Yrene XIX
César tenía en el rostro dibujada la satisfacción, una pequeña sonrisa y las cejas ligeramente arqueadas. Casi resplandecía. Yrene le miró de forma inquisidora, había sido un día extremadamente difícil y estaba ahogada en números
—¿Le parece familiar el nombre Stephen Wilson?
—El joyero de Londres, compró doscientos treinta de los dijes —respondió—. ¿Finalmente se entrevistaron con él?
—Así es, Agatha Hulme lo vio ayer por la mañana. —César se sentó frente a ella—. Nos dijo cosas interesantes.
—Nuestra asesina le compró, ¿correcto?
—No solo eso, compró todos —César le sonrió—. No sólo tenemos la confirmación de que buscamos a una mujer, sino una descripción y un nombre.
—¿Cómo es que tenemos un nombre? —inquirió, aquello olía a podrido.
—Junto a su compra, mandó grabar una medalla con el nombre Mary Anne Smith y Wilson afirmó que la vio colgarsela al cuello.
—Expliqueme el motivo de su entusiasmo, César Taylor.
—¡Al fin tenemos datos reales, Yrene, ¿no lo ve?, la descripción, el nombre!
—Tenemos el nombre más corriente que a alguien se le pudiese ocurrir, fácilmente habrá un centenar de mujeres con ese nombre entre Lone Iland y Londres —dijo—. Es usted un necio si no se da cuenta que es fabricado. ¿Que hay de la descripción?
—Mujer entre treinta y treinta y cinco, alrededor del metro con ochenta, cabello castaño y ondulado, caucásica, complexión media y vestía como un hombre.
Sintió su irritación crecer.
—Sin señas particulares, sin una descripción detallada del rostro, el hombre podría estar perfectamente describiendo a Genevieve, a Jill, a tu esposa o a la mujer que lava mi ropa —Resopló y miró al hombre directo a los ojos—. A la prensa le encantará, especialmente a Ratched, quien es un ave de rapiña pero en lo que concierne a fines prácticos tenemos pocas certezas.
César miró al techo, el entusiasmo reemplazado por la frustración. A Yì Rén no le agradaba tener que socavarlo pero en la situación se había vuelto necesario, no podían ni debían satisfacerse con un paso al frente.
—¿Y cuáles son las certezas? —cuestionó.
—Buscamos a una asesina adinerada pero prevenida, no la vemos pero tampoco se aísla al punto de la anormalidad —afirmó—. No es de Londres y es mi clienta, una regular, consume aquí o conversa mucho conmigo. Lo suficiente como para saber quién compró los dijes.
—¿Tiene nombres en mente?
—Más de los que deseo y ninguno me complace. —tronó sus nudillos y sacó una libreta y una pluma—. Jill de Rais, Elle Godwin, Stella McLory, Mary Shephard, Annabelle Croix-Rouge.
Escribía a la par que decía los nombres.
—¿Annabelle Croix-Rouge?¿El ama de llaves de Abigail Sallow?
Yrene apretó la mandíbula, las interrupciones siempre cambiaban el curso de sus pensamientos y eso la disgustaba.
—No me interrumpa —contestó—. Y si, pero no creo que estemos buscando a dos personas, está pensando en una complicidad entre Sallow y Croix-Rouge, es improbable, César Taylor.
—Usted está demasiado irritable para ser una mujer recién comprometida —comentó—. No se desquite conmigo.
—Usted pasó esa puerta muy orgulloso de un testimonio, dicho testimonio sirve de poco o nada —respondió—. Es menester resolver esto antes de mi boda y de preferencia antes de que saquemos otro cuerpo del río. Estoy cansándome de las lágrimas de la gente.
—¿Era ese último comentario indispensable? —preguntó César—. Comprendo que desee llegar a su boda sin preocupaciones o urgencias pero no es necesario ser insensible.
—En eso se equivoca, César Taylor, ahora menos que nunca podemos darnos el lujo de la sensibilidad —respondió—. Miremos nuestros datos y los patrones.
