Epílogo: Las vidas que se roban
Yrene se recargó en la fría piedra del balcón y dio una calada a su cigarrillo. El mar estaba en calma y la luna iluminaba el lugar con su luz mortecina; hacía frío.
—¿No es demasiado tarde para estar despierta? —cuestionó Iulius detrás de ella.
—He dormido demasiado tiempo —afirmó, dando otra calada y soltando el humo sin girarse a verlo—. Y tengo muchas cosas que hacer.
—Emilie me ha contado lo de Genevieve y Jill de Rais —Iulius se paró junto a ella y le quitó el cigarrillo de entre los dedos para fumar también, obligándola a mirarlo—. No fue tu culpa.
—No —respondió—. Y a la vez sí, me gustaba su atención y adoración, me gustaba que no me presentaba desafío, estar con ella era simple y placentero. Se escondió frente a mi porque mientras ella me veía, yo contemplaba una puta fantasía.
Soltó un suspiro irritado.
—Ni tu puedes ver todo, todo el tiempo —contestó—. Por más que lo pretendas, no lo sabes todo.
—No pero el no verla a ella costó noventa y dos vidas —respondió—. Sus víctimas y todo lo que pasó después con la segunda emboscada...
Recibió el cigarrillo de Iulius y tiró las cenizas hacia el acantilado y miró al cielo. Mirarlo era difícil, si hubiese prestado atención hubiese sabido que la emboscada en el norte no era lo único que aguardaba a Iulius a su regreso.
—Lo peor es que fui lo suficientemente arrogante como para creer que iba por delante —continuó con frustración—. Fui lo suficientemente estúpida como para pensar que el mínimo era suficiente.
—Tienes razón, fuiste arrogante y cometiste errores —Le confirmó—. Pero a los muertos no vas a regresarlos con autodesprecio y lo que sea que estés haciendo al no dormir o comer...
Lo cierto era que en los últimos días no sentía mucho sueño, sólo hambre, sus primeros días en Islandia había devorado la comida de una semana y aún así no llenaba el vacío.
—Podría decirte que tampoco los regresarás con autocompasión y un liderazgo endeble.
—Ahora me críticas porque preferirías que te diga que no te equivocaste y que son errores que a todos podrían pasarles —Él la miró con atención—. No voy a darte palmadas en la espalda y mimarte, fallaste y pagaste el precio.
—Estás dándome la razón, Iulius Mærsse —contestó—. Me equivoqué...
—Y no hay nada que puedas hacer para repararlo —Finalizó por ella y se pasó la mano por el cabello oscuro—. Eso tienes que entenderlo, solo te queda aprender de las equivocaciones y esta no es la manera.
—Cuando salgas de esta casa y tomes tu lugar como ministro de este país, cuando dejes de llorar por los rincones y acabar con tus reservas de alcohol podrás hablarme de este tema —dijo molesta—. Cuando seas el hombre que yo sé que eres y solo entonces, tendrás autoridad para criticar lo que hago.
—No estás haciendo nada, Yrene, ¿tu vigilia atrapará a Jill de Rais? —cuestionó—. ¿No comer devolverá a los muertos?
El cigarrillo se consumía en su mano y la ceniza caía al vacío, sus brazos comenzaban a hormiguear pero no tenía la fuerza para enderezarse y menos para pelear con Iulius.
Ella podría hacerle similares preguntas pero habría sido un despropósito, Iulius no era su enemigo y no había razones para antagonizar con él. El enojo no era hacia su amigo y tampoco le estaba diciendo nada que no fuese cierto.
—Tienes razón, fallé y aún así no soy capaz de escucharlo de otra persona —admitió, tomando aire con profundidad—. Pero, ¿qué se supone que haga con esta ira? ¿Con el dolor?
—Sentirlos, Yì Rén, el fingir que no están ahí es lo que te trajo a este desastre —dijo—. Si hubieses sentido en tiempo y forma tu ira hacia Genevieve, hacia Krystal y el dolor de su traición, tal vez habrías visto más allá de la máscara de docilidad y complacencia de Jill de Rais, pero elegiste decir que estabas bien y que no te importaba, porque los dioses prohíban que el mundo sepa que tienes un corazón.
—Es útil guardarse las cosas y seguir adelante, Iulius.
—¡No seguiste adelante, Yí Rén! Fingiste que si pero yo te conozco, cuando te comprometiste con Jill de Rais seguías extrañando el pasado y queriendo hacer sufrir a Genevieve.
—Y al final sufrió pero no me hizo sentir mejor.
—Tu la amaste, ¿como su muerte te habría hecho sentir mejor? Tu realmente no querías que sufriera, querías que reconociera que te hizo daño —concluyó—. Así como yo no deseo muerto a Lárus, quiero que reconozca que nos traicionó.
Iulius se recargó también en la piedra y miró al acantilado.
—Sé lo que sientes. —dijo—. No puedo obligarte a dormir y comer pero el lastimarte no resolverá nada, solo te queda sentir y después decidir que quieres hacer.
—Sé lo que quiero hacer, quiero acabar esta guerra de una vez por todas, quiero la cabeza de Jill de Rais y quiero felicidad real, no lo que tuve en Lone Iland estos últimos cuatro años.
—Dime, no dormir, no comer, ¿te ayuda a obtener eso? —cuestionó él y ella negó con la cabeza—. Vamos a dormir, Yì Rén, por favor.
Él le puso una mano en el hombro y aún a través de la tela de su camisa pudo sentir la calidez de Iulius. Soltó un suspiro, realmente se sentía cansada.
—¿Estás invitandome a tu cama, Iulius Mærsse? —preguntó, tratando de aligerar el ambiente mientras terminaba de apagar el cigarrillo contra la piedra.
—Solo si tu deseas que sea una invitación a mi cama —contestó—. Sabes que siempre hay un lugar para ti a mi lado, aunque ahora mismo yo no sea el hombre al que le tienes afecto y admiración, aunque no sea a quien conociste.
Suspiró, no era la manera en la que imaginaba tener aquella conversación.
—¿Ya vamos a hablar del elefante en la habitación? —inquirió y él bajó el rostro.
—Supongo que es momento —afirmó pero dio pasos atrás, al umbral—. Aunque preferiría discutirlo dentro, cerca de la chimenea y con algo de beber.
Yì Rén tomó aire y asintió.
—Concuerdo —afirmó.
El camino al bar de la casa se sintió eterno y extraño, probablemente producto de su incomodidad debido al tema a discutir.
Cuando finalmente estuvieron frente a las botellas de licor, ella prefirió beber agua y él la secundó. Mejor mantenerse sobrios para lo que venía.
Iulius se sentó frente a ella en un taburete de menor altura que el sillón en el que se posicionó ella y se apretó el puente de la nariz con sus dedos, como buscando palabras o valor.
—Yì Rén, sé que te decepciono y que esta versión de mi no es un hombre al que puedas amar o que te pueda inspirar devoción pero este hombre te ama —Él la miró directamente a los ojos, con el entrecejo fruncido y las manos apretando sus nudillos—. Desde hace diez, quince, casi veinte años, sé que el amor no es suficiente pero por ahora no soy capaz de prometerte mi fuerza y entereza, no puedo solo, no por ahora.
Se inclinó hacia él y tomó una de sus manos entre las suyas y la acarició. Su propio corazón se había acelerado y su mente buscaba palabras.
—Necesito que entiendas algo, Iulius Mærsse, te amo —respondió apretando un poco la mano de Iulius, un peso desapareció de su pecho—. También tengo que decirte que te equivocas, sí tú fuerza flaquea tenemos la mía, no me decepcionas, yo sé quién eres y lo fuerte que eres pero no tienes que serlo todo el tiempo, es válido llorar y sufrir,
también lo es el necesitar ayuda para levantarse y yo no voy a dejarte solo jamás.
Lo vio cerrar los ojos y luego respirar con pesadez.
—¿Puedo besarte, entonces, Yì Rén? —contestó él, aliviado.
—No sé que estás esperando —afirmó y desapareció la distancia entre ambos.
Ese beso, después de la pérdida, el dolor y el horror, se sintió como una victoria.
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