Capítulo 41.
Un mes. Un largo y tortuoso mes que él no fue al bosque.
Jamás pensó que luego de tantos momentos juntos, la falta de esa compañía causara tantos estragos en su vida. No conocía el porqué de la nada dejó de ir, ¿acaso se había aburrido de ella? Muchas preguntas giraban constantemente en su mente; un torbellino perenne e iracundo que le recordaba cada posible error que quizás allá causado el disgusto del joven de rulos. Pensar que por su culpa había arruinado lo más precioso que llegó a tener en ese año, le produjo un pesar inexplicable.
Los días eran eternos y las noches melancólicas. Por las mañanas se deleitaba con los bonitos recuerdos vividos, comenzándose a hacer una idea de que jamás regresarían; mientras que por las noches pensaba en el pasado, en aquel que tanto daño le causaba, mas no podía evitarlo; al final del día todo era pasado. No había ninguna forma de que el tiempo parara, el reloj no se detendría, mucho menos llegados a esa etapa.
Su cabello siguió cambiando en esos meses. Dejó su brillante color para darle paso a un castaño claro, casi rubio. Era notable que la cuenta regresiva se hacía presente en su aspecto físico. Quien mantenía la vida del bosque moría con lentitud, cual flor que comienza a marchitarse y deja visible sus pétalos arrugados y negruzcos. Ya no habría momentos de alegría o retozes infantiles por los campos verdes. La tormenta del olvido arreciaba con premura para arrastrar todo a su paso, incluyendo la existencia de quien fue llamada La diosa del Bosque.
Lo pensó, mucho. Las palabras de Vida se repetían insistentes en su mente; le daba vueltas y vueltas pero en todo aquello no encontraba un final feliz. Todavía no le llegaban noticias del que el Creador hubiese encontrado una solución, y ya a esas alturas de nada servía detener el reloj de nuevo. No sólo su aspecto físico cambiaba, sino que su poder se agotaba cada día más. Ya no podía escuchar al viento, únicamente sentía su presencia. Desde ese día le gustaba cerrar sus ojos, de esta forma era como si pudiera sentirlo más cerca, incluso, si su dulce voz ya no llegaba a sus mágicos oídos.
El día que perdió contacto con él, fue desastroso. Sintió el escozor en sus ojos todo el día. Cada vez que recordaba su amabilidad hacia ella era como si una tormenta de dolor abrumara su mente por momentos. La primera vez que tuvo contacto con él apenas era una aprendiz para ser una diosa ejemplar. Vida le había contado que al igual que las plantas, el viento era un ser más de la naturaleza, con consciencia propia, mas no tenía un cuerpo físico, pues debía cumplir un determinado deber. Era un ser despiadado, receloso y hostil con todos, hasta que conoció Forest. Ella con su inocencia típica de un infante arrulló al viento con dulces palabras de amor, y con su pequeño poder, hizo muchos intentos en purificarlo por completo.
Duró siglos intentándolo, mas falló en su propósito. Se le imposibilitó por completo volver al aire puro. La sociedad human avanzaba tecnológicamente a pasos agigantados, mas no prevenían los daños que podrían causar a otros agentes externos, así que con una frecuencia inimaginable componentes tóxicos eran expulsados al aire, volviéndolo impuro. Sufría al igual que el resto de la tierra por la cantidad de contaminación que albergaba en él. ¡Cuán catastrófico puede ser el humano! Después de todo con tales niveles de contaminación, no sólo le hacían daño al aire, sino también a sí mismos.
Todo cambió cuando Forest fue encerrada en el bosque. Allí su labor fue similar por mucho tiempo, hasta que los humanos comenzaron a desaparecer en las fauces del bosque y cuando menos se lo esperó, el aire se tornó más puro de lo que en algún momento se llegó a imaginar. Era una liga de muchos aromas naturales; la verdadera esencia del aire. Los humanos jamás se imaginarían un olor similar pues vivirían encerrados en sus ciudades por siempre. Era simplemente inigualable. Aunque a pesar de la pureza que manaba, solo podría ser percibido ahí, pues el resto de él seguía siendo dañado por el hombre.
Por ello Forest le tenía mucho aprecio y respeto. Él era dañado todos los días, cada vez más, y jamás se quejó con ella, ignorando por completo las insistencias de la guardiana que la usara para despotricar todas las barbaridades que ocurrían diariamente al igual que el resto del bosque. En parte lo hacía para que ella sufriera menos; sabía que el saber del mundo exterior no ayudaría a taimar sus pesares, sólo los aumentaría más. El viento realmente la quería. Era su mejor amigo.