—Nuestra asesina sabía que irían por ella, sabe sus crimenes imperfectos. —Yrene continuó, observando hacia el cristal—. ¿Usted ve la imperfección de la pastelería?
—Está limpia, los cristales están pulcros y los pisos pulidos, no comprendo la pregunta.
—Exacto —dijo—. Usted ve lo que yo quiero que vea, nosotros vemos lo que ella quiere que veamos, pero ella ve las propias imperfecciones. ¿Cómo miramos a través de los ojos de alguien a quien no conocemos?
—No lo hacemos. Analizamos patrones y llegamos a conclusiones.
—Tiene razón pero solo hay un patrón que se repite, la apariencia de las víctimas y las gargantillas en sus cuellos —contestó—. Los crimenes son irregulares, el periodo más corto entre uno y otro es de cuatro días y el más largo, de once, así que asumiré que no lo planea demasiado y es más oportunista, la niña que asesinó, tocó a su puerta y ella actuó en respuesta a la oportunidad.
—Sin embargo fue a la única que golpeó y lo hizo con la brutalidad de un hombre —respondió—. ¿Por qué?
—Frustración, enojo —afirmó—. Estamos pensando en los tiempos entre crimenes como irregularidades, pero podría ser un patrón por sí mismo, pienselo, ella contiene su frustración y su rabia hasta que la libera con un asesinato. Los sentimientos no conocen de calendarios u horarios, simplemente son y ella responde a eso.
—Pero tiene el suficiente control como para esperar la oportunidad, para esconderse —añadió César—. No creo que sea una persona con problemas emocionales diagnosticados.
—Estoy de acuerdo, no son visibles, con esta lógica podemos descartar a Sallow, Croix, Shephard, Stevenson e incluso a McLory, ya que no son conocidas por ser personas de estable y agradable temperamento —contestó—. Tengo que admitirlo, soy reacia a pensar mal de la baronesa Godwin y no me gustaría poner una sombra aún mayor sobre ella, le voy a pedir que las investigaciones sobre ella sean discretas.
—¿Por qué le preocupa?
—Ella es una mujer caucásica y adinerada pero está en una posición vulnerable —contestó—. Y con simples especulaciones yo no aportaré a la idea de que las mujeres trans son depredadoras, por eso quiero que proceda con cuidado.
Avellana se pasaba entre sus piernas con insistencia y finalmente Yrene lo alzó en brazos.
—Estos animales siempre quieren mi atención.
—Son todos muy bonitos —afirmó César—. Nastya no deja de pedirme uno pero me parece que aún es pequeña para esa responsabilidad.
—Creo que está en la edad apropiada, sin embargo estoy consciente de que usted con su trabajo y el nuevo bebé, tendrán las manos llenas y no podrán guiarla como quisieran —Yrene recordó que no tuvo mascotas sino hasta su adultez—. En la fiesta vi a su esposa hablando con mi prometida, parecieron agradarse.
—Así fue, además la señorita de Rais se ofreció a dar clases particulares a Anastasia, fue muy amable —César acarició la cabeza del gato—. Y a mí esposa le emociona mucho aprender.
«Espero que Jill de Rais no se atreva a recibirles un solo centavo».
—Anastasia es una mujer maravillosa, me da una genuina alegría saber que de a poco puede cumplir lo que desea —Soltó al animal y su acompañante lo tomó.
—¿Cómo se llama?
—Avellana.
—Me intriga, ¿Porque les nombra como ingredientes? —César la miró con atención.
Ella simplemente se encogió de hombros.
—Sus barcos tienen nombres de flores, ¿recuerdo correctamente?
—Así es —Yrene—. Creo que son fáciles de memorizar, por eso se llaman como flores y los gatos como ingredientes.
—Yo no podría recordar todo.
—Se sorprendería de lo que la memoria es capaz de almacenar —aseguró—. Aunque en la superficie suele conservarse la información más utilizada.
—¿Cuál es su recuerdo más antiguo?
