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2. En busca de un final feliz

Incluso en la ficción, la vida es muy injusta.

Descubrí la saga de El ladrón de esperanza hace unas semanas, y desde entonces no he podido parar hasta terminar de leer cada uno de esos libros. Liam —el protagonista— junto con su grupo de amigos, se encargan de resolver los crímenes y misteriosos que se esconden entre las calles de su pequeña ciudad, mientras él trata de lidiar con las secuelas que dejó la desaparición de su hermana hace diez años.

No soy fan de los libros en dónde todo es felicidad, porque cuando hay un final feliz garantizado, la historia deja de tener sentido. No importa por cuántos problemas pasen los personajes, los terminarán resolviendo quizá de la forma más fácil posible, volviéndolos nada más aparte de lo que son: personajes ficticios. Por eso prefiero los libros con historias tristes, en donde de un momento a otro todo puede salir mal, con personajes reales y humanos con los que puedo conectar y sentirme identificada, porque las tramas son cosas que fácilmente podrían pasar en la vida real, y por ello, su final feliz se siente como la verdadera calma después de una tormentosa lluvia.

Pero con esta historia, no me habría importado que la autora escribiera el más loco e incongruente giro en la trama, si con eso pudiera lograr un final feliz para Liam. No es que el final original sea malo, aunque tampoco es bueno, es simplemente un cierre en la trama. Pero él merecía más. Liam fue el que más sufrió en toda la historia, recordando a su hermana pérdida en cada pared de su hogar, viéndola reflejada en los rostros de cada mujer que tuviera su mismo cabello rizado y ojos verdes, y que concordara con la edad que tendría de no haberla perdido. Si ella hubiera aparecido con vida, él podría recuperar a su familia y empezar de nuevo.

Pero ese no fue el caso. Al final, lo que obtuvo Liam después de una larga lista de buenas acciones durante tres largos libros, fue encontrar el cuerpo de su hermana enterrado en el mediocre patio de una casa a las afueras de la ciudad. Su ciudad. Su hermana todo el tiempo estuvo a solo unos metros de él, escondida, asustada, esperando por un rescate que jamás llegó.

Liam, a pesar de ser solo el personaje de un libro, no merecía cargar sobre sus hombros la tarea de identificar el cuerpo de su hermana, no tenía que ver a los forenses sacar su cuerpo debajo de la tierra ni ver como el asesino era enviado a un psiquiátrico en lugar de a la cárcel.

Liam merecía justicia, y si nadie va a dársela, yo lo haré. Ahora que soy estudiante de literatura creativa y que tengo el proyecto de crear un final alternativo de un libro, es mi oportunidad de reescribir la historia.

Me siento frente al escritorio y abro un nuevo archivo en la computadora, manteniendo una ventana abierta con los fragmentos más importantes del último libro de la saga. En el nuevo documento coloco mi nombre: Lorraine Brooks y el título de mi nueva historia: El portador de esperanza.

Estoy a punto de escribir las primeras líneas cuando un toque en mi puerta me distrae.

—¿Si?

—Lorraine, es hora de cenar —indica Bernadette, mi rommy, abriendo la puerta de mi habitación.

Su cabello pelirrojo se asoma por el hueco de la puerta, solo para dejar ver después sus ojos verdes. Siempre he pensado que sus ojos son iguales a los que se describen en el libro cuando hablan de Liam. También lo es el color profundo escondido en su mirada, la manera en la que hacen viscos cada vez que quieren hacerse los graciosos, o como se mueven de un lado a otro cuando no entienden algo.

Los autores casi siempre les dan características únicas a sus personajes, ya sea por el color inusual de sus ojos o la forma en la que se mueve su cabello con el viento. Todo con el fin de hacerlos memorables. E incluso en la vida real, hay personas que con solo verlas crean una impresión fuerte en ti, como es el caso de Bernadette, o mejor dicho, Bernie. Es el apodo que usamos de manera cariñosa en ella, y aunque no lo admita, sé que le gusta que la llamemos así.

En mi caso, yo no diría que soy una persona de mal aspecto, solo que mi atractivo se encuentra en un rango normal, con rebeldes rizos de un intenso negro, al igual que mis ojos, y tantas pecas que tardaría una eternidad en contar.

Solo soy una persona normal, viviendo en el mundo real, tratando de buscar el sentido de la vida dentro de los libros.

—Voy en un momento —respondo—. Estoy a punto de empezar mi proyecto y en verdad tengo muchas ideas en mente.

Bernie me dirige una mirada comprensiva, pero no se retira como normalmente lo haría. Simplemente se queda ahí parada, esperando encontrar las palabras para continuar.

—Thomas está poniendo la mesa —dice, después de un largo silencio—. Hoy se siente bien y ya sabes, hay que aprovechar sus días buenos.

Mis manos se detienen frente a la computadora, antes de que puedan empezar a teclear las letras. La autora tenía un buen punto al incluir la injusticia dentro de su historia. Así como la hermana de Liam no merecía morir, hay muchas otras personas en el mundo ficticio o real, que tampoco lo merecen. Aunque no es como si la vida o la muerte sea algo que se tenga que merecer para tenerla.

Me resigno y cierro la computadora para después ponerme de pie.

—Entonces hay que ir a cenar.

Ella sonríe ligeramente y se dirige hacia el comedor, conmigo siguiéndola.

El departamento que rentamos entre los tres no es tan grande. Tiene tres habitaciones en las que apenas caben las cosas esenciales, y por esencial me refiero a una cama individual y un pequeño escritorio, todo acomodado de forma apretada. A Bernie le gusta comparar nuestras habitaciones con un armario, y a Thomas siempre le divierte cuando lo menciona. Yo me quedó callada cuando hablan de eso, porque de hecho, los armarios en la casa de mis padres son mucho más grandes que el espacio en donde dormimos ahora, y siento que comentarlo sería innecesario. Ellos ya saben que antes de vivir con ellos, era una de esas chicas mimadas que compraba ropa de marca y joyas como si estuviera eligiendo el desayuno, pero nunca lo mencionan, porque también son consientes de lo mucho que me lastima hablar de mi pasado, y de como, a pesar de que era tan rica en lo material, era tan pobre en todo lo demás.

Los espacios comunes del departamento tampoco son los mejores. Hay una pequeña cocina con una estufa de cuatro parrillas, un comedor con una mesa para cuatro personas y un baño compartido. No es mucho, pero es un lugar al que podemos llamar nuestro hogar, y para ser sincera, jamás me había sentido más cómoda en ningún otro lugar.

Los tres somos amigos desde que nos encontramos en la estación del metro, cargando nuestras vidas en pequeñas maletas. Thomas acababa de llegar a la ciudad en busca de nuevas alternativas de tratamientos para su enfermedad, a Bernie la habían corrido de su casa una vez que cumplió la mayoría de edad, y yo estaba huyendo de las ataduras que mi propia familia me imponía. Eramos tres jóvenes solos en el mundo, y en el momento en el que nuestras miradas se cruzaron, supimos que la familia no siempre es de sangre, sino que es la que se elige. Y ese día, hace cinco años, los tres nos elegimos, y lo seguimos haciendo.

—Hola Thomas, ¿cómo te sientes hoy? —pregunto en cuánto lo veo en el comedor, poniendo los platos en la mesa.

—Como siempre digo, pude haberme sentido peor —responde con una ligera sonrisa.

Él ha perdido mucho peso en los últimos meses, sus brazos parecen más delgados cada día, del mismo modo que las ojeras debajo de sus ojos no paran de crecer. Su peluca, con cortos y lisos cabellos de color castaño, resalta sobre su cabeza, pero aún puedo notar los huecos de piel rasurada en sus costados.

Me acerco a él y le acomodo bien la peluca, de forma que se vea completamente uniforme.

—Listo, así se ve mejor.

—Te lo agradezco, chica —contesta, mostrándome una cálida sonrisa.

Eso es lo único que el cáncer terminal no le ha podido arrebatar todavía, después de años de pelea: una brillante y alegre sonrisa que se contagia a los demás con facilidad.

—Bueno, es hora de comer —anuncia Bernie, sosteniendo un gran sartén de lasaña y colocándola en el centro de la mesa.

Los tres nos sentamos en nuestros respectivos lugares y nos ponemos a cenar, mientras nos ponemos al día. Bernie nos cuenta que esta semana le tocó capacitar a la nueva chica que llegó a su trabajo, y de lo sorprendida que quedó cuando supo que además era estudiante de medicina. Thomas habla sobre el inesperado giro en la trama que tuvo su serie favorita, y de quién cree que será el villano que se revelará en el siguiente episodio. Y cuando llega mi momento de hablar, les cuento sobre mi proyecto. Ellos ya saben lo mucho que me destrozó el final de ese libro, así que no les sorprende cuando les digo que les daré un final diferente a mis queridos personajes.

La cena no tarda en llenarse de risas y pequeñas peleas sobre a quién le toca lavar los platos está vez. Estos son de los pocos momentos en los que realmente me siento como una chica normal. No la lectora que llora con el desenlace de un libro, o la que escribe finales felices para sentirse mejor, tampoco la chica que huye de su familia o la que se refugia en los pequeños momentos felices que ocurren en su vida.

En este momento, solo soy una chica que tiene una cena con los amigos a los que considera hermanos, y que desea con todo su ser que la noche no termine nunca.

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