Jill II
Ella parecía un ángel.
Llevaba el cabello recogido sencillamente, dejando su perfecta mandíbula expuesta, alargada y definida, su delgado cuello también iba descubierto. Su piel era tan inmaculada y tersa que hasta la seda más fina era indigna de tocarla.
Yrene Adler era una obra de arte en movimiento, en la opinión de Jill, la sola presencia de su adoración, opacaba a los ángeles, vírgenes y santos que adornaban el templo. Todos deberían estar ahí rindiéndole culto a su amada y no escuchando las palabras necias de la sacerdotisa.
Aquella mujer religiosa decía necedades, decía que nadie era perfecto, solo la diosa, que nadie estaba libre de máculas en el alma.
Mentiras.
Jill había querido levantarse y pronunciar una blasfemia. Si había ser perfecto en la tierra. ¿Cómo no podían verlo?. Quizá era ella la privilegiada, al ser solo ella la que podía ver aquella perfección.
Aún en la distancia, Yrene pareció sentir la mirada de Jill pero lejos de mostrarse incómoda de aquel indiscreto interés, en sus labios rosados se dibujó una amplia sonrisa que dejaba entrever sus dientes blancos.
Jill se sintió recompensada pese a las miradas desaprobatorias que otros asistentes a la misa les dedicaron.
Su diosa la había mirado y no sólo eso, le había sonreído. No había disgusto terrenal que pudiera quitarle ese pedazo de paraíso que le había sido dado.
Sabía que fuera de sus pensamientos transcurría un funeral pero el dolor no la podía alcanzar, si acaso, sentía una leve pena por el bebé en los brazos de un hombre y por la niña sentada en los escalones que conducían al féretro. Su rostro enrojecido por el llanto y sus ojos aún confundidos —como si su tierna mente no pudiera procesar aún la ausencia de su madre—, lograban enviar una pequeña punzada al corazón de Jill. No lo suficientemente grande como para arrepentirse pero tampoco tan minúscula como para ignorarla.
Jill no había odiado a Misty, no, nunca siquiera había sentido desagrado hacia ella o su profesión. La mujer solo tuvo el infortunio de encontrarse con el pequeño monstruo que Jill albergaba dentro de sí y que parecía cobrar fuerza en presencia de damas que se asemejaran a la que tal vez nunca podría tener.
Jill observó uno a uno a los presentes acercarse al ataúd para darle el último adiós a aquella mujer y el pésame a su hermano e hijos.
Finalmente ella misma se acercó. Habían vestido a Misty de un hermoso púrpura y su maquillaje casi la hacía parecer viva. Casi. Había evidentes señales de muerte en ella, su cabello se empezaba a ver quebradizo y sus labios resecos. Incluso podía afirmar que empezaba a desprender el aroma de la putrefacción.
Supo que había estado de pie frente al cadáver durante mucho tiempo cuando sintió una mano acariciarle el hombro.
—Creo que te afectó más de lo que pensaste —comentó Yrene en voz baja, para después tomar una de las manos de Jill entre las suyas.
Jill asintió, era parcialmente cierto, despedirse de Misty era como desprenderse de una de sus obras, todo debía llegar a un final. Aún así se permitió sentir todo el tacto de Yrene, sus manos eran frías pero delicadas y el contacto era fuerte, podía sentirla perfectamente. Si Jill hubiese sido más valiente, habría aprovechado el momento para entrelazar sus dedos con los de su adorada. No lo hizo, no iba a arriesgar ese pequeño trozo de cielo.
—Vamos Jill —Yrene liberó la mano de Jill y trasladó su agarre a la cintura para darle soporte y alejarla del féretro. Jill se dejó arrastrar, extasiada. Y su mente conjuró un escabroso pensamiento: si la pena hacía que Yrene posara sus ojos en ella, podría sufrir o causar martirio por siempre.
Volvieron a las bancas del templo y tomaron asiento juntas. Aunque Yrene había interrumpido el contacto, Jill aún podía sentir su tacto en las manos.
Cuando Jill había leído en algún libro que los seres humanos estamos hechos de codicia, ella sintió un profundo desacuerdo, pero ahí, sentada junto a Yrene sin poder tocarla entendió que aquella frase en el fondo de su mente tenía razón. Codiciaba un poco más, solo un poco más.