—Mi madre biológica, recuerdo su cara y los bordados gruesos en su abrigo de lana —contestó—. No recuerdo su voz y recuerdo que no lloré cuando murió pero también recuerdo que no lo hice porque no pude. Esos son mis recuerdos más antiguos, aunque últimamente me hacen pensar mucho en ellos. Un poco desagradable, si me lo pregunta, nada de interés hay en el pasado.
—¿No la extraña?
—Para extrañarla tendría que recordar cómo era, como me trató y no lo hago, así que ella es solo una imagen que se desdibuja en mi cabeza —contestó—. No me mire así, la mayoría de las personas sufren el mismo destino, he olvidado miles de rostros y nombres, sus recuerdos se desvanecieron en mí memoria así como sus cuerpos en la tierra.
—Es extraño pensar que un día yo seré un rostro desvanecido y un nombre que ni siquiera recuerde —César bajó al gato al suelo.
—¿Le parece? Es el destino de casi todos en el mundo.
—Debo asumir que también habría sido el de Genevieve, aunque se hubiesen casado.
Respiró profundo.
—Usted me agrada y disfruto de su compañía y conversación, tenga cuidado. —Yì Rén no iba a discutir aquello—. Dígame, en temas más agradables, ¿le agradó la comitiva islandesa que recibimos ?
—Gente fascinante, también muy agradable y aparentemente razonable, espero que en el próximo evento en Londres se firme la paz.
—No será así, César Taylor y será, me temo, la última oferta de los principados —aseguró, ella estaba consciente de que Iulius no podía ser comprado con títulos ni intimidado—. Probablemente en poco tiempo tenga que huir con mi esposa de aquí.
—Podrían recibir una buena oferta, así funciona el mundo.
—La política es una bestia muy diferente, las ofertas jamás son lo suficientemente buenas y estoy segura de esta no contendrá la independencia de Islandia.
—No comprendo el interés de los príncipes en conservar ese montón de hielo.
—No es sobre el territorio, esto es sobre poder y control, Britania es el imperio más poderoso de la actualidad y que uno de sus principados se independice implica que el imperio puede ser desmembrado. —aclaró—. Detesto estas horas, no viene ni un alma, son las tres de la tarde y no tengo clientes.
—La política suena como un fastidio —El hombre le sonrió—. Mi turno termina a las cinco y no tengo intención de trabajar horas extras, ¿me permite pasar estas horas aquí? Creo que ya no hay nada concerniente al caso por discutir.
—Me temo que no y lo permitiré, hay algo de índole personal que quisiera hablar.
—La escucho.
Yrene bajó el rostro, a veces el contacto visual la hacía sentir cansada. Desconcentrada, también.
—¿Considera que es demasiado pronto para casarme?
—En lo absoluto, usted y Genevieve necesitan continuar con sus vidas —respondió, frunciendo el entrecejo ligeramente—. Me intriga una cosa, ¿porque no se casó con Iulius Mærsse? Los vi durante la fiesta, lucen relajados, como cómplices e incluso me atrevo a decir que tienen mucho el uno del otro.
—No me casé con él porque nunca existió una relación romántica entre nosotros. —dijo, estaba cansada de repetir aquello—. Siento un profundo aprecio por Iulius, también creo en él y en lo que hace. Sobre lo demás, somos personas muy parecidas, vemos las cosas bajo el mismo prisma pero podemos diferir en muchas cosas.
—No estoy seguro, parecen incluso una relación ya consolidada —Se recargó en la barra—. No es un hombre guapo pero lucen bien juntos, no hay tensión ni máscaras cuando interactúan.
—Reitero, él es importante para mi y somos afines pero es todo. Además tenemos deseos diferentes e incompatibles.
—¿Cómo que?
—Él siempre ha deseado una vida pacífica, hijos y un trabajo simple —contestó—. A mí me gustan las montañas de trabajo, los largos viajes en el océano, los desvelos.
