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Jill XXXIX

Jill, la destripadora.


César había estado brevemente en su hogar y sin querer le proporcionó la información de que Diana Northon se había desaparecido de la ciudad, sólo dejando una misiva que contradecía su previo testimonio, aquel que señalaba a Genevieve como la responsable de todas sus flores marchitas.

Colgando de nueva cuenta el retrato de su madre sintió en el pecho una punzada de dolor, al final sus esfuerzos no habían sido suficientes para poner su vida recién construida a salvo. Respiró con profundidad y dejó ir el aire sonoramente, al menos tenía la información y esa era siempre una ventaja, se dijo pero no podía apaciguar el frío en su cuerpo, sus vellos erizados ni la sensación de peligro.

Escuchó golpes en su puerta, más no se apresuró a atender, sus entrañas se movían en alguna suerte de advertencia, de mal presagio.

Abrió la puerta y se sorprendió al  encontrarse con Genevieve Oh, la observó desde los pies hasta el sombrero.

Vestía bien, con limpieza y esmero, algo inusual. Algo estaba mal, además de su libertad, la idea era que estuviese metida en la cárcel.

—Señorita De Rais, ¿tiene un minuto para mi?

No.

Había algo en el aire, en la sonrisa ladina de la mujer, hasta en la luz del sol que se sentía incorrecto. Habría deseado cerrarle la puerta en la cara y correr, aquello era lo que su interior le pedía que hiciera pero ella desobedeció al instinto y se hizo a un lado de la entrada para permitir el paso a Genevieve.

—Será un placer, Señorita Oh.

La oficial Genevieve Oh llevaba pantalones planchados a la perfección y la camisa beige fajada, alrededor de su cintura llevaba el cinturón y un arma, arma que no debería poseer pero que igual estaba ahí para ser un potencial problema. En su mano llevaba sin esfuerzo un portafolios, no debía haber demasiado en su interior.

Cuando estuvieron ambas en la sala de estar, Genevieve alzó la mirada hacia el retrato en la pared, era urgente quitarlo de ahí. Alzó también la vista, hacia el rostro de su madre y que usualmente cubría para esconderse.

—¿Quién es? —preguntó—. ¿Puedo?

Miró al sillón y Jill asintió.

—Mi madre, si, adelante, tome asiento.

Ella se sentó y Jill la imitó, Genevieve cruzó las piernas y se recargó cómodamente, devolviendo su mirada al retrato.

—Usted se le parece mucho.

Jamás. En nada, ni lo más mínimo.

—No es cierto —afirmó, sonriendo, no queriendo develar lo insultada que se sintió.

—Hay semblanza —dijo aún analizando la pintura—. Tienen la misma forma del rostro, una estructura facial similar y el mismo cabello, ella era muy hermosa.

—Si lo era, mi hermana Janine se le parecía mucho más —comentó—. Yo no tanto.

—Entonces la belleza corre en la familia. —dijo y pronto su sonrisa se desvaneció—. Señorita de Rais, voy a pedir mucha calma de su parte ahora.

Otra vez la llenaba la sensación de que algo marchaba mal. Sus ojos vagaron rápidamente desde los pesados candelabros, hasta los floreros, pasando por todos los otros objetos del lugar, nada al alcance de su mano para valerse si tenía que hacerlo.

Solo le quedaba la propia fuerza y la esperanza de ser más rápida que la mano de Genevieve.

Igualmente se obligó a mantener la sonrisa y a verse confundida por un tiempo que quizá fue demasiado largo.

—¿Por qué?

Vio el pecho de la oficial alzarse en una respiración profunda y soltar el aire con sonoridad mientras de su portafolios extraía documentos, escogió uno y se lo pasó.

«Jolene De Rais, hallada muerta.»

El papel era tan antiguo que si lo hubiese apretado en su puño se habría desintegrado.

—Fue una situación muy desafortunada, pero fue hace mucho tiempo —dijo.

—Lo mismo pensé, Señorita de Rais, luego leí con atención toda la investigación y me pareció una macabra coincidencia que el cuerpo de su madre fuese encontrado abierto y sin corazón.