Jill se perdió en su mente mientras la sacerdotisa continuaba con su sermón y mientras los amigos de Misty decían cosas hermosas sobre ella.
Ella misma podría haber hablado de las cualidades de Misty, de su dulzura y como cuidaba de los animales heridos que se llegaba a encontrar, podría contar como jugaba con los infantes que iban por las tardes a compartir un rato con su pequeña hija.
Misty tenía un defecto: su mortalidad.
La mortalidad, sin embargo, era amiga de Jill. Gracias a la mortalidad no tenía que quedarse al lado de las amantes que seleccionaba como alivio, el que esas doncellas pudiesen perecer le permitía estar disponible por siempre. Lista para cuando Yrene la quisiera a su lado.
Cuando el rito de despedida terminó, salieron del templo en silencio, Jill caminando junto a Yrene.
Quería decir algo, pero ¿qué sería suficientemente bueno como para romper el sagrado silencio?.
—Yrene, sé que no es el momento apropiado pero deseaba preguntar —murmuró pero fue evidente que Yrene la escuchó con claridad—. Hay un nuevo ballet en la ciudad, ¿te gustaría acompañarme?
Yrene se detuvo en seco, quedando de pie en uno de los escalones frente al templo.
Jill se preguntó si tal vez había pecado de imprudente. Era un terrible momento para sugerir ir a una actividad placentera y divertida, quizá se había excedido.
—Me encantaría —afirmó Yrene, esbozando una media sonrisa y extendiendo su brazo para que Jill pudiera tomarlo—. ¿Sabes? Pensé que nunca me invitarías a ningún lado, no después de aquella encantadora propuesta que tuve que declinar.
Si era honesta consigo misma, Jill pensó que nunca lo haría. Debido a que continuamente se había encontrado desalentada; cada vez que Yrene rechazaba un presente o sugería una ligera incomodidad a sus atenciones Jill sentía su esperanza apagarse un poco. Creyendo imposible llegar a concretar su más grande fantasía, más después de la ocasión en la que le declaró sus sentimientos e Yrene los rechazo con la cortesía de la que fue capaz.
—No quería provocar ninguna incomodidad en ti —admitió—. Mis sentimientos nunca han sido un secreto y no te molestaré renovándolos, pero quiero que compartamos más juntas y que sea el tiempo quien diga lo que podemos o no ser.
Yrene soltó aire pareciendo aliviada. Caminando por el empedrado de la avenida Brooke Lake, con sus bellos árboles verdes Jill sintió que todo en la tierra era hermoso y perfecto.
—Me sentí muy halagada cuando me confesaste tus sentimientos y fuiste muy dulce —Nuevamente soltó aire y Jill supo que esta vez era porque Yrene trataba de liberarse de un gran peso—. Pero yo no estaba en posición de considerarlos siquiera, acababa de romper mi compromiso con Genevieve y tenía una boda que cancelar; también era impropio y habría dado rienda suelta a habladurías.
—Lo comprendo, imagino que debiste sentirte en extremo abrumada y yo no te aporté algo positivo con mi apresurada confesión. —contestó.
—Tienes razón, sentí tu confesión como la vida ejerciendo presión sobre mi —confesó, Jill supo que algo en su expresión había delatado su pena porque Yrene dejó de hablar—. No seas dura contigo misma, incluso puedo decirte que aprecio el que me siguieras ofreciendo tu amistad.
Jill sonrió, quería decirle a Yrene que ella siempre estaría ahí para darle lo que quisiera. Si Yrene le hubiese pedido su corazón en una bandeja de plata, Jill no habría dudado en intentar arrancárselo.
—Entonces, ¿Cuándo es el ballet? —inquirió Yrene, después de un largo silencio de Jill.
—Este viernes, a las seis de la tarde —respondió—. Me gustaría pasar por ti a tu casa y llevarte unas flores, ¿te parece aceptable?
—Te aceptaré las flores si tu aceptas que yo también te obsequie unas —contestó, sin querer ceder del todo ante una tácita sugerencia de interés romántico.
—Me gustan los lirios —Jill sonrió ampliamente, deseaba conservar esa caminata juntas.
