Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Capítulo 31

N/a: Hola queridos lectores, perdón por la tardanza, aquí está el tan ansiado capítulo. Con esto se cierra la historia de nuestra querida Laurel y toda su familia. Espero les guste. 

***

Despertó en un lugar oscuro. Se reincorporó con molestias por todo su cuerpo, débil indudablemente. Recordó todo lo que había vivido momentos atrás, el recuerdo vino acompañado de ráfagas eléctricas de dolor que le taladraron la cabeza. Se escuchaban los gritos, las llamas... todo.

Gimió desesperada, envolviendo su cabeza entre sus manos con anhelo que la presión ejercida hiciera que los sonidos se acabaran. No quería recordar, no quería revivir ese momento. Intentó aclarar su visión, pero continuó estando en una oscuridad plena. Escuchó unos chillidos, poco después comprendió que dentro de ese lugar oscuro e inhóspito, había ratas roedoras cerca. Se acurrucó en una esquina, sentía miedo y frío. Sintió dolor en sus brazos y en su cuerpo, mas eso era lo menos importante. Ahora sólo quería a su familia, saber de ella. ¿Los habrían asesinado ya? No, ella tenía que verlos por última vez, tenía que darles muchos besos y decirles que todo estaría bien, aunque en realidad no fuera así.

«Margaret debe estar sufriendo mucho —pensó recordando a su pequeña hermanita—. Le teme a la oscuridad. Me obligaba a dejar una vela encendida cerca de su cama, hasta que se dormía por completo. Debe estar llorando —Sintió de nuevo un picor en sus ojos, hasta que dos lágrimas resbalaron de ellos—. Mi pobre hermanita no merece morir, ella es inocente» Su familia lo era, pero después de haberse liberado de las sogas no estaba tan segura de que ella verdaderamente lo fuera. ¿Y si realmente era una bruja? ¿Si inconscientemente había usado magia?

Se removió en el mismo lugar, hasta que cayó en cuenta de un inusual peso en sus manos. Se palpó con cuidado ya que no sabía con qué se encontraría. Sentir el frío metal le bastó para comprender que estaba encadenada de pies, de manos y un grillete que le rodeaba el cuello. Los metales tintineaban con cada movimiento; había estado tan sumida en sus propios pensamientos que había omitido por completo ese detalle.

Estaba aprisionada como un león salvaje, o algo incluso peor. La seguridad impuesta denotaba el miedo que le tenían.

De todas formas ¿Qué importaba? Ya no habría salvación para ella. «¿Y Dairev? —pensó de repente sobresaltada—. ¿Dónde estará? ¿Sabrá que nos atraparon?» Recordó cuando rechazó su petición de escapar juntos, le fue tan fácil decirle no, que ahora que lo recordaba sentía un halo de arrepentimiento causado por la duda. Su familia estaba en peligro, no podía dejarlos solos. Él estaba enfermo ¿Lo continuaría estando, o ya se habría curado? Deseó saberlo en medio de la interminable oscuridad que le rodeaba.

Cerró sus ojos para intentar calmarse, hacerse la idea de la deplorable situación en la que se encontraba, hasta que percibió una extraña luz roja cerca de sus párpados. Los abrió completamente para encontrarse con un fuego flotante al frente de ella. Frunció su ceño «¿Qué diablos?» El lugar se iluminó cuando pequeñas llamas surgieron a los lados de las paredes laterales. Eran cuatro de cada lado y seguía habiendo una a su frente.

Parpadeó varias veces para acostumbrarse a la luz. Miró de soslayo la habitación. Se encontró con una mazmorra de piedrita, sin barrotes ni nada, únicamente paredes y una pequeña puerta de metal. Volvió a mirar lo que tenía al frente, ansiosa. Con lentitud, la llama comenzó a tomar forma hasta que se convirtió en el cuerpo de una mujer adulta, con una túnica negra de capucha que le ocultaba el rostro. Las manos blanquecinas de la mujer se movieron hasta que se descubrió la cabeza por completo.

Laurel sintió como el corazón se le detenía al observar la misma bruja de aquella vez. Había pasado poco tiempo y para ella fue como si hubiesen pasado años. Su aspecto seguía siendo el mismo; los tatuajes, la cabeza rapada y aquellos ojos color sangre que brillaban con la misma intensidad de las llamas.

—Tú... —susurró atónita.

—Sí, yo —siseó la bruja—. Te lo advertí pequeña Laurel, te dije que te alejaras del pueblo, que huyeras de tu pasado. Mírate cómo has acabado.

—¿Fuiste tú, no es cierto? —preguntó sobresaltándose, casi consciente de lo que estaba diciendo—. Trajiste la peste al pueblo y por eso nos echaron la culpa. —La bruja rió de forma maquiavélica. Laurel sintió escalofríos al escuchar como esa risa hacía ecos en el pútrido agujero en el que se encontraba.

—¿Y si lo fui, qué? —La joven pelirroja cerró sus puños, furiosa. Pero no hizo nada en contra de la bruja, en lugar de eso, lloró.

—¿Por qué? —sollozó golpeando el suelo llena de frustración—. Nosotros no te hicimos nada... nosotros no merecíamos vivir esto... —murmuraba tartamuda. Sintió una presión en su pecho al recordar las injusticias que estaban devorando a su familia. Se acurrucó entre sus piernas para ahogar un grito.

—Oh, pequeña niña, no lo hice en contra de ustedes —susurró sin un ápice de compasión o ternura—. Eres joven y crédula. No conoces nada de las brujas, nadie lo hace, ni tampoco saben por qué traemos calamidades.

