Jill XXXVII
El bolsillo puso resistencia al ser desgarrado pero lo consiguió con rapidez, también arrancó dos botones. Era un buen saco y era una lástima tener que arruinarlo pero servía a su propósito. Se dio prisa a salir de la desocupada oficina de Genevieve Oh, no habría podido explicarle a César su intrusión.
En su propia bolsa un cuadernillo propiedad de la detective, con su caligrafía y nombre, la prueba que pondría a marchar su plan.
Debía afinar detalles, afortunadamente Dahlia y Eliseius le habían dado espacio, estaban ocupados atendiendo otros asuntos, al parecer algo en Londres se había complicado pero no le habían dicho mucho, algo de un cinturón se había colado a su oído pero carecía de significado para ella. Las cosas a su alrededor estaban en una inusual calma y silencio, incluso esa inquietante paz había alcanzado a su adorada y su pastelería.
Cuando cruzaba el umbral del negocio pronto recibía la mirada de Yrene, pero en ella algo había mutado, aquellos ojos grises sufrieron una metamorfosis, de nubes llenas de agua y esperanza se tornaron en glaciares, la sonrisa se había tornado en una mascara y detrás de la gentileza podía encontrar repulsión, o así lo definía a falta de una palabra mejor.
La acuciaba, no había hecho nada para merecer aquella falsa cordialidad ni el desprecio que ocultaba debajo. Sin embargo no había demasiado por hacer sólo seguir su plan, ya tenía a la mujer que le serviría de ayuda, era fascinante lo que las personas estaban dispuestas a hacer por dinero pero para solidificar su artimaña necesitaba el objeto recién robado y la prenda dañada.
Genevieve caería por sus crímenes.
―Jill, es muy temprano para que se encuentre aquí ―La voz de César la atrajo y lo miró, en definitiva lo era pero era la única hora en la que podría entrar a la oficina de Genevieve.
―Lo sé, me preguntaba si querría desayunar conmigo antes de empezar su día.
Vio a César vacilar.
―Me encuentro ocupado esta mañana, espero no la disguste que no pueda acompañarla en esta ocasión ―contestó él, su negativa parecía incomodarlo pero no debía, ella lo podía comprender.
―Nos veremos después y nos pondremos al día, hay mucho que me encantaría compartirle, César ―respondió, quería hablar con honestidad respecto a lo sucedido en Londres, no podía comentar nada de Dahlia pero si que podría verbalizar sus sentimientos en cuanto a su compromiso―. De verdad espero su trabajo sea llevadero el día de hoy, me despido para no tomar más de su preciado tiempo.
―Lamento mucho lo del compromiso ―comentó, luciendo apenado y sin saber como traer el tema a la conversación.
―Yo también, ¿qué tal si lo conversamos mañana en la tarde con una taza de té en mi casa? ―preguntó.
―¿Le parece bien que sea a las seis de la tarde? ―cuestionó él con una sonrisa tenue.
―Por supuesto ―respondió, había esperado que el detective sugiriera otro lugar por cortesía pero al parecer ya sentía la confianza como para aceptar ir a su hogar. Se reprendió por tan temeraria invitación.
―Me parece perfecto, César ―contestó.
Salió de la estación sintiendo un ligero aire de victoria. Cada pieza parecía caer en su lugar y estaba comenzando a encontrar su optimismo, aún —y después de todo—, podría salvar la vida que se había construido. Sus amigos, su empleo, Yrene, aún con el aparente desdén podría resolverse. Podría recuperarla si jugaba sus cartas con inteligencia.
Mientras caminaba pensó en decir a su empleada que cambiara las cortinas por unas claras y los jarrones de metal por unos de porcelana y poner flores frescas, lo último que necesitaba era un detective en una casa umbría y nostalgica, llena de armas contundentes y rincones sin alma.
Un pensamiento se deslizó entonces, pernicioso, desagradable pero de verdad avasallante, lo maldijo en la distancia por esa claridad pero se regodeó en pensar que lo tuvo frente a ella y él no pudo verla, la miró a los ojos y no miró a su monstruosidad.
La conversación giró en su mente, Iulius llegó a decirle que podría apostar a que en el hogar de la destripadora encontrarían que su madre era una mujer de piel clara, cabello oscuro y ojos de algún color indefinido entre el cielo de primavera y la tormenta veraniega.
Era cierto.
Infortunadamente cierto y si esa verdad se asomaba a los ojos de César Taylor, estaría perdida, él era uno de los merluzos de la estación aunque navegaba por el mundo con la bondad y la confianza como banderas personales. No. Sí le dejaba las herramientas al alcance, él las usaría para destruirla.
¿Qué haría entonces con el retrato de su madre? Cubrirlo no era la mejor opción, en una habitación llena de luz lo primero que traería atención sería un cuadro cubierto por tela.
Tendría que bajarlo.
Y esconderlo.
Estaba consciente de que el hombre no era policía, la placa tenía defectos y la mostraba desde lejos, su porte era rudo y ligeramente intimidante, su arma tampoco correspondía a las que cargaban los oficiales y podía ver un cuchillo enfundado en su cintura pero igualmente lo había dejado pasar.
No quería saber que podría suceder si ponía resistencia, menos con la servidumbre ahí.
—Dígame, señorita de Rais, ¿reconoce este cinturón? —El hombre tenía una voz rasposa, no de forma natural, sino como alguien que había abusado del alcohol.
Lo reconocía, si. Después de todo había dejado evidencia en la casa de Krystal y era el famoso asunto del cinturón que Dahlia había intentado resolver, sin éxito. Mirando hacia atrás, la actitud hosca y distante de su adorada se inundaba de lógica.
Yrene sabía la verdad y ese hombre era el asesino que había mandado a por ella.
—Si, es mío —Se obligó a contestar—. ¿Qué hay con el?
La confusión siempre le había paecido una de sus mejores cartas a jugar, si era un asesino tendría que pelear invariablemente de las respuestas pero hablandole le quitaba tiempo para pensar y si de verdad era un policía —cosa que dudaba, pues la habrían llamado a una estación—, jamás podrían condenarla por evidencia que cualquier jurado sensato desestimaría por ser circunstancial.
—¿Qué hacía su cinturón en la casa se la señorita Krystal Belcourt?
—¿Disculpe? —cuestionó—. Ya recordé, estuve ahí de visita con mi anterior prometida, la señorita Adler, debí olvidarlo.
—¿Qué razón tiene para olvidarlo ahí? —El hombre le otorgó una sonrisa que la hizo entender que no le creía ni una sola palabra.
—Me averguenza admitirlo pero esa mañana me excedí con las galletas y los bollos que hace la señorita Adler, el cinturón me molestaba y fui al tocador, me lo quité para ajustarlo pero al final lo olvidé —Elaboró aquella mentira, sabía que nadie de ingenio aceptable compraría esa excusa pero repetirla varias veces podría hacerla sonar real.
Tendría que pensar en una razón para que ese cinturón estuviese en la sala y no en el tocador. No volvería a beber en su vida.
—Comprendo, señorita, le pediré que no abandone Lone Iland, es seguro que habrá más preguntas para usted —El supuesto oficial se levantó y le sonrió—. Le agradezco su cooperación.
—Nada que agradecer —contestó—. ¡Josephine! Acompaña al caballero a la salida.
Su empleada apareció con rapidez pues había estado limpiando los barandales de la escalera.
—Si, señorita —Josephine asintió y la vio guiar al hombre a la salida, el cual observaba la casa y pese a su discreción, Jill supo lo que hacía.
Analizaba la casa, sus entradas, sus salidas y la distribución. Yrene no lo había enviado a matarla, sólo a analizar el terreno.
De cualquier forma, si no se apresuraba, era mujer muerta.
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