Forest apretó sus puños con fuerza sobre su nido de ramas. No sólo había perdido el contacto con su mejor amigo, sino que ya no podía transportarse en él. Sólo le quedaban las transformaciones que poco frecuentaba y que no sabía hasta qué punto podría realizarlas. Lanzó un golpe contra el piso. No podía soportarlo.
Todavía podía escuchar a los árboles y a las flores cantar. Los pájaros le daban ánimo, al igual que el resto de animales silvestres; muchos deseosos de que todo se detuviera de nuevo. Los pequeños conejos no comprendían del todo que se acercaba el fin para su segunda madre y las ardillas se negaban a dejar que eso sucediera, por lo que día y noche la vigilaban con constancia, como para asegurarse de que estaba allí, y que jamás se iría. «Oh... mis pequeñas» Pensó atisbando una que se escondió detrás de unos arbustos.
Ese día se cumplía el primer mes sin David. Tanto y nada había pasado que se abrumó con la vertiginosidad con la que pasaba el tiempo. Antes no era así; para ella el tiempo siempre fue un término abstracto, poco comprendido. Hasta que cobró sentido el día que le brindaron al Árbol Padre. Entendió finalmente que todo lo que comienza, termina, sin importar el tipo de proceso por el que pase. Doloroso o rápido, pero siempre se acaba de la misma forma.
Seguía pensando en David. Le hacía tanta falta como a Vida. Ya se había acostumbrado a las risas, a las miradas furtivas con toques traviesos, incluso, llegó a extrañar los sonrojos que invadían las mejillas del chico cuando se avergonzaba por algo. Extrañaba sus ojos azules que le recordaban al mar, ¡un milenio sin verlo! Era mucho tiempo, mas en él lo volvió a ver, lo volvió a vivir tan claro como la primera vez que pisó una playa, o una costa. Cerró sus ojos y se transportó a los majestuosos momentos en el que nadaba como un pez en el océano. La frescura del agua unida con la calidez de sus habitantes. Temía en su interior por la fortuna de todos los animales marinos. ¿Qué sería de ellos?
De repente recordó la enfermedad de David y se alarmó. Era la única alternativa por la que no había pasado: que algo mal le hubiera ocurrido a su corazón y que por ello no fue más. Abrió sus ojos con temor. «¿Será eso? —Pensó esperanzada a que no fuera culpa de ella—. No, prefiero mil veces que haya dejado de venir por mí que por su enfermedad. Él no puede morir, no... no puede hacerlo. Debe vivir todo lo que yo no pude, debe ser feliz y crear una familia como la que siempre deseé»
El destino era cruel de muchas maneras, sin embargo se negaba rotundamente a creer que le arrebataría la vida a David nuevamente. Suficiente daño le había causado a Dairev como para que terminase de esa forma. Si tan sólo hubiese podido llevar la condena ella sola, si él no hubiese salido perjudicado, todo fuese diferente. Ahora más que nunca lo extrañaba. Deseaba abrazarlo como una niña lo hace con un oso de peluche y nunca dejarlo ir. Necesitaba muchas cosas.
Esas necesidades nunca serían satisfechas.
Se removió incómoda en su lecho de hojas secas. Aún era de noche, no había podido dormir ni un poco después de escuchar al Árbol Padre. Cada noche se sorprendía más por las catástrofes humanas, a ese paso no llegarían a los tres siglos. Intentó moverse, sus piernas no le respondieron, y sus brazos parecían estar adormilados. Miró con pesar a su amiga Luna. Brillaba en todo su esplendor en el manto oscuro del cielo. No se dejaba opacar por ninguna nube para darle luz a la noche de Forest. Luna era buena. «Gracias, en serio»
Con mucho esfuerzo logró darse la vuelta y quedar boca abajo en su pequeña cama. Quería dormir, pero los dolores no le dejaban. Cerró su mano derecha y la estampó de nuevo contra el suelo. El remordimiento no la dejaba tranquila.
Escuchó el ulular de los búhos, parecían compadecerse de la suerte de su guardiana. Las pequeñas aves dormían plácidamente en sus nidos, algunos insectos aprovechaban la oscuridad para cazar, como las pequeñas arañas. Sonrió de nuevo, nostálgica.