Grababa a fuego cada imagen en su cabeza, el vestido blanco de Yrene, sus zapatos negros con diminutos brillantes, incluso el pequeño agujero en sus medias.
A Jill le pareció que sus cuerpos podrían encajar perfectamente, Yrene más baja y menuda que ella, de un cuerpo esbelto y figura delicada. Pensaba en sí misma, en sus manos fuertes, sus hombros amplios y su altura mayor al promedio como lo ideal para Yrene.
—A mi también me gustan mucho.
«Lo sé, he pintado unos hermosos para ti.» Pensó Jill, pero no lo diría en voz alta jamás, no querría asustar a su adorada.
—Jill, ¿que pasó ahí dentro? Parecía que te enfermaba ver a Misty —preguntó, en voz más baja y suave que antes.
—Es difícil ver a alguien que solía ser tan radiante, ahí, sin vida —respondió—. También lamenté mucho ver a su pequeña.
—Me percaté de ello, al verla te pusiste lívida, pensé incluso que te desmayarías —respondió—. Por eso me levanté por ti.
—Te lo agradezco —Jill respiró con profundidad, sintiendo sus pulmones llenarse de aire fresco—. Ahí viene Genevieve Oh, me pregunto el motivo de su ausencia en el funeral.
—Genevieve tiene aversión por los lugares concurridos —comentó, mirando fijamente hacia Genevieve, Jill no se sentía cómoda con ello pero adoraba sentir el agarre de Yrene haciéndose más fuerte—. Sonríe, por favor, Jill de Rais.
Jill sonrió, mientras inevitablemente se encontraron frente a Genevieve Oh.
Su presencia disgustaba a Jill De Rais más allá de lo explicable. No es que fuese una mujer poco atractiva, al contrario, era muy hermosa y tenía un rostro que casi podía competir con la perfección del de Yrene. Tampoco le molestaba que Genevieve fuese una mujer caucásica, simplemente había algo en ella que causaba que Jill se estremeciera.
—Señoritas —saludó Genevieve, levantando su sombrero—. Yrene, necesito con urgencia la lista que me prometiste anoche.
—Si no recuerdo mal, dije que pasaría a dejarla a la estación —respondió Yrene—. Jill, necesito un momento a solas con la oficial, ¿te representa algún inconveniente esperar por mi?
«No, no quiero hacer eso». Pensó, observando a Genevieve de arriba hacia abajo. Su camisa mal planchada en los puños, el botón café que pretendía sustituir uno negro y los pantalones que evidentemente no eran de su talla, ya que arrastraba un poco las bastillas, que también estaban cosidas con torpeza. Todo en Genevieve era una serie de pequeños defectos que nadie miraría con sus ojos desatentos.
—Por supuesto, les daré espacio.
Jill soltó el brazo de Yrene y tomó algo de distancia, sin embargo pudo oír lo primero de una conversación privada.
—Es muy hermosa, Yrene —dijo Genevieve—. ¿Ya sabe que eres un monstruo?
Yrene sonrió. Jill había estudiado a profundidad cada gesto de Yrene Adler, como se extendían sus músculos, cuantos dientes mostraba al sonreír, las arrugas que se formaban en su rostro cuando tenía dudas o pensaba en algo.
Pero esa sonrisa era distinta, veía tensión en sus mejillas, mostraba demasiados dientes y sus ojos no reducían su tamaño, era una sonrisa falsa. Incómoda, no, no era esa la palabra. Artificial.
—Espero que no tenga que saberlo. —respondió Yrene.
Aunque Jill deseaba seguir escuchando, no podía invadir el sagrado espacio y privacidad que Yrene le solicitó. Se concentró en el resto de personas, de luto y con semblantes demacrados.
Era trágico, todo lo que había alrededor de Yrene debería ser bello.
La arquitectura lo era, el templo con sus paredes de piedra blanca y sus campanas doradas, el empedrado del suelo y las jardineras plagadas con lirio de los valles y unas cuantas manchas del violeta del acónito; todo era digno de la inmortalización. Todo era perfecto.
Recordó entonces que debía acudir a una casa en Peace valley al medio día. Jill seguía maravillándose, aunque la fotografía llevaba más de dos años existiendo, las personas seguían pagando por retratos, aunque estos fuesen sencillos. Sacó un reloj de su bolsillo y revisó la hora.