—No veo la incompatibilidad. —aseveró—. Pueden coexistir, sin embargo para eso tendría que haber intención y usted me asegura que solo son amigos.
—Así es y creo que Jill de Rais es la pareja que necesito, es devota y dulce —Pensó por un instante—. También es brillante y ambiciosa, tiene metas grandes, me gusta mucho.
—Gustar no es sinónimo de amar.
—El amor toma tiempo y se construye, estoy segura de que podré amar a Jill de Rais. —Yrene abrió su estante y mordió una galleta—. Dígame, ¿usted amó a su esposa desde el primer día?
—Desde el momento en el que la vi sonreír.
Yrene río, le parecía absurdo.
—Riase pero así fue, después de un par de citas yo sabía que deseaba que fuera mi esposa y fantaseaba con ello.
—Totalmente ridículo —contestó, sonriendo—. Pero hablando de absurdos, tengo que confesarlo, cuando era joven me obsesioné con un hombre mayor que yo, fantaseaba con casarme con él y tener muchos hijos, incluso me decía que tendría ocho o nueve. Es tan vergonzoso.
Y lo era, ya no tanto como para ocultarlo sino para considerarlo divertido pero aún le subía el color al rostro de recordar.
—No pensé que usted fuera de quiénes se obsesionan.
—Ahora, después de siglos, ya no me obsesiono mucho con las personas —confesó—, pero llega a suceder. Me obsesiona nuestra asesina y desearía tenerla frente por mucho tiempo, entender su mente. He sabido enfocar, pero de joven era un auténtico desastre.
—¡No lo puedo imaginar! —Él río, entretenido e Yrene podía ver que se relajaba. Quizá era demasiado dura con él. Quizá.
—Enloquecí cuando este hombre me rechazó —Dio otro mordisco y le ofreció una galleta a César, quien la tomó—. No frente a él, a él le dije que entendía y que esperaba pudiésemos seguir siendo amigos pero a solas rompí cristales, golpeé paredes y grité hasta quedarme afónica, le dije a mi madre que iba a limpiar la cristalería y que mientras la sacaba de su lugar me caí. Desde luego no me creyó pero tampoco me pidió la verdad.
—Supongo que su madre no aprobaría al hombre por la diferencia de edad —Mordió la galleta y comió—. ¿Que edad tenía usted?
—De hecho, lo aprobaba, era un hombre de una alta posición y riqueza, muy superior a la nuestra en aquella época, cuando el apellido Adler no significaba mucho —contestó—. Yo tenía veintidós años pero me veía como una niña de dieciséis.
—¿Cómo funciona la inmortalidad? No comprendo del todo su envejecimiento.
—La inmortalidad per se, no existe, diciendo eso le explicaré que existen tres formas conocidas de prolongar la vida por tiempo indefinido —contestó—. La más conocida es la que yo poseo y la más común, la juventud eterna. Un objeto pasa por un proceso y el impirio mantiene a su portador en la edad que tiene al ponérselo.
Explicó y le ofreció al hombre otra galleta.
—¿Y si se lo quita o lo pierde?
—El impirio sigue al objeto, así que el cuerpo seguirá su curso natural y envejecerá —continuó—. Se pregunta si hay consecuencias de detener el tiempo, si las hay, siempre tenemos hambre y sed, aunque no sueño, también depende de en que momento detengas tu tiempo. Hubo un hombre terrible que se dedicaba al proxenetismo y explotación sexual de niñas, la fórmula cayó en sus manos y mantuvo en cuerpos de diez u once años a las que naturalmente ya tendrían que ser mujeres decrépitas o cadáveres y el punto es que, aún cuando esas mujeres llegaron a quitarse los amuletos que las mantenían jóvenes, sus cuerpos jamás pudieron terminar de desarrollarse adecuadamente.
—Es terrible.
—Todo es terrible cuando es forzado —respondió—. Yo he detenido mi tiempo tres veces, a los dieciséis, a los veinticinco y a los treinta y dos.
—¿Y no le causó problemas?
