandíbula después de apretarla por horas a causa de la adrenalina y el miedo. Si eso era victoria esperaba no volver a olerla ni sentirla.

—Así es, experimento derrota pero no me quedo con ella. 

—Pero en esta situación no tiene porqué experimentar la derrota ni mucho menos elegir la violencia, señorita Adler —aseguró—. Tome la oferta, cambie el mundo y termine con todo esto.

—Voy a ser clara, mi princesa —inició y se levantó—. En esta circunstancia y tomando en cuenta su afirmación de que no habrá una oferta mejor, me temo que elijo la violencia.


Yrene observó a Jill bailar con Nilsa a lo lejos, mientras ella bebía una copa de vino. Pronto sintió una presencia a su lado y puso su mejor sonrisa.

—Señorita Adler —saludó el hombre a su lado y haciendo una leve inclinación con la cabeza—. Luce muy bella esta noche.

—Se lo agradezco, mi lord —Yrene soltó el título como si escupiera veneno, si bien siempre trataba de mantener las conversaciones sociales, su desprecio hacia Larús Hoffman era mucho mayor.

—Dejando a un lado las formalidades que tanto le disgustan, me gustaría que satisfaga mi curiosidad respecto a algo.

Larús dio un paso más hacia ella, como si quisiera forzarla a girarse y mirarlo. Yì Rén no se movió un centímetro.

—¿Respecto a que? —preguntó.

—Iulius.

—Es libre de preguntar, mi lord, yo soy libre de no responder —aclaró.

—¿Porqué?¿Por qué una mujer como usted se sometería a los intereses y órdenes de Iulius Maersse? 

«Esa es una pregunta decepcionante en tantos niveles. ¿Mi ego parece así de frágil? » Pensó, quizá se había excedido con la arrogancia al punto de que empezaban a creerla estúpida.

—Decepcionante, ¿no tiene algo mejor, mi lord?

—¿Qué gana usted con todo esto?¿Con esta guerra? —Esa era otra pregunta que la decepcionaba.

—La guerra es una buena inversión y mueve la economía, mi lord —Dio un sorbo a su copa y por el rabillo del ojo vio a Larús sonreír, aún sin darle toda su atención y mirarlo.

—Para ganar, tiene que estar con los vencedores —respondió él—. Además, hay vidas en juego, no solo dinero.

—La alianza debe pensar que soy una broma, de entre todas las personas brillantes y elocuentes en este recinto, lo enviaron a usted —contestó—. Recuerde, mi lord, que yo conozco la guerra mucho mejor que todos aquí y si alguna vez hubiese estado con los perdedores no estaría en la posición en la que estoy. Yo decido al ganador y hace casi treinta años elegí a mi vencedor.

—Eso no responde a mi pregunta, usted tiene el poder de comprar toda la isla de ese hombre y prefiere someterse a él, ¿Por qué?

—¿Y por qué no? —cuestionó, no era lo que estaba pasando y con que ella lo supiera bastaba.

—Porque Iulius no está jugando el mismo juego que usted —contestó—. A Iulius solo le importa su visión, su estatus, su bienestar y obtener poder.

«Eso es mentira.» Si aquello hubiese sido verdad, Iulius ya habría aceptado las ofertas de paz.

—No se engañe, señorita Adler, él no es un buen hombre —agregó—. Iulius tiene hambre y lo quiere todo, le quitará cuánto usted tenga y la desechará.

—Es descortés y vulgar hablar mal de los demás, pensé que eso era conocimiento universal —Yrene comenzaba a ver en rojo y lo último que necesitaba era perder el control en un evento como ese.

—Tiene razón, solo le diré que hay más en la vida que dinero, altas posiciones o la absurda carrera por la perfección en la que usted e Iulius siempre parecen estar.

—Gracias por su sabiduría, mi lord, si me disculpa, tengo personas más importantes a las que darles mi atención —respondió mientras veía a Jill separarse de Nilsa para terminar la pieza en una delicada reverencia.

Abandonó al hombre y se aproximó a ambas mujeres.

—¡Madre! He mejorado mucho en el baile —La voz de Nilsa estaba una octava por encima de cómo realmente sonaba, sabía que Nilsa lo hacía para molestarla y provocar habladurías pero aún era una niña, no se lo tomaba a pecho.

—Lo he notado, ambas estuvieron maravillosas —respondió—. Gracias por cuidar de ella en nuestra ausencia, Jill de Rais, perdón de antemano por mi prolongada ausencia esta noche, me temo que volveré a reunirme con los príncipes a las diez.

—Para mi es un placer serte de utilidad, con gusto me quedó con ella mientras tu atiendes tus asuntos —La respuesta fue rápida, como si no la hubiese pensado.

Tan dulce, tan amable. Posiblemente no le perdonaría la cancelación del compromiso, le daba la impresión de que cancelar le saldría en algún elevado costo, pese a lo que dijera, Jill de Rais le parecía una persona vengativa y que no dejaría ir con facilidad una ofensa como esa.

Ese era un problema para después.

—Yrene —Jill la llamó mientras el quinteto comenzaba una nueva melodía—. ¿Bailamos?

—Por supuesto.

Jill le ofreció su mano enguantada y la tomó, aún con los guantes sintió algo extraño en su tacto, en su agarre, no parecía sostenerla sino aprisionarla, como un animal que cae en una trampa y no podría irse ileso. La melodía era más presta, más agitada y Jill parecía tenerla estudiada y ensayada, a momentos trataba de dominarla más que de guiarla en el baile y eso no le gustaba, la había llevado a pisarla en una ocasión. No se acoplaban, no se adaptaban.

Luchaban.


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