Las diez con quince, aún tenía tiempo para acompañar a Yrene hasta su negocio e ir tranquilamente a su cita caminando.
Sintió una mano en su hombro.
—Vámonos, ya terminé con la oficial Oh —Yrene cortó los pensamientos de Jill.
Genevieve Oh sonrió a modo de despedida.
—Disculpe, Oficial Oh, me he visto muy descortés —exclamó Yrene—. No le presenté formalmente a Jill de Rais, la pintora más talentosa que podrá encontrar en Lone Iland.
Genevieve extendió su brazo y Jill lo tomó con firmeza, sintiendo el brazo de la otra mujer, su pulso, la tela vaporosa de su manga y la tensión en su tacto.
—Es un gran placer conocerla, Señorita De Rais —dijo Genevieve, desbordando falsedad y soltando a Jill—. Lamento privarme de tan maravillosa compañía, señoritas, el deber me llama.
Jill e Yrene vieron a la mujer caminar hacia el templo.
—Hoy sacaron del río a la décima víctima de «Jack, el destripador» —comentó Yrene—. Aún no se conoce la identidad de la mujer.
Alessia o Elisa, o un similar. Recordó vagamente Jill, no porque le hubiese preguntado su nombre a la cortesana sino porque le pareció que había oído a una de sus compañeras llamarla así.
—Es un auténtico horror —contestó Jill, sintiendo por parte de Yrene una mirada inquisidora.
—¿Sabes? Tengo la hipótesis personal de que deberían estar buscando a una mujer. —Yrene volvió a enganchar su brazo con el de Jill y reanudando su camino.
Jill sintió, de pronto, que tal vez había cometido algún error, alguna delicadeza que pudiera delatarla. No. No era posible.
—¿Qué te hace pensar en eso?
—No hace mucho, leí un libro de Margarite Holmes llamado «La crueldad tiene rostro de mujer» en donde no solo nos cuenta sus experiencias como detective de la guardia de París, sino también como analista de las mentes criminales —explicó—. Se enfoca en los crímenes cometidos por mujeres y hay patrones marcados, como el uso de armas blancas, además de que las mujeres asesinan principalmente a niños, ancianos u otras mujeres...
—Discúlpame que te interrumpa —dijo Jill—. Leí el mismo libro y no comprendo del todo de donde viene tu teoría, ya que Jack, no entra en el patrón típico de una mujer asesina, él o ella, estrangula a sus víctimas.
—Tampoco entra en el patrón masculino, usualmente los asesinos en serie son depredadores sexuales, este no lo es —defendió—. No pensé que tuviera que explicar los detalles, ya que tu me das la impresión de poseer una mente más intuitiva y despierta para esas cosas pero aquí voy, pienso que se trata de una mujer porque les extirpa el útero y el corazón, los órganos que laten, los asociados a la vida y a la creación, pienso en una mujer que no puede tener hijos o que se siente podrida.
No era así, sí bien había algo mal consigo misma, no habría llegado a decir que se sentía de aquella manera, quizá rota es la palabra que definía mejor su sentir.
—¿Entonces crees que la asesina envidia a sus víctimas? —Jill sintió que sus músculos se tensaron ligeramente y aunque buscó, no recibió señal de que Yrene lo hubiese notado.
—Creo que codicia algo que ellas tienen y que al no poderlo tener, prefiere aniquilarlas o que quizá tienen algo que ella busca pero al no poder conservarlo de manera permanente, escapa dándoles muerte—concluyó, peligrosamente cerca de descifrarla—. Desde luego, no tengo todas las piezas, no sé si todas las víctimas eran madres, ni siquiera todas eran prostitutas.
Jill hizo un gesto de incomodidad al escuchar la última palabra. Eso eran, pero oírlo la hacía sentir sucia, una mujer de su edad y posición que paga por placer sexual no solo era atípico, podría haberse considerado incluso repulsivo.
—¿Mi lenguaje hiere tu sensibilidad, Jill de Rais? —cuestionó Yrene, casi divertida. Casi perniciosa.
Pero no podía ser. Su percepción debía estar fallando debido al gran despliegue de sensaciones y emociones que sucedían en su interior.