—En lo absoluto —dijo, aunque a veces se preguntaba si aquello tenía que ver con su corta estatura.
Tomó aire para seguir con su explicación.
—Hay otra prolongación de vida, la resurrección pero dicha prolongación requiere de dos cosas, impirio y sacrificio, a diferencia de la juventud eterna que solo requiere impirio —habló un poco más bajo, como si la pudiesen oir—. Es magia de sangre, vida por vida pero es un rito elaborado y no siempre exitoso, dicen que el poder es caprichoso.
—¿Matando a una persona se puede revivir a otra?
—Hablé de sacrificio, no de asesinato. Para revivir a alguien, la persona que muera debe querer hacerlo. —aclaró—. No puedo matar a un desconocido y esperar que eso sirva para revivir a un ser querido. Hay reglas.
—¿Y la tercera?
—La tercera es más un mito que una realidad, es lo más cercano a la inmortalidad real —dijo—. Podrías ser atravesado con una lanza y vivir, una bala no te detendría, era el tipo de vida que poseían los celestiales.
—Antes de que desaparecieran. —dijo.
—Antes de que los asesinaran —corrigió—. Los desmembraron, era la única forma de realmente matarles.
—Usted estuvo ahí. ¿No es así?
—Yo clavé en lanzas las cabezas de los hijos de aquellos involucrados en la destrucción de los celestiales —recordó, aún tenía en los oídos de gritos de los niños que habían asesinado, su tarea fue la más sencilla, observó el rostro horrorizado de César—. No estoy orgullosa de ello pero la venganza era necesaria y la deuda debía ser pagada.
—¿Usted dio la orden?
—¿Le parece que soy la clase de ser humano que ordena que se descuarticen niños y adolescentes? No, yo propuse muertes limpias a los responsables y un perdón a sus familias, Darius Weaver me dijo lo siguiente como respuesta: —Hizo una pausa—, "Yì Rén, te amo como si fueses mi hija, eres mi adoración y lo único que me queda, si vuelves a solicitar clemencia para nuestros enemigos y sus estirpes, tendré tu cabeza también".
Vio al hombre pasar saliva, sin nada que decir.
—Una mejor persona habría muerto también pero mi vida es muy preciada para mi y tampoco era ninguna estúpida, si mi cabeza hubiese terminado en una pica, las de mis amadas hermanas y padres la habrían seguido. —continuó y suspiró, no le gustaba recordar—. Vaya, creo que he asesinado la conversación, dígame, César Taylor, ¿de que prefiere hablar?
César bajó la cara y trató de recomponer su semblante.
—En realidad tengo muchas preguntas, es diferente escuchar la historia de alguien que estuvo ahí a leerla en libros de texto —aseguró—. ¿Usted de verdad cree que Darius Weaver la habría asesinado?
—No, no lo creo, lo sé. —Yrene rememoró el primer día de lo que pasaría a la historia como «el verano de las siete sangres»—. Darius construyó el palacio rojo para proteger a los áureos y celestiales sobrevivientes de la primera guerra contra el impirio pero eso no bastó, un buen día, fuera de las murallas quemaron a una jovencita de la aldea por el crimen de enamorarse de una celestial, a nuestra celestial le fue cien veces peos, durante diez dias nos enviaron los pedazos de su cuerpo. Yo estaba con Darius cuando recibimos sus ojos, solo eso, sus ojos, fue el cuarto día, antes nos habían enviado dedos, su lengua y una oreja, pero ese día fue en el que él entendió que nunca la íbamos a recuperar con vida y vi algo en él transformarse, para cuando recibimos su cabeza, él ya no tenía lágrimas que llorar. En sus ojos se grabó un odio que me es difícil describir pero detrás de ese odio, no quedó nada, si acaso una sombra de amor, los libros dicen que él cambió cuando la ultima celestial fue empalada frente a él... No es cierto, con los ojos de Malva en una cajita de madera y el entendimiento de que los mortales nos destruirían si no peleábamos fue que él se transformó y del melancólico ermitaño surgió monstruo sanguinario.