—¿Por qué? —espetó subiendo su mirada. Su rostro seguía congestionado, mas se armó de valor para intentar comprender lo que estaba pasando. Ni si quiera se preocupó en secarse las lágrimas—. Dímelo, ¿por qué lo hacen? No tienes nada que perder, después de todo moriré ¿No es cierto? —Apretó sus puños—. Dime por qué nos condenaste.

—Oh, no, no, no —La bruja negó con su dedo índice—. Yo no los condené. Los aldeanos son los culpables de todo. Está bien, te lo diré porque tienes razón, no tengo nada que perder ahora que sé que morirás quemada en ofrenda al dios falso.

Laurel tragó saliva, negada a demostrar cobardía ante tal afirmación.

»Todos ustedes nos ven como lo que somos: seres ominosos que destruyen sin compasión. Pero nosotras nacimos de lo que ustedes, los humanos causaron. Somos la furia de la Tierra encarnada.

—¿Qué? —No estaba entendiendo nada—. ¿La furia de la Tierra?

—Así es, pequeña niña. La Tierra, la Madre, la Naturaleza, como quieras decirle. El mundo, lo que permite la existencia de vidas tan minúsculas como ustedes, los humanos, e incluso los animales. La Madre nunca ha sido protegida por ningún dios ¿Lo sabías? Ninguno se da cuenta de sus pesares y el Creador ignora sus lamentos, así que de la furia contenida, nacemos nosotras. Somos la maldad de la Madre que llora cada vez que es lastimada; nadie lo sabe, nadie la escucha... —siseo con una sonrisa maquiavélica, mostró sus colmillos—. Somos nosotras, las brujas, lo único que ha tenido. Nacimos miles cuando finalmente expulsó todo lo que había contenido por siglos, pero a medida que ha pasado el tiempo y las guerras se han extendido, hemos sido asesinadas. Sí, deberíamos ser inmortales mas el Creador no lo permitió, así que una diosa encargada específicamente de ello nos brindó mortalidad. Moriríamos si nos cortaran la cabeza o fuéramos quemadas, si no lo hacen, podremos vivir cuanto queramos.

»Nuestro deber en el mundo es erradicar aquellas personas que han cometido graves delitos en contra de la naturaleza. Antes, todo lo que conoces era verde. Era un bosque que se extendía a millones de kilómetros al norte, mientras que al sur habían pequeñas llanuras, que fueron el asentamiento de toda la familia Luscian desde el origen de los tiempos.

»Debes de tener muchas preguntas con respecto a tu familia, yo te diré todo lo que sé. Sí, tus "antepasadas" —hizo comillas con sus dedos—, fueron brujas, pero no creadas del poder de la tierra, sino nacidas del amor de una bruja con un mortal. Al hacerlo inevitablemente heredaban el poder, salvo que no se veían en la necesidad de continuar los pasos de sus progenitores. Muchas de ellas crearon su propio camino, otras continuaron el que ya estaba marcado. Sólo las mujeres heredaban el poder, lo hechiceros nunca existieron, mas así fueron llamados por ser sus esposos.

»Supongo que tus antepasados fueron eso, una pequeña familia conformada por una bruja y un mortal, que tuvieron hijas que crecieron y continuaron la línea de sangre de la familia. Ellos sembraban sus cuerpos en ese lugar sagrado, y gracias a la magia de sus almas las semillas crecían con rapidez para volverse enormes árboles, fuertes y firmes. Los espíritus permanecían en ellos, una nueva forma de vida más tranquila. Así se hizo de generación en generación.

»Hasta que la línea de sangre se destruyó. Tu "abuela" jamás tuvo hijos, su conector se rompió a muy corta edad y se concentró en ser una mortal cualquiera. Pero un día, mientras caminaba por las calles de un pueblo cercano a Granados, encontró a un bebé berreante dentro de una canasta, cerca del río. Ella la salvó y le dio su apellido, Luscian. Las brujas no lo necesitamos, mas tus antepasados lo escogieron muchísimos siglos atrás, cuando comenzaron a asentarse en ese lugar, ya sabes, esos tontos sacrificios que muchos hicieron para encajar en la pútrida sociedad humana.

»Esa pequeña niña creció, se convirtió en la felicidad de tu abuela, pequeña y alegre, todo un encanto —La bruja rió deleitándose con la expresión de Laurel—. Esa es tu madre, Arauid. Ella jamás supo que no era hija de esa mujer. No te preocupes, no lo sabrá, no apareceré delante de ella y se lo diré.

—¿Por qué? —preguntó sorprendida—. ¿Por qué ella no lo sabe? Es injusto.

—El mundo no es justo —susurró la bruja, de repente muy cerca de Lau. La rapidez en la que se movió fue fantasmal y escalofriante—. Con todo esto deberías saberlo. —Sonrió mientras se alejaba.

»Como te decía, debemos erradicar a quienes le hacen daño a la Madre. En mi caso, soy una bruja pura, es decir que no soy el fruto del amor de un humano y una de nosotras. Yo nací hace siglos y jamás me he dejado atrapar. Nacemos con poderes inalcanzables para los humanos, la Madre nos lo brindó para que fuera posible cumplir con nuestro deber.

