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Jill XXV


Verlo en Lone Iland había sido una sorpresa, hacía a su estomago moverse en diferentes direcciones y a su corazón dar vuelcos en su pecho. En su mente danzaba la idea de que quizá el dinero que le había pagado no sería suficiente para mantenerla en el anonimato.

Ya no importaba, el hombre había caído muerto de su caballo poco después de que lo interceptara para ofrecerle unas piezas de oro que le recordaran su trato, piezas llenas de acónito que la piel del hombre absorbería en pocos minutos. Acónito que lo mataría con un ataque al corazón.

Sintió alivio cuando lo vio caer, se sintió ligera. Con premura retomó el camino a la mansión Hoffman, a las afueras de Lone Iland, el encargo debería tomarle un día, si acaso unas horas pero prefirió exagerar la gravedad del asunto y ganarse un par de días.

El camino en auto era sencillo y tranquilo, el ligero movimiento la relajaba.

¿Podía matar a Iulius? No, desde luego que no era posible. Pero podía resistirlo, esperar a su marcha, aguardar por su ausencia. Volvía a concebirse como el objeto inamovible que disiparía la fuerza imparable de aquel hombre que había abierto brechas en terrenos más suaves que ella. Pero ella no era débil, su amor y devoción por Yrene la llenaba de fortaleza y resiliencia.

La fuerza de Yrene alcanzaba para ambas, el poder y la luz de adorada eran suficientes.

Pensaba en círculos, esperando encontrar un nuevo hilo que la guiara hacia una salida, cada vez se le dificultaba más el plan de inculpar a Elliot Godwin por sus pecados pero no estaba dispuesta a dejarlo ir, podía lograrlo. 

Todos ganarían, ella se lavaría la sangre de sus culpas, César podría colgarse un gran logro en su carrera y se desharía de un ser humano repulsivo.

Arribó rápido a la mansión de uno de sus mejores clientes, Lord Marino Hoffman.

Les estimaba, a él y a su esposo: Larús  Váldimarsson, un traidor islandés.

Este último había sido una buena fuente de información respecto a Iulius y su pasado, información que aún no había sido capaz de usar ni corroborar, aunque le estimaba, seguía siendo un vende patrias y un traidor.

Este fue quien la recibió al bajar de su auto y quién por cortesía le recibió el maletín con sus insumos de trabajo. Posteriormente la guío por los largos pasillos hasta la biblioteca donde le mostró la pieza dañada, no era de su autoría pero era un paisaje divino, colinas nevadas y una luminosa luna. El cuadro se había manchado con vino, habría que raspar y repintar, sería rápido, la mancha era de unos diez centímetros, solo debía ser cuidadosa para igualar colores y texturas.

 ―¿Está muy mal?

―No, Larús, será un arreglo muy rápido, aunque debo admitir que nunca he realizado reparaciones a piezas de otros artistas ―confesó, poniendo sobre una mesa amplia el objeto dañado―. Es una pieza preciosa y me alivia que sea de rápida reparación, temía no volver a tiempo a Lone Iland para partir junto a mi prometida al baile de Londres.

―Nunca soñaría con separarla de su futura esposa por mucho tiempo, menos con tan insidiosa presencia en Lone Iland ―contestó―. Además nosotros también estamos envueltos en preparación para dicho evento, Marino ha ido a recoger los trajes a la sastrería y se ha llevado a los muchachos a comprar cosas, ellos no desperdician ninguna oportunidad para ir a la ciudad.

Los podía entender, aunque la mansión a las afueras y las grandes hectareas de tierra a su alrededor eran apacibles y llenas de aire fresco, eran solitarias comparadas con el movimiento y la velocidad de la ciudad, incluso de una pequeña.

―Lo puedo imaginar ―comentó―. ¿Los acompañarán sus hijos?

―No, consideramos que esos eventos no son apropiados para los más jóvenes  ―respondió―. Morgana tiene sólo diecisiete y Morgan, quince.

―Comprendo, yo tampoco llevaré a mi sobrina ―afirmó―. También es que quiero pasar tiempo a solas con mi prometida.

―¿Me mostrará ese precioso anillo?

Jill extendió su brazo y sus dedos para que el hombre pudiera verlo.

―Es muy hermoso, aunque me sorprende, recuerdo que Lady Adler consideraba los diamantes amarillos vulgares y de mal gusto ―De haberlo conocido menos y su poca propiedad habría considerado aquel comentario como uno malicioso y no uno de genuina intriga.

―Tal vez ha cambiado de opinión.

Quería pensar en ello, sin embargo, en los archivos de su memoria no podía recordar ni una sola joya de Yrene con diamantes que no fuesen incoloros. Pero también pensó en que entonces el anillo no era una joya que Yrene hubiese tenido empolvada entre sus cosas sino algo comprado especialmente para ella.

―Tal vez ―respondió él―. ¿Le apetece comer antes de trabajar?

Jill desabotonó su abrigo y se lo tendió.

―Quizá más tarde, por ahora sólo deseo dejar esto y quizá una taza de té ―contestó.

Tenía mucha hambre pero por la hora de su llegada se supondría que habría desayunado algo sustancioso en el camino. 

―Muy bien ―Larús le sonrió e hizo sonar una campanilla para llamar a la servidumbre―. ¿Le molesta si permanezco aquí? Estoy leyendo una novela y me gustaría aprovechar la ausencia de mi esposo e hijos para continuar.

