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Capítulo 22

Había regresado a tiempo para el rezo en familia. El sol se estaba ocultando por las montañas cuando volvió a colocar a Tronco de Roble en el pequeño establo. Acarició al caballo cuando se bajó de él. Afuera su madre y su hermana la esperaban, mientras su padre llegaba con una carreta llena de pedazos de troncos, gruesos y pesados.

—¿Qué tal te fue? —preguntó su madre luego de darle un tierno beso en la mejilla. Miró de reojo a las bolsas que Laurel había sacado de las alforjas, no muy contenta—. ¿Qué es esto? —preguntó cuando miró la poca comida.

—Me vendieron las papas por una moneda de plata —explicó—. Al igual que la ahuyama. Gasté en carne de cordero tres monedas de esas. Solo me sobró una y las de bronce.

—¿Qué? —preguntó sorprendida. Margaret miró con tristeza a su hermana—. Eso es demasiado ¿Por qué? —Laurel tenía vergüenza de responder esa pregunta. Bajó la mirada y contestó.

—Solo porque era yo —repuso incómoda. Su madre le miró sorprendida, mas no se lo reprochó.

—Tranquila mi amor. Algún día ellos pagarán sus injusticias. —Sonrió con ternura. Una sonrisa que pareció apaciguar sus preocupaciones—. Sobreviviremos a esto. Ven, ya es hora de rezar a nuestros dioses. —Tomó la manito de Margaret—. No se olviden de orar por el crecimiento sano y efectivo de los cultivos.

—Sí mamá —contestaron las niñas.

Regresaron a esperar que su padre estuviera listo. Mientras él se desocupaba, ellas se vistieron con prendas presentables para el rezo. Era una pequeña ceremonia que realizaban una vez por semana, en la que iban al bosque de las almas para agradecerles a los dioses, y a pedir por ellos.

Laurel se colocó un vestido sencillo de lana, color azul cielo. Se acomodó su cabello rizado lo mejor que pudo, colocándose algunas horquillas que le había regalado su madre en su día de nacimiento, para que sostuvieran los cabellos que se le iban al frente. Se colocó unas simples zapatillas, se acomodó el lazo del vestido y listo. Su hermana Margaret tenía un vestido similar, sólo que de color amarrillo. Ella tenía muchos rasgos físicos similares a Lau, diferenciándose en que su cabello no era rojizo, y sus ojos no eran verdes, sino de color café. Los había heredado de su madre, en cambio ella no.

Al salir, su padre Alfredo, ya estaba listo. Era un hombre corpulento y callado. Tenía el cabello del color del fuego, que se veía aún más claro bajo la luz del sol, pero en aquellos momentos era oscura como la noche que se ceñía sobre sus hombros. Se había puesto una ropa más presentable que la que usaba para trabajar allí en casa, aunque los rastros del sudor aún eran visibles.

—Alfred, cariño, que guapo te ves —dijo Arauid, mientras depositaba un delicado beso en la barbilla de Alfredo.

—Tú también te ves hermosa, amor —musitó, mientras depositaba un tenue beso en sus labios. Efímero, para que Margaret no lo notase.

—Bien niñas, es momento de irnos —dijo Arauid con una sonrisa. Tomó a Margaret de la mano, y juntos salieron de la casa.

El atardecer, poco a poco le dio paso a la noche, como invitándola a entrar a su hospedaje por un pequeño lapso de tiempo. Cuando la familia llegó al inicio del bosque, ya la luna estaba sobre ellos, como una fiel servidora que presenciaba los rezos. Sus hijas, las estrellas, miraban alegres al pequeño evento que ellos hacían, o por lo menos esa era la perspectiva de Laurel.

El bosque de las almas era un lugar mágico y hermoso. Estaba lleno de árboles que brillaban bajo la luz de la luna, con miles de luciérnagas que salían cada noche, como pequeñas lámparas para iluminar el lugar y darle ese toque apacible que embriagaba a la familia. Había muchos tipos de árboles; desde manzanos, hasta sauces con troncos grandes, cuyas hojas eran largas y caían como cascadas. Aquella noche los árboles tenían un aura especial, era como haber llegado a un lugar muy distinto al mundo real. ¿Y cómo no serlo? Era un bosque de almas. Sagrado.