»Cada vez que visito un pueblo, sé quiénes han dañado de gravedad y quienes no, la naturaleza. Este en específico ha sido una tortura para la Tierra. Talaron miles y miles de árboles para poder asentarse aquí. Los pueblos aledaños de la actualidad hicieron lo mismo. Mis hermanas cada vez que vienen aquí, de alguna forma son asesinadas. Traen pestes, pero siempre hay quienes se resisten a ello. Hace unos días yo fui una de ellas, traje conmigo una enfermedad que afecta a los pulmones. Sólo los más débiles morirán. Es divertido ver como se revuelcan en sus camas, sufren y no mueren.

—¿Cuándo acabará esto? —preguntó pensando en Dairev. No quería que él muriera, no podía tan si quiera imaginárselo.

—Cuando yo me vaya, claro, o en el peor de los casos, cuando muera.

—¿Por qué lo hiciste? Sabías lo que ocurriría. —Le reprochó, con un ápice de enojo.

—No tenía de otra alternativa, era mi oportunidad para acabar con quienes le han hecho daño este lugar —sonrió—, ¿sabes quién es el alcalde? Su familia es fuerte, él es fuerte, mas no escapará de las garras de mi enfermedad. —De sus manos, surgió una pequeña bola negra, del tamaño de una canica—. Estoy concentrando el poder que le resta a la enfermedad aquí, dentro de cuatro días estará listo y ellos morirán.

—¿No puede ser antes? —preguntó esperanzada.

—No, he perdido mucha fuerza en todos los años de trayecto hasta acá. Pasé por centenares de pueblos, y en todos ellos sembré la enfermedad. Cada vez se vuelve más pesado, así que reuní toda la fuerza que acumulo en años únicamente para este lugar. Hoy amanecieron más de cincuenta muertos. —Una punzada de temor cruzó el corazón de Laurel—. No, tu chico aún no muere, de hecho... no sé si dejaré que lo haga.

—No, por favor —suplicó Laurel levantándose del suelo. El cuerpo le dolió debido a los golpes que le dieron de forma tan brutal. No necesitaba luz para saber que en su piel habían muchos moretones—. No dejes que muera, él es un buen chico, no puede morir.

—¿Sabes? Te he tomado un poco de cariño, no eliminaré la enfermedad por completo, pero dejaré una marca en él, en su alma, y en dónde sea que esté, en cualquier vida y de cualquier forma, padecerá ciertas repercusiones. Mas no morirá hoy, ni mañana, palabra de bruja —dijo levantando una mano, socarrona. Lau suspiró, sosegada.

—Muchas gracias. —Miró hacia el piso, estaba feliz por él, y triste porque jamás podrían estar juntos. Subió su mirada—. ¿Cómo está mi familia? ¿Lo sabes?

—Oh, eres una pequeña muy inteligente, ¿quieres saberlo? —Laurel asintió.

—De acuerdo, será un pequeño regalo antes de que conozcas a Muerte en persona —rió, aunque Laurel no comprendió porqué. Sin preámbulos, la bruja trazó círculos con sus manos y en el centro comenzó a formarse una esfera. En el proceso, Lau formuló una pregunta.

—¿Cómo te llamas?

—Las brujas no tenemos nombres, niña —sonrió mientras creaba la esfera—, aunque al convivir con los mortales nos vemos en la necesidad de crearnos uno. Yo me llamo Ébanit. Oh, mira, ya está. —En sus manos reposaba el artefacto de cristal que le permitiría ver a sus padres—. Muéstrame a Alfredo, Arauid y a Margaret —proclamó elevando la esfera a la altura de los ojos de Laurel.

Al hacerlo, se visualizaron tres imágenes. Los tres estaban en distintas celdas, separados. Lau se lamentó por su pequeña hermana, debía tener mucho miedo. En la primera vio a su madre encadenada de manos y pies, con múltiples golpes en su cara. Tenía una herida en el brazo que sangraba y sus piernas magulladas, muchísimo peor que su cara desfigurada. «Aún lleva la bata de dormir» pensó con tristeza.

Su padre también estaba encadenado, nada más de manos, al parecer no lo consideraban tan peligroso. Al igual que su madre, tenía tantos golpes en la cara que casi no lo reconoció por la hinchazón. Ambos párpados abultados y la nariz fuera de su sitio. Su boca llena de sangre era el único rastro carmesí que atisbó en su cuerpo. Tenía moratones y a pesar de ello no estaba tan herido si se le comparaba con su mujer.

—Fue Vandler —mencionó Ébanit—. Siempre estuvo celoso de que fuera el verdadero amor de Arauid. Conversaron y terminó golpeándolo hasta dejarlo inconsciente. —Laurel rechinó sus dientes.

—Maldito —masculló apretando sus puños.

La esfera cambió de imagen, mostrándole a Margaret. Verla de esa manera le destrozó el alma por completo. Su dulce hermanita estaba acostada en el frío suelo, temblando y llorando. Había un pequeño charco de fluidos debajo de ella, mientras que varias lágrimas se desplazaban por sus mejillas blanquecinas. Musitaba a mamá y a papá, llorando en plena oscuridad. Tenía un moratón en su rostro, específicamente en el pómulo derecho. El resto de su cuerpo tenía mínimos rasguños.

—Debe tener mucho miedo —Laurel se llevó las manos a la boca. Ébanit asintió—. ¿Cómo sabes todo esto?

—Yo sé todo lo que quiero saber. Para conocer de ti sólo tuve que tocar tu frente, para saber de tu "abuela" indagué en mis recuerdos y hallar a la bruja que comenzó la línea de sangre de los Luscian. Para ver a tus padres sólo tuve que pedírselo a la esfera mágica... de alguna forma, siempre llego a saber lo que quiero.