—Un poco —admitió Jill—. En mi casa no se usaba esa palabra, ni otras consideradas vulgares.
—Supongo que no todos pueden tener la inmensa fortuna de tener padres como los míos —contestó Yrene—. Mis padres siempre han sido muy liberales y no les preocupaba sonar impropios o vulgares, querían que conociera las cosas por su nombre, aunque también tiene sus inconveniencias, muchos me encuentran desaplacible, a veces mordaz e incluso malcriada.
—Supongo que es una fortuna aún así, crecí escuchando nombres ridículos para partes de mi cuerpo y que hablaban de mis preferencias como si fuesen un crimen —Jill no estaba completamente segura del motivo de su apertura pero parecía tener la completa atención de su acompañante.
—Lamento oír eso —respondió—. Dos mil veinte y aún hay gente muy ignorante, pero creo que poco a poco avanzamos como sociedad.
—Mis padres hicieron lo mejor que pudieron, pero si, eran ignorantes —Soltó un suspiro—. Ya no tiene importancia, fallecieron hace mucho tiempo.
Yrene pasó su brazo a la cintura de Jill, recortando aún más la distancia entre ambas.
Jill deseó más que nada en el mundo que aquel momento pudiese durar por siempre.
Deseaba una fotografía o mejor aún, una pintura que pudiese inmortalizar el inicio de su historia juntas.
Ya estaba fantaseando.
Podía verse sosteniendo la mano de Yrene paseando por el jardín envenenado o por la plaza blanca al sur de la ciudad, comiendo hilos de azúcar y bebiendo licor de cerezas.
—Dime, Jill de Rais —comentó Yrene—. ¿Como supiste que querías ser pintora?
—En realidad no lo sé —contestó—. Pero sé que soy pintora porque me gusta preservar las cosas hermosas.
—¿Solo cosas hermosas?
—También personas hermosas —respondió—. Todo lo que sea bello debería quedar en pintura, para que cuando se haya marchitado, siga existiendo una reminiscencia de esa belleza.
—Eres fascinante —dijo Yrene, no le estaba preguntando—. Quiero que me hagas un retrato.
—No creo ser capaz de hacer justicia a tu belleza pero por ti puedo intentar hacer algo perfecto.
—Que hermoso cumplido —Yrene soltó la cintura de Jill al entrar en la calle Ivory, viendo hacia su pastelería y su casa—. Después del ballet iremos a cenar, usa un vestido elegante.
—¿Puedo preguntarte algo, Yrene?
—Todo lo que quieras.
—Nunca me diste esperanzas de que pudieses corresponder mis sentimientos —explicó—. Rechazaste asiduamente mis presentes y fuiste displicente con mi corazón cuando me confesé, ¿por qué ahora muestras interés?
—¿Sabes? Mi relación con Genevieve Oh ya tenía muchas grietas antes de la ruptura del compromiso —admitió Yrene—. No necesitas los pormenores del asunto, pero después del escarnio público que sufrí y del escándalo que se provocó, sentí que lo más prudente era trabajar en mi misma para después poder abrir mi corazón a alguien.
No, no necesitaba algo que ya tenía, había escuchado y averiguado tanto como le fue posible.
—Aprecio mucho tu franqueza y agradezco que me consideres digna —respondió Jill.
—Eres paciente a comparación de otros y otras, haz sido prudente, no me asfixias y seguiste siendo cálida y dulce sin saber si yo en algún momento podría corresponder.
—No mereces menos que alguien que te de todo lo que tu desees y necesites —musitó Jill, llegando al frente de la pastelería.
—Lo sé, creo que aquí nos despedimos por ahora —Yrene pasó sus dedos por los rizos castaños, casi rubios de Jill—. El viernes, a las cuatro para caminar hasta la casa de las artes, te prepararé un obsequio.
—Esperaré ansiosa nuestra cita. —aseguró, tendría que buscar un vestido apropiado, uno nuevo, no uno de los vejestorios que había heredado de su madre.
—Hasta entonces, Jill de Rais, es una cita.
Y habiendo dicho esas últimas palabras, Yrene introdujo la llave en la cerradura de su pastelería y entró. Jill apenas pudo contener la emoción pero tenía que relajarse y pensar con claridad, no podía permitirse ninguna equivocación.
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