Yrene I
Yrene se acurrucó en el sillón y recargó su cabeza en uno de los cojines, aquel era su momento favorito del día, donde podía escuchar a una persona agradable y con más conversación que el resto de la buena sociedad que visitaba su pastelería durante el día.
—Escuché las últimas noticias, Iulius Mærsse, te enviaron diez mil hombres y naves de guerra y tú los devolviste al océano —dijo al teléfono—. Grosero que ni siquiera les dejaras desembarcar.
—Me temo que las noticias llegaron erróneas, mi adorada Yì Rén, solo arrojé los hombres al mar —contestó su amigo al otro lado de la línea, ligeramente divertido y consiguió arrancarle una sonrisa, oír su nombre de verdad era algo que siempre le daba una ligera animación—. Y no eran ni seis mil pero aprecio los buques, una buena compensación de los principados por todo el sufrimiento causado.
—Es una pena que todas las historias que se cuentan no sean reales, dicen que tú mismo pasaste por la espada a los capitanes y arrojaste sus cadáveres decapitados al océano. —Sabía que no debía bromear con aquello pero encontraba la situación entretenida.
—Infortunadamente no soy tan medieval y hace mucho que no entro en combate, ser líder de un país es absorbente y no deja mucho tiempo disponible para mutilar soldados —La voz de Iulius comenzaba a sonar un poco ronca y cansada—. Lo cierto es que no siento aprecio por la brutalidad y en los últimos días nos hemos reducido a la defensa.
—Creo que es lo apropiado, dudo que pronto envíen otro ataque, Irlanda y Escocia se están convirtiendo en problemas mucho mayores —Yrene respondió—. Los días de los principados británicos están contados, sé que enviaron propuestas de paz a Escocia pero no lo sé, no luce bien.
—Tomando en cuenta de que tengo una comitiva Escocesa en la ciudad puedo asegurarte que esa propuesta caerá en oídos sordos.
—McAllen es una mujer razonable, si la oferta es buena doblará la rodilla ante la princesa Elizabeth —contestó—. Pero el resto de líderes se negará en rotundo a negociar si ofreces una alianza.
—No haré tal cosa, Yì Rén Adler. —afirmó—. Estamos cerca de firmar una independencia, ofrecer alianza hundiría a Islandia en una guerra total y más larga.
—Creo que te equivocas y pienso que no deberías cerrarte a formar alianzas...
—Esta no es tu guerra, eres británica y al final no es la sangre de tu gente la que se derrama.
Yrene sintió que en aquello se implicaba que ella no tenía en riesgo nada. Cuando lo cierto era que tan solo con la llamada en curso estaba cometiendo traición y aquello podría costar la vida de su familia, amigos y la propia.
—Creo que colgaré el teléfono Iulius Mærsse, estás repitiendo las palabras de Lilja Jóhandóttir y me aburre en demasía. —contestó—. Espero que puedas descansar y que tus próximos días marchen de manera optima.
—Yì Rén, no te enojes, no quise decir que no estés poniendo nada en riesgo, simplemente que es muy sencillo tomar decisiones estando detrás de un escritorio mientras el pueblo es quien vive las consecuencias. —respondió—. Lo que fracasé por comunicar es que pensaré con calma y consideraré las posibilidades y también la opinión de todo el consejo.
—Me parece adecuado. —contestó pero en su mano aún sentía el impulso de terminar la llamada—. ¿Hay alguna otra novedad que desees contarme?
—Ya que mencionaste a la adorada Lilja, tuve la enorme sorpresa de que su hijo menor trata de cortejar a mi hija. —dijo—. Mi casa es un desfile de pretendientes últimamente, Émilie lo encuentra divertido.
—No me digas que serás un padre celoso.
—En lo absoluto, me preocupa mi hija pero me preocupan más los muchachos, sabes que Nilsa tiene un terrible carácter —aclaró—. Durante una visita, un muchacho dijo algo que la disgustó y lo sacó a punta de bayoneta.
—Tu hija es un verdadero encanto —bromeó y lo escuchó contener una risa—. ¿Cómo han avanzado las cosas con Anja?
—Decidimos dejar de vernos hace un par de días. —confesó pero en su tono había algo que dejaba claro que no lo quería discutir aún—. Queríamos cosas distintas.
—Lamento que no funcionara. —respondió—. Últimamente yo he estado pensando en aceptar las atenciones de mi vecina, Jill de Rais, la pintora. Es una mujer decente, agradable y es muy hermosa.
—¿Crees que sea prudente y adecuado, Yì Rén?
—Si, creo que es momento de dejar en el pasado lo que sucedió con Genevieve Oh y abrirle mi corazón a alguien más. —afirmó—. Me consta que Jill de Rais desea formar un hogar y casarse en breve y yo preciso de apoyo en mi casa.
—No me parece que la necesidad de asistencia sea suficiente motivo para cortejar o permitir un cortejo, sin embargo no estoy en posición de criticarte, cuéntame, además de lo ya mencionado, ¿qué más sabes de ella?
—Tiene una sobrina de la que se encarga, trabaja principalmente para la élite de Londres y Lone Iland pero en ocasiones también ilustra libros. Es dulce y no se entromete con los asuntos de nadie. —dijo, pensando, la había investigando de manera superficial y todo lo había encontrado aburrido hasta el hartazgo—. Es un poco pasivo agresiva y se le podría encontrar asfixiante pero todos tenemos defectos. Si me ofrece una cita en un futuro próximo, aceptaré. Quizá yo misma la invite.
—Deseo que resulte bien para ti, después del fiasco que fue Genevieve, te mereces a alguien adecuado, aunque si me permites decirlo, te aburrirás de ella muy rápido. —Parecía que le leía la mente.
—Lo permito pero no lo acepto, aún así agradezco tus buenos deseos, Iulius Mærsse. —aclaró—. Te escuchas cansado, dejaré que descanses y yo me retiraré a hacer lo mismo.
Cuando colgó el telefono se atrapó aún sonriendo, había sido una conversación breve pero siempre se sentía satisfecha y en paz después de hablar con cualquiera de sus pocos amigos.
Yrene abrió las puertas de su pastelería.
Del horno ya se escapaba el aroma a naranja y almendras tostadas del pan dulce del día. También impregnaba el ambiente el olor a las galletas de avellanas y el de la infusión de canela. Apenas había llegado a su mostrador cuando la puerta se abrió de nueva cuenta, ni siquiera tenía que virarse para saber de quien se trataba.
—Bienvenida, Jill de Rais —saludó, alisando su delantal y pasando sus manos por su cabello.
—Lamento causarte una decepción, Yrene, pero solo soy yo.
Al girarse, Yrene Adler se encontró con el rostro redondeado y los ojos oscuros de extraña de su homónima: Irene Beaumont.
La joven Beaumont ocultaba entre sus cabellos negros y su piel de porcelana el secreto de la juventud eterna. Sin embargo no era la única poseedora de tal fórmula, la pastelera había visto ya tantos inviernos que —si no fuese por sus diarios—, podría haber perdido la cuenta.
—Irene, ¿a que debo el placer?
—El cumpleaños de mi Iliana será en una semana, vine a hacerte un pedido muy especial.
—Cuéntame que quieres y te haré un presupuesto —respondió secamente—. Y también veré si tengo espacio para prepararlo.
Irene arqueó una ceja, observando a la pastelera, tratando de adivinar si su interlocutora simplemente no deseaba elaborar algo que ella solicitara.
—Quiero que el pastel sea húmedo, de dos pisos, relleno de caramelo salado y nueces tostadas, de preferencia con betún de queso crema y decoraciones discretas, flores de azúcar tal vez —Enlistó, mientras Yrene la observaba recargada en su mostrador.
Yrene, sin parecer demasiado receptiva miró al reloj de su pared y se encaminó hacia la parte trasera de su pastelería con presteza, para apagar los hornos y sacar los bizcochos y galletas que ya deberían estar listos.
La pastelería y cafetería de Yrene Adler era relativamente grande, era todo el piso inferior de un antiguo edificio en la calle Ivory, dos habitaciones eran inaccesibles a los visitantes: la cocina y el resguardo de los gatos que eran el principal encanto del lugar. Y en el resto del piso estaban distribuidos escaparates, mesas, un par de sillones de terciopelo azul y diversos juguetes para gatos. Era un lugar casi mágico.
—Irene, aún tengo cosas por hacer, ¿te representa una molestia si por la tarde paso por tu casa a dejarte el presupuesto, tengo espacio en la agenda y podría entregarte el pastel el viernes por la mañana —dijo, saliendo de su cocina, durante el instante que la puerta de la cocina, más aromas dulces se liberaron: leche, caramelo y vainilla. Todo el lugar irradiaba amor.
—Me representa un inconveniente, si, si llevas el presupuesto a mi casa, Iliana podría verlo y su sorpresa estaría arruinada, ¿te parece mejor si vuelvo mañana por la mañana?
Yì Rén se mantenía ocupada, acomodando sus deliciosas creaciones a la vista de todos pero en escaparates fuera del alcance de los mininos que harían compañía a sus clientes durante el día.
—Mañana abriré tarde, es el funeral de Misty —Por primera vez miró directamente a los ojos almendrados de su interlocutora—. Pensé que tu también irías.
—Me dan miedo los funerales.
—Extraño comentario para alguien que vivirá por siempre —afirmó—. Nosotras no tenemos que temer a la muerte.
—Quizá no —Estuvo de acuerdo. No debería temerle a perecer, afortunada o infortunadamente la muerte jamás podría darle alcance—. Pero también me pone muy triste, Misty era tan dulce y tan bonita, parecía una princesa.
A Yrene a veces le daba la impresión de que al hablar con su homónima, hablaba con una niña que buscaba cuentos de hadas en la vida real. Cuando halagaba a las demás su voz estaba desprovista de envidia y también se ausentaban el deseo o la lujuria, simplemente sus ojos se iluminaban con admiración y anhelo. La pastelera sabía que había algo mal con Irene pero aún así no se sentía disgustada, si acaso a veces sentía una pizca de pena. Alguien tan dulce y limpia no era para la Lone Ilan del momento.
Con cadáveres en el río. Cuerpos sin luz, sin partes de sí mismas, los cuerpos de damas que dejaban corazones rotos, huérfanos o padres desconsolados.
Le parecía repugnante lo que la prensa estaba haciendo, vendiendo ejemplares con los escabrosos detalles de las muertes de aquellas mujeres. El terrible apodo que habían dado al presunto asesino: «Jack, el destripador». Ni siquiera estaba segura de si debía buscar al responsable entre hombres, en su opinión, ahí podía ver la mano de una mujer, era una aficionada al tema pero las victimas aparecían vestidas, las heridas suturadas y limpias. Un hombre no se habría tomado tantas molestias. Tampoco era que tuviese en su poder todas las piezas del rompecabezas.
Uno.
Dos chasquidos.
Un rostro curioso.
—¿A donde te fuiste? —inquirió Irene.
—Pensaba en Misty, siempre venía a comprarme pan de zanahoria para su hija, quizá debería llevar algo al funeral.
—Eso sería lindo, aún no comprendo Yì Rén. —admitió la joven Beaumont—. ¿Por qué una persona lastimaría a alguien como Misty?
Yrene suspiró, usualmente no le molestaría escupir veneno tal y como llegaba a sus labios pero por su acompañante se molestó en modular el tono de sus palabras.
—A muchas personas no les gusta el trabajo que ejercía Misty —explicó—. El trabajo de Misty hace que muchas personas se sientan incómodas y también inseguras y muchas personas harán lo que sea por mantener su comodidad y seguridad.
—Pero ¿por ser prostituta merecía lo que le hicieron? —cuestionó Irene, dejando en claro que no debían medir las palabras.
—No, desde luego que no, Misty era una buena mujer, una buena amiga y una buena madre y esas cosas son las únicas que tienen importancia.
La puerta se abrió de nuevo, esta vez era la clienta que Yrene había estado esperando. Pero antes de que pudiese ir detrás del mostrador, Irene se le acercó y susurró unas palabras.
—Ella no me agrada, parece la bruja de un cuento que se disfraza de la princesa.
Fue inevitable que el rostro de Yì Rén dibujara una amplia sonrisa, pese a que sentía un profundo desacuerdo, era común, sosa incluso pero no la habría considerado amenazante.
—Ya me voy, vengo mañana a platicar de lo que te pedí —dijo, asegurándose de que Jill fuese capaz de oírla también. Yrene asintió.
Cuando la puerta se cerró detrás de Irene Beaumont, Yrene encontró a Jill observándola.
—¿Lo de siempre? —cuestionó la pastelera.
—¿A que vino esa niña? —preguntó, haciendo caso omiso de lo que se le había preguntado—. Nunca sale de ese parque suyo.
—No aprecio el tono que estás usando, intenta de nuevo —Reprendió, Irene era extraña pero no era merecedora del desprecio con el que Jill se refería a ella.
Jill tomó aire.
—Lo siento —musitó—. Si, voy a querer lo de siempre y una rebanada de ese pan de naranja que huele delicioso.
Yì Rén asintió y soltó aire. Lo mismo de siempre, galletas de avena sin azúcar ni sabor o felicidad.
—Yrene, ¿vas a ir al funeral? —cuestionó finalmente Jill, incomoda, como no sabiendo que decir o de que hablar.
Jill no la miraba, veía a algún punto en la nada como si en su mente estuviera sucediendo algo importante o conjurándose una imagen.
—Si —contestó, terminando de armar la pequeña caja donde empezó a acomodar las galletas que Jill siempre compraba, le incluyó también una magdalena de vainilla y queso, tal vez eso haría que probara cosas nuevas—. ¿Tu vas a ir?
—No considero que sea apropiado, solo nos veíamos en la calle y de vez en cuando paseando en el parque pero no interactuábamos —afirmó.
Había algo en su rostro que no podía leer, no estaba segura de si era falsedad, incomodidad o vergüenza. Jill apretó los labios, como deseando no tener que hablar más.
—¿No? Me había parecido verlas pasear juntas en el parque hace como una semana.
Vio a Jill dar una bocanada de aire y ruborizarse ligeramente, como si se sintiera acusada de algo. Probablemente sentía que le estaba preguntando si ella había solicitado los servicios de Misty.
—Si, ella quería que hiciera un retrato de su familia pero no llegamos a un acuerdo, creo que ahora lo haré gratis, para sus hijos y su demás familia si es que la tenía.
—Sería un hermoso detalle para sus hijos y hermano, que eran toda su familia —Yrene cerró la caja—. No entiendo aún como alguien tuvo el corazón para matarla, ella era amable y buena, siempre rescataba gatitos y me los traía a salvo, muchos criticaban como hacía dinero, pero tenía una buena casa para sus hijos y su hija ha tenido educación, yo la admiraba mucho.
—Fue la novena ¿no? Se escapa de mi comprensión como la policía no sabe nada.
—Yo tampoco puedo comprender —afirmó—. Nueve víctimas y no hay nada.
—Quizá no están buscando, todas eran prostitutas y un par, indigentes.
Yrene soltó aire, la situación le hacía sentir calor y tensión en el cuerpo, también un mal sabor en la boca, le costaba nombrar sus sentimientos pero aquello lo solía nombrar como indignación. Jill no parecía compartir esa sensación ardiente, sino algo más similar a la pena, incluso le pareció que a la mujer se le habían llenado los ojos de lágrimas.
—Hablar de esto me hace sentir disgustada.— comentó, mientras una familia pasaba la puerta y se ponía cómoda en una de las mesas—. Si decides ir al funeral, ahí te veré. Me encantaría poder hablar más contigo.
En el gato parecía pesar más su deseo de dormir que las ganas de comer el pollo que Yrene le ofrecía, en un mediocre intento de hacerlo bajar de la repisa más alta.
No era el único gato en la tienda, pero si era el que siempre ponía más resistencia a volver a su habitación.
Finalmente el animal saltó hacia una repisa más baja, harto de la imprudencia de la pastelera.
Ahí, Yrene lo pudo tomar en brazos y lo llevó hasta su habitación y los otros gatos que aún se paseaban por la cafetería, la siguieron, maullando y oliendo el pollo que aún llevaba entre sus dedos. Yì Rén Adler cerró la puerta tras de sí.
La llamada «habitación de los gatos» era una habitación de seis metros de largo y ocho de ancho, sin duda había funcionado como recámara de uno de los lujosos apartamentos que albergaba el edificio rojo, antes de que que los padres de Yrene lo hubiesen comprado para ella y de que lo hubiesen modificado al gusto de la señorita Adler. En la habitación se podían observar cajas de arena, repisas con cojines y platos para los animales, también había juguetes tan costosos que algunos padres se habrían horrorizado de ver ese dinero regalado a los gatos y no a infantes. También había una escalera que llevaba directamente a una puerta al segundo piso del edificio, que Yrene había modificado con muebles para sus compañeros y también había adaptado como recibidor y comedor.
Si le hubiesen preguntado a cualquier residente de la calle Ivory, era un exceso que Yì Rén Adler usara un edificio de cinco pisos para vivir sola. Y aún más, era ridículo que todo el día jugara a ser pastelera mientras podría vivir el resto de sus días sin hacer nada, solo cuidando y administrando los negocios de sus padres.
Pero no, Yrene Adler siempre hacía cosas para acrecentar su fortuna familiar.
Nadie tampoco podía quejarse de ella, era una buena vecina, siempre que alguien necesitaba le tendía la mano y ponía cualquier crisis bajo control.
Puso trozos de pollo en los platos de los animales y subió por las escaleras, abrió la puerta y la dejó de esa manera para que sus mascotas pudiesen vagar por la casa.
Una vez ya en el interior de su vivienda, siguió subiendo hasta su habitación, por las escaleras pese a que el viejo ascensor aún estaba en funcionamiento; una vez en la comodidad de su alcoba, se quitó los zapatos —que después llevaría a su vestidor—, se quitó la ropa y se puso el camisón que usaba para dormir, dobló lo que se había quitado y lo llevó al cesto con el resto de la ropa sucia.
Fue entonces que la interrumpió el sonido del timbre de su casa. Yrene se abrigó y bajó las escaleras a toda velocidad, preguntándose quién estaría ahí, molestándola cuando su día laboral había finalizado. De buena gana le habría arrancado los ojos a quien se interponía entre ella y su sagrado descanso.
Respiró profundamente, pasó sus dedos por su cabello alisándolo y caminó con presteza.
El timbre sonó por segunda vez.
Finalmente alcanzó la puerta principal y al abrirla se encontró con la curvilínea figura de Genevieve Oh, la oficial al mando de la investigación de «Jack, el destripador».
—Oficial Oh, ¿a que debo su visita?
—Yiren Adler, ¿puedo hacerle unas preguntas?
Yrene asintió, un poco irritada, después de tantos años no podía concebir que la oficial siguiera pronunciando su nombre de manera equivocada, hasta habría preferido que la llamara Yrene y no de aquella occidentalización de su nombre de nacimiento. Dejó a Genevieve Oh entrar a su casa, quien se quitó de inmediato los zapatos y siguió a la otra mujer hasta una pequeña sala con sillones de estructura dorada y con cojines de terciopelo azul.
—Bien, dígame, oficial Oh ¿Qué quiere la policía de Lone Ilan conmigo?
—¿No me ofrece una taza de té? —Una ceja de Genevieve se arqueó—. ¿O unas galletas?
—Si usted quisiera té y galletas habría ido a mi pastelería, no habría venido directamente a mi casa —contestó, tomando asiento en un sillón individual—. Así que omitamos las formalidades y los protocolos sociales, vaya al grano, oficial.
—Muy bien, señorita Adler —La oficial Genevieve abrió su maletín y de el extrajo un objeto envuelto en un retazo de tela gris—. ¿Puede decirme si le parece familiar?
Lo puso en la mesa y lo expuso a la vista de Yrene, el objeto era una gargantilla de encaje con un dije de plata. Yì Rén Adler se acercó a examinarla.
—El dije lo reconozco, eran los recuerdos que iba a dar en nuestra boda, Genevieve —respondió, sin mirar a la otra mujer—. El encaje no, es de mala calidad, vulgar incluso, no vino en ninguno de mis barcos, no comercio cosas tan baratas, si es lo que me preguntará.
—¿Estos dijes estuvieron a la venta? —cuestionó la oficial, tratando de mantenerse profesional, pero el recordar su desastrosa historia se lo impedía. O al menos a Yì Rén eso le parecía.
—Así es, eran cuatrocientos cincuenta y se vendieron muy rápido —Yrene trató de anticiparse—. Tengo la lista de clientes que los compraron, si es que la requiere.
—Si, me sería de mucha utilidad. —admitió Genevieve, en su rostro se veía que estaba preguntándose si era tan predecible—. ¿Nunca vio a alguien con esta gargantilla?
Negó, sabía que no le estaba dedicando una mirada amistosa pero estaba demasiado cansada como para interesarse en ello.
—¿Es esto sobre Jack, el destripador? —preguntó, más por formalidad que por otra cosa, era obvio que así era.
Genevieve asintió.
—En cada cadáver había una gargantilla igual. Una gargantilla que trataba de cubrir la marca de la soga que acabó con la vida de cada una de ellas. —confesó.
—¿Sabe si alguien tenía algo en contra de la señora Misty Frey? —cuestionó Genevieve Oh.
Yì Rén resopló, ya otro oficial le había preguntado eso anteriormente, o Genevieve trataba de alargar su estadía o quería ver si Yrene contradecía lo que dijo antes.
—Dígame, Genevieve, ¿le pagan por perder tiempo valioso haciendo preguntas estultas? —inquirió—. Si, había mucha gente aquí en el vecindario que despreciaba a Misty pero si me lo pregunta, no creo que alguno de esos mojigatos secuestraría a Misty, la estrangularía y le arrancaría el útero y el corazón.
—¿Misty tenía problemas con alguien en particular? ¿Tuvo alguna pelea?
—No particularmente, la gente que la despreciaba le sonreía a la cara y hablaba a sus espaldas, así funcionan las cosas aquí —Yrene se levantó—. Pero todo lo que le estoy diciendo, oficial, puede leerlo en la declaración firmada que tienen en la estación, le agradeceré que me deje continuar con mis actividades nocturnas. Mañana por la tarde paso a la estación a entregar la lista que me solicitó.
Genevieve se levantó también frustrada. Yrene no sabía en lo absoluto de la vida privada de Misty y si así hubiese sido no iba a soltar demasiada información al respecto.
Finalmente extendió su brazo señalando a la puerta.
—Oficial Oh, ya sabe donde está la puerta. Tenga usted una hermosa y productiva noche.
La oficial tomó el collar y se apresuró a la puerta, cuando la alcanzó, se metió sus zapatos y la vio pasar saliva, desconcertada con la frialdad de alguien que una vez la había amado. A Yì Rén a veces le llegaba a pesar el tratarla con tanta distancia pero era necesario, no eran amigas, no eran nada.
—Oficial, si se me permite el atrevimiento, tal vez deberían buscar a «Jane, la destripadora» —dijo en voz alta y Genevieve se viró, la expresión en su rostro era similar a la que habría mostrado si le hubieran volcado un balde de agua helada encima.
En silencio ambas parecieron llegar al entendimiento de que el mundo estaba tan acostumbrado a la violencia de los hombres que se habían olvidado que a veces la monstruosidad tiene rostro de mujer.
Genevieve asintió y cerró la puerta, dejando a Yì Rén ligeramente satisfecha de saber que su sugerencia no caería en oídos sordos. Yì Rén suspiró y se acercó a su puerta para cerrarla y se dirigió de nueva cuenta a su alcoba, seguida por un gato que vagaba por la escalera, aquella noche durmió en paz sabiendo que quizás estarían un paso más cerca de atrapar al asesino o asesina de tantas inocentes.
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