Por supuesto que le molestaba, su espacio de trabajo era sagrado, para ella debía ser un espacio donde pudiese estar a solas con la obra, sus pensamientos y la inspiración. 

―Está en su casa ―respondió, comenzando a alzar sus mangas para evitar ensuciarlas, también tomó su maletín del lugar dónde el hombre lo había puesto y lo abrió para buscar las pinturas, espátulas y pinceles necesarios para la tarea―. Además siempre es muy agradable tener algo de compañía.

La empleada domestica llegó y recibió el abrigo de Jill y la petición de traer té y leche para los dos. 

―Cuénteme, ¿tomará el apellido Adler al casarse?

Había pensado mucho aquello, era obvio. Ya amaba como sonaba: «Jill Adler». Yrene se llevaría toda su suciedad, la ultima que eliminaría sería ese apellido que la ataba a su pasado y los horrores de las flores marchitas.

―Supongo, aún no lo hemos discutido ―afirmó.

Larús sonrió, sabía lo que estaba pensando. Yrene nunca adoptaría el apellido de su pareja, era demasiado grande su orgullo y su legado como para abandonarlo.

Jill sacó un delantal de su maletín y se lo amarró detrás del cuello y luego a la cintura, preparándose para trabajar. Por fortuna su interlocutor dio por terminada la conversación ahí y recibieron el té en silencio.


Se había tardado más de lo esperado en el trabajo pero la pieza había quedado impecable, se tomó el atrevimiento de alterar un poco la pintura añadiendo luces y sombras nuevas, creando un mayor contraste en el paisaje nevado. El resto de los Hoffman habían llegado poco antes de que ella terminara.

Ahora se encontraba sentada a la mesa con sus mecenas, Marino se quejaba del movimiento en Lone Iland, de la seguridad y de todo lo relacionado a la comitiva islandesa, también de como llevó dinero y provisiones para la escoria de las calles. No había ni una pizca de afecto por el hombre, era lógico, Larús le había sacado el ojo a Iulius décadas atrás y eso había destruido cualquier aprecio existente.

―¿A usted que le ha parecido el ministro Maersse, señorita de Rais? ―inquirió Marino después de dar un bocado.

―Es un caballero, muy educado pero poco amable, no me agrada en lo particular pero mi prometida le tiene afecto así que trato de ser cordial ―respondió.

―Un caballero ―contestó Larús con un destello de ironía―. Nunca escuché a nadie usar esa  palabra para describirlo.

―Pues en mi experiencia lo es, demasiado directo para mi comodidad pero no me ha tratado con otra cosa que no sea respeto y claridad ―contestó, no estaba segura de que la motivaba a defenderlo―. Soy ajena a la política y sólo lo puedo juzgar basada en su trato hacia mi.

 ―¿Y no lo juzga por su pasado con Yrene Adler?

―Marino, ese no es tema para la mesa ni para nuestros hijos ―interrumpió Larús.

Estaba de acuerdo, la vida personal de nadie era tema para la mesa ni para ningún otro momento. No iba a permitir que se escudriñara en la vida de Yrene ni la suya.

―Estoy de acuerdo ―respondió―. El pasado es eso, así que debo decir que no lo discutiré.

Marino asintió y la comida siguió con normalidad, tocaron otros temas, sobre la moda, Londres, los bailes y las ferias de verano, también mencionó su cumpleaños y los invitó a una cena que prepararía en su casa. Sabía que no se presentarían pero le enviarían un regalo.

Tenía que admitirlo, tenía la terrible costumbre de escuchar detrás de las paredes.

Ya en su auto y camino de regreso a casa no dejaba de pensar en una conversación que evidentemente no era para sus oídos.

«―¿Crees que realmente Yrene Adler vaya a desposarla? ―preguntó Marino.

―No, no lo creo, jugará con ella por un rato como con Genevieve Oh ―respondió Larús―. Tanto Iulius como ella están hechos de la misma madera, sólo se quedan con quienes consideran iguales a ellos.

―Coincido, es una pena, Jill es una persona decente y trabajadora.»

Esa parte de la conversación la había molestado pero no eran ni los primeros ni los últimos en llegar a esa conclusión. Había, sin embargo, otra parte que daba vueltas en su cabeza y no podía decidir si debía comentarla.

«―Los barcos zarparon a Islandia cuando él alcanzó Lone Iland, estarán listos para atacar cuando los islandeses vayan de regreso, muerto el perro se acabó la rabia ―afirmó Marino.

―Quedaría Yrene Adler ―respondió Larús.

―Yrene Adler tiene sus propios problemas, la condesa ha enviado una carta a los príncipes para desheredar a Yrene, también supe que uno de sus barcos se ha perdido y si somos afortunados, Jane, la destripadora se encargará ―aseguró Marino―. Sí Iulius cae, toda esa maldita revolución perderá el dinero Adler, Yrene jamás respaldaría a cualquier advenedizo que desee tomar la posición de Iulius.

 ―Es cierto, solo queda esperar.»

El baile era una trampa, una cortina hecha de humo para emboscar. No era estúpida, sabía que algo de interés había entre su adorada y el hombre pero al final no estaban juntos y eso era lo único que contaba. ¿Debía decirle a Yrene? Sus celos y desagrado no era suficiente razón para mandarlo a la muerte y causarle sufrimiento innecesario a su adorada, como adición haría que Iulius estuviese en deuda, advertirle podría salvarle la vida, no sólo a él sino a su familia, su tripulación e incluso una nación.

Estaba decidida, se los contaría en el baile, Yrene la amaría y él, se apartaría.

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