Jill XVI
Yrene había estado demasiado ocupada durante los últimos días afinando los detalles finales para la llegada de Iulius Maersse a Lone Iland, su llegada al país se había hecho por todo lo alto, con prensa, fotógrafos y guardias pero su traslado estaba siendo realizado con mucha mayor discreción.
Tenía que admitir que estaba ligeramente impresionada, junto a él llegaron seis barcos cargados de víveres, medicina y ropa para los huérfanos, viudas, enfermos y heridos producto de la guerra contra Escocia. En las calles Jill escuchaba de las personas que él se congraciaba con la escoria para ganar partidarios a su causa. Quizá era cierto o quizá si le importaban las personas.
Se sentía ansiosa, sabía que ese hombre era importante para su adorada pero también la disgustaba, le estaba robando toda su atención y tiempo, para compensar su poca presencia Yrene había enviado de manera consistente postres y flores a su casa, también algunos regalos pequeños como libros y manuales; habría mentido si hubiese dicho que las cosas no le interesaban pero se negaba a aceptarlas como un sustituto a la compañía.
Pese a que Nini era una compañía placentera comenzaba a sentirse aburrida, el ruido en su hogar le impedía concentrarse y su sobrina en confianza, charlaba sin cesar, sobre sus estudios, sobre sus pasatiempos e incluso sobre sus amigos. Se dijo a sí misma que el aburrimiento era una bendición, le daba espacio para tejer su red de mentiras y responsabilizar a alguien más de sus equivocaciones.
Sin embargo para dejar pistas falsas necesitaba de una nueva dama que sirviera a su propósito, era incorrecto y lo sabía, antes no había marchitado a sus flores por placer, no las odiaba tampoco, era imposible odiar a alguien que no conocía pero se encontraba en una nueva circunstancia y no había más remedio que adaptarse a ella, la felicidad tenía un precio y si ese era el de la suya lo pagaría.
―Tía, un mozo le ha traído este mensaje. ―Nini le extendió un pedazo de papel y lo recibió.
Había estado tan inmersa en sus pensamientos que no había escuchado ni el timbre ni la puerta abrirse, tampoco estaba segura de cuanto tiempo había pasado sentada con un libro abierto en su regazo.
―Gracias, mi cielo.
Desdobló el papel para leer el mensaje, se encontró con una caligrafía desorganizada y fina pero limpia. Era de César Taylor, le solicitaba salir a comer para discutir las lecciones para su esposa y tal vez olvidarse durante un par de horas de los horrores de su trabajo, la citaba en un pequeño restaurante cercano a la estación en una hora. Igualmente se preparó para salir y tomó un paraguas para llevarlo consigo pues en el cielo comenzaban a danzar algunas nubes de tormenta.
—Voy a salir, cielo, ¿necesitas algo?
—No tía, se lo agradezco. —contestó—. Estaba preparándome una infusión, la señorita Adler me envió unos libros de regalo, me dispongo a leer uno.
—De acuerdo, mi niña, me han invitado a comer así que tal vez demore pero te traeré algo para ti. —afirmó y salió, cerrando la puerta con cuidado de no hacer demasiado ruido a su sobrina,
Caminó, sin embargo en lugar de ir derecho hacia la pastelería de su adoración y siquiera mirarla a través del cristal, se fue a la izquierda para pasear frente a las casas más bonitas del vecindario y tomando una avenida que si bien era amplia, también era poco concurrida. No le apetecía transitar calles donde tuviese que encontrar demasiados conocidos y forzar su sonrisa, el día se le antojaba triste y su ánimo se inclinaba a la nostalgia y a la melancolía, danzaba en la oscuridad gracias al panorama tempestuoso no solo en su futuro sino en la bóveda celeste. No era su mejor día, las lluvias veraniegas le traían memorias que habría deseado que se perdieran, recuerdos que no podía compartir con ninguna persona, ni con Yrene, mucho menos con Nini.
Todas las casas tenían su propio encanto, algunas llenas de rosas y otras flores, otras exhibiendo fuentes y amplios jardines, árboles con columpios colgando de sus ramas y ventanales que seguramente permitían la entrada de mucha luz. También era silencioso, con las personas trabajando y los niños correteando por los parques, las calles más alejadas de la avenida principal eran apacibles.