Yì Rén se levantó y buscó un pastel envinado que cortó en rebanadas.
—No puedo juzgarlo, imagine usted que alguien se llevara a su hija y se la entregara en pedazos, que alguien asesinara a Genevieve y tuviese que esperar por todo su cuerpo, eso sin pensar en todas las vejaciones y abusos que sufrió cautiva —César no parecía tener intención de comer pero igualmente le sirvió—. Eso destruye a cualquiera, áureo, mortal o celestial. Por eso sé que él me habría asesinado si volvía a sugerir algo que se le pareciera a la misericordia.
Dio un bocado, ella había conocido a las muertas y muertos, les había querido y aún así no sufrió una transformación como la de aquel hombre de su pasado.
«Antes de eso ya era un monstruo, tal vez. » Se dijo, no encontraba otra explicación. No se lo decía el haber puesto cadáveres en estacas, no se lo decía haber participado en el derramamiento de sangre inocente, se lo decía el ligero placer, la ligera satisfacción que sintió al oír los gritos de horror y pena provenientes de los que derramaron las primeras sangres.
—Me he quedado pensando, Yrene, ¿que tal si nuestra asesina está tratando de resucitar a alguien o buscando la inmortalidad? —César interrumpió nuevamente su línea de pensamientos.
—No lo descarto pero no parecen asesinatos rituales —respondió—. En todo caso no descartemos a áureas conocidas o a mujeres abiertamente interesadas en el impirio.
Sentía una punzada en el pecho. Incomodidad. Darius le había dicho que los demás, la gente que se autoproclamaba normal siempre buscaría primero a quien culpar entre aquellos que usaban el impirio, como si la vulgar humanidad fuese incapaz de la brutalidad.
—No conozco muchas mujeres que cumplan características tan específicas —informó sin dar espacio a César para hablar—. Y en quiénes pienso parecen inofensivas y son tan amables que habría quiénes las consideren estúpidas y con ninguna he tenido problemas. ¿Le apetece té, César Taylor?
—Usted las considera estúpidas —La corrigió—. No, se lo agradezco, seré honesto y le diré que nunca me ha gustado su té, demasiado intenso o especiado.
—A mi nunca me ha gustado el té británico, si quisiera beber agua sucia y sin sabor bebería del río o el grifo —replicó, sintiéndose ligeramente ofendida pero aquel comentario no era inusual, las únicas personas con aprecio por su té eran aquellas de evidente origen asiático.
—Ofensivo pero justo, tenemos paladares más delicados. —Él sonrió y ella lo imitó.
—Y mal gusto, además. —bromeó—. Pero hay quienes se atreven a probar cosas nuevas, siempre es interesante ver a las personas cuando prueban algo completamente desconocido.
—¿Recuerda cuando me hizo comer mango por primera vez?
—Recuerdo que mordió la cáscara y la masticó —Le recordó—. E hizo lo mismo con el aguacate, fue muy entretenido de ver.
—Me alegra que se divierta a mi costa —rio—. Sigo sin comprender el aguacate, ¡en los restaurantes lo sirven en pan salado con ajonjolí y usted lo prepara en postre!
—¡Es una fruta! —exclamó—. Las frutas deben ir en dulces.
—Las alubias no son frutas y también prepara dulces con ellas.
—Saben bien, sé que no son frutas pero quedan bien con azúcar —contestó—. ¡Además a usted le encantaba mi pan al vapor relleno de alubias dulces!
—Ajá, y ¿que me dice entonces del arroz dulce o en leche?
—Usted quiere molestarme —Se guardó la sonrisa—. Aquí no se habla de arroz dulce, tenga respeto.
Le gustaba recordar los buenos momentos, cuando ella, César y Genevieve eran amigos y pasaban tardes enteras bromeando o incluso cocinando juntos, los paseos en fines de semana y las citas dobles. A veces —aunque su orgullo le impidiera reconocerlo en voz alta—, extrañaba todo ello, incluso a Genevieve y habría deseado poseer en su interior lo necesario para perdonarla.