—¿Sabes cuándo moriré?

—Sí —Laurel tragó saliva.

—¿Cuándo?

—Mañana en la noche. —Esperaba que fuera ese día, al parecer los aldeanos no estaban de humor.

—¿Me dejarán estar con mi familia?

—No, mas si te dejarán verla, es todo lo que te puedo revelar —agregó mirando hacia los lados—. Viene alguien pequeña niña, se acabó el tiempo. Sé fuerte hasta el último momento.

—¡Espera! —La detuvo. Aún tenía una última pregunta—. Si no soy una bruja... ¿Cómo fui capaz de librarme de las sogas en ese momento? —La bruja sonrió.

—Culpa de los dioses —susurró llevándose un dedo a la boca.

La bruja desapareció fugazmente, al igual que las llamas que mantenían alumbrada la celda. Todo fue tragado de nuevo por la oscuridad, cual bestia que cierra sus fauces con la presa dentro.

Laurel miró hacia la nada. Pronto moriría. No quería aceptar que tenía miedo, pero ya nada de ello importaba. Lo único que esperaba era poder olvidarlo todo, quién era y lo que vivió.

La puerta de la celda se abrió. No entró una luz blanca como se esperaba, sino una persona con una antorcha en sus manos. Parpadeó para acostumbrarse a la presencia de la luz que brindaban las llamas, aunque no fuera igual al de hacía unos minutos atrás. La figura que se presentó en ese momento fue desagradable. Era el alcalde sonriente.

—Hola pequeña bruja —sonrió—. ¿Qué tal tu estadía en este pequeño hogar?

No respondió.

—¡Oh vamos!, odio que me mires así —masculló, impactando su palma en el rostro de Laurel—; me recuerda a tu madre. —Siguió sin mediar palabras. Sabía que lo único que él quería era provocarla, humillarla, mas no lo lograría—. De acuerdo, no hablarás, y yo si puedo hacerlo.

»No sabes cuánto deseaba ese momento, en el que por fin tus padres se arrodillaron, mientras su hogar era quemado y consumido por el fuego. Arauid se lo merece, siempre le di todo mi amor, mi cariño, ¡Y ella me menospreció! me dejó a un lado por un maldito herrero de quinta. Conmigo hubiese tenido todos los lujos posibles: ropa, zapatos, joyas, dinero... ¡Pero lo escogió a él! Mala decisión, si no lo hubiera hecho nada de esto hubiese ocurrido. Tú no existirías y ella no estaría tan rota como hoy.

»Este es el precio de su traición. Hoy verás cómo se queman. —susurró con una sonrisa.

—¿Qué? —exclamó bajito, atónita. Ébanit había dicho que sería al día siguiente—. ¿Hoy?

—Así es. Ellos, tú no. Quiero ver el rostro de Arauid viendo como su hija se destroza al verla en llamas. Le dolerá. —rió sonoramente, con grandes rasgos de locura en su expresión facial. No parecía estar totalmente cuerdo—. Le dolerá mucho, mucho, mucho. ¿Te imaginas su cara? Es que ya quiero verla, al igual que el maldito de Alfredo, su corazón quedará destrozado, luego chamuscado —ironizó.

—No quemes a Margaret, ella es inocente —pidió acercándose a él con dificultad. Las cadenas tintinearon, cuyo eco se expandió por la celda. Vandler se alejó, nada más para observar como Laurel intentaba llegar más de lo que las cadenas le permitían.

—Oh no, eso sí que no. Tú vivirás un día más porque también quiero verte sufrir, además, eres de verdad una bruja, créeme que jamás me lo imaginé —inquirió dando vueltas por la habitación—. Es decir, siempre supe que Arauid no lo era, pero ¿Tú? ¿Cómo? No tiene lógica alguna.

—Yo no soy una bruja, Margaret tampoco.

—No intentes engañarme, ere una de ellas, lo demostraste —repuso sonriente. Se detuvo al frente de Laurel para examinarla de pies a cabeza—. Es un desperdicio, eres muy hermosa.

—Si sabías que no éramos brujas ¿Por qué hiciste todo esto? ¿Por qué ahora nos condenas a morir? —Ya tenía claro que la justicia no siempre llegaba, mas su corazón pedía una respuesta, no podía creer que en el alcalde yaciera tanto odio.

—Porque Rhaken necesita sacrificios, y el pueblo culpables. Esto era inevitable niña. El odio de las personas debe ser saciado, es una lástima por aquellos que sucumben a él. —Vandler se detuvo, esta vez mirando a Lau con frialdad—. Veamos, descendientes de brujas sueltas cerca de Granado, catástrofes que rodean las poblaciones aledañas y mujeres curanderas en algunos lugares dentro del pueblo. ¿No te parece sospechoso? Si una enfermedad como ésta acaecía, cobrándose víctimas, claramente tendría que haber un condenado, y ya deberías saber que las brujas no tienen una buena reputación.

—¡Ya te dije que no lo somos! —gritó fuerte. Su voz resonó en el pequeño cuarto. Vandler la silenció en un siseo.

—Cállate, me aturdes —Se quejó—. Bueno, de todas formas no importa, ha llegado el momento, ya todos deben estar reunidos en la plaza, con las hogueras listas. ¿Preparada para ver a tu familia morir? —Sintió de repente una sensación de vértigo inexplicable. Un vacío en el estómago se abrió paso dentro de ella, tanto que no le permitió articular palabra alguna.

Su reacción fue suficiente respuesta para Vandler.