Finalmente cuando el sueño la dominaba, cuando el cansancio pudo más con su consciencia y sus párpados amenazaban con caer, faltaban tres horas para el amanecer. La luna ya se estaba perdiendo y el oscuro cielo ya no parecía tan negro. Mas antes de caer rendida en su totalidad, observó como una pequeña mantis se le acercaba. No pudo describir el dolor que le produjo al escuchar lo que le dijo. Se durmió con ese sentimiento de pesadumbre en el pecho.
—No mueras, mi diosa.
Abrió sus ojos con lentitud. Recuerda haberse dormido completamente agotada, y a pesar de haber descansado algunas horas, seguía cansada. No parecía haber dormido, todo lo contrario, percibía el dolor como si lo acabase de recibir. Parpadeó para acostumbrarse a la luz del sol. Lo primero que observó fue el majestuoso tronco del Árbol Padre a sus pies, igual de alto e imponente que siempre. La luz del amanecer se filtraba por la copa y hacía un contraste especial con las verdes hojas de sus ramas. Suspiró. Una niebla fría y mañanera cubría el piso, supo entonces que en realidad durmió muy poco.
Se removió para comprobar que podía ponerse en pie. Las piernas seguían doliéndole, más contestaron a su intento de levantarse. Temblaban y apenas se colocó de pie, cayó nuevamente al suelo. Sus intentos de andar eran vanos, seguía siendo inútil, y ese pensamiento sólo lograba carcomer más su conciencia. Quería gritar de rabia por todo lo que le ocurría, quería expulsar toda su frustración de algún modo, mas se sosegó al saber que en realidad no estaba sola. Algunas liebres se acercaron para darle mínimos abrazos llenos de ternura. Le decían que estaban ahí para ella, siempre lo estarían. Y entre aquel hermoso gesto, una tropa de hormigas rojas trajo consigo una larga rama. Forest sonrió.
—No tenían que hacerlo. —murmuró para ellas. Notó que era resistente, seguramente el árbol más joven y fuerte se la había regalado—. Gracias. No saben cuánto se los agradezco.
Usó la rama como una especie de bastón, y funcionó. Sus piernas seguían bamboleándose, mas pudo sostenerse y caminar. Se sentía sucia, así que decidió darse un baño mañanero, tal vez eso despertaría por completo sus extremidades. Inhaló por completo el aroma húmedo del amanecer. El cielo se había cubierto de tintes naranjas y azules, hacían un bello contraste.
Con dificultad caminó hacia un remanso. No estaba muy lejos del Árbol Padre, el esfuerzo no fue tan enorme. Algunos animales le acompañaron, no podían dejarla sola en esa situación tan precaria, o eso pensaban. Se habían vuelto sobre protectores, igual que unos hijos con su anciana madre.
Forest se quitó el vestido de seda que cubría su cuerpo, y se internó en las aguas frígidas del río. Duró casi media hora sumergida hasta la barbilla, hasta que decidió salir. Justo en el momento en que se colocaba de nuevo el vestido de seda rosa, el viento se agitó e hizo pequeños remolinos a su alrededor. Forest entendió que alguien había llegado. Casi al instante un empalagoso olor llegó a sus fosas nasales
Se sobresaltó al escuchar el crujir de una rama. Se dio media vuelta y vio al dios del Amor con un ramo de rosas en las manos. Iba vestido como usualmente, sin embargo su lustroso traje ya no parecía tener el brillo de antes, todo lo contrario, algo parecía haber cambiado. La misma expresión infantil de Aido no estaba, tenía por el contrario una sonrisa melancólica, muy poco usual de él. Forest, aunque no sabía específicamente el porqué de su visita, tenía ciertas sospechas.
—No te estaba espiando, ¿eh? Cuando llegué ya te habías vestido —explicó con cierto rubor de vergüenza en sus mejillas. Aido miró a Forest directamente a los ojos, no lo dijo, mas sentía pena por ella.
—Perdone que no pueda darle la bienvenida adecuada, mi señor. Como verá no estoy en mis mejores momentos. —sonrió haciendo un pequeño gesto con el palo.
Intentó anadear hacia donde se encontraba Aido, pero le costaba demasiado. El dios del amor se acercó a ella con rapidez y le ayudó a sentarse.
—Al caño con las bienvenidas. ¡Mírate! Ahora sí pareces una ancianita. —dijo con la intención de hacerla sonreír. Obtuvo una mirada de tristeza—. Lo siento, yo...
—Está bien. Yo estoy bien. —dijo intentando sonreír. Aido lanzó un bufido.