Genevieve había unido los puntos, era desafortunado. Estaba ahí para restregarle la victoria pero nada estaba decidido, la victoria era de quien cruzara la puerta de salida.

—Lo dice por la destripadora —No era una pregunta, Jill no terminaba de decidir que decir.

—Sé que es usted.

—¿Puede probarlo? —preguntó con toda la compostura de la que fue capaz. Sin embargo comenzaban a sudarle las manos y el cuello, todo le estaba saliendo mal.

—Eso y más cosas —afirmó Genevieve—. No se resista y vaya conmigo a la estación.

Jill miró el rostro de su madre en la pared, como si la pintura le fuese a decir que hacer.

Pero sabía lo que su madre habría dicho. Y no le gustaba.

Recordaba cuando ella tenía catorce años y arrojó a una niña desde el tercer piso del prestigioso colegio al que asistía y como su madre le dijo que aquello había sido necesario. Le enseñó también a lidiar con las consecuencias, a llorar y a mentir para salir indemne, quizá después de todo y a su retorcida manera, su madre la había amado y desde el eco que quedaba de ella en su memoria le daba la respuesta para mantener su vida.

«Siempre lo necesario, incluso matar.» Aún podía oírla, en aquel momento recordó cuantos muertos había escondido su madre, suyos y de cada una de sus hijas. Incontables.

Jill pensó en sus propios muertos. ¿Diez? ¿Veinte? ¿Cincuenta? No lo sabía, no los contaba como alguna clase de monstruo. No lo hacía por placer, aunque hubiera algo de Jolene en ella, ella no era su madre.

Había estado silente por un lapso prolongado pero Genevieve aún parecía esperar su respuesta. Eso de algún modo le generaba una rabia inexplicable.

—Todo lo que tiene es circunstancial, ¿pretende acusarme del asesinato de mi madre? O debería preguntar —Hizo una pausa para poner una expresión de horror y confusión—. ¿Dice que yo soy «Jane, la destripadora» porque infortunadamente mi madre murió de una manera similar?

Regresó su rostro a su expresión usual, una de las tantas cosas que la enorgullecía es que su cara y su cuerpo hacían exactamente lo que ella deseaba en la mayoría de las ocasiones.

—Louisa McGrath, usted la arrojó desde un tercer piso —dijo Genevieve—. Arthur Henderson, usted le cortó la garganta.

—Un accidente terrible y defensa propia, eso dicen los archivos qué evidentemente hizo llegar desde York y Jersey —afirmó—. ¿Tiene más?

La oficial Oh sonrió ampliamente y entrecerró los ojos.

—Muchos más, estará en prisión por la eternidad.

—Hay algo que he aprendido y es que el mundo tiene una memoria muy corta, a nadie le importa lo que pasó hace un mes, a nadie le importará lo que hice hace medio siglo —contestó—. Eso, desde luego, siendo generosa y asumiendo que le creen, si estuviese teniendo esta conversación con otra persona tal vez consideraría entregarme pero usted no tiene prestigio, poder o siquiera credibilidad.

—Es cierto, comprobemos su hipótesis.

Ipso facto Genevieve se levantó y dio un par de pasos hacia la salida. Jill la haló del cabello y le cubrió la boca con una de sus manos, lo lamentó de inmediato al sentir los dientes de la mujer.

Y luego el arma en la mano de Genevieve apuntando a su cabeza.

Se forzó a soltar a la mujer que se alejó y permaneció apuntando, aquello comenzaba a sentirse como un deja vu. Pero algo le decía que Genevieve era más simple que Krystal.

—Todo será más simple para usted si se entrega —habló notablemente agitada, en sus pupilas dilatadas y su postura podía leer su miedo.

Esas dudas no las había visto en la señorita Belcourt.

—¿Cree que me enviarían a prisión? Soy áurea, implica que para estar seguros de que no volveré, van a descuartizarme —dijo—. No quiero eso para mi sobrina, por favor, piense en ella, soy su única familia...