—Yrene, me gustaría que volvamos a ser amigos.
César la miró brevemente y ella recordó una conversación con Jill de Rais, que le había dicho que las personas hacen lo mejor que pueden y a veces merecen segundas oportunidades. Quizá Jill llevaba algo de razón y no tendría nada de malo ser un poco flexible; César la hacía sentir cómoda y no podía decir que fuese un mal hombre, solo imperfecto. Cómo todos.
—A mi también. —dijo, aunque temía que una parte de sí misma siempre fuera a desconfiar de él—. Sé que nunca me dijo lo que pasaba entre Genevieve y mi hermana porque usted no pudo decidir cuál era la mejor opción, que estaba en una posición incómoda pero no puedo evitar juzgarlo. No voy a cerrarme a la posibilidad pero dejemos que el tiempo decida.
—Razonable, creo que ayudará el vernos más a menudo, nuestras esposas se encargarán de eso, no lo dude.
«Jill de Rais aún no es mi esposa.» Pensó pero sintió innecesaria la corrección, lo único que faltaba era poner fecha.
—Estoy segura de que tiene razón.
—Voy a llamar a otros principados solicitando información de crimenes similares —dijo, evidentemente su mente aún estaba con la asesina.
—Si a usted le complace, adelante. —respondió ella—. Yo lo considero una pérdida de tiempo.
—Diga lo que quiera, tengo la corazonada de que nos servirá —César le sonrió—. Estoy seguro de que nuestra asesina tiene más muertas en su haber.
Yì Rén creía lo contrario, si había crímenes similares no debían ser recientes, debían ser lo suficientemente viejos para que la mente colectiva los hubiese olvidado. Estaban buscando a alguien como ella.
Y la posibilidad le sentaba mal, porque abría la puerta a teorizar y volver a poner a su hermana menor en la lista de sospecha.
—Dígame, César Taylor, ¿disfruta su empleo?¿Tiene aspiraciones?
—Me encanta, adoro mi trabajo y siento que nací para esto, encontrar y atrapar criminales —confesó—. Hay cierta emoción en ver pistas e indicios en donde los demás no ven nada y también hay cierta emoción en ver hacia la oscuridad humana y que esta te mire de vuelta.
Hizo una pausa para tomar aire, había subido el volumen un poco pero no era algo que a Yrene le resultara desagradable.
—Sobre mis aspiraciones laborales, tengo que admitir que no busco crecer en la jerarquía policial, quiero ser abogado y posteriormente convertirme en juez —dijo—. Si no lo logro, me conformo con ser mejor detective y eventualmente ser a quien llamen cuando un caso es difícil.
—Su conformidad apunta muy alto.
—Lo sé pero lo he hecho toda mi vida, así como Iulius Mærsse o como usted.
—Tuve muchas oportunidades, César, pero usted se las creó. —respondió—. Tuve la fortuna de que mis padres me amaran y aunque no me entendían, me dejaron ser y me dieron este regalo que es vivir por siempre.
No le gustaba recordar a la temblorosa huérfana de Harbin que se rehúsaba a morir. Pese a ello, tampoco la quería olvidar, la llevaba en la cicatriz del brazo, en las marcas de viruela en su espalda y las cayosidades de las manos.
—No se quite mérito, todos tuvimos ayuda, usted de sus padres, yo de mi esposa, Ginny de mi e Iulius Mærsse de usted. —contestó—. Dígame la verdad, en la fiesta de bienvenida quedé intrigado con su respuesta a una pregunta, dijo que ayudó a Iulius por interés económico.
—La guerra mueve a la industria.
—Es cierto, pero está mintiendo.
—Me atrapó. —confesó—. Pero mis motivaciones las dejaré para otra conversación.
Pronto entró en su campo visual una figura que corría, la puerta se abrió y Liu Ning entró agitada.
—Lady Adler, es mi tía —Tomó aire y caminó hasta la barra—. Una mujer le ha pegado, creo que van a pelear, venga por favor.
Yrene y César se levantaron, ella tomó sus llaves y salieron de la pastelería, cerró, dejando a los animales confundidos con su prisa.
—¿Quién le ha pegado? —preguntó César mientras caminaban con presteza.
La joven movió la cabeza en señal de desconocimiento.
La siguieron en silencio hasta el parque Winslow, donde encontraron un tumulto.
En una banca estaba sentada Jill de Rais sacudiendo el polvo de su vestido azul marino, tenía enrojecida las mejillas y los ojos vidriosos.
Dos mujeres la consolaban, mientras a un metro de distancia dos hombres resguardaban a la agresora, que cubría su rostro y tenía apoyados los brazos en las piernas. Yrene sintió un enorme disgusto.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó César mientras se aproximaba a los hombres—. ¿Qué significa esto Genevieve ?¿Qué hiciste?
César mostró su placa.
—¿Esto es lo que aprenden los policías?¿A golpear a los más débiles? —increpó uno de los hombres, uno ya mayor, canoso y pálido.
Yrene se aproximó a Jill.
—¿Estás bien, Jill de Rais? —inquirió, poniéndose en cuclillas frente a su prometida pero no respondió.
—Se golpeó la cabeza al caer —dijo una mujer que le acompañaba y que le pasaba sus dedos por el cabello—. ¡Afortunadamente no se abrió!
Yrene tomó una de las manos de Jill y la acarició.
—Me duele —dijo Jill finalmente—. Yo, yo no quería problemas.
—Debería llevarla a un médico —dijo la otra mujer—. La oficial Oh la hizo caer de las escaleras, la ayudamos a caminar hasta aquí
El parque Winslow contaba con dos niveles, gracias al terreno irregular. La escalera de la que le hablaban tenía una altura mínima pero sus escalones pequeños siempre eran peligrosos para un caminante desatento.
—¿Te quieres ir, Jill de Rais ?
—Hay que esperar a la policía, enviamos a un mozo —contestó otra vez la mujer.
—No sé de que sirva, si la atacó una de ellos —respondió la otra.
—Les agradezco mucho sus atenciones, señoras, ¿Podrían dejarme sola con mi prometida?
Se estaba poniendo de pésimo humor y la mirada perdida de Jill no la ayudaba.
Cuando se movieron, Yrene se sentó juntó a Jill y la abrazó con delicadeza, ese simple gesto hizo que su prometida se quebrara y comenzara a llorar.
—Por favor, preciosa, haz un esfuerzo y dime que sucedió —Le susurró.
Yrene sabía que Jill estaba exagerando. Era notablemente más alta que Genevieve y aunque su delgadez sugería lo contrario, era fuerte y tenía músculos tonificados bajo las anchas mangas de su vestido pero no se sintió en conflicto. Jill respiró profundamente.
—Yo no hice nada malo, te lo aseguro —dijo, luchando por aire—. Yo ,yo, yo me detuve a hablar con la oficial cuando me llamó y...
Más lágrimas, la vio pasar saliva.
—Y le mostré mi anillo y montó en cólera y... y me empujó.
—Haré que lo lamente, si eso es lo que deseas. —aseguró. limpiándole las lagrimas con sus pulgares, decidida a seguirle el juego, Genevieve Oh había llegado ya al limite de su paciencia—. ¿Quieres que la despidan? ¿Quieres que también llore?
El rostro se le iluminó pero negó con la cabeza. Mientras un muchachito corría hasta ahí, seguido de un oficial uniformado.
—Quiero irme a casa.
—Te llevaré a casa.
Cuando el policía les impidió retirarse ella prometió que irían después a declarar, que necesitaba llevar a Jill con un médico pues aún se encontraba aturdida por la caída. Primero hubo renuencia pero finalmente las dejó marcharse, mientras ella y Nini ayudaban a Jill a levantarse pudo oír como en voz baja el oficial le informaba a César de otro cuerpo en el río.
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