—¿Estas bien? Por los dioses, no tienes que decir mentiras tan evidentes pequeña diosa. Hasta una anciana sin lentes se daría cuenta que no estás para nada bien. —Con sutileza acarició la mejilla de la guardiana, transmitiéndole cariño y apoyo—. No tienes por qué fingir lo contrario.
Ambos se quedaron en silencio. Se miraron a los ojos y supieron que sentían lo mismo. La nostalgia les oprimía el pecho. La tristeza cegaba sus sentidos y el dolor avivaba la tensión entre ambos. Aido bajó la mirada y se topó con el ramo. Inmediatamente lo alzó hacia la guardiana.
—Te traje rosas. —Las alzó con una sonrisa infantil—. No es como si quisiera copiarme de David, simplemente creí que te gustarían que te trajeran rosas, y creo que ese ingrato no te ha traído una, así que...
Forest soltó una pequeña risa y tomó el ramo. Inhaló profundamente el aroma de las rosas.
—Gracias, mi señor. Son hermosas.
Volvieron a quedar sin palabras. Al parecer ninguno de los dos tenía el valor de comenzar con el tema que inevitablemente tenían que tocar. Aido parecía reacio a contribuir con el dolor de Forest, y ella tan sólo esperaba que terminara rápido. Negó abrumada, ¿qué estaba haciendo? Antes se habría mostrado inexpresiva ante un dios, pues creía que mostrar debilidad la colocaba en un escalón más abajo que todos los demás. Y allí estaba, con una expresión melancólica que nadie podía quitarle.
—¿Sabes una cosa? —murmuró Aido. Sostuvo las manos de Forest entre las suyas—. Siempre pensé que eras la diosa más fuerte de todos. Mientras los demás se encargaban de cumplir con su deber sin importar los resultados, tú sonreías y llorabas en el proceso. Mostrabas empatía hacia todo lo que te rodeaba, por muy mínimo que fuera. Te alegrabas cuando hacías el bien y sufrías con los demás. Y a pesar de todas las atrocidades que presenciabas, continuabas. —Aido miró fijamente a los ojos verdes de Forest—. Sigo creyendo que eres la más fuerte. Y por eso te admiro, pequeña diosa. Siempre lo he hecho y siempre lo haré.
La guardiana sintió un escozor en sus ojos al escuchar tan dulces palabras. Ni en sueños se habría imaginado que un ser tan poderoso como Aido se expresaría de tal forma. «¡Tantos errores que he cometido! No merezco tales elogios»
—Claro que sí. Todos nos equivocamos en algún momento, pequeña diosa. —Alzó la mirada de Forest con la misma dulzura que antes. Ella quería llorar, pero no podía—. Tus errores te hicieron quien eres. Fuerte, valiente y humana. Muy humana, y eso es lo que tienes de especial. La empatía que a todos nos hace falta para comprender que nuestro trabajo en realidad es por el bien de otros, no nada más el nuestro. Tú siempre lo supiste.
—Los traicioné a todos. Renegué de mi poder. Pequé, mi señor. No lo merezco. —Se excusó. Seguía sintiendo muy en lo profundo de su pecho, una culpa que le acompañaría hasta el fin de su existencia. Jamás olvidaría la decepción en los rostros de los demás dioses. Nunca podría.
—No te culpes de ello. Cualquiera que padeciera lo que tú padeciste querría acabar con su vida en algún momento. Fuiste muy fuerte al durar y creer tanto en la humanidad. Fuiste la única entre todos que a pesar de los errores que cometían continuabas teniéndoles fe. ¿Eso es malo? —preguntó sin esperar respuesta—. No, pequeña diosa. No.
—De nada sirvió tenerles fe. ¿O sí? —No ocultó la amargura de su voz. Aido no contestó—. Continuaron haciendo mucho daño. Mucho... Si tan sólo usted lo escuchara, si escuchara lo que sufre la Tierra todos los días... —Se le quebró la voz antes de poder continuar.
—¡Malditos sean! —exclamó Aido con enojo. Volvió a tomar las manos de Forest con la intención de demostrarle que no estaba sola—. No se dan cuenta de lo que tienen, y cuando lo pierdan será muy tarde. No necesito escucharlo, pequeña diosa, lo veo en sus acciones. La propia humanidad se conduce hacia su destrucción. No soy ciego, constantemente observo la cantidad de desechos que botan, lo contaminado que están. Cada día son más humanos que caen en ese agujero de crueldad. Lam ha hecho bien su trabajo. Sólo le bastó con sembrar la semilla de la mentira hace muchos siglos en el corazón de la humanidad para que esta se regara con rapidez. Y no sólo la naturaleza se ha visto afectada. Ellos también se lastiman a sí mismo. Lo he visto.