Según sabía Lau, aquel lugar fue naciendo poco a poco, desde hacía muchos siglos atrás. Todos sus antepasados creían en el poder que poseían los dioses, desde el más simple al más poderoso, que era el Creador, pero tenían cierta veneración por la naturaleza, así que ofrecían sus cuerpos sin vida, para que a través de ellos se creara vida. Cada vez que alguien de la familia Luscian, moría, su cuerpo era enterrado y sobre él sembraban una semilla, que con los años crecían y se volvían árboles fuertes. Su madre le contó que los primeros árboles crecieron con rapidez, a por eso su familia creyó más en los Dioses. «Es un regalo de ellos, Lau —Le dijo una vez—. Nos dan vida para que con nuestros cuerpos creemos más, e incluso, después de la muerte»

En cada árbol reposaba un alma, una que vivía en él por el resto de la eternidad. Era un lazo irrompible que se fortalecía con el crecimiento de los árboles, al igual que la tradición, que debía cumplirse sin excepciones. Cuando Arauit muriera, tenían que sembrar sobre ella un árbol; junto a él, reposarían el de su padre, luego el de ella y su hermana; el de sus hijos...

Para la familia Luscian, el crecimiento certero de los árboles era una bendición. Nunca habían dejado de crecer y como regalo, le brindaba frutas jugosas a la familia, que ellos agradecían al tomar. Alfredo les enseñó a las niñas que todo lo que se le quitara al bosque, debían pedírselo y regresarlo; así fuere cualquier cosa que ellas pudieran darle.

Laurel por su parte, sembraba las flores que Dairev le colocaba sin falta en la oreja. Sorprendentemente estas no se marchitaban; por el contrario, se fortalecían y continuaban con vida hasta la llegada de su momento. Su madre con frecuencia, sembraba cualquier tipo de hierbas en el bosque, lo que poco a poco le fue dando más vida y color, sobre todo aquellos arbustos llenos de flores de colores.

El bosque era el único que había a muchas leguas a la redoma, y que poco a poco crecía más, y se expandía; así que era fácil encontrarlo y pasar por él.

Cuando llegaron, se detuvieron al inicio, donde frecuentaban sus oraciones. Laurel se detuvo junto a su familia, para admirar la liga de colores y el espectáculo que ese día había. El olor que le impregnó sus fosas nasales, fue exquisito. Olía a tierra y hojas; a flores y frutas... olía a vida.

Lau, miró hacia los lados, pero no atisbó ningún animal. Así que en vez de eso, comenzó a mirar cada árbol, deteniéndose como si escrutara el cuerpo de una persona viva. Un tenue viento alborotó las hojas caídas, dejando que ella y su familia se refrescaran con el dulzor de la noche. «Son los dioses —Pensó mientras cerraba los ojos, como si con ello pudiera tener un mejor contacto con el mundo que estos no podían atisbar. El mundo de las almas—. Ellos están presentes, siempre lo están. Al igual que están mis antepasados. Mi abuela, mi abuelo, y todos lo que les antecedieron. Todos están reunidos aquí para darnos paz y brindarnos esperanza»

Le gustaba creer que era observada por ellos; le gustaba creer que cada uno fortalecía la unión de la familia; pero tan sólo era una mujer pequeña en edad, poco sabia para ese tipo de cosas. A pesar de ello, ¿cómo explicaba la calma que le proporcionaba el bosque? ¿Cómo podía expresar el inefable sentimiento de sentirse observada, por almas agradables y puras?

«No le busques una explicación. Solo déjate llevar y disfrútalo» Se dijo cuando abrió sus ojos.

Su madre se arrodilló al frente del bosque, luego le siguió su padre y su hermanita. Ella lo hizo de igual forma, cerrando sus ojos y entrelazando sus dedos para convertirlos en uno solo. Inhaló el aire puro para iniciar.