Le gustaba caminar, era reconfortante de alguna manera y era una buena forma de gastar energía que siempre parecía sobrarle, también la ayudaba a pensar con más claridad que dentro de cuatro paredes.
Pensó en Elliot Godwin. No estaba segura de como podría conectarlo con Yrene. Era un desviado, si, pero eso no lo hacía peligroso y menos un asesino, su única oportunidad para ponerlo en la mira el evento próximo a suceder, la cena de bienvenida para Iulius Mærsse que tendría lugar en dos días, su ventana de tiempo se cerraba y aún no conseguía pensar en algo útil.
Al restaurante llegó en poco más de tres cuartos de hora, no por la distancia sino que se había entretenido observando casas, tiendas y escaparates durante su caminata. Cuando entró se encontró con la grata sorpresa de que César Taylor ya se encontraba en el lugar esperando a su llegada, el hombre bebía despreocupadamente una limonada y leía un periódico. Aunque ella no tenía el menor interés en los caballeros se dio el lujo de admirar un poco el rostro del oficial, tenía ojos grandes y cetrinos, cejas, pestañas y barba espesas, la ultima con crecimiento de pocos días y no muy cuidada, se veía mejor sin ella pero él parecía empecinado en conservarla. Era varonil y atractivo en la medida de lo razonable, su nariz estaba ligeramente torcida y poseía muchos lunares en lo visible de su piel. Al pensarlo le parecía más hispano que británico.
Él alzó la mirada y la vio, también sonrió y la llamó con la mano, así que se apresuró para sentarse frente a él.
—¿Cómo ha estado los últimos días, César? —preguntó Jill mientras se sentaba a la mesa.
—Si se me permite ser honesto, le confesaré que me encuentro muy cansado —afirmó el hombre—. ¿Y usted?
—Han sido días muy tranquilos para mí, me he dedicado única y exclusivamente a disfrutar de mi sobrina.—respondió.
Una mesera se aproximó y les dio el pequeño menú del lugar, no era comida muy sofisticada pero para un día común era lo suficientemente buena.
Observó entre los estofados y pastas para elegir algo de su agrado.
—Eso suena de maravilla.
—Un poco aburrido, si soy honesta.
—Para mí no suena mal un poco de aburrimiento, al contrario estoy ansioso de tener espacio para sentirlo. —aseguró—. Estamos trabajando muy duro.
—Lo sé, Yrene se ha unido a sus esfuerzos también.
—Tiene demasiado trabajo, no sólo por el caso.
—También por Iulius Mærsse —interrumpió—. Tengo que decir que me encuentro celosa.
—Supongo es lógico.
No lo era. Era irracional sentirse amenazada por alguien que con frecuencia estaba a miles de kilómetros.
—Sin embargo, al hablar del trabajo de Yrene me refería a que al parecer uno de sus barcos se perdió en el océano y las familias de la tripulación han comenzado a venir con ella con sus inquietudes. —agregó César.
La mesera interrumpió para tomar la orden, ambos ordenaron un plato del mismo estofado y agua, algo simple.
—No tenía idea de ello, debe ser mucho trabajo para ella sola.
—Si lo fuese o no quisiera hacerlo, ya habría contratado personal para hacerlo. —afirmó él—. Yrene jamás hace cosas que no desee hacer.
Era bueno saber aquello, así tenía claro que Yrene no haría nada por compromiso sino por deseo.
—Y dígame, César, ¿ha hablado con su esposa respecto a las lecciones? —inquirió cambiando el tema de la conversación.
—Si, me ha dicho que le gustaría empezar pronto pero queda el asunto de sus honorarios.
Se detuvo a pensar, no había considerado aquello completamente.
—César, si usted me lo permite...
—Dígame, ¿no habíamos acordado tratarnos con menor formalidad? —interrumpió, recordando su anterior conversación.
—Es cierto, lo acordamos, entonces, sé que tu orgullo no permitiría jamás que le de lecciones gratuitas —dijo—, así que por tratarse de ti y de nuestra amistad naciente, estableceré mi precio en una corona al mes por lecciones de dos horas tres veces a la semana.
—Aprecio tu gentileza y trabajo, así que acordemos que sean tres coronas por lección.
—Sabes que Yrene se enfadaría conmigo si te cobro aún conociendo tus planes y necesidades.
—Ah, ¿es por Yrene y no por nuestra amistad? —preguntó él.