—Mi señor, yo temo por mis hijos. ¿Qué será de este bosque cuando yo no esté? ¿Qué serán de los árboles? ¿De los animales?
—¡No tiene por qué ser así! —exclamó Aido con rapidez. Apretó las manos de Forest—. Puedes vivir, sé que el Creador buscará una solución, permitirá que continúes con nosotros. Puede que incluso tu poder regrese. Sólo tienes que pedirlo. —murmuró esperanzado a que la guardiana cambiase de opinión.
Ella negó. Esta vez fue quien miró a los ojos al dios del amor, con una determinación que emanaba la tristeza de tomar su decisión.
—No puedo, mi señor. Míreme, apenas y puedo sostenerme a mí misma. Ya no puedo escuchar al viento, ni transformarme. Ni siquiera sentí su presencia al llegar. ¿Cómo podré proteger a este lugar si ni siquiera puedo protegerme a mí misma? Mis poderes no regresarán, pues mi vitalidad la está consumiendo la tierra. Cada noche que visito el árbol Padre muero un poco más, y de eso no puedo recuperarme.
Aido rechistó. No quería aceptarlo.
—¿Y David? ¿Qué será de él? —replicó Aido. Forest se tensó al escuchar su nombre.
—Él no ha venido más, mi señor. Tal vez más nunca lo haga. Es mejor así, no tendrá que verme en un estado tan vergonzoso como este. —Se soltó del agarre de Aido y comenzó a jugar con sus dedos—. Seguramente me odia.
—¡Nunca! Él jamás podría odiarte —Le tranquilizó—, no ha venido porque... —No quería decirle la realidad a la guardiana, sabría que la destrozaría por completo, sin embargo mentirle esas alturas no haría que se sintiera bien, así que con dificultad le relató lo ocurrido—. Sus padres le prohibieron venir, está mal, su enfermedad ha avanzado, y... —Dejó que la frase flotara entre ellos. No necesito decir nada más, notó que el rostro de Forest cambió a una expresión de dolor.
Ella escuchó justo lo que no deseaba. Él estaba sufriendo, David estaba muy enfermo y no sabía si podía salir de eso. Se encorvó al tiempo que se sujetaba la cabeza con ambas manos, sintió de repente un agudo dolor de cabeza. Su pecho también dolía, todo lo hacía. Su alma se quebraba cada vez más, ya no podía soportarlo. La respiración se aceleró y se sintió desfallecer, sin embargo sólo eran cosas suyas, pues continuaba consciente de todo. Negaba y gemía cada tanto, Aido no sabía qué hacer. Le costaba imaginarse a un chico tan alegre como David en ese estado. ¿Acaso él también estaba condenado a morir? ¡No! No podía ser posible, no se lo merecía. Siempre había intentado hacer el bien, era un chico muy sentimental y además de ello, empático con el planeta. No podía morir. Tenía que hacer algo. ¿Pero qué?
—Tranquila. Forest, tranquila. —Aido intentó animarla—. No está tan grave, sigue en su casa, estable. No ha tenido recaídas. Estará bien, lo sé.
—No puede morir...
—No lo hará. Es muy fuerte.
Forest miró a los ojos de Aido, recuperando su compostura. Frunció su ceño como si fuera a llorar, pero no podía. El escozor en sus ojos incrementaba con el pasar de los segundos. No soportaba el nudo en su garganta. Ahora más que nunca deseaba llorar y gritar.
—Vendrá muy pronto, lo sé. —Ella negó.
—No, es mejor que no venga. No puede verme así, en este estado. Sabrá que algo pasa y no podré decirle nada. Hará muchas preguntas... —Siguió negando—. Es mejor que se olvide de mí. Será mejor para ambos.
—Oh, pequeña diosa. Creo que olvidarte será lo único que no querrá hacer en toda su vida. —Aido sostuvo su rostro con ambas manos. Le acarició con delicadeza—. No entiendes lo importante que eres para él.
—¿Acaso yo soy quien está conectada a él? —preguntó al cabo de un rato, luego de recordar las visitas pasadas del dios. Aido tomó distancia. Lo pensó por unos segundos.
—Sí. Eres tú, siempre has sido su más grande amor. Por ti reencarnó. ¿Lo olvidas?
—¿Y q-que pasará cuando... cuando yo no esté? —preguntó con voz temblorosa. Temía de la respuesta que le fuera a dar. El dios del amor miró al suelo.