«Dioses, venerables y justos, por favor, escuchen mis plegarias. —Empezó—. Quiero agradecer primero que todo, sus bondades hacia nosotros. Agradezco las frutas que tomamos de estos árboles; agradezco por las plantas medicinales que nos curan nuestras enfermedades; agradezco la pureza con la convivimos día a día, al igual que el amor que arraiga en nuestros corazones. ¡Oh buenos dioses! Agradezco todos los regalos que nos ofrecen diariamente, al igual que la vida que se nos fue otorgada para poder cumplir con nuestro destino, con nuestro deber. Y al final del camino, ser devuelta y encarnada en una planta —sonrió—. Hoy buenos Dioses, les he venido a pedir por mi familia. Cuídenlos a todos, permítanles vivir todo lo que puedan; a mi hermanita, a mi madre y a mi honorable padre. Dioses, pido por los cultivos que hasta ahora crecen bien, por favor, que continúe así y puedan alimentarnos por un tiempo. Y por último, les pido por mi pasado y mi futuro; les pido que me brinden la sabiduría necesaria para afrontar los problemas que envuelven a mi familia y madurez suficiente para comprenderla»

Terminó su oración. Siempre, al final, se sentía limpia y feliz. Había cumplido con su deber, de agradecer por todo lo que le facilitaba la vida; agradeció por lo que era.

Miró de soslayo a su familia, Margaret ya había acabado, y estaba observando un sauce llorón que se encontraba a los lados. El inicio del bosque tenía una forma oblicua, por lo que había árboles a los lados, específicamente enormes sauces llorones, los más grandes que había en el bosque. Usualmente, este árbol, es grande, pero ellos en específico eran especiales. Tenían una altura majestuosa, que dejaba a las personas con la boca abierta. No eran inconmensurables, solo que resaltaban entre los árboles que había allí.

La pequeña niña sonreía mientras intentaba tocar una de las hojas del árbol. Laurel observaba, hasta que su madre de igual forma acabó, por consiguiente, su padre.

—¿Rezaron hijas? —preguntó Arauid. Alfredo abrazó a su esposa por detrás, con una sonrisa en su rostro. Margaret se acercó corriendo, para luego detenerse al lado de Lau.

—Sí, mamá —respondieron ambas.

—Yo pedí por los cultivos —agregó Laurel.

—Yo igual —dijo Margaret, divertida—. Mami, ¿nos podemos quedar un ratito más? Me gusta este lugar.

—A mí también me gusta Magy —respondió la señora mientras alborotaba el cabello castaño de Margaret—. Pero ya es de noche y debemos regresar.

—Mamá, no hay que temer. Los Dioses nos cuidan —dijo la pequeña niña con una inocencia característica de su edad. Arauid quedó sorprendida. Luego sonrió, como si ese último comentario le hubiera llenado de orgullo.

—Sí, hija. Tienes razón. Bueno, si tu padre accede... —Miró su esposo con una sonrisa. Él, asintió enérgicamente.

—La luna nos brinda su luz, al igual que las estrellas. Las luciérnagas pululan a nuestro alrededor y nuestras dos hijas anhelan quedarse un rato más ¿Por qué no? —Las dos sonrieron. Sobre todo Margaret que empezó a corretear por todos lados.

—Nosotros nos quedaremos aquí, ¡Magy! No te alejes mucho —dijo Arauid a su hija que se internaba en el pequeño bosque—. Tu tampoco Lau.

—Sí, mamá.

Laurel se internó en el bosque al igual que su hermana. Era un sentimiento que no podía explicar. Se sentía en familia, rodeada de personas que estaban y a la vez no. Era observada por cada alma que pululaba etéreamente en la arboleda. Inhalaba el dulce aire que había allí, mientras observaba las luciérnagas que volaban por donde ella pasaba.

Mientras caminaba, empezó a pasar por un sendero hecho por unos árboles alineados, a los lados, había arbustos llenos de flores nocturnas, como las Don Diego de la noche. Se acercó y pasó su mano por ellas, hasta que empezaron a emanar luciérnagas con sus luces verdes por todos lados. Brotaron como las gotas de lluvia de una nube, para volar alrededor de Laurel e iluminar su angelical rostro. Ella sonrió con calidez al verse envuelta por las luciérnagas. Luces giraban en torno a ella, haciendo un hermoso espectáculo en el que era la protagonista. Pero, como un efímero suspiro, las luces fueron apagadas en un soplido gélido del viento.

Laurel se asustó. Inevitablemente, su corazón comenzó a palpitar con fuerza, por verse de repente encerrada en una bruma negra. Subió la vista, y su mundo cambió. Ya no había luna ni árbol, ni el tenue susurro de los insectos nocturnos en el bosque. La luz fue apagada junto con las luciérnagas que le brindaron un hermoso momento, ahora solo quedaba el sonido del palpitar de su corazón, temeroso a lo que les podía pasar. Ella miró hacia los lados, buscando entre la oscuridad alguna sombra que pudiera asociar con algo «Para que haya una sombra, debe existir luz —pensó aterrada—. Estoy sola»

—¿Mamá? —llamó—. ¿Papá? —Su cuerpo había empezado a temblar. Estaba completamente asustada. De repente se hallaba en un lugar extraño, desconocido, lleno de oscuridad.

—Laurel... —resonó una voz en el vacío. Fue áspera y dura. Ella respondió con mirabas furtivas hacia su alrededor, buscando entre todo aquello una forma que fuera dueña de aquella voz—. Cuídate...

—¿C-Cuidarme? —preguntó con miedo. Una pequeña sonrisa llena de temor afloró en su rostro—. ¿D-De qué? ¿O quién? —No obtuvo respuesta, lo que logró confundirla más. Quería irse de allí, alejarse de todo aquello y ver a su madre.

Se sentó entre toda aquella oscuridad y cerró sus ojos, ocultando su cabeza entre sus piernas. No quería llorar. Ya no había voz que le hiciera advertencia, unas confusas que sólo lograban sembrar la duda y el temor en su alma. Sintió de nuevo un viento gélido que le taladró los huesos provocando un estremecimiento por todo su cuerpo, y cuando alzó la mirada volvía a estar en el bosque de las almas, con las luces de las luciérnagas pululando a su alrededor, en esta ocasión más dispersas.

Se levantó exaltada, palpándose su cuerpo como si estuviera esperando encontrar alguna herida, pero no tenía nada. Atisbó que sus manos continuaban temblando, así que intentó normalizar los latidos de su corazón y sus emociones «¿Qué fue eso?» Se preguntó mientras intentaba asimilar el efímero momento que había vivido.

—¡Lau! —Escuchó la voz de su madre—. ¡Es hora de regresar!

No dudó. Se levantó y corrió hacia la voz, dejando atrás los robles y los pinos; los animales y las luciérnagas que le abrieron paso. Por primera vez tenía miedo del bosque. Tenía demasiadas preguntas, ¿habría sido una advertencia de los Dioses? Tendría sentido, aunque ¿De quién? ¿Con qué Dios había tenido contacto? ¿Y si solo era su imaginación?

Cuando visualizó la figura de su madre y su padre, sus sentimientos se apaciguaron notablemente. Se sosegó al ver que estaba a salvo, pero ¿Por cuánto tiempo lo estaría? Era una respuesta que no tenía aún, y que no tardaría en encontrar.

Habían pasado diez días desde el extraño suceso en el bosque de las almas. Para su fortuna, mas nada anormal había ocurrido después. Su vida continuaba; ayudando a su madre con las labores de la casa, cuidando de su hermanita pequeña y de vez en cuando ayudando a su padre con la leña. Eran trabajos forzados, que no le agradaba a su madre que ella hiciera, pero Laurel insistía, así que terminaba accediendo.

Ese día se levantó con el alba. El sol apenas se cernía sobre el horizonte cuando empezó su limpieza matutina. Ese día iría al pueblo, ya había hablado con su madre sobre eso. Después de muchas advertencias y disputas, logró hacer que accediera. Se preguntaba si Dairev había averiguado sobre su pasado. Estaba harta de que cada vez que le preguntara a su madre, no tuviera respuesta alguna «¿Por qué? —Se preguntó mientras limpiaba la sala—. ¿Por qué ha tenido que esperar que yo misma buscase mis métodos para saberlo? ¿Acaso no me tiene confianza?» Ya no tenía caso, ese día todo se descubriría.

Su padre ya no estaba, siempre se iba muy temprano al trabajo. Se levantaba cuando apenas se veían las primeras luces del amanecer, así que calculó que casi pudo haberlo visto partir.

Luego de arreglar la sala, salió al patio, específicamente a un pequeño gallinero que tenían. Ese día, seguramente fritarían los huevos de Betty, la única gallina en el corral, y su acompañante Betto, el gallo. Luego de recoger cuatro pequeños huevos blancos, entre jadeos y arañazos, decidió que le daría un baño a Tronco de Roble. Buscó agua en un pequeño pozo de piedrita. Cuando tuvo todo un cubo lleno, caminó hasta el establo para empezar con su trabajo.

Las primeras veces que lo había intentado sola, se le había dificultado, pero el animal ya estaba acostumbrado a su tacto, así que en esta ocasión no se le dificultó. Cuando acabó de limpiar al caballo, estaba toda llena de jabón y sudor así que se tendría que dar un baño. Ya su madre se había levantado, al igual que Margaret.

—Te levantaste temprano hoy —mencionó Arauid mientras fritaba los huevos—. ¿Irás hoy al pueblo?

—Sí —dijo mientras colocaba a hervir una olla de agua—. Estoy sudada, primero me daré un baño.

—Veo que limpiaste la casa, me gusta —sonrió—. Recuerda, debes tener cuidado. La gente del pueblo cada día está más llena de odio. Son personas impías cariño. El desdén lo llevan en la sangre.

—Lo sé mamá. Dairev estará conmigo, sabes que él es mi amigo. Estaré bien.

—Ah. —Miró a Lau con una sonrisita pícara—. Ese muchacho se la pasa mucho contigo ¿No? ¿Te agrada estar con él?

—La verdad... es que sí —respondió con un leve rubor en sus mejillas, que por suerte, fue ocultada por un poquito de suciedad. Agradeció haber intentado quitarle los huevos a Betty, gracias a eso terminó toda magullada—. Es muy bueno conmigo. Siempre me regala flores.

—¿Son esas que le das al bosque? —preguntó su madre.

—Sí.

—Bueno, entonces no tengo porqué molestarme. Ese muchacho me cae muy bien. Mi ojo de madre dice que le gustas. —Laurel se sonrojó ante la repentina afirmación—. Oh cariño, ya era hora. Eres una jovencita muy bonita. Deberías invitarlo a la casa, quisiera conocerlo mejor.

Lau estaba atónita. Nunca se había esperado tal reacción tan positiva por parte de su madre. Sin embargo se sintió feliz. No estaba completamente segura que a Dairev le gustase, al fin de cuentas nunca se lo había dicho «Las acciones dicen más que mil palabras» pensó. Y si se ponía a juzgar por las acciones del joven...

Se llevó el agua hirviendo al igual que su rostro, a una bañera de madera que tenían en el baño. Era un lugar pequeño; lo suficiente para hacer sus necesidades y asearse. Laurel se internó en el agua y disfrutó de su calidez, pensando en cada momento sobre su pasado y el misterio que giraba a su alrededor.

Al salir buscó atuendos sencillos. Una camisa blanca, manga larga con botones; unos pantalones de cuero negro con varios bolsillos ya raídos por su uso, y por último, unas botas color caoba recién pulidas, aunque con las suelas un poquito despegadas. Buscó debajo de su almohada, una pequeña funda que contenía una daga dentro. Usualmente no se la llevaría, pero regresaría al pueblo, y no podía depender de Dairev todo el tiempo. No era una experta usándola, le bastaba saber en qué extremo tenía que clavarla.

Al salir, montó en Tronco de Roble. Se despidió de su familia y entró al galope. El viento era refrescante, agradable y grácil, pero en aquel momento no era lo que le importaba. Quería que el tiempo pasara rápido.

Esperaba con ansias que Dairev hubiera averiguado su pasado. De forma inmediata, giraron pensamientos negativos por su mente. ¿Y si no lo había hecho? «Entonces lo haré por mis propios métodos» Ya no podía continuar con ese misterio, a la sombra de lo que le aborrecía al pueblo de su familia, que todavía no conocía. Y, si sus antepasados hicieron algo muy malo ¿Por qué tenía que pagar ella por los pecados de quienes no conoció? Era tan solo una hipótesis; lo único medianamente razonable ante todo aquel desprecio ilógico hacia ella.

Llegó al pueblo casi al mediodía. Se escuchaba el bullicio en las calles tan concurridas, llenas de mercaderes y pequeñas tiendas de alimentos, imposibles para Lau. Apaciguó el cabalgar del caballo luego de cruzar el río y decidió detenerse antes de entrar al pueblo. Amarró a Tronco de Roble a un árbol que se hallaba a unos pies del pueblo. Sabía que era un día muy caluroso y la presencia del animal lo que podía provocar era el descontento en aquella gente tan sensible, sobre todo cuando era referente a ella.

Ocultó su daga entre el pantalón y la camisa, luego caminó hacia el pueblo. Las mujeres pululaban por doquier, con sus vestidos ostentosos y sus sombrillas de colores. Sus rostros estaban llenos de maquillaje, que se deformaban al verla. Era algo curioso, pero las doncellas del pueblo tenían cierto asco hacia Laurel, solo por su forma de vestir.

«Vivo en el campo, tener ese tipo de vestidos me mataría del calor —pensó cuando escuchó el bufido de una de ellas—. Además, es un gasto muy grande para algo tan insignificante como un vestido» De pequeña los había envidiado, y como toda niña, deseado. Al crecer comprendió que en la vida existían cosas más importantes que un simple vestido. «Un vestido no me dará de comer»

Las calles estaban abarrotadas, al parecer había una feria de pescado, pues las moscas zumbaban con frecuencia y el olor era penetrante. Nunca había comido pescado, era la comida más cara que se vendía en el pueblo, la más lujosa, por eso las señoras de familia adinerada y sus hijas aprovechaban el momento de deleitarse con las comidas que sus sirvientes preparaban con él.

Laurel pasó por el lado de un vendedor. Deseó tener dinero para comprarse aunque sea uno, no importaba cual, se conformaba con cualquiera. Lamentablemente no era así; ser personas lejanas al pueblo tenía sus desventajas. Tomó el camino que le daba a la plaza del Dios al que adoraban, pero algo le hizo detener en el camino.

Una mujer le miraba desde un callejón oscuro. No tuvo un buen presentimiento de aquella extraña mirada. Algo en Laurel logró captar la atención de esa misteriosa presencia. Para la jovencita, había algo en aquella persona que despertaba su curiosidad. No supo si había sido su forma de vestir, una túnica negra con una capucha que ocultaba su cabello; o los ojos rojos que relucían en aquella mínima oscuridad, que no era aplacada por la luz del día.

Se movió entre el mar de gente, esquivando a damiselas y hombres sudorosos y fornidos, hasta que llegó al inicio de aquel callejón. No había nadie, ni si quiera la mujer a la que había perdido de vista tan de repente. Se internó en él como un animal explorando una cueva. Miraba hacia los lados, atenta, en busca de algo; no sabía específicamente qué. Seguramente era su curiosidad.

Olía a basura y otros desperdicios poco agradables. Observó las ratas que huían de su presencia, algunos gatos en busca de comida.

Después de escrutar cada detalle, suspiró. Cansada, se dio la vuelta para irse, pero la figura de alguien hizo detenerla en seco. Se encontró con la mujer que le había mirado con anterioridad. Se asustó y por reflejo se llevó la mano hacia la daga, mas no la sacó. Aquella señora tenía un aura distinta, no era buena, pero tampoco mala; misteriosa quizás. Ella se quitó la capucha de la túnica, dejando a la vista su rostro y unas facciones extrañas que sorprendieron a Laurel.

Era por lo menos tres palmos más alta que ella. No tenía cabello, por en cambio, poseía una calvicie que era ocultada por tatuajes de color negro y rojo. Tenía figuras extrañas y algo que podía asemejar a letras. Poseía un rostro lleno de maldad, facciones delicadas, neutras, efecto que lograba su falta de cejas. Sus ojos eran de un color sangre, que brillaban como un fuego recién avivado. Y sus labios carmesí estaban doblados en una tenue sonrisa, que se tendía a una mueca.

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Laurel, quien retrocedió unos pasos al examinarla mejor. ¿Quién era aquella persona? Ahora que estaba por descubrirlo, tuvo miedo.

—¿Cuál es tu nombre? —susurró aquella mujer con una voz gruesa. Laurel no respondió, tenía miedo. Le recordó al siseo de una serpiente—. Respóndeme, ¿cuál es tu nombre? —insistió la mujer. Los ojos rojos empezaron a brillar de una forma extraña, una que atemorizó a la chica y le hizo contestar.

—L-La-Laurel —contestó temerosa. No tenía un buen presentimiento de con quien estaba hablando. Algo había en su mirada que le despertaba la curiosidad. Quizá aquellos ojos eran demasiado vivos, inquietos. Miraban todo, pero nada a la vez. Estaban posados en ella, en su cuerpo diminuto y tenso, atento a los movimientos que rodeaban el entorno.

—Laurel... —musitó en un ronroneo—. Pequeña Laurel... —Volvió a susurrar, sin un ápice de dulzura—. Has de tener cuidado, veo una sombra detrás de ti. Una muy grande... y mortal. —Se relamió los labios, dejando visible por unos momentos unos inusuales colmillos, junto con unos aretes que tenía incrustados en la lengua.

—¿S-Sombra?

—Sí —afirmó en un siseo—. Una sombra muy grande, pequeña... Dime ¿Por qué vienes a este infierno cuando sabes que es perjudicial para ti?

—Y-Yo... —No sabía qué hacer, si contarle o no. Hablar sobre ella, era revelar demasiada información personal a una desconocida. Pero esa mujer no solo era una desconocida para ella, seguramente para todo el pueblo. ¿Quién era? ¿Por qué le hacía tales preguntas? «Esos tatuajes, ese color de ojos...» Tragó saliva—. ¿E-Eres una bruja? —Hacer la sola mención de una criatura como esas era peligroso; según el pueblo las brujas acudían al llamado de su nombre, trayendo calamidades a su andar.

El rostro de la mujer se contrajo en una enorme sonrisa, dejando a luz sus enormes y afilados colmillos. Sus ojos brillaron con más intensidad, y los tatuajes en su cabeza resplandecieron por unos breves segundos. Laurel miró asustada.

—Eres muy perspicaz, pequeña —ronroneó socarrona—. Sí, soy una bruja, ¿me temes ahora que lo sabes? —preguntó manteniendo su sonrisa. Nunca había tenido un contacto directo con una bruja; era inevitable tener miedo ¿Cómo no tenerlo? Las brujas no tenían una muy buena reputación.

Laurel sabía que mentir no le serviría de nada, así que asintió levemente. «¿Me va a matar?»

—No, no te voy a matar pequeña —respondió la bruja ante sus pensamientos. Lau se sobresaltó—. Tranquila. Solo quise advertirte, no es frecuente mirar a una flor tan bonita como tú con la sombra de la muerte tras su espalda. Dime pequeña ¿Qué te trae por este pueblo? —Laurel comprendió que evadir aquella pregunta no serviría de nada.

—Y-Yo... quiero conocer mi pasado, y... des-descubrir porque me odian en este pueblo —contestó insegura. ¿Tenía acaso otra opción? Aquellos ojos rojos parecían hipnotizarla y manipularla a su antojo, debía contestar a sus preguntas, así por lo menos apaciguaba el riesgo de una muerte segura «Pero acaba de decir que no me matará» insistió su subconsciente, esperanzado de que fuera así.

—¡Ah! Tu pasado... sí... —siseó cual víbora. Acercó un delgado dedo a la frente de Laurel. Tenía unas uñas largas, muy largas, de un color negro—. Veámoslo... —Tocó su frente, y el mundo de Laurel pareció desvanecerse. Estuvo cegada por unos momentos. Sus ojos se voltearon hasta que quedó solo la esclerótica y su boca se entreabrió, dándole paso a los ojos de la bruja que excavaban en lo profundo de su alma y de aquella sombra a la que llamaba pasado.

Regresó a la realidad cuando la bruja retiró su dedo. Estaba anonadada y confundida, por unos momentos no sabía en donde estaba, ni con quien, hasta que su vista se aclaró de nuevo, y observó el rostro sonriente de la bruja.

—Tu pasado... debes escapar de él. —Le dijo la bruja. Los ojos rojos brillaron con intensidad, una que avivó una extraña sensación en su estómago, ¿inseguridad, tal vez?—. Te lo advierto pequeña flor. Escapa de tu pasado mientras puedas, porque si lo sigues buscando con ahínco, entonces se convertirá en tu perdición.

Luego, su cuerpo se quebró hasta convertirse en miles de polillas que volaron en nubes. Laurel ahogó un grito al sentirlas por su cuerpo y escuchar los revoloteos de las alas, pero cuando abrió sus ojos, ya no quedaba nada. Ni las polillas, ni la mujer.

Había desaparecido, justo como había llegado.


N/a: 

¡Feliz navidad chicos!  Que la pasen super bien hoy :D 

Consideren este cap un pequeño regalo por las fiestas (? XD 

Comienzan a desenterrarse algunas cosas, secretos del pasado, misterios, ¿en que influirán estos episodios con la guardiana? Muy pronto lo sabrán chicos, muy pronto...

Buenoo, eso es todo, ahora sí, hasta la próxima semana :3 Los quiero <3

-Little. 

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