Sacó del bolsillo de su pantalón unas llaves. Con ellas le quitó todas las cadenas, pero al final le colocó unas esposas en las manos por seguridad. En opinión de Laurel, había sido estúpido; no tenía la fuerza ni el poder con qué enfrentárseles. Aun así aprovecharía cada momento para intentar salvar a su familia. Quizá todo indicaba que era imposible, mas no desechaba la esperanza. Ellos continuaban vivos, y mientras lo estuviera existiría alguna forma de solucionarlo todo.

En el interior no quería admitirlo, así que se engañaba para que el golpe fuera menos duro.

Claro que, no lo fue.

Subieron escaleras rocosas en forma de espiral, lo que le hizo saber que estaban muy abajo del pueblo. Al final, llegó a una pequeña quinta, residencia del alcalde. Nunca había visto un lugar tan grande, así fuera de reojo. Se notaba que era una persona de grandes recursos.

Salieron de allí directo a la plaza, bajo el inconmensurable cielo azul, lleno de estrellas que esa noche presenciarían una injusticia más, en un mundo tan grande. Por las calles no se veía a una sola alma, ni si quiera logró escuchar los ladridos de los perros «Todos están reunidos en la plaza, todos están felices» Tragó saliva, sintiendo sus palpitaciones aumentar con cada paso.

Sentía un miedo que comenzaba a crecer con vertiginosidad. El camino se le hacía largo, sólo para que su tortura previa fuera peor. No quería llegar, se negaba que al final de todo ese camino existiese un final.

Pero lo había.

Escuchó un bullicio proveniente del pueblo cuando le faltaba poco por llegar. Su determinación flaqueó ¿Cómo podría defender a su familia con tantas personas dispuestas a matarlas? No era una bruja, Ébanit se lo había confirmado, lo que erradicó cualquier oportunidad de salvación. Se negaba a la idea de observar a su familia morir, aunque ¿Que podía hacer?

Sus piernas se detuvieron en seco cuando la estatua de Rhaken se visualizó a varias varas de distancia. Aún no llegaban del todo y ya el miedo se había apoderado de su cuerpo. Sus brazos temblaban, y la fuerza de sus piernas parecía disminuir con cada latido de su corazón. Sentía una presión en el pecho que solo podía ser el temor de lo que se avecinaba.

—¿Qué te pasa? —espetó Vandler empujándola—. ¡Muévete! —No pudo hacerlo. Soltó un chillido de dolor cuando el alcalde tomó su cabello rojizo bruscamente, arrastrándola a la fuerza hacia la plaza. No pudo rehusarse, así que terminó colaborando, pero él no aminoró su hosco agarre.

Cualquier pensamiento coherente desapareció cuando llegó a la plaza. Habían muchas personas conglomeradas en ella; estaba todo el pueblo, no importaba si se montaban en los tejados de las casas aledañas a la plaza, de alguna forma todos tenían que presenciarlo. Lo primero que hizo Laurel fue buscar a su familia y como había supuesto, estaban abajo del pedestal, una al lado de la otra. Vandler se abrió paso entre la muchedumbre hasta que se detuvo.

Habían tres grandes hogueras de troncos gruesos y ennegrecidos, con hojas secas y en el centro una vara de tres metros, en el que cada integrante de su familia yacía amarrado. En la primera estaba la dulce Margaret con sus ojos cerrados, temblorosa y llorando. En el siguiente, Arauid miraba hacia abajo con el inequívoco rastro de lágrimas en sus mejillas, y al lado estaba Alfredo inexpresivo.

—¡Mamá! ¡Papá! —gritó a punto de que se le quebrara la voz. Los tres miraron en su dirección con reacciones notablemente similares.

—Lau... lo siento —murmuró Arauid a pesar de que ella no pudo escucharlos por el bullicio. Le ofreció a su niña una hermosa sonrisa que en medio de la tristeza intentó consolarla. Alfredo miró hacia ella emulando de igual forma una sonrisa.

—Te quiero, hija.

—Papá... —sollozó Laurel.

—¡Hermanita, ayúdanos! —gritó Margaret. Su vocecita infantil fue escuchada por encima del barullo de los aldeanos. El corazón de Lau se encogió al ver a su hermana tan desconsolada—. Por favor, nosotros no hicimos nada... —sollozó—, no quiero morir —Laurel lloró, todavía con el hosco agarre de Vandler, no le importó, lo hizo. «No puedo hacer nada —comprendió—. No puedo salvarlos, no puedo salvarme»

—¡Hay que quemar a las brujas! —gritaron. El alcalde dejó de tomarla por el cabello, sonriendo.

Laurel miró a su alrededor aprovechando su movilidad. Habían construido pequeñas cercas que mantenían alejada a las personas del pueblo de las hogueras. Justo cuando su mirada comenzaba a recorrer los rostros enardecidos de los pueblerinos, se encontró con uno inexpresivo, sin vida. Vandler había tenido una mano en su hombro, pero ella se liberó de ese agarre y corrió en su dirección.

No le importó la perplejidad o el susto en el rostro de los aldeanos al creer que haría algún tipo de magia, ella sólo quería llegar a él, su salvación. La persona que la amaba, que la quería de manera sincera. Esa persona que nunca le juzgó, que siempre estuvo como un pilar en su vida. Ese chico que le regaló incontables de sonrisas que alegraron su vida.