—Su conector se romperá y luego se unirá a alguien más. —Ella asintió—. Tú fuiste el amor de Dairev, su predestinada, mas cuando el conector de ambos se rompió él no pudo continuar con su vida. Jamás encontró la felicidad, porque eras tú, y habías muerto para entonces. Cuando reencarna y se convierte en David su conector vuelve a enlazarse a ti, pero en épocas distintas, lo que jamás podría concordar. Entonces descubrí que se enlazó a ti porque aún tienen algo que resolver. Cuando el motivo del por qué Dairev reencarnó se cumpla y ya no tenga nada que lo enlace a ti, ese día su conector se romperá y encontrará a su verdadera predestinada.
—¿Y el alma de Dairev?
—Cambiará. No soy experto en el tema como lo es Vida, pero tengo entendido que el alma de Dairev se dejará apoderar por la de David, se fusionarán, serán uno solo. La diferencia yacerá en que ya no serás parte de su vida. Finalmente él podrá estar en paz consigo mismo.
—Eso quiere decir que cuando yo perdone a Dairev toda nuestra historia morirá. —sonrió con tristeza—. Si podrá ser feliz después de todo eso, está bien.
En realidad se sentía incluso más acongojada que antes. Pensar en todos los momentos que vivió con Dairev, recordar cada aspecto de su mirada, de su vida, y que realmente todo eso tenga un final como ese. David encontraría la felicidad si logra superar su enfermedad, y ella caería en el olvido. Desaparecería del mundo.
—¡No pienses eso! —exclamó Aido. Unió su frente a la de Forest con la dulzura de antes. Le dolía verla así—. No serás olvidada, nunca. Vida no te olvidará, ni ninguna de las plantas a las que ayudaste; no lo harán los animales que salvaste, las familias y las aves que cuidaste. No te olvidará la liebre a la que alimentaste, o el árbol al que sanaste... —De repente unas pequeñas y rosadas lágrimas brotaron de los ojos de Aido. Su voz, apenas audible, emanaba tristeza—, no te olvidaré yo, ni ninguno de los otros dioses. —Soltó un pequeño sollozo—. Nadie que te haya conocido jamás podrá olvidarte. ¿Lo entiendes? D-Dime que lo entiendes, dímelo...
Forest también lloró, sin lágrimas que recorrieran sus mejillas, sin llanto real. Mas no son necesarias cuando el alma quiere llorar y desahogarse. Eso quería la de Forest, soltar todo lo que llevaba por dentro, dejarlo ir, porque le dolía tanto que sentía que no podría continuar. La ira, la frustración, la tristeza, el pasado, todo le pesaba en el alma. Nunca se habría imaginado que estaría ahí, con Aido, el dios que siempre se burlaba de ella, el que la visitaba para hacerle bromas pesadas, o para regalarle de vez en cuando ropa ostentosa. ¿Quién diría que soltaría brillantes lágrimas por ella? Sollozó junto a él sin despegar su frente; sentía todo el cariño de décadas brotar de Aido. Se había vuelto su amigo sin darse cuenta, y cuando lo hizo ya era demasiado tarde.
—Perdón... —murmuró antes de ahogar un sollozo—. Perdón por haber sido tan arisca con usted...
—Yo me lo buscaba, pequeña... —Él soltó una pequeña risita antes de soltar más lágrimas que desaparecían y dejaban estelas de corazones al saltar de su mentón—. Siempre fuiste muy especial. Siempre...
Ambos se envolvieron en un duradero abrazo. Ninguno de los dos fue capaz de volver a hablar. Simplemente estuvieron ahí, como dos grandes amigos que después de un tiempo tienen que separarse. Forest inhalaba su olor dulce, nunca le había parecido tan agradable como ese día, y Aido le aprisionaba entre sus pequeños brazos con temor a dejarla ir y no verla nunca más.
El amanecer culminó y los rayos del sol iluminaron el paisaje. Nadie en el bosque presenció un abrazo que vivió y murió en lo que tarda un ave en aprender a volar. Dos almas acongojadas se despedían por última vez, a pesar de que ninguna fue capaz de pronunciar las palabras. No era necesario. Nadie en el bosque les observó ni supo en realidad el dolor que sentían. A unos pies detrás de ellos una rosa llevada por el viento perdía su primer pétalo.
La rosa también empezaba a despedirse.
«Adiós, pequeña diosa»
N/a:
¡Por fin actualicé! No olviden dejarme en los comentarios su opinión sobre el capítulo.
Se les quiere un mundo.
-Little.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro