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Yrene XL: Finale


Yrene esperó a que César llegara, lo llamó a él, a la policía y a los bomberos en cuanto vio la humareda, la gente se había agrupado fuera de la casa de Jill de Rais y ella los disuadía de adentrarse pese a que con cubetadas de agua y mantas habían conseguido apaciguar las llamas en el exterior.

Algo estaba mal, lo sabía por como se ahuecaba su estomago y por como sentía su cuerpo enfriarse, se viró hacia César mientras los expertos se abrían paso entre la multitud y comenzban a hechar puertas abajo. 

En cuanto los tres bomberos entraron ella sintió el impulso de ir detrás, ignorando las advertencias y al sentido común.

—Voy a entrar, César.

—No.

Alcanzó a escucharlo pero no le dio importancia, le dio un ligero empujón para que le abriera paso y al pasar el umbral sintió como si un peso cayera sobre ella. Tocó una de las plantas quemadas, estaba fría y mojada, el fuego en el jardín había sido extinguido con facilidad y no parecía haber mayores daños en la casa; se acercó a la puerta principal abierta, rota, tirada y justo cuando entró, vio retazos de tela ensangrentados y el saco de Ginny colgado en la percha.

«Está muerta.» 

El silencio era perturbador, se sentía intenso como si algo fuese a salir de entre las sombras.

Siguió su camino y finalmente se encontró con una vela encendida, luego otra y despues de esa una más, hasta el comedor. Podía oír los pasos en el piso de arriba, los bomberos parecían buscar otras fuentes de fuego.

Una mano se posó en su hombro y tuvo que retener su mano, los nervios la estaban traicionando y el miedo la llevaba siempre a la violencia, César la miró con dudas, el mismo temor le carcomía la piel. Ambos podían sentir la vacilación del otro, Yrene sentía sus manos enfriarse y su corazón latir desbocado, estaba segura de que podía escuchar sus latidos. 

Regresó al momento y entró al comedor que ya bien conocía.

La escena que ahí encontró la hizo desviar la mirada por un instante pero se forzó a ver lo que su descuido había causado, no era todo su culpa pero había contribuido un poco al desastre que había frente a sí. También quiso vomitar.

En la mesa, como si fuese el platillo principal estaba la cabeza, sin los ojos en sus cuencas y sin embargo estaba peinada y maquillada, las manos mutiladas estaban sobre la mesa, sosteniendo un tenedor y un cuchillo, muchas de las vísceras estaban sobre la mesa, en platos de porcelana o cacerolas finas, algunas de las entrañas incluso estaban cocinadas. El torso vacío y casi destrozado estaba sobre una de las sillas.

Olía mal, a carnicería. En el suelo no había sangre, debió asesinarla en otra parte de la casa.

Trataba de pensar pero sus ojos se enfocaban en los detalles, cada uno más grotesco que el anterior, los pies descalzos en el suelo, las piernas también cocinadas, y los brazos acomodados en algunas sillas. No quería saber que más iba a encontrar.

Se aproximó a la mesa y se resistió a tocar nada, a lo lejos podía oír las sirenas.

Olvidó la presencia de César hasta que lo escuchó dar una arcada. Yí Rén se viró y lo abrazó, lo apretó con fuerza aún sabiendo que no era de ningún consuelo, él devolvió el abrazo y la estrujó con tanta intensidad que por un instante le costó respirar pero no se separó.

Por un instante permanecieron así, César rompió el contacto y puso el mejor rostro del que fue capaz, tenía que verse compuesto para sus compañeros y para los bomberos que podían oír bajando por las escaleras.

César Taylor despachó a los bomberos más pronto que tarde, evitando que ingresaran a la escena del crimen, ella sabía el motivo, no dejaría que más gente de la necesaria viera lo que habían hecho con la mujer a la que amaba como a una hermana pequeña, no, ese horror, ese escenario lo compartirían pocos. En un entendimeiento mutuo regresaron sobre sus pasos, estaban a punto de salir de la casa cuando un haz de luz la llamó a la sala, era fino y tenue pero se colaba entre las cortinas y parecía señalar a un lugar en la pared.

No haría ningun daño responder al llamado, sintió a César seguirla y entraron en la sala principal. La luz llegaba hasta la chimenea y sobre la chimenea el retrato que otrora se encontrara cubierto estaba expuesto ante sus ojos.

Grandes ojos almendrados, de un azul pálido y sucio mirando al cielo, blanca piel y pesados diamantes rodeándole el cuello.

Jolene de Rais. Burlándose de ella, del muro apenas besado por las llamas y la obviedad ignorada.

—Ellas se parecían a mi... —dijo Yì Rén a César con un hilo de voz, incapaz de arrancar su vista del retrato—. Y yo, yo me parezco a ella.

Y de nuevo, el rojo, la violencia naciendo en su interior y suplicando por salir a la superficie. La maldita Jill de Rais se le había escapado y se había llevado a alguien más como ultimo acto de monstruosidad.

El exterior no fue mejor, lo primero que vio afuera de su pastelería fue un ejemplar del periodico, como si alguien lo hubiese puesto ahí. 

Lo levantó y en la primera plana encontró la noticia.

Arrugó la pagina y la arrojó al suelo, no podía ser cierto. Tenía que ser una mentira.

En el cristal se dibujaron diversas lineas despues del golpe de su mano y se quebró en el segundo, sabía que era pátetico e impropio dejar que sus emociones la controlaran pero poco importaba, habría deseado llorar, gritar y despedazar con sus manos a Jill de Rais pero se les había escapado. Sabía que eran hechos inconexos pero no podía evitar convertir a la asesina en el blanco de su ira.

Entró a la pastelería y lo primero que hizo fue tomar el telefono para llamar a McKenzie, no iba a desperdiciar dinero.

—Diga —El hombre contestó de mal humor.

—Cambio de planes, subiré tu pago a un millón pero irás a otra parte —indicó—. Quiero una extremidad de los primogénitos de toda la nobleza de Lone Iland, deberían ser cinco.

—¿Disculpe?

Sabía que su petición era extraña pero había un motivo más pernicioso que la pérdida detrás de su orden.

—Me escuchaste adecuadamente, McKenzie, una extremidad, un brazo, una mano o una pierna, no me importa cual —indicó, molesta.

—Tardaré un poco haciendo la planeación —respondió el hombre intrigado por la nueva indicación.

—Quiero ver la noticia en el periodico en quince días —aseveró, no lo vería con sus propios ojos pero la noticia la alcanzaría.

—¿Se me permite preguntar sus razones?

Iulius dijo que no podía tomar represalias a menos que alguien hubiese salido lastimado, la noticia era el disparo que le daba permiso a actuar en respuesta a los sucesos previos. La muerte era sencilla y barata, la discapacidad era más costosa, más perniciosa y más traumatica.

—No —contestó con severidad—. Quince días, McKenzie.

No aguardó por una respuesta para colgar el telefono, le costaba pensar y enfocarse, además, la mano izquierda le palpitaba y algunas esquirlas se habían quedado en ella después de quebrar su cristal. El dolor en su mano era menor al de su interior. 

¿Qué pasaría si se permitiera sentirlo? No sabría jamás esa respuesta, había demasiado que hacer y una disyuntiva se le ponía enfrente.

Iulius o Jill. Buscar y encontrar a Jill le tomaría semanas, meses quizá. De lo poco que sentía que podía estar segura era de que la mujer no se atrevería a asomar el rostro en Francia, con su sobrina, dónde podría ser fácilmente localizada y apresada, no, para cometer un crimen tan temerario necesitaba un respaldo.

La maldita Dahlia.

No quería molestar a Sienna, al menos no demasiado. Buscó entre sus contactos y llamó de nueva cuenta a los Hulme, cualquier cosa que estuvieran haciendo ya no tenía propósito ni sentido. La espera en el telefono se sentía eterna, como si los segundos se arrastraran y prolongaran, no queriendo morir.

—Oficina de Agatha Hulme.

—Buen día, Agatha Hulme —saludó, los Hulme no eran McKenzie—. Voy a necesitar nuevos servicios de su parte.

—Diga, señorita Adler —respondió Agatha, atenta.

—Necesito que vayan a Londres y uno de ustedes siga los movimientos de Dahlia Adler —contestó—. También que investiguen si compró pasajes en barco para los próximos días o si se compraron a nombre de Jill de Rais.

—¿También necesita las listas de pasajeros de los barcos que parten en estos días? 

Jill o Iulius.

Iulius o Jill.

—Si, mañana me subo a un barco —respondió—. Me comunicaré contigo en unos quince días contigo para que me des la información.

Aún no tenía la menor idea de que barco usaría para moverse, su barco más veloz estaba ocupado y el más discreto era lento.

—De acuerdo, señorita Adler... —respondió Agatha, pero en su voz detectó un dejo de vacilación, como si algo faltara.

—¿Algo más, Agatha Hulme? —cuestionó.

—Vi la noticia en el diario, lo lamento —contestó la mujer con un tono gentil que en ella era extraño.

Claro, los malditos diarios. No le gustaba. Sienna estaría devastada y aún más cuando le pidiera quedarse en Lone Iland para terminar de poner el resto de sus cosas en orden.

—Me comunicaré contigo en cuanto llegue a Islandia, será a través de Sienna y cuando termines con lo que te pedí, extiende la información a César Taylor, ponganse a su servicio, yo me haré cargo de sus honorarios —aseguró—. Por cierto, Agatha, es Jill, la destripadora.

Dicho eso, colgó el telefono por segunda ocasión. Se dio cuenta de que estaba temblando, como si tuviera frío, de algún modo, decir aquello lo había vuelto más real.

Había conseguido prestado un barco, uno más veloz que cualquiera de los suyos. 

Trece nudos por hora, si todo resultaba favorable se encontraría en Islandia en menos de una semana, preparada para corroborar la noticia y dar una respuesta proporcional. Aún si Iulius ya no estaba no permitiría que su trabajo se desperdiciara, había luchado tanto que dejarlo así habría sido un insulto a su amistad y a su memoria.

A César lo había dejado a cargo de Jill de Rais, el hombre estaba destruido pero no se rendiría. 

La buscarían hasta debajo de las piedras si hacía falta, Yí Rén rogaba por encontrarla primero que la policía, para poder hacerle lo que a Genevieve, lo que a Krystal o lo que hizo a todas esa mujeres en el río.

O algo peor, se le ocurrían muchas cosas peores, más imaginativas. Más tortuosas.

Lamentaba su última llamada del día anterior, pero no había tenido opción.

Despues de colgar devolvió el estomago y lanzó el aparato contra un muro. Se odiaba, se odiaba por pedirle auxilio, solicitar sus favores era firmar una hoja en blanco.

Un contrato con el diablo.

Darius puso a su disposición el « Fuegoensueño» y su tripulación, esta última la declinó y la reemplazó por la de uno de sus barcos mercantes, al menos por aquellos que habían accedido, entre ellos dos niños que trabajaban en las cocinas del barco, Isolde, de doce años y su hermano Isaac, de trece habían estado más que dispuestos a irse para quizá no volver. Su jefe de cocina se había asustado al verla, sabiendo que no habría aprobado la contratación de los chicos pero ella estaba demasiado cansada como para una reprimenda, sólo los había sacado de las cocinas y les había otorgado labores más simples, cuidar de sus gatos en la embarcación y lavar trastes y ropa, no sería mucho, ya en Islandia les encontraría algo mejor que hacer.

Pensar en cosas por hacer la ayudaba a gestionar todo su enojo, contra el mundo y contra sí.

Jill de Rais le había dejado una carta, más no la leyó, la arrojó al mar en cuanto estuvo en cubierta. Se había acabado.

Jill quería conocerla y ella estaba más que dispuesta a complacerla.



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