—No, por supuesto que no.
César soltó una carcajada.
—Estoy jugando contigo, sé que tanto tu como Yrene son conscientes de mi posición social y mi economía y valoro que las tomen en cuenta al momento de alguna darme su servicio pero no me gustaría ser caridad, la caridad es la hermana linda de la lástima.
—No me malentiendas, es una consideración que en cierto modo veré redituada, no solo pondré a prueba mis habilidades de enseñanza y practicaré cosas nuevas, sino que me convertiré en una pequeña parte del futuro que usted y su esposa continúen forjando. —aseguró—. Apoyar a un amigo y su familia, aunque sea de una mínima manera es gratificante por sí mismo.
La comida llegó a la mesa y se dedicaron principalmente a alimentarse, no era excelente, más bien insípida pero no comentó al respecto, el oficial se veía satisfecho y no quería estropearle la comida.
Entre bocados concluyeron en que Jill le cobraría tres coronas al mes y que una vez a la semana cenaría con ellos. Le había parecido un buen trato, él le agradaba y por lo que sabía, su esposa era una mujer encantadora y tenía que admitirlo, la compañía le sentaría de maravilla de vez en cuando. Al salir del restaurante se encontraron con que había empezado a llover, apenas unas gotas; Jill abrió su paraguas y cubrió al hombre también.
—No te molestes, cúbrete bien, no me pasará nada con esta llovizna.
Jill asintió pero no obedeció, ambos empezaron a caminar y ella se percató que las otras personas no se inmutaban con el agua pero ella detestaba la lluvia y mojarse en ella, siempre había encontrado desagradable la sensación de la tela empapada sobre ella así que evadía la temporada de tormentas con mucha persistencia.
No habían recorrido ni una cuadra completa cuando la inclemente tempestad cayó sobre ellos, volviendo el paraguas inservible. Apresuraron el paso con la esperanza de encontrar donde refugiarse pero solo consiguieron llegar a la avenida para encontrarse con una carruaje volcado y una dama bajo el suplicando auxilio, las personas comenzaban a congregarse y finalmente cuatro hombres unieron esfuerzos para levantar el vehículo, Jill se acercó mientras los otros se encargaban de la labor más difícil y observó a la mujer, al menos tendría una pierna y un par de costillas rotas.
Cuando los hombres consiguieron levantar, Jill haló de la mujer con cuidado, fuera de su aprisionamiento y la alzó en brazos, mientras esta empezaba a perder el conocimiento.
—César, ¿Dónde está la clínica más cercana? —preguntó, la mujer no pesaba pero se sentía terriblemente incomoda con llevarla en brazos con varias personas mirándola.
—En Pristine Avenue.
No estaba lejos y era menester llevarla, tomó aire e inició el camino con presteza pese a la lluvia y la ropa pegándose a su cuerpo, por delante de ella César le abría paso de mirones y personas atajándose del agua. Sentía sus zapatos inundados y pesados pero no se detuvo hasta estar frente a la pequeña clínica, fue recibida con velocidad y los paramédicos arrancaron a la mujer inconsciente de sus brazos, pronto una enfermera se le aproximó para llenarla de preguntas sobre la paciente y su condición.
Jill trató de librarse diciendo que no la conocía, que solo la había llevado por lo apremiante de la situación pero hubo insistencia hasta que llegaron dos hombres llevando al herido pero consciente conductor del carruaje y las pertenencias de la mujer identificada como Lorraine Walker. César prometió informar a la familia y ambos se retiraron del lugar, empapados y cansados.
—¿Tienes mi paraguas? —Jill, ya en la calle y de nuevo bajo la lluvia cayó en cuenta de que en algún momento lo había soltado.
—No, discúlpame. —César respiró profundo y se encogió de hombros—. Actuaste muy rápido, me he sorprendido.
—No es nada sorprendente, solo fui quien actuó primero. —contestó.
—Tienes una gran velocidad de respuesta, además la cargaste como si no le hubiese pesado ni un poco — afirmó él—. Esta lluvia es terrible, la acompañaré a casa.
—Lo agradezco, César.
La lluvia era menos desagradable con buena compañía y una parte de sí se sentía satisfecha de tener algo de aprecio y admiración del hombre a su lado, era bueno recibir algo de respeto fuera de la familia y amigos. Más que nunca necesitaba pensar rápido.
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