—Puede pedir clemencia y seguro tiene un buen abogado.

Tenía que ser honesta consigo misma, le hería el ego que una mujer tan estúpida la hubiese descubierto. ¿Clemencia? ¿Abogados? ¿Acaso Genevieve se escuchaba a si misma? Como si el mundo entero no fuese a pedir su cabeza en una estaca, como si hubiesen retrocedido siglos a la edad oscura.

Se habría reído si su vida no pendiese de un hilo, se dijo que tenía que hablar, no debía dejar a Genevieve pensar.

—¿Sabe? Mi madre me entregó a dos hombres para que me violaran, por eso la maté —empezó y trató de recordar las sensaciones, trató de reabrir sus propias heridas—. Y... He querido parar, más que nada en este mundo...

Jill clavó aún más sus propias garras en sus sentimientos y se hundió en su dolor, sangrar le compraría tiempo para distraer a su presa y lanzarse a matar.

—Henderson fue uno de esos hombres que... —murmuró y obligó a su garganta a temblar, su voz saliendo quebradiza y pequeña—. Usted no es ajena al sufrimiento que ese tipo de hombres pueden causar, usted lo ha visto y teniendo la vida que usted tuvo... Sé que lo sintió en carne propia... Lo que me hizo no fue correcto.

—Tampoco lo fue matarlo. —respondió Genevieve pero Jill sentía que la mujer comenzaba a flaquear.

—Y Louisa... Lou fue un verdadero accidente —continuó—. Yo estaba enamorada de ella y se lo confesé, nos escondíamos para estar juntas, solo nos tomábamos la mano y hubo algún beso inocente hasta que sus amigas nos vieron...

Hizo una pausa, emulando dificultad para hablar. Como si fuese a romperse.

—No culpo a Lou, ella dijo que yo la forcé y empezamos a pelear... Primero fueron insultos y luego empujones, las otras niñas corrieron por ayuda y mientras yo las veía irse Lou me empujó contra la baranda... —hablaba entrecortada y le costaba recordar adecuadamente—. Y ni siquiera sé como fue que cayó y sabe, yo habría querido caer también, porque eso fue lo que hizo que mi madre me entregara a Arthur y otros... Quería que me «arreglaran».

Genevieve parecía creer en algún nivel en lo que oía. Casi podía ver a la detective juzgar a Jolene. Casi. Habría que presionar un poco más.

—¿Y todas esas mujeres? ¿Cual es su excusa? —cuestionó la detective.

—Me sigue acusando de ser la destripadora —afirmó decepcionada—. Lo entiendo, yo tampoco me creería.

Se movió a su derecha con brusquedad e hizo a Genevieve reafirmar su agarre del arma y apuntarle con más seguridad. Demasiado pronto.

—No haga algo que vaya a lamentar, detective Oh.

—¿Porqué lamentaría dispararle a una asesina?

—Jamás podría probar eso, lo que el mundo verá es a una mujer que enloquecida por los celos de que su ex pareja continuara su vida y fuese a casarse, asesinó a la mujer que le estorbaba —dijo—. Yo sé lo que se siente que el mundo te apunte con el dedo y trate de desacreditarte... Por favor, se lo suplico, sea razonable. Discutamos esto, como mujeres adultas.

—Ven conmigo a la estación —indicó Genevieve.

—¿De verdad desea hacerse esto, detective? Terminará de sepultar su carrera, su vida y también la mía, aunque yo saldré siendo inocente, la sombra de la duda estará instalada en las personas —aseguró—. No todos me creerán y no me importa, pero mi sobrina, ella no merece esa mancha sobre ella, usted la conoció, sabe que es una niña dulce y gentil... No le haga esto a mi familia.

—Usted es culpable, admitalo —respondió la mujer, irritada pero llena de dudas.

Y Jill trabajaba con las dudas tanto como con pinturas.

—No soy un monstruo... —afirmó—. Lo confieso, soy yo, yo solo, no puedo parar... Trato y trato y al final sigo teniendo un cadáver en mis manos, no tiene sentido seguir intentando. Siempre quiero mejorar, cambiar y termina con un cadáver en mi alfombra.

Dio varios pasos atrás, pequeños y casi imperceptibles, se hizo pequeña, encogiendo los hombros y levantando sus manos.

—Mejor dispare... —concluyó después de pausar brevemente—. Quizá sería lo mejor.

Confusión.
Estaba vacilando, un poco más.

—¡Acabe con esto Genevieve! Conmigo y mi sufrimiento, con el terror qué causé. ¡Dispare! Por favor, máteme ahora, jamás le creerán pero así mi sobrina vivirá fuera de la mancha de mis pecados, por favor —continuó, instigadora pero Genevieve no parecía haber tomado ninguna decisión.

Genevieve Oh dio un paso atrás y Jill uno hacia adelante mientras sus mejores lágrimas brotaban. En otra vida podría ser actriz, como su madre.

—No se acerque o disparo.

Su boca había dicho algo pero su postura se había relajado y sus brazos habían perdido firmeza. La seguridad que albergaba Genevieve momentos atrás se había desvanecido. ¿Bastaría?

—Por favor, Genevieve, por favor. Dispare. —suplicó.

Vio la oportunidad.

Y la tomó.

Al hacerse con el revólver se encontró con una cámara vacía y la risa contenida salió del fondo de su garganta. No se sentía especialmente divertida pero si entretenida y a la vez, extasiada.
Aquella frase que rezaba que la estupidez humana carecía de limites tenía razón.

Genevieve no tuvo tiempo para reaccionar, cuando Jill le puso el brazo alrededor del cuello vio en el rostro de la detective el entendimiento de que estaba condenada.

—¿Por qué?

Jill sabía a que se refería. Al final un poco de verdad no haría daño.

—Porque me daban asco y su parecido a la perfección era insultante, como un gusano es insultante al compararlo a la oruga que se convertirá en mariposa.

Enrolló la alfombra con dificultad, empapada con la sangre pesaba más. Le habría gustado compartir con Genevieve el conocimiento de los últimos instantes de Krystal Belcourt y cómo ambas encontrarían un final similar, a excepción de que la difunta detective serviría a un próposito mayor: mostrar que no hay pecado sin castigo, ni dañado sin mano vengadora.

Cortó en pedazos la ropa y la arrojó al fuego. Su relicario de plata y su reloj debían valer algo, así que los arrojó a su bolso de mano, las zapatillas aunque desgastadas y viejas eran de buena calidad, una grata sorpresa que resultaran ser de su número y lo último era el saco, libre de sangre lo colgó en la percha de su recibidor, quien entrara lo vería.

El aroma en el horno la llamó, el romero y el jengibre inundaron sus fosas nasales cuando lo abrió, clavó un tenedor y este entró fácilmente en la carne, estaba lista, una cena para nadie, un último cuadro que admirar pero jamás plasmar, infortunadamente su último diseño tendría que ser sólo para sus ojos y luego para el fuego.

No estaba segura de que demonio la había poseído y forzó a su mano a descuartizar a Genevieve, tampoco estaba segura cómo aquella imagen se introdujo en su mente pero una vez ahí tenía que materializarla.

La había cortado en diez pedazos y había extraído algunos organos, se dijo que quizá se había excedido pero poco importaba, era su despedida antes de arrojarse a las sombras. ¿Qué había de malo con un poco de exceso antes de la frugalidad?¿Qué había de malo con un poco de horror antes de la redención? Eran quizá pensamientos de dulce indulgencia pero decidió que los merecía.

Puso su mejor vajilla, ya no tenía oportunidad de venderla en su presta y anticipada huida, el alba estaba a unas horas de distancia pero era necesario que abandonara Lone Iland, la ausencia de Genevieve se haría notar pronto para César, una visita al departamento de la reciente difunta bastaría para dar idea de su paradero —suponiendo que fuese cierto que Genevieve poseía más información comprometedora—, y no era un riesgo que estuviera dispuesta a correr.

Debía ocultar su rostro por un tiempo prudencial, eso sabía pero igualmente comenzaba a sentirse epistolar, ansiaba plasmar en misivas sus sentimientos desbordados y sus ensoñaciones no realizadas pero sólo escribiría si el tiempo le alcanzaba, debía partir antes del amanecer, cuando su vieja morada se encendiera en llamas iría contra reloj.

Jill se puso el sombrero y cubrió su rostro con una redecilla densa que le obstruía la vista pero cumplía con la función de ocultar su identidad. Tomó su maleta, su bolso de mano y los llevó a la calle y ahí, con una punzada en el pecho y que se asemejaba a la culpa —sin llegar a serlo—, encendió las llamas que se encargarían de quemar su antiguo hogar hasta los cimientos.

Si la atrapaban le esperaba el patíbulo, la muerte no le daba miedo pero sí la posibilidad de perder la oportunidad de estar con Yrene. Esa sería una peor condena.

Pero el tiempo lo borraría todo, esperaría. Era una mujer paciente, aguardaría hasta que sus errores ya no pudiesen significar nada para su adorada, hasta que el recuerdo de sus flores marchitas se desvaneciera. Hasta que el paso del implacable tiempo eliminara sus crímenes.

Repasó mentalmente, había dejado todo en orden, había transferido toda su fortuna a cuentas de respaldo y había comprado el boleto para un barco rumbo a España, donde huiría hacia Abya Yala, fuera del alcance de los principados y lejos de la vista de Yrene Adler, quién estaría furiosa por la pérdida y la impotencia.

Caminó con presteza, al pasar por la pastelería miró furtivamente hacia dentro pero no pudo ver a Yrene ahí. Era una pena, habría preferido marcharse con un ultimo vistazo de su amada. sin embargo sabía que era muy temprano, el reloj robado a Genevieve marcaba las cinco veinte de la mañana, el amanecer pronto le daría alcance.

La diosa estaba castigándola por sus errores.

Era cruel, ¿que diosa misericordiosa castiga a sus creyentes por hacer lo que era necesario?

Bajó la cabeza y siguió con su camino, la maleta no pesaba y sin embargo sentía que arrastraba una enorme carga. Trató de animarse diciéndose que aquel no era el final ni la despedida. Al llegar a la entrada de la casa de Yrene sacó de su abrigo varios sobres y al subir los escalones, los deslizó por debajo de la elegante puerta.

Tres cartas.

Una para su adorada, con renovadas condolencias por su hermana Krystal y una cínica disculpa por sus errores. También con la reafirmación de sus sentimientos más bellos y algo de su vergüenza y ese cuasi arrepentimiento que podía sentir en su interior.

Una para César. Con todos los deseos frustrados, con las fantasías que tuvo sobre su amistad y el dolor que le representaba que no pudiesen materializarse porque el destino así lo quiso.

Otra para Genevieve, que no podría leerla jamás.

Aún podía sentir en sus músculos el esfuerzo de cortarla en pedazos, aún podía ver sus dedos enrojecidos de tanto tallarlos para sacarse la sangre y aún tenía en la nariz su aroma.

Jill le dio a Genevieve Oh lo que esta siempre deseó, un impacto. Su final estaría en la página principal por meses y su nombre sería inmortalizado en los periódicos, sería la joya entre todas sus flores y su obra maestra.

Al continuar con su camino se encontró con el periodico del día mientras un humilde vendedor los acomodaba en su pequeña reja. ¡La diosa le había dado una última victoria! El barco de aquel maldito hombre que le había arrancado a Yrene de los brazos había sido hundido, la flota británica lo había conseguido en singular combate naval, una victoria avasallante para el imperio que Jill abrazó como propia.

Compró un ejemplar, pocos sucesos le habían dado tanto placer, lo enrolló y siguió su avance, más extasiada que apremiada y cuando estuvo lo suficientemente alejada se subió a un carruaje, a causa del fuego pronto estarían ahí la policía y los bomberos para encontrarse con su magna obra, un cuadro que permanecería en sus ojos y en sus mentes por el resto de sus vidas.

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