—¡Dairev! —Llamó con un ápice de esperanza en su voz, deteniéndose al frente de él. Su cabello se agitó por el movimiento—. Ayúdame, por favor... d-diles que no soy lo que creen... —murmuró. Él no alzó su mirada de inmediato. Estaba completamente inexpresivo. Su rostro pálido como un papel y su respiración pausada cual corazón a punto de dejar de latir. Cuando levantó su mentón dejó a relucir dos enormes bolsas moradas bajo sus ojos; el café dulce de ellos yacían sin ningún sentimiento—. Dairev, yo...

—¡Agarren a la bruja, quiere escapar!

—¡No! —gritó Laurel cuando Vandler le tomó de sus hombros. Esperó algún tipo de reacción en él, pero sólo parpadeó—. ¡Dairev! Por favor, ¿lo prometiste recuerdas? —agregó con su voz quebrada. Las lágrimas surgieron al no ver la salvación que buscaba—. Las promesas no se olvidan, Dairev... —La desesperación y la decepción se apoderaron de su cuerpo. No podía creer que la persona que amaba actuara de forma tan indiferente, cuando días antes aclamaba ser quien la protegería de las adversidades.

No se movía, ni un músculo. Nada.

—¿Conoces a esa bruja, muchacho? —preguntó un señor a su lado. Él subió su mirada, para que sus ojos se posaran en los de ella por varios segundos. Laurel, por primera vez en mucho tiempo, atisbó la tristeza en ellos.

—No, yo no la conozco. —Terminó por responder.

El bullicio alrededor se silenció de repente. Laurel ya no escuchaba sus voces; los murmullos, los gritos, las risas... todo había desaparecido. Fue alejada con rapidez, pero para ella fue una eternidad ver como el espacio entre ella y Dairev se extendía tanto. Terminó por comprender que ya nada sería igual. Jamás. No existía salvación, ni un arreglo. Nada era capaz de remediar el presente, ni el futuro desgarrador que se avecinaba como el peor de los ocasos. Observó como el chico que amaba se despedía, con una simple frase que terminó de definir su destino.

Los acontecimientos siguientes ocurrieron tan lento que le pareció llevar días en la misma posición. Fue arrodillada en el suelo, frente a las tres hogueras, Vandler le había susurrado algo a sus oídos, nunca supo que era, los sonidos jamás llegaron. Su corazón ya no latía ¿O sí? No tenía pleno conocimiento de su cuerpo, únicamente lo que sus ojos le permitían ver.

El alcalde pronunció unas palabras que enardecieron al público, luego se detuvo en cada hoguera para encenderlas con el fuego de su antorcha. De allí, todo se convirtió en una eternidad. Los sonidos regresaron, sólo para que los gritos de su familia lograran grabarse en su memoria. Las llamas danzaban como mortales bailarinas en un funeral tétrico, tragándose con lentitud la vida de las personas más preciadas para ella. Cada grito desgarraba de su alma y la partía en pedazos; cada uno de ellos era un suplicio perenne.

Recordó las sonrisas que vivió junto a ellos mientras eran asesinados por las llamas; recordó las aventuras con su hermana, las enseñanzas de su madre y las charlas con su padre; revivió cada pelea, cada reconciliación, cada comida... Pero todo se estaba convirtiendo en cenizas.

No pudo gritar. A pesar de que su cuerpo temblaba del miedo y de la rabia, no podía expresarse cómo lo haría en una circunstancia normal. El tiempo fue tan cruel que los gritos de dolor no parecían cesar. Su pequeña hermanita se hundía cada vez más en una muerte desgarradora; su madre, la mujer que la crió desde pequeña y le enseñó tanto encendida de pies a cabeza, esperando que todo acabara en ese mismo instante. Y su padre, su cariñoso padre; una víctima más de los celos incontrolables de una persona.

Sí, la vida es tan injusta.

Luego de varios minutos, los gritos cesaron. Ya ellos no estaban allí.

Nunca recibiría de nuevo un beso de buenas noches; no volvería a recibir un abrazo sincero; una sonrisa pícara o incluso, un regaño.

Nunca más volvería a ser feliz.

El humo se extendió en el cielo opacando a las estrellas que esa noche lloraban. La luna fue ocultada por una nube espesa, dejando como única luz las llamas danzantes, rojas, amarillas, naranjas. Y sobre todo, mortales.

No supo cuanto tiempo estuvo allí arrodillada, ya el tiempo no le importaba. Nada lo hacía. Cuando se percató a su alrededor no quedaban casi pueblerinos para observar la ultima ceniza que pudiera quedar de los cuerpos. Ya no estaba Dairev, el único rostro amigable que había tenido en ese pueblo.

—Cariño, ya vámonos, todo acabó —dijo una voz que en su ensimismamiento le resultó familiar.

Vandler estaba al lado de Laurel, se volvió a la mujer, asintiendo.

—¿Era necesario que la niña viera? —repuso cuando el alcalde levantó a Laurel con brusquedad. Ella alzó su mirada para ver a la mujer. No expresó sorpresa al reconocerla casi de inmediato.

Era muy distinta a la última vez que la había visto. Tenía un largo cabello negro, sedoso. Llevaba un vestido negro ajustado que le dejaba al descubierto una pierna. Su cuerpo era envidiable, finas curvas, grandes pechos y buen trasero, pero no fue eso lo que hizo que Laurel la reconociera, sino el destello fugaz que tuvieron sus ojos cafés al cruzar miradas con ella. Habían cambiado de color por unos preciados segundos; se habían vuelto rojos como la sangre y brillaron con una intensidad propia a lo sobrenatural.

—Sí Ébanit, era necesario —afirmó Vandler sin haberse percatado del cruce de miradas—. Tienes razón, es mejor irnos. Mañana en la mañana tengo que levantarme temprano para preparar la hoguera de esta niña.

—¿También la quemarán? —preguntó mientras comenzaban a caminar. Vandler tenía su mano enganchada al brazo derecho de la niña, y al lado de él, caminaba Ébanit, tomados de la mano.

—Sí cariño, también es una bruja.

—Oh... ¿Le temes a las brujas? —preguntó divertida. Laurel le miró de soslayo, observando una pícara sonrisa que sólo pudo ser para ella.

—No.

—¿No? —Ébanit rió, consciente de que Laurel tenía su mirada fija en ella—. Deberías cariño, son seres peligrosos —susurró devolviéndole la mirada a Laurel. En ese instante se relamió los labios, aun con la sonrisa en ellos.

Continuaron caminando hasta que llegaron de nuevo a la hacienda. En ella ambos se separaron porque Vandler tenía que llevar a Laurel a su celda. Bajaron de nuevo los escalones de piedrita, más rápido de lo que ella se había imaginado. No pensaba en absolutamente en nada, ya todo había pasado, ahora sólo le quedaba esperar su turno.

Entraron a la celda, pero el alcalde no la encadenó, únicamente le dejó puestas las esposas.

—Ten unas lindas noches —murmuró malicioso, antes de cerrar la puerta y dejar a Laurel en plena oscuridad.

Sí, la oscuridad era todo lo que le quedaba.

Se acostó en el frío suelo sin intención de conciliar el sueño. Sabía que no podría hacerlo.

Pensó en su familia ¿En dónde estarían ahora? Esperaba que en un lugar mejor, sin tristezas ni injusticias. Y pensar que en algún momento creyó que lograría salvarlos. Había sido muy ingenua. Al final no logró nada, salvo decepcionarse de la persona que amaba.

Actuó con tanta indiferencia que al primer momento se había asustado. Allí, acostada en el frío concreto, pensó en todo el daño que ella le había provocado. Al último instante, cuando negó que ambos se habían conocido y percibió la tristeza en sus ojos, comprendió que todo era culpa de ella. Él estaba destrozado, no tenía alternativa.

Jamás estuvo preparado para protegerla, simplemente porque nadie podía.

Negó con rapidez, cerró sus puños. «Prometo que te protegeré, así eso me cueste la vida —resonó su voz, rememorando aquel día tan especial—. No permitiré que te hagan daño; no me importa si salgo herido en el proceso, sólo me importas tú, únicamente tú» Rió, en plena oscuridad rió con fuerza.

Toda aquella situación era tan contradictoria. Al parecer todo habían sido simples palabras que brotaron de su boca. Ingenuamente creyó que tendrían algún significado especial, mas no fue así. Ya ni si quiera sabía qué sentir, ¿decepción? ¿Ira? ¿Tristeza? «Supongo que también tenías miedo de morir, ¿no es cierto, Dairev? —Forzó una sonrisa sin un ápice de felicidad—. Todos le tenemos miedo a la muerte, y la viste en mí ¿No es cierto? Viste mí irremediable futuro, así que te alejaste de él para continuar viviendo» Deseó en su encierro odiarlo, pero no podía hacerlo, no podía juzgarlo.

—Te entiendo. Deseo que seas muy feliz con una persona que no te traiga desdichas como yo. —Le murmuró a la vacía oscuridad, buscando en ella una respuesta. Visualizó su sonrisa, su rostro. Extendió la mano para alcanzarlo, mas no pudo, desapareció tan rápido como había llegado.

Cuando Vandler volvió a entrar a la celda, ya era de noche nuevamente. No había cerrado los ojos desde ese entonces. No cruzó ningún tipo de palabras con el alcalde, no tenía sentido hacerlo. Aunque notó un cambio muy notable en él. Se veía enfermo, agotado.

Hizo el mismo recorrido de antes. Subió escalones de piedra, caminó por las desoladas calles de Granado, hasta que llegó al frente de Rhaken. A ella, a diferencia de su familia, le subieron al pedestal, en donde habían construido una pequeña hoguera, para ella. Allí pudo observar a todas las personas que se habían reunido. Quizá la misma cantidad que fue a ver a sus padres. Miró rostros desconocidos, rostros que no fueron a incendiar su hogar. Vio a enfermos, niños en brazos de sus padres siendo obligados a ver; vio ancianas, jóvenes desconcertados, pero sobre todo, reconoció muchos rostros inocentes, de corazones nobles que esa noche serían corrompidos por el odio.

«No puedes irte con rencor —pensó—. Recuerda lo que decía mamá. El odio contamina el alma» Ella no era nadie para juzgar las acciones de los presentes, quienes debían hacerlo eran los dioses, no ella, sin embargo, lo hacía. Eran demasiadas las injusticias que habían caído sobre su familia, siendo muchos de ellos los culpables. «Hazlo, perdónalos»

Cuando el alcalde terminó, dejó que muchos de los oradores creyentes en Rhaken, dijeran algunas palabras. Ella no les prestó atención, por en cambio tomó el momento para recitar una oración, previa a su muerte.

«Dioses, venerables y justos, por favor, escuchen mis últimas plegarias —oró, cerrándolos ojos—. Perdonen mis pecados y liberen todo rencor de mi alma. Pronto me reuniré con ustedes y antes quisiera agradecer por toda la felicidad que pude experimentar con mi familia. Suplico la justicia para ellos, dejen que descansen en paz, sin remordimientos ni tristezas» Su rezo fue interrumpido por aclamaciones hacia Vandler, quien dijo un par de palabras antes de dirigirse a ella.

—¿Quieres decir tus últimas palabras? —Asintió. Laurel se dirigió hacia todos y habló lo suficientemente alto como para que todos pudieran escucharla.

—Los perdono —Mintió.

No era verdaderamente lo que sentía. Recordó cada humillación, cada mirada desdeñosa, las mentiras e injusticias contra ella y su familia. Aunque no quería irse con odio, no pudo evitar hacerlo. Se dejó contaminar por el sentimiento al igual que todos.

La plaza quedó unos segundos en silencio, luego comenzaron los abucheos en su contra. Gritaban y escupían a sus pies. Se detuvo para poder observar a cada pueblerino, cada rostro, cada expresión de furia y desconcierto por sus palabras, hasta que se detuvo en Dairev.

Allí estaba, mirando horrorizado la imagen de ella, amarrada en una hoguera, previa a ser quemada en vida. No entendió ese cambio en él, de un día para otro, ¿acaso se había arrepentido? Estaba temblando, casi al borde de las lágrimas, mas no pronunció ninguna palabra; de todas formas ella no sería capaz de escucharlas. Bajó su mirada cuando comenzó a sentir un calor inusual bajo sus pies.

Las llamas habían comenzado su danza.

«No gritaré» Se prometió mirando al frente. Buscó a Dairev y allí reposó su mirada por un rato. No estaba segura si la última imagen que quería antes de morir era verlo, pero después de todo era la única persona que le había demostrado amor y cariño a excepción de su familia.

El calor se extendió por todo su cuerpo; empezaba a respirar con dificultad. El humo comenzó ahogarla; el fuego a quemar su piel. Se mordió los labios, reacia a soltar algún grito. Su cuerpo temblaba a pesar del calor infernal que se estaba apoderando de ella; el miedo comenzó a tomar cada músculo, cada fragmento de cordura que le quedaba.

Abrió sus ojos con dificultad para mirar a Dairev una última vez, antes de cerrarlos por completo. Él había comenzado a llorar en el mismo lugar. Ya era tarde para arrepentimientos. No había salvación alguna.

Sus ojos se cerraron de nuevo y se entregó por completo al dolor y al fuego. Su boca se abrió para gritar hasta que la garganta se le desgarrara. Gritó como nunca lo había hecho en su vida. La piel se le derretía y las llamas se extendían por todo su cuerpo, como lenguas saboreando el sabor de la piel quemada. El dolor era cegador. Deseaba que todo terminara rápido. Sus alaridos eran penetrantes, hasta que ya no los escuchaba, sólo sentía el dolor en su pecho, en su cuerpo.

Su mente se nubló por la inconsciencia que comenzaba a apoderarse de ella, y finalmente todo quedó atrás.

Su corazón dejó de latir y su alma dejó el cuerpo terrenal. Se elevó entre la espesa bruma del humo, ascendiendo al cielo en la espera de un descanso eterno.

Estaba rodeada de oscuridad, una oscuridad plena y absoluta. Era una pequeña bola blanca que alumbraba la nada que amenazaba con tragarla, como una fiera al acecho de una presa. No sabía qué estaba haciendo allí, o qué era ese lugar, pero de cierta forma se sentía en paz. Ya todo había acabado, el dolor; las lágrimas; los malos momentos... nada de eso volvería.

De pronto comenzaron a surgir pequeñas esferas de luz como ella, sólo que más grandes y más poderosas. Una, dos, tres... hasta que se convirtió en el centro de todas las estelas circulares que habían surgido. Eran blancas y al final tenían destellos de colores. Justo al frente de ella, había una muchísimo más grande y majestuosa que el resto, y sus destellos eran de variados colores.

Una de esas luces circulares, un poco menor a la más grande, se acercó a ella. Sus destellos eran violetas. El calor que desprendía ese pequeño halo fue tranquilizador. No supo lo que era, mas percibió de alguna forma un aroma a orquídeas.

—Hola —dijo una voz, proveniente de esa luz. Era dulce, meliflua.

—¿Quién eres? —preguntó sin estar plenamente segura de ello. ¿Lo había pensado o lo había dicho? Eso no importaba, porque lo que esa luz estaba a punto de decirle cambiaria todo.

Convertiría su final en un nuevo comienzo.

—Yo soy Vida, y te tengo una propuesta.



N/a:

Doloroso, ¿no? Sé que algunos me deben de estar odiando xd lo siento. Muchos deben estar decepcionados de Dairev, quien proclamó su amor a Lau muchas veces, hasta yo lo pensé dos veces antes de escribir este capítulo. Dairev estaba destrozado y confundido, espero que lleguen a entenderlo.

En este capítulo se revelaron muchas cosas. El origen de la brujas no es el de cualquier historia, este tiene un porqué muy importante. También se supo que Laurel no era en realidad una bruja, ¿Qué cómo logró liberarse de las sogas? Les di una pequeña pista con la respuesta de Ébanit, pero más adelante lo aclararé sin rodeos.

Si lo ven desde un punto de vista general, la culpa de que Laurel pasara por todo eso fue de la humanidad que comenzó a dañar tanto a la Tierra, si no hubiese sido así las brujas no existirían y nada de eso hubiera ocurrido (? *yo y mis malos intentos de consolarlos*

¡Espero que les haya gustado! No olviden dejarme sus opiniones del cap. Cualquier error o sugerencia es aceptado ;) 

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro